«Quieren venganza. La llevarán a cabo con sus propias manos. Causarán el desastre para todos nosotros».
Tales eran los turbados pensamientos de Moquihix mientras avanzaba a través de la fría noche, embutido en una capa hecha de piel de conejo. No lucía tocado en la cabeza, ni brazaletes de oro, ni pinturas ceremoniales. Se dirigía a una entrevista secreta y no quería atraer la atención sobre sí.
La venganza que ocupaba sus pensamientos no era la de los dioses, sino la de los jaguares.
Aquel día debería haberse derramado sangre. Todo el mundo era de la misma opinión: los jaguares, los pipiltin o nobles, Moquihix, los sacerdotes y oficiales inferiores (aunque no los sirvientes y los que trabajaban en las cocinas, ni los guardias ni ninguno de los nacidos del Pueblo del Sol). Si no había sido la sangre del muchacho, tenía que ser la de otra víctima. En opinión de su segundo, el Señor Chacal no había manejado bien el incidente. Comparando a los toltecas con un muro de ladrillo —sólido, uniforme, indestructible—, Moquihix veía a su tlatoani como un ladrillo suelto en los fundamentos de la construcción. Bastaría que los campesinos del Lugar del Centro, incitados por la muchacha, soltaran unos cuantos más, y el edificio entero se vendría abajo.
De ahí que fuera a visitar en secreto al capitán de los jaguares a hora tan tardía. Había que hacer algo para reparar el daño causado por el Chacal.
Un centinela montaba guardia junto a la puerta atrancada de los cuarteles, construidos con troncos traídos de muy lejos, desde los bosques de las montañas del norte. A pocas personas se les permitía la entrada en el dominio de los jaguares de élite. Al reconocer al alto oficial, el centinela abrió la puerta y volvió a cerrarla de inmediato tras él. Moquihix cruzó aprisa el recinto, desierto a aquellas horas de la noche, que durante el día servía como zona de entrenamiento para los soldados y como campo en que entregarse a sus sangrientos y competitivos juegos.
Mientras se introducía por otra puerta, con su sombra uniéndose a las otras que proyectaba en las paredes la luz de las antorchas de las esquinas, Moquihix iba pensando en el desastre que su tlatoani había atraído sobre sus cabezas.
Porque este había sido el terrible error del Chacal: insultar a los dioses con el propósito de engañar al populacho.
El Espíritu Guía señalaba siempre hacia el norte.
Nadie conocía el origen de aquel extraño objeto metálico. Siglos atrás, la tumba de un noble en las proximidades de Chichén Itzá había sido saqueada por intrusos, y en su interior había aparecido aquella piedra en forma de pez. Nadie podía decir cómo había ido a parar allí dentro. La leyenda hablaba de unos hombres que habían viajado por mar desde el este en sus embarcaciones, muchas generaciones atrás, y que habían traído consigo el metal que apuntaba siempre al norte.
Mitos, leyendas, cuentos… Lo único que le importaba a Moquihix era que el Chacal sabía de antemano cuál iba a ser la supuesta decisión de los dioses, lo que equivalía a decir que los dioses no habían sido consultados para nada.
El capitán estaba recostado en una manta, lanzando perezosamente unas tabas sobre una estera de patolli (aunque sin contrincante). No levantó la vista cuando entró Moquihix y este se apresuró a quitarse su manto de piel para descubrir que hacía frío incluso en las habitaciones privadas del capitán.
Xikli no llevaba puesto más que un taparrabos. Como todos los soldados del imperio tolteca, se enorgullecía de su aguante y de su resistencia al dolor y las temperaturas extremas. Para mayor prueba de su bravura, le habían roto la nariz múltiples veces y había perdido varios dientes. Llevaba los cabellos entretejidos de manera sumamente intrincada para formar una especie de nudo en lo alto de la cabeza, flequillo recto en la frente, muy recortado encima de las orejas, y una larga cola que le caía sobre la espalda. Mantenerlos así exigía una atención diaria. Xikli y sus hombres —pensaba Moquihix— eran como pájaros, siempre acicalándose. Se arrancaban los pelos de la barba con pinzas, se afeitaban las cejas para volver a pintárselas, se practicaban orificios en la nariz, las orejas y los labios, para introducir cada día en ellos objetos que iban desde el hueso y la turquesa al oro y al jade. Pasaban horas afeitando sus cuerpos con afilados cuchillos de piedra y pintándolos luego con complicados motivos. Y, cuando no se acicalaban, pasaban el tiempo ejercitándose en componer escenas de lucha entre ellos, o en pavonearse por la plaza luciendo sus arrogantes e hinchados tórax. Pero Moquihix no despreciaba al musculoso capitán. En realidad, sentía un gran aprecio por él.
Moquihix había llegado al Lugar del Centro hacía treinta años, cuando era un joven de veinticinco. Había dejado atrás esposa y un hijo, a los que envió a buscar cinco años más tarde, una vez hubo adquirido la posición de intérprete de los tlatoani. Pero su esposa, a la que él tanto amaba, aborrecía el Lugar del Centro; regresó a Tollán y Moquihix había vivido solo desde entonces. A menudo se preguntaba si no sería la falta de una mujer lo que le había permitido alcanzar una edad tan longeva como la de cincuenta y cinco años, que pocos hombres alcanzaban.
