Xikli, el capitán de los jaguares, convocó en secreto a sus cuatro mejores hombres. Se tomaron un enorme trabajo en engalanarse y adornar sus cuerpos, entonando cánticos a los dioses mientras se preparaban. Ayunaron desde el crepúsculo, conscientes de que les esperaba una misión sagrada.
Finalmente, poco antes de despuntar el día, Xikli dio la señal y, mientras todo el Lugar del Centro dormía aún, los guerreros salieron a la noche y se encaminaron con sigilo al lugar donde dormía la muchacha llegada del norte. La que se había burlado de sus dioses y los había privado de un sacrificio sangriento.
Esta vez Xikli se prometió que no habría intercesión de los sacerdotes ni del Chacal, ni piedras colgadas de hilos. Cuando los primeros rayos del sol iluminaran el Lugar del Centro el día del solsticio, se apoderarían de la muchacha y la llevarían a la plaza donde, bajo el sol abrasador de la mañana —porque sin duda no cabía esperar que lloviera—, la tenderían en la piedra del altar y le arrancarían el corazón aún palpitante.
Ignorante de que los jaguares se ocultaban entre las sombras, Hoshi’tiwa dormía en su estera bajo el tejado de ramas de sauce que cubría el patio de la cocina. Otros roncaban allí cerca —el cocinero jefe, sus ayudantes, el carnicero, los que molían el maíz y los que hacían las tortillas—, todos sumidos en un sueño agitado e inquieto como si estuvieran soñando con la lluvia y las cosechas.
Hoshi’tiwa soñaba con Ahoté…, con un Ahoté hombre completo, no mutilado por los sacerdotes del Lugar del Centro… Lo veía siguiendo el polvoriento camino hasta el resguardado cañón donde se había alzado su poblado durante generaciones…, veía la gozosa sorpresa de su madre y su padre, y a sus tíos y tías corriendo a abrazarlo, riendo y dándole de comer y beber, mientras lo conducían con excitación al hogar para oír de sus labios historias de Hoshi’tiwa y del Lugar del Centro. Era una escena tan consoladora que, incluso en el sueño, hacía derramar lágrimas a Hoshi’tiwa; unas lágrimas que brotaban de sus ojos, le corrían por las mejillas y rodaban hasta la esterilla de junco en que dormía, empapándola. Tantas que, al final, incluso mojaron sus ropas y la despertaron de pronto. Le costó unos momentos darse cuenta de que no era ella quien lloraba, sino el cielo, porque ya no pudo ver las estrellas tras las espesas nubes de tormenta y la lluvia que caía torrencialmente sobre el Lugar del Centro.
Se levantó de la estera de un salto, sin prestar atención a los cinco sorprendidos jaguares que salían de su escondite y miraban asombrados el cielo. Hoshi’tiwa corrió con todos, con todo el pueblo del Lugar del Centro que se apretujaba en la plaza para reír, bailar y cantar levantando los brazos al aguacero, así como alzando la cara hacia él con la boca abierta para beber la bendita lluvia. Por todo el llano la gente disponía bajo la lluvia tinajas, cuencos y cestos a prueba de agua, vadeaban el riachuelo, que ahora corría con fuerza e iba aumentando de caudal, se despojaban de sus ropas y hacían toda clase de cabriolas bajo el diluvio.
Xikli y sus hombres torcieron el gesto al principio, pero luego rieron y regresaron corriendo a sus cuarteles, a realizar allí sus danzas sagradas para impetrar la lluvia.
El Señor Chacal, que aparecía en público por primera vez en dos semanas, se situó de pie en la plaza y extendió los brazos, mientras la lluvia corría por su magnífico tocado y relucían con ella las plumas de su manto. Las antorchas chisporroteaban y parpadeaban hasta extinguirse, por lo que la luz era escasa, pero todo el mundo podía ver la figura de su señor, las bandas de oro de su brazo que destellaban bajo el aguacero. Empezó a salmodiar un cántico y se unieron a él otras voces hasta que todas las gargantas del Lugar del Centro, miles de gargantas, se unieron para crear un atronador canto de gracias a los dioses por haber traído la lluvia.
