La vigilaban.
Hoshi’tiwa no podía decir cómo lo sabía. No tenía ninguna prueba, ni había visto a nadie escondido en la maleza. Pero, cuando se inclinó en su trabajo de recoger la sagrada arcilla, tuvo la sensación de que alguien —o algo— estaba acechándola.
Se incorporó y miró a su alrededor. El pequeño barranco rocoso estaba bañado por la luz del atardecer. Unas cuantas flores silvestres de primavera luchaban por aparecer a través de las secas peñas y guijarros que, en la estación lluviosa, crearían un estanque allí, pero que hacía años que no habían contenido agua. Hoshi’tiwa no vio a nadie. Aun así, no podía sacudirse de encima la sensación de que la estaban observando.
¿Un espíritu? Notó un escalofrío en la nuca. ¿Caminarían los espíritus durante el día?
Rogó a los dioses que no fuera un espíritu maligno que la persiguiera por haber estado trabajando en un día santo. Tras la aparición del brillante Lucero Vespertino en el firmamento por el oeste, el Lugar del Centro había recuperado su ritmo espiritual, con ritos y festivales en honor de los muchos dioses que velaban por el pueblo. Hoshi’tiwa trabajaba con toda su atención concentrada en las tinajas para agua de lluvia, porque pronto llegaría el solsticio de verano y, con él, una vez más, la esperanza de lluvia.
Sabía que era tabú visitar el jardín sagrado, y que el castigo, si la descubrieran, podría ser la muerte, pero no podía evitar ir allí. Esta vez no se trataba de ningún pretexto: necesitaba realmente más arcilla, y eso le daba cierto derecho a adentrarse por el estrecho barranco. Pero una vez tuvo lleno su cesto y cuando debería haber vuelto al Lugar del Centro, la atrajo como un faro el pequeño sendero que conducía al jardín secreto.
Necesitaba comprender por qué no podía sacar de su mente la imagen del Señor Chacal.
Se deslizó hasta alcanzar el límite del jardín sagrado, cuidando de no acercarse demasiado. Aunque no hubiera ningún testigo de su transgresión, los dioses lo sabrían. Miró hacia el interior y lo vio lleno de luz por todas partes: una luz cegadora, dorada, que hacía daño a los ojos.
Y allí estaba él, entre las flores, cubierto solo por un paño atado a la cintura, con el cuerpo resplandeciente bajo el sol.
Hoshi’tiwa contuvo la respiración y se acercó algo más. Se frotó los ojos. Algo estaba mal. El pelo del Chacal era corto ahora, y no le bajaba más allá de las orejas. Parecía incluso más delgado que antes. Lo vio moverse en el jardín, observar los capullos de las flores y, después, en cuanto salió de un deslumbrante rayo de luz, se dio cuenta de que… ¡no era el Señor Chacal!
¡Ahoté!
El nombre salió de su garganta como un grito.
Él se volvió con expresión perpleja, que al instante se transformó en una sonrisa.
—¡Hoshi’tiwa! ¡Mi amor…! —exclamó tendiéndole los brazos.
—¡Sal de ahí, Ahoté! ¡Enseguida!
—Mira estas flores… ¡Ven tú aquí, Hoshi’tiwa!
—¡Es un santuario, Ahoté!
Él la miró sin comprender.
—¿Cómo dices?
—¡Que es un lugar reservado para los dioses!
Ahoté se movió rápidamente, y al instante estuvo fuera del jardín prohibido, e intentó abrazarla.
A pesar de la alegría de verlo, Hoshi’tiwa se apartó de él.
—¿Has olvidado que soy una makai-yó? —preguntó.
—¡Pero si no lo eres! Hace dos lunas, tu tío vino al Lugar del Centro a traer nuestro tributo anual de maíz, y preguntó por ti. Todo el mundo se hacía lenguas de la muchacha del norte que había creado las tinajas para la lluvia más hermosas que hubieran visto en la vida. —Bajó la voz y se puso serio—. Tu padre murió. La maldición sobre ti pesó como una losa sobre su espíritu, y el corazón se le paró dentro del pecho. Tratamos de olvidarte, pero no podíamos. Aquella maldición sobre ti fue injusta. Y la provocaron hombres de otros dioses, no tu propio pueblo. Todos rezábamos por ti, Hoshi’tiwa, y cuando tu tío nos contó que no te habían llevado nunca al palacio del tlatoani, sino que vivías con tus hermanas alfareras, comprendimos que las palabras de aquel alto oficial habían sido una mentira.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó la muchacha.
Sus ojos se llenaban de él, de su Ahoté, ahora un año mayor y tal vez más sabio, al que había temido que no volvería a ver nunca.
—¡Me sentía muy desgraciado! —exclamó—. Durante todo el año pasado estuve deseando venir en tu busca, pero todos me decían que estarías muerta. Yo me negaba a creerlo. Te sentía aún viva dentro de mí, mi amor… Sentía que aún respirabas, que tu pulso seguía latiendo… Perdí el ánimo y ya ni siquiera podía recordar la historia de nuestro clan en el Muro de la Memoria. Tenía que encontrarte o, por lo menos, conocer la verdad de tu destino. He venido en interés del clan.
Le contó luego que había ido al taller de los alfareros, porque era el lugar donde le parecía más lógico poder encontrarla, y allí le dijeron que Hoshi’tiwa había ido en busca de arcilla.
