Tres días antes del solsticio de invierno, el Lucero del Alba desaparecía. Los toltecas creían que su dios, Quetzalcóatl, había descendido al Mundo Subterráneo, donde permanecería cincuenta días antes de reaparecer como el Lucero Vespertino. En los primeros días que siguieron a la desaparición del Lucero del Alba, a Hoshi’tiwa le resultó extraño no ver cada mañana al Señor Chacal en el promontorio que dominaba el Lugar del Centro, saludando a su dios al amanecer. Había llegado a ser para ella una imagen reconfortante, pues Hoshi’tiwa había comenzado a entender que, mientras hubiera un señor en el promontorio para recibir a la aurora, todo estaría bien en el Lugar del Centro.
Pero se daba cuenta también de que echaba de menos al hombre al que se había acostumbrado a ver cada mañana, y que el Señor Chacal se estaba convirtiendo dentro de ella en algo más que el tlatoani de su pueblo.
Era la vigilia del solsticio de invierno. Habían pasado seis meses desde el último episodio de las vasijas para agua de lluvia, cuando Tupa había roto la única tinaja dorada que había hecho Hoshi’tiwa y había atraído así sobre el Lugar del Centro seis meses de mala suerte. La tensión era alta, pues, cuando Moquihix y los sacerdotes del dios de la lluvia volvieron al taller de alfarería, donde se habían colocado las doce vasijas de Hoshi’tiwa, en diversos tonos dorados, amarillos y de color naranja, junto con las cerámicas blancas y negras de sus hermanas.
Moquihix y los sacerdotes del dios de la lluvia examinaron con rostro ceñudo las obras, en busca de posibles defectos y puntos débiles, porque una obra de baja calidad sería una ofensa para los dioses. No fueron elegidas todas las obras de Hoshi’tiwa, sino solo aquellas de tonos más iguales, pues algunas de las tinajas presentaban en la misma pieza tonalidades que iban desde el dorado al rojo claro. Los sacerdotes pintados de azul de Tlaloc tocaban sus flautas de hueso de tibias humanas y salmodiaban cánticos mientras efectuaban su selección; después, con ceremonia, las vasijas elegidas fueron instaladas en la plaza.
Hoshi’tiwa regresó finalmente a la cocina y se acostó en la estera en que solía dormir en torno al fuego junto con los demás trabajadores. Pero pasó toda la noche temblando, no de frío, aunque la noche fue helada, sino de temor. No había habido nubes a la vista en la puesta del sol, ¿cómo iba a ser posible que lloviera durante la noche?
El asentamiento despertó con cautela aquella mañana, con los corazones de todos cuantos vivían en el cañón contenidos mientras salían de entre las mantas y las chozas a ver si los dioses seguían haciendo caso omiso de sus plegarias. Y cuando los primeros rayos de una pálida aurora surcaron de luz las mesetas próximas, todos se frotaron los ojos y bizquearon asombrados.
¿Sería solo su imaginación? El Lugar del Centro aparecía completamente blanco. El Señor Chacal salió a la plaza envuelto en una pesada capa de piel y plumas, y se plantó en el borde de las hiladas de piedra para contemplar el llano. Estaba todo blanco hasta donde alcanzaba la vista. Poco a poco fue cayendo más luz por encima de las escarpaduras, que reveló piedras y arbustos con una capa blanca en su superficie, bolsas blancas en las paredes de los despeñaderos y una fina capa blanca sobre las terrazas y las escaleras del Lugar del Centro.
No era nieve, sino escarcha.
—No es bastante, mi príncipe —dijo solemnemente Moquihix ante el Señor Chacal—. Las vasijas no han atraído nieve. Los dioses están enojados. Tenemos que restaurar el equilibrio. Hemos de ofrecerles una vida.
E indicó luego con un gesto el altar de piedra erigido en el centro de la plaza. Habían pasado meses desde que la piedra hubiera bebido la sangre de la víctima de un sacrificio.
El Chacal sospechaba ya en qué víctima humana estaba pensando Moquihix. Respondió diciéndole:
—Tienes razón, amigo mío: no es nieve. Pero sí es escarcha, y la escarcha significa humedad. Interpreto esto como una señal de que los dioses nos están devolviendo su favor y que la naturaleza no tardará en recuperar de nuevo su equilibrio.
Aunque no fue una muchedumbre jubilosa la que se congregó en la plaza, sin embargo, en el corazón de todos los hombres y mujeres que oyeron decir al señor que los dioses no habían abandonado el Lugar del Centro, se instaló la esperanza.
Una pequeña esperanza que Hoshi’tiwa compartía con sus compañeras del taller de alfarería, porque, aunque había dormido mal durante la noche y despertado con temor, había descubierto algo nuevo dentro de sí: una conexión con el Lugar del Centro que hasta entonces no había sentido. Hasta el punto de que se preguntó si, por algún milagro, no se le habría levantado su condición de makai-yó.