Mientras Hoshi’tiwa abrazaba a Yani y a sus hermanas alfareras, un jaguar se materializó bajo la lluvia, con las pinturas de su rostro corriéndose y empapadas las pieles de su atuendo. Tomó a Hoshi’tiwa por el brazo y la obligó a pasar a través de la multitud forzando a la gente a hacerse a un lado para dejar espacio libre y mirar con curiosidad cómo el jaguar empujaba a la muchacha, para volver enseguida a sus danzas y festejos.
Para sorpresa de Hoshi’tiwa, el jaguar la condujo a la puerta principal del edificio de piedra —la entrada que tan solo empleaba el Señor Chacal—, la empujó al interior y se volvió después de cara a la plaza para montar guardia.
Una vez se hubieron habituado sus ojos a la penumbra —había antorchas encendidas en candeleras en las esquinas— Hoshi’tiwa vio al Señor Chacal, sentado en un sitial magnífico de madera tallada y pintada. Se había quitado el penacho que adornaba su cabeza y su manto de plumas; no llevaba ahora más que un lienzo de algodón escarlata, ricamente bordado con hilo de oro, atado a la cintura. Adornaban su pecho del color del bronce, todavía mojado por la lluvia, collares de plata y de turquesa. Dos esclavas secaban y peinaban sus largos cabellos, que goteaban aún sobre sus hombros y espalda.
—¡Ah…, qué bien! —exclamó poniéndose en pie con una brusquedad que sobresaltó a las esclavas—. ¡Has traído la lluvia!
Hoshi’tiwa lo miró, sorprendida. Había estado preocupada por él. Y ahora la complacía ver que estaba perfectamente.
—Lo han conseguido mis hermanas del gremio de alfareras y los sacerdotes con sus cánticos y los que danzaban pidiendo la lluvia, y todo el pueblo con sus oraciones, mi señor.
Él rió feliz.
—¡Jamás entenderé esa obsesión que tenéis los del Pueblo del Sol en rechazar toda jactancia y creer que todas las personas son iguales! En Tollán elogiamos al artesano dotado y lo ensalzamos, sea hombre o mujer, por encima de todos los otros. En Tollán, los ciudadanos inteligentes y prósperos son recompensados con esplendidez, mientras que el resto son solo polvo bajo nuestros pies.
Hoshi’tiwa apenas oía la lluvia que caía más allá de la puerta, se lo impedían los fuertes latidos de su corazón. ¿Acaso había olvidado él su enfrentamiento dos semanas antes, cuando la victoria de la muchacha había significado la derrota del propio señor? ¿Ya no se acordaba de haberla golpeado con tal brutalidad como para haberle abierto una brecha en la barbilla?
Las esclavas se fueron y Hoshi’tiwa se encontró a solas con el Señor Chacal en una cámara que nunca había visto anteriormente. Allí estaba el corazón del gobierno del Lugar del Centro, donde el tlatoani recibía a los visitantes distinguidos, se reunía con los sumos sacerdotes y celebraba consejo con sus nobles. De las paredes colgaban tapices y los suelos de piedra estaban cubiertos por esteras de juncos de vivos colores.
—Has de elegir ahora tu recompensa por haber traído la lluvia —le dijo sonriendo el Chacal. Y, tomando una antorcha de una candelera, le hizo señas de que lo siguiera.
Hoshi’tiwa ya estaba familiarizada con el plano del piso inferior del edificio de piedra, pero el Chacal la condujo a una escalera. Subieron, en tanto Hoshi’tiwa no hacía más que preguntarse adónde irían.
Al camino se accedía por estrechas galerías con peldaños, de forma que hasta allí no llegaban el ruido de la lluvia ni los cánticos del pueblo. A la muchacha le costaba seguirlo, pues el paso del Chacal era vivo, subía los escalones de dos en dos y reía mientras ascendían. Ella iba siguiéndolo arriba y abajo, y en determinado momento se dio cuenta de que deseaba seguirlo a cualquier parte que la condujera.
La terraza exterior del quinto piso correspondía al nivel en que vivían los sirvientes de mediana condición, pero las habitaciones interiores estaban cerradas y solo el Chacal tenía acceso a ellas. Cuando salieron por un instante al aire libre, Hoshi’tiwa no pudo reprimir una exclamación de sorpresa al ver, abajo, todo el Lugar del Centro bañado por la lluvia, con la gente remojándose felices en los charcos de agua, bebiendo, jugando y bailando bajo el aguacero en tanto los sacerdotes cantaban sin cesar a los dioses.