—Una mujer llamada Yani me explicó cómo podría encontrar el camino. ¡Y aquí estás!
Hoshi’tiwa se alegró de haber confiado en la anciana. «Por si acaso me sucediera algo, has de saber dónde se encuentra la arcilla dorada», le había dicho, aunque no le había hablado de un jardín oculto ni de haber espiado allí los ritos secretos a que se entregaba el Señor Chacal.
—¡Vente conmigo! —le pidió Ahoté, impulsivo—. Nos iremos a donde los señores y los jaguares no puedan encontrarnos nunca.
Tan solo un año antes, hubiera dejado caer su cesto y escapado con él. Pero las cosas eran diferentes ahora.
—He hecho una promesa —le dijo—. Debo atraer la lluvia al Lugar del Centro.
El rostro del muchacho se tornó sombrío.
—No lloverá, Hoshi’tiwa. Todo el mundo lo comenta en voz baja. Los mercaderes que vienen a nuestro asentamiento hablan de pueblos abandonados. El Pueblo del Sol se ha cansado de vivir bajo el temor. Los clanes están emigrando hacia el norte y al este, donde hay tierras que no ha pisado nunca ningún hombre. Y donde los Señores de la Noche no tienen ningún poder. Ven conmigo. Podremos ser felices allí.
Hoshi’tiwa le besó las mejillas, la barbilla, los labios… Las lágrimas resbalaban por su rostro. Alargó los brazos y estrechó en ellos al hombre al que había amado toda su vida. Pero su corazón pensaba en otro. El amor que sentía por Ahoté era distinto de las confusas y turbulentas emociones que comenzaba a sentir por el Señor Chacal… y que ni siquiera sabía si podían describirse como amor. Hoshi’tiwa también tenía un año más, pero no se había hecho más sabia. Ahora ignoraba cómo reaccionar.
De pronto, el color huyó de las mejillas de Ahoté.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hoshi’tiwa.
Pero lo supo de inmediato. No estaban solos.
Moquihix se hallaba a su espalda, flanqueado por dos jaguares. Ahora se explicaba el porqué de aquella sensación de sentirse espiada: alguien la seguía e informaba a Moquihix de sus movimientos.
Hoshi’tiwa y Ahoté cayeron de rodillas.
—¡Por favor, mi señor —le suplicó Hoshi’tiwa—. No hemos entrado en el recinto sagrado!
Pero Moquihix, sin decir palabra, señaló la mano izquierda de Ahoté y Hoshi’tiwa vio en ella la flor prohibida que tenía en ella: una caléndula amarilla, recién cortada de un macizo dedicado a los dioses. Con tres largas zancadas, un jaguar vestido con pieles moteadas y una cabeza de felino sobre la suya, armado con lanza y una formidable maza —un hombre poderoso con el rostro pintado con puntos y franjas—, se acercó a Ahoté, agarró al muchacho por los cabellos y lo arrojó a sus pies.
—Mañana los dioses beberán tu sangre —le anunció Moquihix a Ahoté.
Después se volvió hacia Hoshi’tiwa y le señaló un lugar en el suelo. Apartó con el extremo de su vara un montón de hojas en la maleza, y dejó al descubierto los sangrientos despojos de un zorro.
—El puma esconde lo que no devora y lo tapa con hojas para volver después. Tú misma puedes ver lo reciente que es esta presa. La hembra del puma estuvo aquí anoche. Lo que quiere decir que volverá hoy. Pero se llevará una sorpresa. Esta noche llenará su panza con algo mucho más apetitoso que un zorro.
Hoshi’tiwa se debatió con sus captores mientras la arrastraban hasta un álamo joven y la obligaban a sentarse junto a él. Y mientras la obligaban a apoyar la espalda en el delgado tronco, le ataron las manos por detrás con tal fuerza y firmeza, que la cuerda de cáñamo se clavó en su piel. Moquihix contemplaba la escena de pie a su lado. La muchacha no vio en sus ojos malicia ni placer, sino una mirada inexpresiva, carente de emoción.
—Me necesitáis para traer la lluvia —dijo ella con la garganta seca.
—Aún no la has traído. Eres makai-yó, en realidad. Mañana, el corazón palpitante de este muchacho complacerá a los dioses, y eso traerá la lluvia.
Los siguió con la vista mientras desaparecían barranco abajo, con Ahoté dando traspiés y mirando atrás hacia ella con el terror reflejado en su rostro. Hoshi’tiwa luchó luego contra sus ataduras. La cuerda era recia, y el nudo, complicado. Se retorció a un lado y a otro, hizo fuerza con los brazos, levantó los hombros, jadeando por los repetidos intentos de liberarse sin más resultado que lastimarse las muñecas hasta hacerse sangre.
Cuando el sol se hundió tras las montañas y cayó la oscuridad, comenzó a temer por los fantasmas, espíritus y seres sobrenaturales a los que la noche daba rienda suelta. En cada arbusto o roca le parecía ver una amenaza; cada sombra y cada movimiento le daban la impresión de ser un demonio.
