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—¿Es verdad que el Señor de la Noche te habló?

Hoshi’tiwa y Yani se abrían camino a través del mercado, deteniéndose aquí y allá para contemplar objetos y productos que jamás podrían permitirse adquirir: telas de algodón estampadas, sandalias de cuero, cuentas de jade, joyas de turquesa y algo que fascinaba a Hoshi’tiwa porque jamás había visto antes nada parecido: conchas marinas. Ella y Yani solo podían mirar y admirar y, después, cambiar sus propias vasijas por prácticos cestos de mimbre, sal y telas tejidas con fibras de yuca.

Se detuvieron ante el puesto de uno de los muchos vendedores de turquesa. A esta piedra se la llamaba entonces «piedra del cielo», porque tenía el color del firmamento. Pero se presentaba con un colorido más amplio que el simple azul intenso del cielo, pues iba desde un azul verdoso hasta el verde, en ocasiones con vetas de cobre. El más apreciado era el azul claro sin impurezas, el llamado del color de huevo de petirrojo. La piedra del cielo era tan valiosa porque resultaba muy difícil extraerla. Lo hacían esclavos, que la buscaban excavando galerías subterráneas en minas que se hundían hasta profundidades de treinta y más hombres apoyados los pies del uno en la cabeza del otro. Ni siquiera las serpientes y los perros de la pradera penetraban tan profundamente en la tierra. ¿Cómo podía hundirse así un hombre, antes de caer en un universo negro y aterrador? Lo cierto era que los mineros padecían vidas cortas y brutales, pues tenían que cargar sobre sus espaldas las herramientas necesarias y bolsas de cuero llenas de rocas para entrar y salir de los pozos mediante troncos con muescas a manera de escalas.

Durante años la piedra del cielo había conocido una gran demanda entre los toltecas del sur; era, para empezar, lo que los había traído a las tierras del norte y lo que había hecho surgir minas en el norte y en el oeste que apenas bastaban para satisfacerla. Pero corrían rumores de que el imperio tolteca había dejado de existir, puesto que desde hacía más de un año no habían llegado al Lugar del Centro caravanas provenientes de la ciudad de Tollán. Consiguientemente, el tráfico de piedra del cielo se había estancado: no salía del Lugar del Centro, y su valor iba cayendo hasta el punto de alterar el equilibrio del resto del comercio, como el del maíz y el de los tejidos.

Hoshi’tiwa observó a su amiga: desde que habían dado muerte a su atormentadora Tupa, la mujer tenía un aspecto saludable y animoso al aire libre. El incidente con el Señor Chacal en el patio de la cocina había ocurrido hacía tan solo tres días, y todo el mundo se hacía lenguas de él. El chismorreo era el pasatiempo predilecto entre el Pueblo del Sol. Incluso en su poblado, cuando llegaban mercaderes o visitantes, el primer negocio de todos era sentarse ante el hogar, beber nequhtli e intercambiar noticias e historias acerca de otros.

—Me preguntó por la arcilla —dijo Hoshi’tiwa, maravillada por una exhibición de cascabeles hechos de un metal llamado cobre. También estos estaban lejos de su poder adquisitivo.

Yani se detuvo y miró a su joven amiga

—¿Que el Señor de la Noche te preguntó? —dijo en un susurro—. Niña…, los Señores de la Noche no preguntan nunca.

Siguieron avanzando y llegaron al puesto de un granjero que vendía miel. Hoshi’tiwa había probado ya antes la miel, en una ocasión, mucho tiempo atrás, cuando un tío suyo había encontrado por casualidad un panal y lo había traído a casa (donde murió a los pocos días por los miles y miles de aguijones que cubrían su cuerpo). Dado que la miel solo podía encontrarse en lugares agrestes, por lo difícil y peligroso que era recolectarla, el mercader solo aceptaba oro o plata a cambio de ella.

