Llegó y pasó el equinoccio de otoño. El festival se celebró en un ambiente de tristeza. Cada vez eran menos los que participaban o lo presenciaban, y la ausencia de Moquihix se dejó sentir entre ellos. Hoshi’tiwa dormía cada noche en los brazos del Señor Chacal, cuya melancolía se hacía más y más profunda. El Lucero Vespertino comenzó a destacar más en el firmamento, hasta el punto de proyectar sombras en la noche sin luna. Y Hoshi’tiwa seguía trabajando en su tinaja.
Ahora eran más numerosos los que dejaban el Lugar del Centro, sin molestarse siquiera en hacerlo al amparo de la noche, sino en pleno día y cargados con todas sus posesiones, para marchar al norte y al oeste en busca de tierras mejores. La cosecha de maíz fue exigua y el tributo de las granjas de los alrededores quedó muy lejos de la cuota exigida. Cuando los jaguares salían del cañón en busca de víctimas que sacrificar a sus dioses, solo encontraban poblados desiertos y granjas abandonadas.
Finalmente, desapareció también el Lucero Vespertino con el sol poniente, y empezó el período que los señores más temían: el de los Ocho Días…, cuando Quetzalcóatl examinaba los corazones de su pueblo y juzgaba sus acciones para determinar si eran o no merecedores de su retorno.
Cierta noche el olor a madera quemada despertó a Hoshi’tiwa y vio que los cuarteles de los jaguares estaban ardiendo. Los guerreros los habían abandonado y ella supo entonces que ya no volverían. ¿Los habrían incendiado los mismos jaguares para impedir que la gente empleara los objetos que había dentro en artes de hechicería contra ellos? ¿O los habrían arrasado los que aún vivían en el Lugar del Centro, considerándolos el símbolo de su tiranía y de su violencia?
Cuando el Señor Chacal comenzó sus vigilias en el promontorio que dominaba el Lugar del Centro, para avistar la aparición del Lucero del Alba, como había hecho diecinueve meses atrás, cuando Hoshi’tiwa fue arrebatada a su familia, la tinaja de la muchacha estaba ya lista para ser pintada. No se emplearía, con todo, para el solsticio de invierno, para el que faltaban dos meses aún, sino para la inminente celebración del nacimiento de Quetzalcóatl, cuya mágica sangre había ayudado a crearla.
Pero, entonces, el Señor Chacal enfermó.
Puesto que era una enfermedad del alma, no había medicinas que lo sanaran. Los sacerdotes que quedaban y las doncellas lo asistían, pero nada podían hacer para aliviarlo. Solo Hoshi’tiwa, que acudía a verlo por la noche para compartir su estera, conseguía sacarle alguna manifestación de vida; hasta que, al cabo, ni siquiera ella logró sacudirle su postración. Finalmente, un día le dijo:
—Vete. Busca a tu familia. Reúnete con tu pueblo.
Como no había ningún lugar adonde pudiera ir él, se quedaría allí. Sería el último Señor de la Noche que viviría en aquel lugar.