Después, cuando la luna de primavera comenzó a surcar el negro firmamento, oyó en lontananza el sonido de los grandes tambores ceremoniales. Con un golpeteo firme y rítmico como solo rara vez escuchaban los habitantes del Lugar del Centro. Eran los sacerdotes, que se preparaban para realizar su acto más sagrado. Hoshi’tiwa sabía que estarían ayunando y haciéndose cortes en sus cuerpos, atravesándose las lenguas con espinas de maguey para derramar su propia sangre antes de verter como sacrificio la sangre del que sería su víctima.
¡Ahoté! ¿Qué estarían haciéndole en ese momento? Durante el tiempo que había vivido en el Lugar del Centro solo había presenciado un sacrificio en el altar de la sangre: el de un niño que había nacido ciego. El corazón que le arrancaron vivo del pecho era pequeño y dio un latido antes de quedar yerto… Pero los sacerdotes declararon que había sido un buen sacrificio, porque el corazón era puro.
Hoshi’tiwa sabía que, antes de arrancarle el corazón a Ahoté cuando aún latía en su pecho, tendrían que purificarlo. Y que la única manera de hacerlo era…
Contuvo la respiración y escuchó.
¡El gran felino merodeaba cerca!
Hoshi’tiwa reanudó frenéticamente sus esfuerzos por liberarse, consciente de que la sangre que fluía de sus muñecas no haría sino atraer a la fiera. Hundió los pies en el suelo e hizo fuerza tratando de derribar el joven álamo. Pero las raíces de este seguían bien arraigadas.
El puma se acercaba. Hoshi’tiwa podía oír el profundo rugido de su garganta cuando la olfateaba, oír la mullida pisada de sus grandes garras cuando aplastaban la maleza.
Su terror se hizo más intenso. Le corría el sudor por la espalda. El corazón le latía con violencia. «Por favor —suplicaba a sus dioses mientras se retorcía y debatía, se clavaba en su espalda la corteza del tronco y sentía un acerbo dolor en las muñecas—. ¡Salvadme, por favor!».
Entonces notó algo a su espalda, en sus muñecas. ¿Hormigas? Algo que le tiraba, que mordisqueaba. Intentó mirar hacia atrás para ver qué animal la atacaba por la espalda mientras el gran felino se aproximaba a ella por delante. Pero lo único que podía ver eran piedras oscuras.
De nuevo contuvo la respiración y escuchó: tambores a lo lejos y los pasos del puma acercándose y aplastando la vegetación.
Pero algo seguía moviéndose entre sus manos, suave, persistente.
De pronto sintió libres las manos. Se levantó de un salto y dio media vuelta para mirar: allí, al pie del álamo, una tortuga del desierto mordisqueaba tranquilamente la soga. La observó boquiabierta; desde su llegada al Lugar del Centro, Hoshi’tiwa no había visto ni una sola tortuga del desierto, el espíritu totémico de su clan. Y, sin embargo, allí estaba. Había emergido de su madriguera invernal y se las había ingeniado para encontrar el rastro de Hoshi’tiwa en aquel pequeño y escondido cañón, seguirlo hasta el álamo y encontrar en la oscuridad las muñecas de la muchacha, para mordisquear la soga sin hacerle daño con su pico afilado y curvo.
Hoshi’tiwa sonrió.
—Gracias, Abuelo Tortuga —le susurró y, después, antes de que el puma entrara en el claro, comenzó a alejarse.
Pero se detuvo de pronto. A la luz de la luna, Hoshi’tiwa veía que allí había muy poco para que la tortuga comiera. No tocaría los pocos grumos de creosota que trataban de surgir del seco suelo. Y no había agua.
Mientras oía las pisadas del puma dando vueltas, Hoshi’tiwa exploró rápidamente las rocas y vio, arriba, una mata de diente de león que crecía en una grieta. Trepó hasta allí enseguida, arrancó un puñado y se lo trajo a la criatura del desierto. Esta acercó de inmediato a la ofrenda su viejo rostro gris. Hoshi’tiwa era consciente de que aquellas flores amarillas no iban a servirle de alimento, pero también de que los tallos y las hojas la proveerían de agua. Con el corazón lleno de gratitud, se apresuró a bajar por el barranco.
Despuntó la aurora, y los sacerdotes hicieron sonar sus trompetas de cuerno de cabra montes para anunciar a los habitantes del cañón que pronto iba a celebrarse un sacrificio sangriento. El sonido se extendió por todo el valle hasta los límites más lejanos del cañón y, al oírlo, los granjeros abandonaban sus campos y las mujeres los hogares en que cocinaban para correr hacia el edificio de piedra donde un altar había presidido la plaza desde tiempos inmemoriales. Los sacerdotes tañían tambores formados por grandes calabazas cuyo parche estaba formado por piel humana tensada; sacudían sonajas y tocaban flautas saludando al sol que proyectaba sus rayos sobre la plaza.
Para cuando Hoshi’tiwa pudo volver sigilosamente al Lugar del Centro, cerciorándose bien de que nadie la viera, había ya gente llegada desde puntos distantes, deseosa de presenciar la más sagrada de las ceremonias.
Acudían con el corazón dividido: el altar de la sangre pertenecía a los señores, no al Pueblo del Sol, cuyos sacrificios consistían solo en maíz. No se atrevían, sin embargo, a desafiar los llamamientos de los poderosos sacerdotes toltecas, que requerían a todos, desde los jóvenes hasta los más ancianos, incluso a los ciegos y los cojos, a asistir al sacrificio de lo más preciado que podían ofrendar a sus dioses: una vida humana.