—¡Por aquí! —le indicó el Chacal, y la condujo a la primera de varias cámaras, cada una más espléndida que la anterior, invitándola a elegir su recompensa.
La primera era la Cámara de las Plumas: una de sus paredes estaba decorada con plumas de un color amarillo brillante, otra con plumas de radiantes y centelleantes tonos de azul, tejidas como tapices y adosadas a las paredes en forma de bellas colgaduras y guirnaldas. En las otras paredes predominaban las plumas de rojos brillantes y otras del blanco más puro y deslumbrante.
Venía a continuación la cámara donde se almacenaba piedra del cielo, llena del suelo al techo de turquesas de todos los matices y formas, en bruto o trabajadas y pulidas, entre las que había algunas tan grandes como el puño de un hombre.
Por último, el Chacal la condujo al tejado del quinto piso, donde la rama de un sauce colgante los protegía de la lluvia, y le mostró su aviario: una enorme jaula de mimbres y varillas de abedul, que albergaba una colección de los pájaros más extraordinarios que hubiera visto nunca Hoshi’tiwa.
—Elige lo que quieras —dijo el Chacal, magnánimo, extendiendo las manos como si le ofreciera el mundo—. La que trae la lluvia merece cualquier tesoro que desee.
Hoshi’tiwa no podía dejar de mirarlo. Su radiante sonrisa, su energía…, como si le bastara agitar los brazos para subir volando al firmamento eran contagiosas. También ella sentía ganas de echarse a reír.
Pero, de pronto, el rostro del Chacal se ensombreció.
—Fui yo quien te hice esto —dijo tocando con la yema del dedo la barbilla de la muchacha. La herida ya había sanado, dejando solo una pequeña cicatriz, pero su tacto fue para ella como la descarga de un rayo—. No sé por qué te golpeé… —añadió con el poblado ceño fruncido como si el incidente hubiera ocurrido muchos años atrás y ya no fuera capaz de recordar los detalles.
Pero Hoshi’tiwa no quería hablar de aquel día. También ella tenía casi la impresión de que el enfrentamiento, con el triunfo de uno de los dos y la derrota del otro, se hubiera dado entre personas que no tuvieran nada que ver con ellos. Contempló los pájaros de la jaula y dijo:
—Me las recuerdan…
Los ojos del Chacal se mostraban ensombrecidos como la noche al evocar su derrota de dos semanas antes, cuando pensaba haber perdido también su poder. Pero ahora la lluvia les había devuelto su brillo.
—¿Qué es lo que te recuerdan?
—A las jóvenes que os asisten en los ritos en el jardín sagrado. ¡Son tan bellas…! Yo me siento como un gorrión.
—El gorrión es la más valiente de las criaturas aladas. Vive en la nieve, en el calor y en la lluvia, en la sequía y el hambre. Es un pájaro fuerte y decidido…, un superviviente. Pero estas aves… —señaló con un ademán las exóticas criaturas encaramadas en los varales de la jaula, con plumas de todos los colores del arco iris— con toda la belleza de su plumaje, son muy delicadas y perecerían si no les prestáramos nuestros cuidados. —Hizo una pausa, la miró y siguió—: Pero tú no eres fea, aunque te compares con un gorrión. Y recuerda que algunos pájaros como él son canoros y nos deleitan con sus trinos.
La lluvia caía con fuerza a su alrededor, creando un muro entre ellos y el mundo exterior, de forma que el suyo, el resguardado bajo aquella especie de pérgola, fuera en apariencia el único existente. El Chacal se aproximó a Hoshi’tiwa. Ahora la joven podía ver todos los rasgos de aquel príncipe al que en otro momento había odiado y había calificado de monstruo: las pequeñas cicatrices de su cuerpo, las guedejas mojadas de sus negros cabellos, su clavícula brillante aún por las gotas de lluvia…
El Chacal no podía apartar sus ojos de aquella muchacha que se llamaba a sí misma un gorrión pero que, sin embargo, poseía unas manos milagrosas y el don de crear belleza del barro.
