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Llegó el día del equinoccio de otoño. Durante las fechas anteriores se habían sucedido festivales y ritos de danza, y ahora había llegado el momento de hacer acopio de alimentos para los días invernales que se aproximaban. La sequía había aclarado los bosques de los alrededores del Lugar del Centro y, en consecuencia, casi había desaparecido por completo de ellos la caza mayor. Cien años atrás, los que habitaban el Lugar del Centro comían en abundancia carne de venados y cabras montesas, pero ahora podían sentirse muy contentos si podían cazar algunas liebres.

Todos participaban, desde el esclavo más humilde al tlatoani más encumbrado, lo que significaba que asistía incluso el mismo Señor Chacal. El alba encontró a todo el pueblo reunido en el extremo norte del cañón, donde los exploradores habían informado de la existencia de numerosas liebres. Todos se desplegaron en forma de abanico y avanzaron ordenadamente, aunque llenos de excitación por el éxito de la partida. Iba delante una fila de niños, que sacudían con varas los arbustos y las madrigueras, dando voces, gritando y haciendo ruido con los pies. Tras ellos venía la fila de los jóvenes, que portaban jabalinas, más arcos y flechas para abatir las piezas que habían hecho salir a campo abierto. Seguían a continuación los hombres maduros, armados con palos y hachas. Y, finalmente, las mujeres cargadas con cestos.

Era, en suma, una muchedumbre organizada, que avanzaba lentamente hacia el sur por el llano, tornándose más excitada y ruidosa a medida que daba con nuevas piezas: liebres, ardillas, serpientes, perros de las praderas y toda clase de lagartos. Nada escapaba de la gran cacería, ni siquiera los pájaros, que eran abatidos con piedras y flechas. Los jóvenes cazadores corrían con el cuerpo inclinado, hurgando con sus palos aquí y allá, golpeando cualquier cosa que se moviera. Si algún animal se metía en un agujero, los hombres lo obligaban a salir con los palos que empleaban para cavar. Los animales muertos eran dejados donde caían, para que las mujeres que iban detrás recogieran los sangrientos cuerpecillos en sus cestos. El valle entero resonaba con los gritos de los seres humanos y los frenéticos chillidos de las criaturas atrapadas, y Hoshi’tiwa, que iba con las mujeres llenando su cesta de ensangrentados conejos y ardillas, y pisoteándolos si aún se movían, sentía que su alma se elevaba al cielo gozosa, feliz de formar parte de aquella acción conjunta y pensando ya en la celebración de una noche de comer y beber hasta la saciedad.

En un momento dado, había visto al Señor Chacal, de pie en el borde de una meseta que dominaba la llanura, resplandeciente con sus ropas ceremoniales hechas de plumas de papagayo rojo y tocada la cabeza con un espléndido penacho de plumas verdes de quetzal, que alzaba los brazos al cielo mientras entonaba un cántico para impetrar de los dioses una abundante caza.

Más tarde, cuando el sol se hundía ya por el oeste, el valle seguía resonando con las voces de felices seres humanos mientras despellejaban los animales muertos, asaban sus carnes y guisaban sus entrañas. Corría abundantemente el nequhtli, y el pueblo se emborrachaba. Hombres y mujeres danzaban sin freno al son de tambores y flautas, y algunos se entregaban a apresurados encuentros sexuales. El Señor Chacal lo presidía todo desde el trono en el que lo llevaban los jaguares, muchos de los cuales tenían la boca roja por la sangre, puesto que comían cruda la carne.

El siguiente día trajo sobre el valle un silencio extraño, puesto que los seres humanos eran las únicas criaturas vivas que lo habitaban. Todo cuanto no había sido devorado la noche antes, se transformó en objeto de actividades tendentes a aprovecharlo, pues las mujeres se ocuparon de curar la carne sobrante para el próximo invierno. Los huesos se transformaron en herramientas y armas, con los tendones de los animales se obtuvieron nuevas cuerdas para los arcos, con las pieles y plumas se hacían nuevas prendas y mantas, en tanto que los picos, dientes, espolones y garras se transformaron en amuletos, talismanes y joyas. Nada de ellos se perdió, mientras el pueblo del Lugar del Centro se ocupaba con sus preparativos para la llegada de los meses fríos.

En medio de aquella actividad, nadie se atrevía a declarar siquiera el oscuro temor que se estaba formando en sus corazones: ese año. La cacería había rendido menos que el anterior, y el anterior había dado menos que el precedente. El pueblo comenzaba a pensar que lo que se obtendría en el próximo no sería suficiente.