Hoshi’tiwa no había visto jamás tanta gente. No tenía idea de que la población del cañón fuera tan numerosa. Al hacerse más clara la mañana, vio que cada palmo de ladrillo y mortero estaba ocupado por hombres, mujeres y niños que se apretujaban en las terrazas, llenaban los tejados y se alineaban en cualquier espacio disponible en las murallas. La llanura era, asimismo, una masa de humanidad y, aunque los que se hallaban allí no podían ver la ceremonia, la oían bastante bien porque la forma curva del complejo hacía posible que las voces de los sacerdotes llegaran a lo lejos como si salieran de gigantescas gargantas. La piedra del altar se hallaba entre dos grandes kivas, en el lado elevado de la plaza. Cuando no se empleaba, estaba cubierta, de manera que en los días de mercado la gente circulaba a su alrededor sin pensar para nada en lo que había bajo aquel montículo. Pero hoy aparecía a los ojos de todos y todos veían la sangre que durante décadas la había empapado. Originariamente era de un color rojizo apagado, pero pronto se tornaría brillante con la sangre recién vertida de la nueva víctima.
Hoshi’tiwa se dirigió primero al taller de las alfareras, donde se limpió sus heridas, se aplicó ungüento y se vendó las muñecas con telas de fibra de yuca. Después se cambió su sucio y ensangrentado vestido por otro limpio, deslizando con cuidado el fresco tejido por encima de su cabeza. Aunque trabajaba y dormía en la cocina que prestaba servicio a los señores, en el lado norte de la plaza, todavía iba de cuando en cuando al taller de su gremio en busca de materiales y de ayuda fraterna.
Finalmente, empleó un buen rato en arreglarse los cabellos. Sabía que el sacrificio no tendría lugar de inmediato y que los sacerdotes y los jaguares realizarían sus complicados desfiles alrededor de la plaza para captar la atención de sus dioses.
Los rodetes que llevaba a los lados de la cabeza se habían deshecho. Hoshi’tiwa peinó sus largos cabellos y los volvió a entrelazar en forma de «flores de calabaza», sujetándolos con cintas en su sirio. No quería que sus cabellos ocultaran el bordado de su túnica, que la identificaba como oficiala de alfarería en uno de los gremios más prestigiosos. Así sabrían todos que era una persona de cierta categoría.
Mientras se preparaba así, intentaba no pensar en el Chacal. Cualesquiera que fuesen sus sentimientos hacia él —deseo, simpatía, admiración—, endureció su corazón contra ellos y contra él, porque tenía la convicción de que sabía que Moquihix la había abandonado en la montaña como sacrificio para un puma. Y, mientras se restregaba los pies con arena y agujas de pino, se recordó a sí misma que los toltecas eran unos señores crueles. Luego, mientras se ceñía en torno al talle el cinturón de cáñamo, se dijo que el único que realmente le importaba era Ahoté. Una vez lista, susurrando plegarias a los pacíficos dioses de su pueblo y dando una vez más las gracias en silencio al Abuelo Tortuga por haberla salvado, salió a la cegadora luz del sol sintiéndose como debía de sentirse un guerrero en la víspera de la batalla.
El espectáculo de la plaza la dejó momentáneamente sin respiración: los tambores y las trompetas, los jaguares desfilando, los sacerdotes con sus tocados de plumas y túnicas de tela estampada, y los nobles ocupando sus sitiales mientras subía al cielo el humo aromático. Las efigies de los dioses habían sido traídas de sus santuarios, para colocarlas ahora en pedestales engalanadas con exquisitos mantos de plumas y algodón: Tezcatlipoca, que controlaba el destino y la magia, Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, dios de la naturaleza y del saber; la diosa del mal Coyolxuahqui, hermana del dios de la guerra…, y otras con nombres que el humilde Pueblo del Sol no era capaz de recordar ni de pronunciar: todos ellos seres excelsos y vistosos sacados de sus oscuros nichos para presenciar un sangriento sacrificio en su honor.
Hoshi’tiwa vio al Señor Chacal sentado en su elevado trono, con los relucientes penachos de verdes plumas de quetzal de su tocado agitándose como flámulas por efecto de la brisa. Un hombre gallardo, apuesto incluso, pero —se recordó a sí misma Hoshi’tiwa— precisamente el hombre que iba a llevar a cabo el sangriento rito.
Avanzó cautamente a través de la multitud apiñada, metiéndose entre personas cuya atención estaba fija en la zona que dominaba la plaza. Al otro lado del muro de los barracones de los jaguares, estaban preparando un espetón sobre una hoguera. En él asarían el cuerpo de la víctima del sacrificio, que serviría para festín de los jaguares.
El Chacal se levantó en su trono y reclamó silencio. Todos callaron. No se oía ni siquiera una tos, ni un roce de pisadas. Arriba, en el cielo, daba vueltas en círculo un solitario halcón, cuyo ojo vigilante miraba a un lado y a otro en busca de algo sobre lo que lanzarse en picado.
Hoshi’tiwa se acercó más, adelantando a una sola persona cada vez, como había visto que hacían los peces al ocultarse en las aguas someras de la corriente allá en su hogar. Se paró de pronto al ver que un contingente de sacerdotes emergía por una puerta arrastrando entre ellos a la desafortunada víctima.
