Era el último de los Ocho Días, y apenas quedaba gente en el Lugar del Centro esperando el regreso del Lucero del Alba. Hasta los sacerdotes y las doncellas se habían ido, siguiendo órdenes del Chacal, que los mandó ir al sur a buscar a su pueblo desperdigado.
Hoshi’tiwa era la última alfarera. La suya iba a ser la única vasija para la lluvia colocada en la plaza. En las primeras horas de la tarde, la luz del sol bañaba sus hombros mientras la muchacha preparaba los pinceles de yuca y mezclaba el pigmento rojo. Pero cuando empezó a dibujar la primera franja en la arcilla, pensó en su amado Chacal. Con cada familia que abandonaba el Lugar del Centro, se iba también un poco del espíritu del Chacal. Y Hoshi’tiwa temía que, cuando la última persona lo dejara, su señor moriría.
La invadió una terrible desesperanza, que paralizó su mano. No podía hacerlo. Apoyó la vasija en su regazo y la vio como lo que era en realidad: un ejercicio vano. El pueblo había perdido la fe, el Señor Chacal había perdido la fe… ¿Qué razón había para que los dioses trajeran la lluvia?
—¡No es justo! —exclamó, con una voz que resonó en las paredes desnudas y por los corredores donde ya no había sirvientes—. ¿Por qué nos habéis castigado? ¿Por qué me trajisteis aquí, si no fue para traer la lluvia? ¿Por qué sois tan crueles los dioses?
Nunca había sentido tal furia. Decidió que rompería la vasija. La haría añicos y pisotearía los trozos hasta convertirlos en polvo bajo sus pies. Volvería la espalda a los dioses y jamás volvería a honrarlos.
Sus ojos vertían amargas lágrimas de decepción. En el momento en que asía la tinaja, se disponía a alzarla por encima de la cabeza y arrojarla al suelo para destruirla…, la última tinaja para lluvia del Lugar del Centro…, una de sus lágrimas cayó sobre la cerámica y se disolvió en la arcilla.
Hoshi’tiwa se quedó helada.
Observó cómo se extendía el punto húmedo. Y cuando cayó otra, se quedó mirando también cómo se mezclaba con la arcilla. Sin ser consciente de lo que hacía, hundió su pincel en el color y trazó una línea en la vasija donde las gotas de su llanto se habían mezclado con el barro. Trazó una línea curva, y después un punto y, luego, una espiral. Hundió el pincel de nuevo y su mano se movió por ella misma, como si el pincel guiara la mano, como si las pinceladas procedieran de un lugar diferente de la muchacha que sostenía el instrumento.
Se detuvo a escuchar el rumor del viento, al sentirlo contra su piel. Una y otra vez el pincel iba al color y volvía después a la vasija mientras Hoshi’tiwa, inmóvil como una estatua, veía cómo su mano trabajaba con rapidez y con destreza sobre la lisa superficie curva.
Cuando, finalmente, dejó el pincel a un lado, enderezando su dolorida espalda y extendiendo sus piernas entumecidas, la sorprendió ver que era de noche, porque las estrellas habían salido. No tenía conciencia del paso del tiempo. Entonces vio el dibujo de la vasija y sus ojos se abrieron como platos por efecto del asombro.
No se parecía a nada que hubiera visto antes.
Y, sin embargo, por extraño que pareciera, comprendía su significado. No era el dibujo que ella había pretendido trazar. En realidad, carecía de toda pauta. Fue entonces cuando supo de pronto por qué había sido llevada al Lugar del Centro.
El horno llevaba horas encendido. Metió dentro su vasija, lo cubrió bien por encima y susurró una callada plegaria. Mientras aguardaba que el fuego diera vida a la arcilla, sus ojos se alzaron hacia el promontorio. Frunció el ceño.
¡El Chacal no estaba allí! Por primera vez no había en lo alto un Señor rogando por el retorno del Lucero del Alba. Y si la estrella no reapareciera en aquel octavo amanecer…
Hoshi’tiwa subió a toda prisa los escalones hasta el saliente del edificio reservado para el príncipe de los toltecas. La humilde hija del granjero observó expectante, apretando en la mano el xochitl de Quetzalcóatl, y rezando con todo su corazón para que el Lucero del Alba retornara al Lugar del Centro.