—¿Cómo es que has tardado tanto en venir, viejo? —le preguntó en tono despectivo el capitán de los jaguares.
Moquihix suspiró. Era el segundo del Señor Chacal y, sin embargo, aquel soldado se sentía enteramente libre para dirigirse a él de aquella manera. Es un hecho en la vida que, por muy alto que sea el rango que haya alcanzado un hombre, siempre hay otro rango superior, lo que, en consecuencia, da pie a que alguien te trate irrespetuosamente. En este caso, ese alguien era el capitán de los jaguares, que respondía solo ante el tlatoani de Tollán, el jefe supremo de todos los toltecas.
Mucho tiempo atrás, cuando era niño, Moquihix había soñado con ser un jaguar. Pero aquel elevado rango se otorgaba solo a los más rápidos, los más valientes y los más ágiles. Lamentablemente, él no daba la talla y, por eso, había tenido que encontrar su sitio en la administración y el gobierno. Cuando le ofrecieron un puesto destacado en el norte, en el Lugar del Centro, Moquihix lo había aceptado con la esperanza de convertirse un día en el tlatoani de aquellas tierras. Pero eso también quedó fuera de su alcance y el cargo correspondió al hijo de una familia más noble que la de Moquihix. No envidiaba al Chacal porque se la hubieran concedido a él. El Chacal era un buen hombre, y justo. Aunque en los últimos tiempos había dado muestras de debilidad.
El jaguar escupió con desprecio. Aunque Moquihix fuera la segunda autoridad más poderosa en el gobierno del Lugar del Centro, el feroz soldado no tenía paciencia con los hombres sabios.
—El muchacho debería haber sido sacrificado. Teníamos derecho a derramar su sangre. Somos de noble linaje. —Se pegó un puñetazo en el pecho lleno de cicatrices—. La culpa es de esa maldita muchacha. ¡El Señor Chacal permite que lo mire! Le robará el alma con los ojos.
—Está convencido de que los dioses la han traído aquí para obtener la lluvia —dijo sencillamente Moquihix, no por disculpar a la muchacha ni al Chacal, sino porque era la realidad.
El capitán escupió otra vez.
—¡Pero si no es más que la hija de un cultivador de maíz!
—Encontró el santuario sagrado —observó Moquihix, pensativo—. En todas las generaciones que llevamos aquí, nadie ha entrado nunca en el barranco escondido, nadie ha visto el jardín sagrado…
—¡Es solo una chiquilla alborotadora!
—Tú ya has visto las vasijas para la lluvia que hace… Parecen de oro. Y la arcilla especial que utiliza está cerca del claro sagrado. No puede ser una mera coincidencia que la arcilla que transforma en oro se encuentre tan cerca del recinto de los dioses…
—Lo que sé es que está convirtiendo a nuestro tlatoani en un hombre débil. La fuerza del pueblo viene del señor. Si el señor es débil, el pueblo se debilita también. Esa muchacha tiene que ser sacrificada.
Puesto que Moquihix no decía nada, el capitán se puso en pie y siguió:
—¡Somos guerreros pero no combatimos! ¿Dónde están los ejércitos que desafían a mis hombres? ¿Dónde los cautivos que han de ser sacrificados en el altar de la sangre? ¡Somos como pájaros enjaulados en este maldito lugar! —Giró sobre sus talones y atravesó a Moquihix con sus ojos penetrantes—. Mira, viejo… Temo que nuestra amada Tollán haya caído, porque han pasado casi dos años desde la última vez que nos llegaron noticias de allí. Y, si es así, este lugar será un lugar donde no habitarán más que fantasmas. Nuestra simiente se dispersará a los cuatro vientos y nos desvaneceremos; nadie recordará a los toltecas.
Moquihix asintió tristemente. ¿Cómo se había llegado a aquello? ¿Dónde estaba el glorioso futuro con el que todos habían soñado?
—¡Esa muchacha ha menospreciado a nuestros dioses! —tronó Xikli—. Entréganosla y la sacrificaremos de la forma más apropiada. —Sonrió con crudeza—. Ya nos ocuparemos nosotros de que tarde días en morir.
Moquihix suspiró de nuevo, sintiendo que una curiosa impotencia recorría sus venas. Tal vez el capitán tuviera razón. El sacrificio de la joven podría volver a poner todo en orden.
—De acuerdo —dijo—. En el solsticio, cuando no haya caído la lluvia, os entregaré a la muchacha.
El capitán no ocultó un gesto desdeñoso, y Moquihix, el intérprete del tlatoani del Lugar del Centro, recogió su manto y se dispuso a irse. Con el corazón apesadumbrado, empero. ¡Deseaba tan desesperadamente sincerarse con aquel hombre que, a pesar de sus cicatrices y su nariz rota, le recordaba tanto a su amada esposa Xochitl, que lo abandonó hacía años…! Pero la brecha entre los dos hombres era ahora demasiado amplia para intentar tender nuevos puentes. Marchó, pues, con el corazón dividido: orgulloso en parte de que Xikli se mostrara merecedor de su rango de capitán de los jaguares, y triste, por otra, de ser objeto de su desprecio. Pero… ¿quién podría reprochárselo? Ningún hijo debería nunca sentirse superior a su padre.