—Elige lo que quieras —dijo finalmente el Chacal, con una voz tan suave como el murmullo de la lluvia—. Cualquier cosa de todo cuanto te he mostrado.
Ella lo contemplaba sobre aquel fondo de tormenta, en el que la fuerza de la naturaleza parece complementar la fuerza del hombre…, o así le parecía a Hoshi’tiwa, que se sentía incapaz de hablar en su presencia. El Chacal hacía que el corazón se le subiera a la garganta, que el aliento pugnara por salir de sus pulmones, que el pulso latiera dolorosamente en sus venas. Aquellas emociones la confundían. Cuando los ojos negros del Chacal se posaban en ella, Hoshi’tiwa sentía como si su espíritu abandonara el cuerpo y se remontara hacia el firmamento.
—Deseo ir a casa —dijo por fin.
Parpadearon los ojos de él. La lluvia y el viento los azotaban y agitaban los cabellos color azabache del Chacal como si fueran los negros penachos de las lanzas de los jaguares. Hoshi’tiwa creyó advertir ira en su expresión. No sabía que era el corazón del Chacal el que, de pronto, sentía un aldabonazo de alarma ante el temor de perderla porque acababa de darse cuenta de algo que ignoraba hasta entonces: que daría gustoso todo cuanto le había mostrado —las plumas y las piedras del cielo, los preciosos pájaros— a cambio de que aceptara quedarse.
Pero le había hecho una promesa.
—Regresarás allí, pues —dijo, y giró sobre sus talones para desandar el camino hacia abajo.
Hoshi’tiwa se sentía llena de gozo. ¡Volvería a ver a su madre y a Ahoté! ¡Les llevaría prendas de vestir de algodón, vasos de plata para beber en ellos y joyas de turquesa para todos! Cuando su corazón la traicionó con una punzada de dolor por dejar al Chacal, aceleró el paso diciéndose que volvía a casa y que eso era lo único que deseaba en el mundo.
Ya abajo, en la cámara donde Chi Chi estaba encaramado en su percha, los sirvientes trajeron tazas de una bebida caliente a base de las habas de una planta que crecía en las junglas del lejano sur, con las que se elaboraba un líquido espeso, marrón y amargo. A Hoshi’tiwa no le gustó; el Chacal lo llamó xocolatl.
Él la bebió, mientras Hoshi’tiwa se preguntaba por la razón de su repentino cambio de humor; se había mostrado locuaz cuando estaban arriba, pero ahora se le notaba taciturno y retraído.
—¿Puedo haceros una pregunta, mi señor?
El Chacal se volvió a mirarla, sin disimular la expresión melancólica de sus ojos. ¿No debería estar contento y feliz por la lluvia?
—¿Por qué dejasteis libre a Ahoté? No teníais que consultar a los dioses.
Él dejó a un lado su vaso.
—Lo hice por el bien del pueblo. Dejé libre al muchacho para traer la lluvia.
La penumbra que reinaba en la estancia y las sombras danzantes de las antorchas impidieron que Hoshi’tiwa se diera cuenta de la añoranza que expresaban los ojos del Chacal y la confusión en que estaba su corazón ante la fuerza de un amor capaz de hacer que una simple muchacha quisiera sacrificar su propia vida por la del hijo de unos granjeros.
Pensó en su esposa, llegada de Tollán cuando niña, a la que su familia había elegido entre otras damas de noble cuna para ser su consorte, pero que había muerto de parto sin dejarle ningún legado de amor ni de pena. El Chacal no era capaz de recordar cuándo había sentido su corazón conmovido por otro. Y, por mucho que pensara, no recordaba a nadie por quien él hubiera estado dispuesto a sacrificar su propia vida.
—¿Por qué rendís culto al Lucero del Alba y Vespertino? —preguntó también.
—¿Por qué adoráis vosotros al Sol?
—El Sol da la vida.
El Chacal saltó de su trono y fue hacia la entrada abierta que comunicaba con la plaza batida por la lluvia.
