Siguió otro ciclo lunar sin que hiciera acto de presencia la lluvia. Y ahora estaban llegando a su término los cincuenta días: tres días más, y aparecería de nuevo el Lucero Vespertino.
Se extendían por el pueblo voces temerosas, y Hoshi’tiwa comprendió que se aproximaba una ceremonia de canibalismo ritual o de maíz humano, como la llamaban. Los jaguares llevaban noches enteras de celebraciones nocturnas alrededor de sus hogueras, preparándose, y ahora adoptaban una actitud dominadora en la plaza, espléndidos con sus adornos de pieles y plumas, con sus fieras jabalinas y lanzas, y profiriendo alaridos demoníacos que helaban la sangre a cualquiera. Habían pasado la noche anterior en torno a sus fogatas golpeando sus escudos unos con otros y arrojando voces a las estrellas. Y, al romper el alba, formando un solo grupo, recibieron la bendición de los sacerdotes y se precipitaron fuera del valle. A su paso, el pueblo reforzaba su retaguardia prorrumpiendo en gritos entusiastas. Hoshi’tiwa supo que estaba a punto de iniciarse una matanza que culminaría con el rito de devorar al hombre maíz.
Los jaguares regresaron tres días después, ahítos de su victoria y su festín, patentes en los cráneos humanos que exhibieron en las empalizadas de sus cuarteles. Habían viajado hacia el sur, donde llovía en abundancia, y habían devorado a personas bendecidas por la lluvia.
Hoshi’tiwa había pensado que el Señor Chacal los acompañaría, pero no lo hizo. Supuso, pues, que volverían trayéndole su porción de maíz humano. Pero, en vez de ello, en ausencia de los jaguares se celebró un festival para llamar la atención de los dioses sobre el sacrificio humano que les estaban ofreciendo: de esta forma pudo saber Hoshi’tiwa que el Señor Chacal no consumía carne humana, como tampoco lo hacían Moquihix ni ninguno de los toltecas que vivían en el Lugar del Centro.
Con esta nueva información, su curiosidad por el Señor Chacal —y su naciente deseo por él— floreció y creció.