Era Ahoté, cegado por la luz del sol que le daba en los ojos.
Iba completamente desnudo y la sangre fluía entre sus piernas. Hoshi’tiwa reprimió un grito. Se había producido la ceremonia de purificación que ella temía. Sin su virilidad, Ahoté era ya tan inocente como un niño.
Con gran solemnidad, lo condujeron al altar y lo obligaron a tenderse en la piedra, de espaldas sobre ella. Cuatro sacerdotes le sujetaban las muñecas y los tobillos, mientras que el quinto empuñaba el cuchillo de obsidiana con el que atravesaría el pecho de Ahoté. Un asistente vestido con una larga túnica se hallaba allí cerca sosteniendo una copa de oro. Si el muchacho perdía el conocimiento antes de que le abrieran el pecho, lo reanimarían con una bebida, porque a la víctima del sacrificio solo se le podía arrancar el corazón si estaba plenamente consciente.
El sacerdote que tenía el cuchillo de obsidiana dio un paso hacia Ahoté y empezó a salmodiar un conjuro en náhuatl que solo entendían los toltecas. La tensión y el olor del incienso llenaban la atmósfera. Entre los espectadores, algunas mujeres lloraban y los hombres cambiaban de postura con nerviosismo. La víctima del sacrificio, en fin de cuentas, era uno de los suyos, un muchacho sano que llevaba el tatuaje del clan de la Tortuga. Se habían extendido ya entre la multitud rumores de que se trataba del aprendiz de un Hombre Memoria, destinado a convertirse un día en El Que Une a la Gente. Y los rumores habían provocado una corriente de inquietud: nadie podía dar muerte a un Hombre Memoria. Aquello equivalía a matar a un clan. A los toltecas no les importaba. Pero aquella muchedumbre formada por granjeros, mercaderes, carpinteros y ladrilleros apretaban los puños viendo cómo el pobre muchacho se debatía en las manos de los cuatro sacerdotes que lo sujetaban. Aunque ninguno se atrevía a cuestionar la decisión de los señores.
Cuando ya se alzaba el cuchillo, Hoshi’tiwa salió de entre el gentío y subió a toda prisa las gradas de la plaza antes de que los guardias pudieran impedírselo. Se plantó frente al sorprendido Señor Chacal y dijo:
—Este muchacho no ha cometido ningún sacrilegio, mi señor. No sabía que fuera sagrado el terreno en que estaba. Cuando se lo dije, salió de allí enseguida. Obedeció la ley.
Varios jaguares se adelantaron. Moquihix bajó de su sitial. El sacerdote que empuñaba el cuchillo interrumpió su conjuro y se quedó mirando, desconcertado.
El Chacal levantó los brazos reclamando silencio. Aunque había dejado su trono, desde el estrado en que se hallaba dominaba a Hoshi’tiwa. Igual que el sacerdote, estaba confuso, aunque por diferentes motivos. La muchacha que había ocupado sus pensamientos en los pasados meses tenía ahora la audacia de romper un tabú. Había hablado en tono humilde, casi suplicante, pero incluso ahora mantenía atrevidamente sus ojos fijos en él, por más que su cuerpo adoptara una actitud sumisa, con los hombros inclinados y las manos respetuosamente unidas ante el pecho.
—La decisión está tomada ya —replicó, mientras las ideas se agolpaban en su mente.
Las acciones de aquella muchacha lo sorprendían, pero le resultaban admirables, también. Debería ser castigada y, sin embargo, no podía hacerse a la idea de entregarla a los jaguares.
—Pero es que no sabéis la verdad, mi señor —insistió Hoshi’tiwa en tono suplicante.
—¿Estabas tú allí? ¿En el jardín sagrado?
—Estaba allí cerca, recogiendo la arcilla que precisan mis vasijas sagradas para la lluvia —aseguró, repitiendo deliberadamente las palabras que él mismo había pronunciado aquella primera vez que la encontró en el claro: «Si tu arcilla sagrada está cerca, eso quiere decir que los dioses te dan permiso para caminar por este sendero».
—Aun así, el muchacho profanó tierra sagrada. Los dioses reclaman un sacrificio.
Las palabras salieron de labios de Hoshi’tiwa sin dejarle oportunidad de medirlas:
—Me trajisteis aquí, mi señor, para que atrajera la lluvia, pero mi corazón estaba dividido mientras creaba tinajas para agua de lluvia porque sentía nostalgia de mi hogar y añoraba ver a mi familia. Esta es la razón por la que mis vasijas no han atraído la lluvia. Pero si supiera que este muchacho está a salvo y de vuelta con su familia, mi corazón se llenaría de gratitud y de paz, la arcilla lo sentiría y crearía una tinaja que se llenaría de lluvia.
El Chacal la estudió. El momento se prolongó mientras una multitud expectante guardaba un inquieto silencio en el llano, en la plaza, en las terrazas, tejados y muros. El tlatoani del Lugar del Centro, el Chacal de la Tierra de los Juncos, Guardián de la Sagrada Pluma, Vigía del Cielo, Señor de los Dos Ríos y las Cinco Montañas, deliberaba consigo mismo acerca del carácter de la muchacha que tenía delante. Finalmente, con una mirada retadora en los ojos, dijo en voz baja:
—No es suficiente.
Ella sostuvo su mirada. El viento arreció, silbando a través de la plaza mientras la sombra del halcón revoloteaba sobre los allí presentes.