—No adoramos a la estrella en sí misma, sino al hombre que fue en otro tiempo y al dios en que se convirtió —dijo, y se volvió a mirarla a la cara—. Hace muchísimos años, cuando mis antepasados vivían en una ciudad llamada Teotihuacán, vivía allí un rey benevolente llamado Quetzalcóatl. Había nacido de una madre virgen, la diosa Coatlicue, y fue quien nos dio palabras, el calendario y el maíz. Fue también quien nos enseñó que cultivar flores es una tarea sagrada. Cuando Quetzalcóatl vio llegado el final de su vida, se arrojó al fuego y sus cenizas se convirtieron en el Lucero del Alba. Prometió que volvería algún día de una tierra situada en el este, para restaurar la fe de su pueblo. Sus reapariciones por la mañana y por la noche recuerdan su promesa de volver algún día y traer una edad de oro.
El Chacal alzó un pequeño medallón de oro de entre los collares que adornaban su pecho.
—Esta flor —dijo—, que se llama xochitl en mi lengua nativa, fue dada a uno de mis antepasados por el propio Quetzalcóatl. Contiene una gota de la sangre del dios.
A Hoshi’tiwa la maravilló aquel capullo exquisitamente trabajado, con seis perfectos pétalos de oro y una cuenta de piedra del cielo en el centro, de asombroso color azul. El Chacal le explicó que detrás de la piedra había un pequeño compartimiento que contenía la gota de la sagrada sangre.
Chi Chi dejó en aquel instante su percha, revoloteó por la estancia y fue a posarse en la muñeca del Chacal. Inclinando la cabeza a un lado, el pájaro chilló: «¡Xochitl!». El Chacal se rió, eligió un bocado de dulce higochumbo y lo puso cariñosamente al alcance del pico del loro.
—¿Cómo sabréis que es él? —preguntó Hoshi’tiwa, sinceramente interesada—. ¿Sabéis qué aspecto tiene Quetzalcóatl?
—Nos han dicho que es un hombre alto y de tez blanca, con barba, y que vendrá del este.
A Hoshi’tiwa la excitó de pronto ver que las creencias del Chacal eran como un espejo de las del Pueblo del Sol.
—También nosotros esperamos el retorno de alguien que vivió con nosotros hace mucho tiempo. Lo llamamos Pahana. Hubo una vez dos hermanos que se separaron. El hermano de piel roja se quedó aquí, en tanto que su hermano blanco, Pahana, viajó a las tierras del este, hacia donde sale el sol, dejándonos la promesa de volver para ayudar a su hermano en el tiempo de la Purificación, cuando serán destruidos todos los malvados del mundo y la fraternidad y la paz reinarán por doquier.
Esto intrigó al Chacal. Había sentido curiosidad por Hoshi’tiwa desde el momento en que la encontró en el primer avistamiento del Lucero del Alba y ella no cayó muerta allí mismo. Había transgredido el tabú más terrible y, sin embargo, seguía con vida. ¿Por qué? ¿Porque el dios quería que estuviese allí? ¿Para que presenciara su ascensión? Tal vez, pero… ¿con qué propósito?
—No viniste aquí por casualidad. Fue obra de los dioses, que te guiaron.
—Soy solo una simple alfarera, mi señor. Difícilmente pueden saber los dioses que existo.
El Chacal consideró sus palabras, y después dijo con apasionamiento:
—Eres un misterio para mí, Hoshi’tiwa. He pensado en ti todos los días desde que Moquihix te trajo al Lugar del Centro. En apariencia eres la hija de un granjero. Pero con unas manos y un talento que sin duda provienen de los dioses. Tus vasijas doradas son las más bellas que jamás he visto, y superan con mucho a las realizadas en mi ciudad de Tollán, que son consideradas las más hermosas del mundo.
Para sorpresa de la muchacha, tomó sus manos en las de él y estudió los finos dedos, las palmas encallecidas por años de modelar arcilla…
—¡Cuán milagrosas son! —susurró—. Me pregunto si estabas destinada a venir aquí. ¿Lo habrían decretado así los dioses? Tal vez sea esto lo que la lluvia nos está diciendo…
Hoshi’tiwa apenas podía hablar, hasta tal punto la tenían petrificada su tacto y su cercanía.
—¿Por qué los toltecas matan personas y las devoran? —preguntó.
El Chacal la miró con cara de sorpresa.
—Forma parte del orden natural de las cosas. El puma devora al venado, ¿no? —replicó.
