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Ahoté tardó dos semanas en recuperarse. Cuando estuvo ya en condiciones de regresar a su poblado, por más que le suplicó que volviera con él, Hoshi’tiwa le dijo que debía permanecer en el Lugar del Centro.

—Prometí servir a este pueblo y al Señor Chacal. Les prometí que traería la lluvia.

Fue una despedida breve y llorosa, porque los dos sabían que no volverían a verse nunca más. Hoshi’tiwa le deseó una feliz y larga vida como guardián del Muro de la Memoria.

—Siento mucho haber sido la causante de la muerte del pobre tío Espíritu Que Danza —dijo—. Pensaba más en mí que en el clan. Diles que lo lamento, por favor. Y dile también a mi madre que ya no soy una makai-yó y que honraré a nuestra familia.

A partir de entonces, Hoshi’tiwa se concentró en su trabajo con exclusión de cualquier otra cosa, olvidándose de dormir y comer, trabajando hasta caer rendida… Amasaba la arcilla, la acunaba con sus cantos y susurros, apretaba todas las burbujas de aire hasta conseguir que desaparecieran para que se secara perfectamente, la pulía y abrillantaba sin dejar de cantar a la tosca vasija, hasta que adquiría el lustre más espléndido, y finalmente la pintaba con los símbolos de la lluvia, de las nubes, del firmamento y del viento, con la mano más segura que hubiera existido nunca, y dando al pincel de yuca la anchura justa, trazando líneas rectas sin temblar, sin fallo, sin error…, hasta elaborar una vasija perfecta.

Pero mientras sus manos y su cuerpo trabajaban con un único propósito, su corazón y su mente se extraviaban.

Habían pasado dos semanas, y el Señor Chacal aún no se había mostrado en público. Puesto que, al igual que numerosas personas del valle, eran muchas las que habían dejado las cocinas para escapar durante la noche, se le había pedido a Hoshi’tiwa que realizara algunas tareas de servicio, pero en aquellos catorce días no se había encontrado ni una sola vez con el hombre al que había obligado a tomar una decisión que solo podía significar una derrota para él, eligiera lo que eligiese. El cocinero jefe se inquietaba por la salud de su tlatoani, porque las fuentes que se le servían al Chacal eran devueltas casi sin tocarlas. Hoshi’tiwa se sabía culpable de aquello. No había querido minar su poder; solo había pretendido salvar la vida de Ahoté.

Pero cuando el apuesto tlatoani entraba en sus sueños y la miraba con ojos melancólicos, cuando ocupaba sus pensamientos y llenaba su cabeza con su voz profunda y resonante, y ella se sorprendía imaginando sus fuertes miembros, la forma de su mandíbula, la curva de su nariz…, cuando sentía un extraño y excitante calor que se extendía por sus venas y se alojaba profunda y dolorosamente en su vientre, Hoshi’tiwa se decía a sí misma que, era solo su obsesión por traer la lluvia lo que la hacía pensar y sentir de esa manera. El Chacal le había ordenado que trajera la lluvia. Los pensamientos y visiones que tenía de él, y que no podía alejar de su mente, no eran más que un recordatorio de su misión.

Porque era imposible que la hija de un simple mercader viera de otra manera al señor del Lugar del Centro.

Cada vez que introducía una nueva vasija en el horno, las alfareras acudían a rezar y velar con ella, y se les sumaban los trabajadores y criados de la cocina, aguardando hasta que el fuego muriera bajo una capa de cenizas. Y cuando la vasija salía de él, dorada como el amanecer, con sus dibujos encendidos y rojos como una puesta de sol, todo el mundo exclamaba que era la tinaja para la lluvia más bella que jamás se hubiera creado.

Después, con gran ceremonia, Hoshi’tiwa la llevaba al taller de las alfareras y la ponía con las otras vasijas, aunque ahora, mientras los sacerdotes del dios de la lluvia elogiaban la vasija de Hoshi’tiwa, Moquihix permanecía apartado, como deliberando consigo mismo y con una extraña mirada en su rostro que Hoshi’tiwa no era capaz de interpretar.

Cuando su tinaja para el agua de lluvia fue elegida y sacada a la plaza la víspera del solsticio de verano junto con las demás vasijas para la lluvia, rezó como nunca lo había hecho antes. Hoshi’tiwa sabía que una vez más su vida estaba en juego. Si no caía la lluvia, sería ejecutada y los jaguares se dirigirían al norte, a su poblado, y matarían a todos cuantos encontraran en él.

En la plaza iluminada por un sol abrasador en un cielo sin nubes se celebraban continuamente danzas para conjurar la lluvia. El pueblo salmodiaba oraciones y sacrificaba a los dioses sus menguadas reservas de grano, mientras los sumos sacerdotes, rodeados de nobles y jaguares, obligaban a tenderse en la piedra del altar a un pobre infeliz destinado a trabajar en las minas de piedra del cielo, lo sacrificaban y derramaban su sangre para aplacar a los dioses.

Las danzas y ritos se prolongaron hasta entrada la noche, cuando se encendieron centenares de antorchas que iluminaron con su resplandor el cielo cuajado de estrellas. Todo el Lugar del Centro quedó en silencio. El pueblo se retiró a dormir en sus esteras y pequeños refugios, enroscando sus cuerpos bajo un cielo demasiado claro y demasiado libre de nubes. El día siguiente era el del solsticio de verano, el día del año en que la noche se hacía más breve y cabía esperar más horas de caluroso sol. Todo muy extremo. Todo lejos del equilibrio. Mientras, el maíz se agostaba en los campos.