—Dejad libre al muchacho —dijo Hoshi’tiwa—, y estaré al servicio del Lugar del Centro. —Hizo una pausa, durante la que su corazón se olvidó de latir—. Estaré a vuestro servicio, mi señor.
—¡Los dioses exigen que sea derramada la sangre! —rugió un hombre llamado Xikli, el formidable capitán de los jaguares, a lo que los hombres asintieron golpeando sus escudos con las mazas.
Cuando el estruendo se apagó, Hoshi’tiwa extendió los brazos y exclamó:
—¡Perdonad a este muchacho, mi señor, y tomad mi vida a cambio de la suya!
El Chacal enarcó las cejas.
—¿Qué es para ti ese muchacho? —preguntó.
—Estamos prometidos, mi señor.
El Chacal parpadeó. Las largas y flexibles plumas verdes de su tocado temblaron un instante. Hoshi’tiwa no podía ver su expresión —¿decepción?, ¿amargura?—, pero cuando lo vio volverse y alzar el brazo para dar la orden de que el cuchillo descendiera sobre el pecho de Ahoté, Hoshi’tiwa se anticipó y corrió a aferrarse al Chacal.
En una acción tan rápida que nadie la vio venir, el Chacal sacudió el brazo y golpeó a la muchacha en la barbilla con el dorso de la mano, con una fuerza tal que la lanzó hacia atrás y la dejó tendida en el pavimento.
Hoshi’tiwa vio una explosión de estrellas y planetas y, cuando se le despejó la cabeza, tendida aún en el suelo de piedra de la plaza, levantó la mirada y vio en la cara del Chacal una expresión de repugnancia. Lo odió por ello. Pero al momento siguiente sintió pena por él, porque comprendió que aquella repugnancia no iba dirigida contra ella, sino contra sí mismo.
Fue entonces cuando, en un relámpago, surgió en su memoria un recuerdo de su niñez: el de un primo suyo que había vuelto a casa, en su poblado, con un cachorro de puma huérfano que había encontrado. Lo crió, lo domesticó, hasta el punto de que el felino se hizo casi como uno de los perros de la aldea. Pero cierto día, mientras el primo de Hoshi’tiwa le estaba dando de comer, la fiera lo atacó y destrozó al hombre hasta matarlo.
Así era el Señor Chacal.
Manteniendo los ojos fijos en los de él, Hoshi’tiwa se puso en pie; vaciló levemente una vez estuvo derecha, sin darse cuenta de que le salía sangre de un corte en la barbilla. Luego enderezó la columna y los hombros y endureció su corazón.
En los meses pasados en el Lugar del Centro, Hoshi’tiwa se había adormecido en una sensación de complacencia. Solo había pensado en la lluvia. Había relegado al olvido la rabia sentida en los primeros días, su sed de venganza, el odio que le inspiraban los señores cuando Moquihix la llevó por primera vez al taller de las alfareras y se dio cuenta de que le había mentido para hacerla pasar por makai-yó. Estos sentimientos retornaban ahora a ella con toda su fuerza, pero era mayor y más sabia y más capaz de controlarlos. Antes se había sentido tan confusa, que no había sabido cómo encauzarlos y utilizarlos en su provecho. La inseguridad de la muchacha se había visto reemplazada ahora por la confianza en sí misma de la mujer, y una nueva fuerza comenzaba a desarrollarse en su interior. En lugar de sentir temor de sus nuevas emociones, las recibía con gratitud y permitía que le prestaran un nuevo poder.
Hoshi’tiwa irguió su ensangrentada barbilla y dijo con una voz potente que resonó sobre la callada multitud:
—Si queréis lluvia, mi señor, dejad que este muchacho se vaya.
Ya no era una súplica, sino que tenía el tono de una exigencia.
La sangre de su barbilla caía por entre sus pechos y, aunque estaba completamente vestida, se sentía desnuda ante la muchedumbre, sin darse cuenta de que estaba haciendo realidad el sueño profético de su madre.
Un hombre alto como una torre al que todo el pueblo conocía y temía —Xikli, el capitán de los jaguares— soltó un alarido y dio unos pasos con la jabalina en alto. Pero el Señor Chacal lo detuvo con un ademán. Moquihix lanzó a su tlatoani una mirada sombría mientras, junto al altar, el sacerdote se erguía sobre el tembloroso Ahoté, con el cuchillo en la mano, listo para clavárselo.
La voz de Hoshi’tiwa cobró fuerza y confianza a medida que se alzaba sobre las cabezas de la multitud acobardada:
—Esta es la tierra de mi pueblo, de mis antepasados… Vosotros sois unos recién llegados, unos forasteros. Aquí están mis dioses, no los vuestros. Si no ha habido lluvia es porque vosotros no habéis respetado a mis dioses.
Mientras se encaraba así valientemente con los jaguares y los señores, un halcón graznó en la meseta y calló de súbito, como si sintiera la tensión del momento. Hoshi’tiwa recordó lo que le había dicho su madre cuando se apiñaban, atemorizadas, en el refugio del acantilado: «Has nacido para cumplir un destino especial». ¿Cuál podía ser ese destino? ¿Salvar la vida del futuro El Que Une a la Gente de su clan? ¿Llevar la lluvia al Lugar del Centro? ¿Devolver a los dioses de su pueblo su justa preeminencia?
