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Hoshi’tiwa trabajó en su nueva tinaja para la lluvia durante todo el caluroso verano, mientras la desesperación se extendía por toda la zona; la larga sequía, la desaparición de la caza, la disminución de los alimentos y la alta tasa de mortalidad infantil hicieron que el pueblo perdiera la fe en los dioses. Las granjas vecinas se abandonaban una tras otra, en los valles disminuía la población, y el viento ululaba ya lúgubremente a través de las casas deshabitadas.

Había incluso deserciones entre los jaguares. Los que se negaron a seguir a un tlatoani débil prefirieron volver al sur, a su ciudad en ruinas. Xikli se puso al frente de ellos, tras haber abandonado su plan de sacrificar a la muchacha a los dioses. Hoshi’tiwa compartía ahora el lecho del Chacal… ¡Que la maldición cayera sobre ambos! Los jaguares que permanecieron lo hicieron solo porque tenían un sentido de la lealtad tan ciego, tan incrustado en sus toscos pellejos, que no se les pasaba por la imaginación hacer otra cosa.

Yani acudió a despedirse… Incluso Yani, cuyos antepasados habían nacido allí, se iba con otras alfareras en busca de un nuevo hogar.

—Ven con nosotras, Hoshi’tiwa —le dijo.

Pero Hoshi’tiwa no podía dejar al Chacal. Su pérdida de fe la espantaba, porque el Chacal sacaba toda su fuerza de su fe, y sin ella no tenía ninguna. Ya había advertido en él signos de que su vitalidad y vigor se agotaban. Por eso, mientras trabajaba la arcilla y la mezclaba con las tierras con que la templaba, dirigía sus plegarias al xochitl para que el dios Quetzalcóatl enviara la lluvia al Lugar del Centro.