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Hoshi’tiwa jamás había rezado tanto en su vida, por más que las vidas de los componentes del Pueblo del Sol giraran casi totalmente en torno a la oración y los ritos sagrados. Rezaba antes de dormirse. Cuando despertaba y cuando trabajaba, pidiendo a los dioses que vieran con complacencia sus vasijas para la lluvia y enviaran al Lugar del Centro las nubes dispensadoras de vida. Ya no albergaba fantasías acerca de un diluvio catastrófico que acabara con las vidas de los señores, ni odiaba a Moquihix por haberla convertido en makai-yó, porque llevaba en la sangre la aceptación de su destino y el conformarse con las circunstancias de su entorno. Pensaba en los días pasados con Ahoté y con su familia, y rogaba que el tiempo borrara el terrible estigma de tener en su poblado una persona proscrita y que su fortuna brillara sobre todos ellos de nuevo. Tan embebida estaba en la oración por su clan, que en un primer momento ni siquiera vio las esbeltas piernas que se habían detenido delante de ella, ni llamó su atención la orla ricamente bordada de un manto de algodón, tan sutil en su tejido que semejaba una tela de araña.

Era un amanecer de verano, y Hoshi’tiwa estaba sentada en su estera, con las piernas cruzadas, aspirando los deliciosas aromas que llegaban de los grandes hornos exteriores, rodeada de los graneros repletos de maíz, de grandes sartas de cebollas y pimientos colgadas del techo. Los trabajadores de la cocina estaban ya ocupados en sus tareas, sin fijarse en la joven alfarera que trabajaba entre ellos: las mujeres molían maíz, amasaban tortillas, despellejaban conejos, removían el contenido de ollas en plena ebullición.

Los trabajos de Hoshi’tiwa estaban en diversas etapas de realización: desde simples pellas de arcilla en bruto secándose al sol, a vasijas ya listas y a punto para ser cocidas. Cuando se disponía a enrollar una nueva espiral de arcilla entre sus manos húmedas, se dio cuenta por fin de que una sombra le tapaba la luz del sol. Alzó la vista y entornó los ojos para distinguir la silueta del hombre que destacaba contra el firmamento.

Los trabajadores de la cocina dieron la voz de alarma y de inmediato se arrodillaron y apoyaron las frentes contra el suelo. Pero Hoshi’tiwa no se movió mientras el Señor Chacal la traspasaba con su mirada penetrante.

—¿De dónde sacas esa arcilla? —preguntó, impaciente, a la vez que golpeaba con su sandalia de cuero con incrustaciones de turquesa el cesto lleno de arcilla. Hoshi’tiwa, que había caminado descalza toda su vida, se quedó extasiada con la contemplación de aquella sandalia espléndida—. Te he preguntado que de dónde sacas esa arcilla.

El corazón le dio un vuelco a Hoshi’tiwa. ¿Sabía él que en una ocasión lo había espiado en el jardín secreto? ¿Sabía que había tratado de espiarlo de nuevo, volviendo al final del sendero con el pretexto de obtener más arcilla pero, en realidad, con la esperanza de verlo una vez más? ¿Sabía que tenía una provisión de arcilla que era mucho mayor de la que ahora tenía en aquel cesto y más abundante de cuanta pudiera necesitar, porque había ido muchas veces al claro esperando verlo de nuevo, aun a sabiendas de que era tabú y de que, si la descubrían, su acción le supondría una muerte inmediata?

—Un alfarero no revela nunca la fuente de su arcilla —respondió Hoshi’tiwa, encontrando el valor para hablarle así al señor en el hecho de que era la verdad y él lo sabría.

Los ojos de él parpadearon. La miró desde arriba, con una expresión enigmática, y a Hoshi’tiwa le pareció entonces que la cocina, los trabajadores, el Lugar del Centro y el mundo entero se desvanecían como si no existieran. Sabía perfectamente que no debía buscar la mirada del señor, pero se sentía impulsada a hacerlo, y entre latido y latido de su corazón le pareció ver un instante una pregunta en sus ojos.

Pero entonces volvió la realidad de súbito: la cocina y los trabajadores, el bullicio del Lugar del Centro, y al siguiente latido, sin decir ni una palabra más, el Señor Chacal se volvió y se alejó de allí seguido de su séquito. Todos cuantos había en la cocina se incorporaron, mirando a Hoshi’tiwa y mirándose unos a otros con extrañas expresiones.