Y entonces…
Una centella en el horizonte. Un punto de luz parpadeante. Hoshi’tiwa cayó de rodillas. ¡El dios de su amado había salido!
Bajó corriendo para ir a decírselo al Chacal. Sus pasos resonaban en el silencio de las horas previas a la aurora. Entonces recordó su tinaja. Si la dejaba demasiado tiempo en el horno, se destruiría.
A la luz del amanecer, introdujo en las cenizas calientes las pinzas de madera y sacó a la luz la nueva vasija. Era más bella que todo cuanto había hecho antes, la más hermosa que había visto en la vida.
Regresó a las estancias interiores, deseosa de mostrar al Chacal la nueva tinaja.
—¡Señor…! —gritó. Lo encontró dormido en su estera, tapado por una manta de plumas. Se arrodilló a su lado—. ¡Mi señor…, mi amor! Despertad. ¡Ha salido el Lucero del Alba!
Pero él no se movió. No abrió los ojos. Su pecho no subía y bajaba.
El Señor Chacal estaba muerto.
¡Había llegado demasiado tarde! Hoshi’tiwa se arrojó sobre él entre sollozos y lágrimas. ¿Cómo podía ser tan cruel el destino, para arrebatárselo en el momento en que acababa de saber para qué la habían llevado allí los dioses?
Pero entonces escuchó un suspiro. Y al incorporarse vio que el pecho ascendía y descendía. Parpadearon los ojos del señor.
No, no había muerto aún, pero estaba en los momentos finales, cuando la respiración se hace intermitente y el pulso es demasiado débil para apreciarlo.
—¡Mi amor, mi amor…! Vuestra estrella ha salido. ¡Quetzalcóatl brilla ya en el este!
Las palabras de él surgieron como un trabajoso murmullo:
—Nací para presenciar el ocaso del mundo. Ahora lo sé.
—¡No, no, mi amor…! Nacisteis para ver la aurora de un mundo nuevo. ¡Quedaos conmigo, os lo ruego! He de deciros algo maravilloso.
Pero él respondió:
—No hay lugar para mí y mi estirpe en ese nuevo mundo del que me hablas. Una vez dijiste que yo era un salvaje sediento de sangre… Eso es lo que soy. Un águila no puede cambiar su naturaleza.
Su voz se transformó en un susurro:
—Amor mío —siguió—, yo creía que tu destino era venir a este lugar. Pensaba que te guiaban los dioses, y que por esa razón jamás sufrías daño alguno. Esperaba las señales, esperaba que los dioses mostraran su sabiduría. Pero no ocurrió nada, y ahora me doy cuenta de que estaba equivocado, porque la vida entera es mero azar, una partida de patolli, en la que los dioses no tienen ningún papel.
Las lágrimas corrían por el rostro de Hoshi’tiwa cuando dijo:
—No, mi amor… ¡Tenías razón! Te traigo una noticia maravillosa. ¡Los dioses me han hablado! Era mi destino venir aquí. ¡Mira! —Levantó la vasija dorada para que la viera.
Los ojos del Chacal se abrieron de par en par; se incorporó y alargó el brazo para tocar un punto del intrincado dibujo de la tinaja: una diminuta figura humana con los brazos y piernas extendidos para que cada mano y cada pie conectara con otro símbolo. Cuando el Chacal vio que una mano de la figura asía una estrella, afloró a sus ojos una lágrima. Sonrió, murmuró: «Es así…». Y después se dejó caer en el lecho.
—Por favor…, ¡no me dejes! —sollozó Hoshi’tiwa.
—No tengo elección, mi gorrión. Ni tampoco deseo quedarme. —Abrió los ojos y, al mirarla, curvó sus labios una levísima sonrisa—. Te amaré eternamente… —dijo en un susurro.
Cerró después los párpados por última vez, y Hoshi’tiwa supo que el Señor Chacal, el último noble tolteca, había muerto.
Hoshi’tiwa amortajó el cadáver y tendió sobre él una manta de plumas. Luego puso el xochitl en la nueva tinaja y la colocó junto al difunto.
Su última acción fue subir las escaleras hasta el tejado del quinto piso, abrir allí el aviario y soltar a los pájaros. Alzaron todos el vuelo y se dispersaron a los cuatro vientos…, todos menos uno: un pequeño loro verde que dio unas vueltas en el aire, volvió a la jaula y se posó en el brazo extendido de Hoshi’tiwa.