—Sí, pero no sé que el puma coma puma…
Aquello le dio pie a él para hacer una pausa, mientras Hoshi’tiwa reflexionaba sobre la actitud del Chacal, que no parecía considerar al Pueblo del Sol como iguales a él mismo, sino como seres inferiores, del mismo modo que el venado era inferior al puma.
El Chacal, en cambio, no entendía por qué a ella le parecía repugnante aquella práctica. Era algo que su pueblo había hecho siempre.
—Es lo que exigen los dioses. Reclaman sangre. Eso los hace fuertes —dijo.
—Mis dioses piden maíz.
Estuvo a punto de decirle que aquellos dioses suyos eran débiles, pero entonces recordó que lo había derrotado en la plaza cuando lo obligó a recurrir a un truco de magia para no quedar en evidencia. Pero Hoshi’tiwa no sabía nada de aquel ardid, y él ahora se preguntaba si no habrían sido cosa de los dioses de la muchacha el que aquel día hubiera actuado él así.
Miró en sus ojos, que le recordaban las piedras pulidas de un torrente, unos ojos en forma de óvalos que le traían a la memoria las hojas de las selvas de su tierra, y se dio cuenta de que era muy bella. Pero no como las damas de Tollán, criaturas exquisitas envilecidas a fuerza de atenciones y caprichos. A diferencia de aquellas, esta muchacha la hacía pensar en campos de maíz y suelos fértiles, y en la lluvia que daba vida a todo, como la que caía en aquellos instantes sobre el Lugar del Centro.
Su corazón se conmovió de una forma que no había sentido antes. Y en sus entrañas notó sensaciones que creía muertas hacía demasiado tiempo.
—Contadme más cosas acerca de vuestro mundo —le pidió Hoshi’tiwa, no tanto por curiosidad como por mantener en el aire su voz.
La encantaba su sonido, su timbre y su resonancia, y deseaba ver cómo se le movían los labios al hablar, la elegancia de los gestos que hacía con las manos, como si fueran palomas aleteando.
Él, entonces, habló con nostalgia de Tollán, de las grandes pirámides, de los palacios, de las casas y jardines a lo largo del río… De los vistosos festivales… De las nobles y hermosas mujeres ataviadas con delicadas ropas…
—¡Y los juegos…! —exclamó—. Muchas veces perdí o gané tesoros apostando por el equipo verde o el rojo en el gran marco del juego de pelota…
Mientras las palabras del Señor Chacal seguían fluyendo como la lluvia más allá de los muros, Hoshi’tiwa se quedó dormida en una esterilla de juncos y soñó que se reunía con su familia, a la que le llevaba regalos, comida y bendiciones del señor. Despertó más tarde y se encontró tapada por una suntuosa manta de plumas.
El Señor Chacal se había ido.
Se deslizó a través de las estancias vacías y emergió finalmente en la plaza esperando encontrarse con un día nublado y húmedo, pero no pudo dar crédito a sus ojos: lucía un sol cegador y no había ni una sola nube a la vista. La tierra estaba seca, como si, de tan sedienta como estaba, hubiera tragado toda la lluvia sin dejar nada para la gente. Incluso el arroyo que discurría por el cañón era de nuevo lento y estrecho. La única agua de lluvia conservada era la que llenaba las tinajas puestas alrededor, pero, a medida que aumentaba el calor del día, el precioso líquido estaba empezando a evaporarse, de forma que la gente se apresuraba a recoger las vasijas y llevarlas al interior de las casas.
El Señor Chacal estaba de pie en la plaza, con una expresión de abatimiento en el rostro. Hoshi’tiwa fue a su lado. Cuando él bajó la vista para mirarla, descubrió algo nuevo en sus ojos. Decepción. Tristeza. Y, lo que era todavía peor…, desencanto. La miró con pesadumbre, y Hoshi’tiwa se dio cuenta de que en sus ojos se había extinguido hasta la más mínima chispa de vida.
Llegaban corriendo mensajeros desde todas las atalayas de la meseta para informar de que no se veía ninguna nube de horizonte a horizonte. La lluvia no había sido más que un breve chubasco. Moquihix le dijo al Chacal que había visto un coyote en el aguacero.
—El dios de los embustes se estaba riendo de nosotros. Coyotl se ha burlado de nosotros.