El mercado estaba lleno de gente. La gente había llegado de todos los puntos del país a comprar y vender, para encontrarse con amigos, charlar y jugar al patolli. Ancianos y abuelos se sentaban al sol y entretenían a los niños contándoles historias. Las madres con sus bebés atados con cintas a la espalda regateaban con los comerciantes. Era, en suma, un día normal de mercado, aunque todo el mundo sentía la existencia de un mar de fondo bajo la superficie. El calor del verano caía sobre ellos, el maíz florecía en los campos, y los ojos de todos observaban el cielo tratando de descubrir indicios de la proximidad de las lluvias del final de la estación. Pero no se veía ni una sola nube en el cielo.

Había por doquier malos presagios.

La gente desaparecía misteriosamente. Pluma Verde, por ejemplo, había desaparecido durante la noche y sus hermanas alfareras declararon que los jaguares la habían raptado. Muchos se preguntaban en secreto si no habría gente dedicada a sacrificar y devorar maíz humano. Y aunque Yani insistía en que Pluma Verde había regresado simplemente a su hogar en el oeste, también ella sentía temor. Para enmascarar el descenso de población, los jaguares habían marchado una vez más contra los asentamientos periféricos y recolectado seres humanos, como habían hecho en primavera cuando Hoshi’tiwa formó parte de esa cosecha humana. Pero en esta ocasión el número de prisioneros fue menor y habían muerto muchos en el camino. El gremio de alfareros tenía ahora menos trabajadores que cuantos había tenido en ninguna otra época.

Había más señales, provenientes de los propios toltecas. Todos estaban al corriente de la atención que prestaba el señor a los mensajeros llegados del sur: hombres que traían noticias de su ciudad situada a meses de distancia en una tierra que Hoshi’tiwa ni siquiera podía imaginar y que los sirvientes toltecas describían como llena de árboles, flores y plantas trepadoras, ríos, lagos y todo tipo de animales salvajes. Así había llegado a saber que, cuando los señores llegaron por primera vez al Lugar del Centro, generaciones atrás, la lluvia caía abundante en el cañón y había una gran variedad de árboles y caza, que fue lo que los movió a establecerse y a imponer su gobierno sobre el Pueblo del Sol. Pero la lluvia llevaba ya dos generaciones enteras sin caer, y se temía que no volviera a hacerlo nunca. La gente empezaba a murmurar que tal vez era una señal para que los señores volvieran a su propia tierra en el sur. El Señor Chacal y sus altos oficiales vigilaban constantemente la llegada de mensajeros del sur con noticias de Tollán, porque arreciaban los rumores de que había crecientes disturbios en la ciudad. Incluso se había rumoreado que algunos hombres del Señor Chacal habían huido de la ciudad durante la noche para correr a reunirse con sus familias en la asediada ciudad de las pirámides.

Mientras hacían una nueva pausa ante un comerciante que vendía saquitos de medicina y aretes de hueso, Yani le preguntó en voz baja:

—Dime, niña…, ¿es verdad eso que se dice de que los señores están comiendo pavos?

Hoshi’tiwa no quería alarmar a su amiga, pero tuvo que afirmar que era cierto.

A Yani se le escapó una exclamación de abatimiento. Los pavos eran criaturas sumamente apreciadas, criadas por sus huevos y por sus plumas. El Pueblo del Sol solo comía pavo ante situaciones desesperadas porque, una vez devorados los animales, ya no podían abastecerse de los huevos y plumas que eran tan valiosos para los hombres.

Todas las señales apuntaban, pues, a que los dioses habían decidido abandonar el Lugar del Centro.

Se oyó de súbito el sonido de una trompeta, que anunciaba la entrada del Señor Chacal en la plaza. Como un solo hombre, todo el pueblo cayó de rodillas con las frentes apoyadas en la caliente tierra. Al poco se dio otra señal, y el pueblo se incorporó para escuchar el desarrollo de las causas que se juzgarían, pero manteniendo los ojos fijos en el suelo, pues los jaguares vigilaban que nadie infringiera las leyes mirando directamente al señor. Pensando en anteriores decapitaciones y en los cadáveres que se pudrían en el muro norte, Hoshi’tiwa se preguntó qué terrible destino aguardaba a las personas conducidas a la presencia del Señor Chacal en aquella calurosa tarde.