Moquihix fue el siguiente en hablar.
—¡Estás profanando un sacrificio sagrado! —la acusó.
Ella extendió el brazo y lo señaló con el dedo:
—¡Y tú ofreces en secreto sacrificios nefandos! —Quitándose las vendas que cubrían sus muñecas, Hoshi’tiwa alzó los brazos y se volvió lentamente para que todos los vieran—. ¡Fijaos en las heridas de mis muñecas! Este hombre me ató a un árbol como sacrificio para el dios puma. No recitó plegarias, no ofreció incienso: se limitó a dejarme como una ofrenda miserable para un dios al que no respeta. Pero el tótem de mi clan, el Abuelo Tortuga, mordió mis ataduras y me liberó.
Un murmullo se propagó como una ola entre la multitud mientras todos oían, maravillados, sus palabras.
Hoshi’tiwa temblaba por efecto de la sensación que la invadía de estar realizando su destino. No podría decir el porqué, pero tenía la aguda conciencia de hallarse en un punto crucial de su vida, de las vidas de todo su pueblo. Pero, en cuanto miró de nuevo al Chacal, sintió un punzante dolor en su corazón, porque su victoria significaría la derrota de él y Hoshi’tiwa no tenía ningún deseo de causársela, aunque debiera hacerlo por Ahoté, por su pueblo.
De pronto se escuchó otra voz. Los ojos de todos se volvieron a mirar: era Yani, la encargada del gremio de alfareras, que tenía el atrevimiento de subir las gradas hasta la plaza para situarse al lado de Hoshi’tiwa. No necesitaba hablar: todos conocían a Yani, una mujer muy respetada y que gozaba de cierta posición incluso entre los toltecas.
Se colocó hombro con hombro junto a la joven, con una mirada desafiante en sus ojos. Hubo un silencio que se prolongó mientras todo el mundo permanecía expectante a la espera del siguiente movimiento y, entonces, una a una, las trabajadoras del taller de alfarería fueron subiendo también a la plaza para apoyar a sus hermanas y enviar a los señores una callada amenaza: matad a ese muchacho y ya no habrá más vasijas para la lluvia.
Moquihix advirtió los gestos de asentimiento de la gente y cómo murmuraban entre sí unos con otros. Era consciente de la fuerza con que surgía la nueva corriente en su, por lo demás, tranquilo rebaño. La muchacha los incitaba, despertaba sus corazones y conciencias a nuevas ideas. Era peligrosa. Recordaba pasadas revueltas en lugares del sur, que aún ahora permanecían vacíos y abandonados. Él mismo había presenciado la fuerza destructiva de la ira en manos de una muchedumbre violenta.
La atmósfera se cargaba de tensión. Los jaguares empuñaban sus lanzas y mazas, listos para segar las vidas de la gente como una cosecha de otoño. Todos contenían la respiración, preguntándose qué haría el señor. Aquello era inconcebible: ¡una simple muchacha, hija de unos humildes cultivadores de maíz, enfrentándose a él de aquella forma…! Hombres y mujeres observaban la escena con todo detalle, porque se daban cuenta de que aquel iba a ser un momento memorable, del que se hablaría, se registraría en los muros de la memoria y se celebraría en los fuegos nocturnos durante las generaciones futuras.
El Chacal permanecía tan inmóvil y callado como los viejos dioses en sus pedestales, cuyos ojos de piedra habían presenciado incontables dramas desde el comienzo de los tiempos. Los jaguares mantenían un poder real sobre el Lugar del Centro; era a ellos a quienes tenía que apaciguar el Señor Chacal. Pero, al propio tiempo, la conciencia de este se sentía turbada porque sospechaba que era cierto lo que la muchacha decía: que los dioses de ella habían reinado allí antes que los de los toltecas. Observaba también el desasosiego de la multitud, que afloraba en ella como una corriente profunda en un lago plácido. Cualquier revuelta supondría un gran derramamiento de sangre, que era lo que deseaban los jaguares. Pero no dejaría con vida a nadie capaz de plantar nuevos cultivos.
El Señor Chacal no había puesto jamás en duda su destino. Había nacido el décimo día del mes, un día gobernado por el perro y, como todo el mundo sabía, todo niño nacido bajo el signo del perro tenía grandes dotes de liderazgo. Pero ahora, mientras se hallaba de pie ante el altar del sangriento sacrificio, con los ojos de todos fijos en él y una decisión que le resultaba imposible tomar, deseó por un instante verse libre de semejante responsabilidad.
El Chacal no era un monarca absoluto como el rey de Tollán, sino un tlatoani, un gobernante que necesita el apoyo de poderosos gremios para ejercer su autoridad. Si seguía adelante con aquel sacrificio, se encontraría con una revuelta. Pero, si lo cancelaba, parecería débil a los ojos de todos y perdería su autoridad. Cualquiera de los dos caminos lo llevaba a un desastre.
Su poder colgaba de un hilo.
Y entonces se le ocurrió una idea.
—Haremos que decidan los dioses —exclamó sobre las cabezas de los congregados—. Planteemos el asunto a los dioses y oigamos su respuesta.
—¿A qué dioses, mi señor? —tuvo la impertinencia de preguntar Hoshi’tiwa.
