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Muchos kilómetros al sur, y muchos meses antes, cincuenta fuertes y valientes guerreros habían partido de la ciudad de Tollán en dirección al norte. Subieron montañas, salvaron ríos, se abrieron paso a machetazos a través de junglas, bajo el calor y el frío, muriendo uno a uno de picaduras de serpientes venenosas, atacados por animales salvajes, la fiebre y los vómitos, hasta no quedar más que uno de ellos, que siguió hasta el Lugar del Centro…, y que estaba al borde de la muerte cuando lo encontraron y fue conducido ante el Señor Chacal.

El hombre solo pudo decir unas pocas palabras antes de morir:

—La ciudad ha sido incendiada y arrasada…, todos sus bellos templos y pirámides, sus palacios han sido destruidos… por el azteca.

Mientras el Lugar del Centro dormía, mientras Hoshi’tiwa daba vueltas en su estera y se debatía en sueños, a la misma hora, eran muchos los que reunían sus pertenencias y abandonaban el valle maldito para convertirse en unos desaparecidos que iban en busca de mejores tierras al norte y al oeste de allí. En aquellos momentos, el Señor Chacal enviaba a buscar a su viejo amigo y ministro.

—Nuestro imperio ha dejado de existir —dijo el Chacal en voz baja cuando Moquihix entró en su cámara—. Nos hemos quedado sin rey, sin ciudad, sin pueblo.

Moquihix cayó de rodillas y, con la frente apoyada en el suelo de piedra, lloró sin ocultar su dolor, invocando a los muchos dioses de los toltecas.

—Nuestro tiempo aquí ha llegado a su final —dijo con tristeza el Chacal—. Quiero que vuelvas a casa y reúnas a cuantos puedas de los que hayan quedado de nuestro pueblo. Toma todas las piedras del cielo, las plumas y las riquezas que hemos acumulado aquí, y vete. Quizá encuentres a tu familia en Chichén Itzá.

Se abrazaron, bebieron nequhtli y estuvieron lamentando los dos el paso de los tiempos felices; por la mañana, Moquihix comenzó a cargar todas las piedras del cielo, las plumas, la sal y la plata en fardos que llevarían sobre los hombros un centenar de esclavos, formando una gran caravana para volver a su hogar ancestral. Pero antes de dejar para siempre el Lugar del Centro, Moquihix fue a hacer una visita a escondidas de su príncipe.

Sacada inesperadamente de su sueño, puesto que la caravana partía de noche, Hoshi’tiwa inclinó con respeto la cabeza ante Moquihix, pero permaneció en pie mientras él le decía con tono orgulloso:

—Mi príncipe cree que los dioses te trajeron aquí por algún motivo y que todo ha ocurrido tal y como estaba dispuesto de antemano. Tal vez sea así. Pero no podemos decir si llegaste aquí para bien o para mal. Si de verdad eres el instrumento de los dioses, tal vez hayas venido al Lugar del Centro para destruirlo.

—O quizá para salvarlo —dijo con sencillez Hoshi’tiwa, a la que ya no asustaba aquel hombre.

—Hay algo que deberías saber. Mi señor dejó libre al muchacho que había cometido sacrilegio en el jardín sagrado de los dioses. Yo no podía permitirlo, porque si a los dioses no se les ofrece un derramamiento de sangre, el caos caerá sobre nosotros. Temí que la decisión de mi señor de liberar al muchacho irritaría a los dioses y destruiría la armonía. Pero fui yo quien introduje el desequilibrio al actuar contra su palabra. La obediencia es capital para la armonía. Cuando desobedecí a mi señor, creé el desorden.

Hoshi’tiwa lo miró perpleja, y él continuó:

—El muchacho no fue puesto en libertad. Envié unos jaguares tras él, que lo apresaron en el camino. De allí fue vendido a un minero y conducido al norte, a las minas de piedra del cielo, para vivir el resto de su corta vida obligado a un trabajo forzado.