Moquihix reclamó silencio, y un escribano leyó en voz alta de un papel de corteza cubierto de símbolos, informando al pueblo del asunto que había traído a los dos hombres a la presencia del señor. Un granjero había acusado a su vecino de haber dado muerte al perro del primero, un animal valioso entonces, puesto que se empleaba para la caza, para dar la alarma en ocasiones de peligro, proteger a la familia y, también, para servir como alimento. Los dos hombres fueron llevados ante el Chacal, y el granjero ofendido, sin atreverse a levantar del suelo los ojos, declaró:

—El animal que me mató ese hombre era una hembra joven, mi señor, en la flor de la edad. Estaba sana y lustrosa, capaz de engendrar muchos cachorros. Quien la mató me debe cinco mantas de plumas, porque eso era lo que valía mi perro.

El vecino decía:

—Reconozco haber matado al perro de este hombre, mi señor. Fue un accidente. Pero el animal no era joven ni lustroso, como él dice, sino viejo y flaco, y en todo caso próximo a la muerte. No valía una manta de plumas…, y muchísimo menos cinco.

Los dos hombres presentaron testigos para corroborar cada uno que estaba diciendo la verdad. El granjero perjudicado trajo tres amigos, quienes aseguraron que el otro debía pagarle cinco mantas de plumas. Pero este presentó otros tres para alegar que la pretendida deuda era una exageración y no debía pagar nada. El resultado fue que todos comenzaron a insultarse unos a otros y que sus manos se transformaron en puños. A Hoshi’tiwa, que observaba la escena, le pareció que la tensión se contagiaba a la multitud y que los hombres estaban a punto de llegar a las manos. En el fondo de la plaza, los jaguares vigilaban y aguardaban con las mazas a punto.

—¿Dónde está ahora el cuerpo del perro? —preguntó el Chacal.

—Como ya estaba muerto, mi señor, no quisimos desperdiciarlo y nos lo comimos.

Daba la impresión de que era solo la palabra de un hombre contra la de otro, y mientras la multitud aguardaba en un silencio reverente, el Chacal reflexionó, como si deliberara consigo mismo. Entonces preguntó al granjero:

—¿Guardaste los dientes y los huesos?

—Sí, mi señor —respondió el hombre, porque los huesos de perro servían para obtener herramientas útiles y con los dientes podían hacerse hermosos collares.

—Todo el mundo sabe que los dientes de un perro joven son blancos y fuertes, mientras que los de un perro viejo son amarillentos y frágiles. Tráeme los dientes del perro. Si son blancos, este hombre le debe a su vecino cinco mantas de plumas. Si son amarillos, que no se hable más de este asunto.

—Me parece bien —dijo el granjero, y se dispuso a irse.

Pero el otro lo interrumpió, diciendo:

—No hará falta ir a buscar los dientes, mi señor. Pagaré las cinco mantas de plumas.

Cuatro disputas más fueron presentadas ante el Señor Chacal, quien, una vez dictada su justicia, fue escoltado de regreso a sus habitaciones. La multitud se dispersó y el pueblo volvió a sus actividades anteriores, pero Hoshi’tiwa permaneció donde estaba viendo cómo se retiraba el Chacal y cómo hacía luego una pausa en el umbral de su palacio para volverse a mirar la plaza iluminada por el sol. En el momento en que lo hacía, Hoshi’tiwa distinguió una nueva expresión en su mirada, algo que la sorprendió pero que nadie más había notado: que el Señor Chacal, a pesar de su formidable poder y riqueza, era un hombre que se sentía solo.