Miró sombríamente a aquella criatura de cara de luna que atormentaba sus pensamientos y sueños y que ahora lo sometía a una prueba delante de todo el mundo.
—A cualesquiera dioses que estén viéndonos hoy —respondió el Chacal, y añadió mirando a las trabajadoras del taller de alfarería—: ¿Estáis conformes?
Yani dio un paso adelante.
—Lo estamos, mi señor —dijo.
—¿Y aceptaréis la decisión de los dioses y os atendréis a lo que os dicten?
—La aceptaremos.
El Señor Chacal intercambió unas palabras con Moquihix, hablando en murmullos, y este, después, con el rostro muy serio, dio una orden a un sacerdote de inferior rango. El hombre salió corriendo en dirección al edificio principal y regresó momentos después con algo envuelto en pieles. Con gran ceremonia, el Chacal abrió el bulto que el sacerdote le tendía y levantó un objeto oscuro para que todos lo vieran.
—Esta es La Piedra que Guía —dijo, girando lentamente, como había hecho antes Hoshi’tiwa para mostrar a todos sus muñecas heridas—. El antiguo Espíritu Guía que condujo a vuestros Señores al Lugar del Centro.
Cuando los primeros pochtecas se habían aventurado hasta el lejano norte habían ido siguiendo un talismán que los había conducido por un buen camino hasta que encontraron el sendero que, finalmente, los llevó hasta aquel cañón. Durante generaciones, el Espíritu Guía había ocupado un lugar de honor dentro de las murallas de piedra. Esta era la primera vez, desde la llegada de los señores originarios, que la piedra veía la luz del sol.
La multitud congregada siguió en tenso silencio cómo el Señor Chacal soltaba el objeto oscuro y lo dejaba caer hacia el suelo. Todos dejaron escapar un grito cuando el objeto se detuvo antes de golpear el suelo de la plaza. El Espíritu Guía estaba suspendido de un hilo, que el Chacal sujetaba en la mano derecha.
Hoshi’tiwa no había visto nunca nada semejante. Parecía piedra pero, sin embargo, tenía el brillo del metal. Con la longitud de un antebrazo humano, el Espíritu Guía era estrecho y tenía la forma del delgado pez que vivía en el arroyo junto al que había nacido Hoshi’tiwa. Uno de sus extremos era más ancho que el otro, de manera que ciertamente semejaba un pez flotando en el aire.
—Soltaré el Espíritu Guía. Los dioses elegirán dónde se detiene. Si se para señalando al norte, el muchacho irá a casa, porque su hogar está en el norte. Si lo hace señalando al sur, será conducido a Tollán como esclavo. Pero si se detiene apuntando al este o al oeste, se quedará aquí y será sacrificado hoy mismo en el altar de la sangre.
Con la piedra suspendida en alto para que todos la vieran, el Chacal colocó el índice de su mano izquierda en su extremo más ancho, le dio un fuerte impulso y la piedra comenzó a girar alocadamente al final de su cuerda.
Nadie se movía. Nadie parpadeaba siquiera. Todos los ojos observaban el giro del objeto, preguntándose dónde se detendría, mientras los comerciantes, los granjeros y los carpinteros que había en la multitud, jugadores de corazón, apostaban en silencio sobre el punto que señalaría la voluntad de los dioses.
La piedra comenzó a girar más despacio. Lentamente. Oscilaba indicando tal o cual punto. El Chacal, inmóvil, mantenía tenso el hilo mientras el Espíritu Guía indicaba el sur, luego el norte de nuevo. Sur…, norte… Hasta que, finalmente, se detuvo.
Señalando al norte.
—¡Los dioses han hablado! —declaró el Chacal. Y, después, dirigiéndose a los sacerdotes que estaban junto al altar de piedra, les ordenó—: Soltad al muchacho.
El gentío que ocupaba el llano prorrumpió en un grito de júbilo que sonó como si saliera de una sola garganta. A él se unieron los de quienes se hallaban en las terrazas, en los tejados y sobre los muros, hombres y mujeres que gritaban con alivio y alegría porque la liberación de Ahoté significaba que sus dioses habían guiado el espíritu piedra, lo que era como decir que los dioses del Pueblo del Sol no habían abandonado el Lugar del Centro.
Cuando los sacerdotes soltaron los tobillos y las muñecas de Ahoté, el muchacho rodó sobre la piedra del altar y cayó, inconsciente, al suelo. Hoshi’tiwa corrió hacia él. Seguía vivo, pero terriblemente frío y pálido. Mientras los jaguares miraban con nerviosismo a su capitán, los sacerdotes se volvían hacia Moquihix pidiendo instrucciones y el Chacal se encaminaba, furioso, al edificio principal. Hoshi’tiwa hizo una señal a Yani y a las otras, que se adelantaron, tomaron en brazos el cuerpo exánime de Ahoté y se apresuraron a salir en grupo de la plaza con él.
La multitud que ocupaba el llano comenzó a disolverse, y cada uno se dirigió a su granja, campamento u ocupación, mientras los sacerdotes se apiñaban en la plaza como pájaros de vivos colores, discutiendo y comentando las consecuencias de lo que acababa de suceder; los jaguares, por otra parte, hoscos y en silencio por haberse visto privados de su festín de maíz humano, retornaron a sus barracones; Xikli, el capitán, se acercó a Moquihix y masculló:
—La cosa no ha acabado aún.