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Voces ansiosas, gritos, pasos por encima de su cabeza y, por fin, una escala de cuerda que cae y la voz de Joe Candlewell diciéndole:

—¡Agárrate bien a ella, Morgana! ¡Te tenemos!

Apretando contra sí el diario y los dibujos, se agarró a la soga y aseguró los pies en las lazadas que formaban los peldaños. Al minuto siguiente se encontró bajo la bendición del aire fresco y en los brazos de Joe.

—¡Gracias a Dios que estás bien! —exclamó Joe, mientras Ethel se apresuraba a envolverla en una manta—. ¡Menudo susto nos has dado! Pensábamos que había podido sucederte algo terrible.

—¿Cuánto tiempo he estado ahí abajo? —preguntó Morgana mientras se dejaba caer en una roca y Ethel le ponía en las manos una taza de café caliente. La luz de la mañana se le clavaba en los ojos.

—Desde ayer, supongo, que es cuando te marchaste del pueblo.

Morgana parpadeó, sorprendida. ¡No habían pasado ni veinticuatro horas!

—Entonces… ¿cómo es que me estabais buscando? Le dije a Suzie que volvería hoy.

—Fue cosa de Robert. Anoche, cuando Suzie dijo que te habías marchado por tu cuenta…

—¡Robert!

—Así es —asintió una voz familiar…, y allí estaba él, sonriéndole. Robert, de uniforme, sosteniéndose con unas muletas—. Cuando Suzie Knapp me dijo que habías venido sola al desierto, decidí darte una sorpresa aquí. Pero cuando encontré tu camioneta con todo tu equipo de acampada dentro, y en plena noche, comprendí que tenías problemas. Así que regresé a pedir ayuda.

Morgana corrió a refugiarse en sus brazos y a estrecharlo fuertemente con los suyos para cerciorarse de que era real.

—No sabía que venías a casa —dijo sollozando en su hombro.

—¿No te llegó mi última carta, en la que te contaba que me habían licenciado?

Morgana dio un paso atrás para mirarlo.

—¡Pensé que habías muerto, Robert!

—Casi fue así —dijo él en voz baja y, mientras Robert le enjugaba con ternura las lágrimas que corrían por sus mejillas, Morgana vio bajo sus ojos las sombras y las arrugas de dolor y de sufrimiento que marcaban su rostro—. Pero tú me mantuviste vivo, querida. Contigo en mis pensamientos y en mi corazón, con los recuerdos de nuestros días juntos, y de las veces en que reímos y lloramos…

—El diamante en el árbol de Josué —dijo Morgana con la voz quebrada por la emoción.

—Todo eso y tus cartas, que leía una y otra vez, y las fotografías de nuestro hijo…, todo eso fue lo que me salvó. Tenía que volver contigo, mi amor, y con Nicholas.

Morgana hundió su cara en el cuello de Robert y lloró de nuevo, de felicidad y de alegría, hasta que él se la levantó, preguntando:

—Pero… ¿por qué pensabas que había muerto?

—¡Porque Gideon está muerto! —exclamó.

—Lo sé. Me lo han dicho. Oh, querida…, lo siento muchísimo.

—Y luego recibí tu carta…, con las fotografías…

—La envié hace semanas. Me sabe muy mal que te asustara. No pensaba con claridad entonces. ¿Es eso todo lo que has recibido de mi desde entonces? Hay tres cartas más en camino. —La besó con dulzura en los labios, y después se miró en sus ojos y dijo—: Pasé un tiempo muy enfermo, pero ya estoy bien. Y en casa, para quedarme.

La besó de nuevo y Morgana le echó los brazos al cuello para agarrarse a él con tal fuerza como si nunca fuera a soltarlo. Mientras Joe Candlewell y los demás daban vueltas en torno al orificio de la kiva, advirtiéndose unos a otros del peligro y explorando el interior con sus linternas, Morgana y Robert permanecieron abrazados hasta que este se apartó para mirarla con cara de preocupación. Bañaba ya el desierto la luz de una mañana espléndida, que casi deslumbraba los ojos con el colorido contraste de las peñas doradas, el verde de los cactus y el marrón de los árboles de Josué que destacaban contra el cielo.

—¿Qué ha sucedido ahí dentro? —le preguntó.

—Lo he encontrado —murmuró Morgana—. He encontrado a mi padre. Está abajo. —Y añadió indicando la kiva—: Ahí es donde he estado. Pensaba que nunca podría salir.

—¡Gracias a Dios que vimos tu señal de humo!

—Quemé todo…, mis ropas…, todo absolutamente.

—No te buscábamos en esta zona. Nos dirigíamos hacia el otro lado de la Roca de la Calavera, y nos íbamos ya.

—¡Pero si yo le había dicho a Suzie que estaría en la zona de la Vieja…!

—Encontramos tu mochila como a un kilómetro de aquí, y fuimos en esa dirección.

¡El coyote!

—De no ser por el último penacho negro de humo, jamás te hubiéramos encontrado.

Morgana pensó en la voz que le había hablado de la cesta recubierta de resina de pino: una voz que tenía el inconfundible acento de Nueva Inglaterra de tía Bettina. «¡Ella me salvó la vida!».

Puso luego las manos en el rostro de Robert y recorrió con las yemas de los dedos sus rasgos, sus profundos ojos que, a pesar de todo lo que habían sufrido, tenían aún un brillo cálido.

—¿De verdad eres tú? ¿De verdad estás bien?

—Estoy perfectamente, querida —murmuró Robert—, y jamás volveré a dejarte.

Pensando en el diario de su padre y en la sabiduría de los antiguos, Morgana dijo:

—¡Tengo tantas cosas que explicarte, Robert! ¡Tantas cosas maravillosas!

Recordaba lo que le había dicho en cierta ocasión: «No creo en ángeles ni santos, en dioses ni en leyendas. Creo en lo que puedo ver y tocar, en lo que los hombres pueden hacer, en lo que yo puedo hacer».

Pero ahora veía las cosas de una manera diferente. Se sentía de pronto en sintonía con el mundo del espíritu, sentía lo sobrenatural alrededor de ella como si alguien, por arte de magia, hubiera desgarrado la capa exterior que la envolvía y la hacía sorda y ciega a aquel universo. «Si papá hubiera vivido, si él me hubiera educado y enseñado, me habría conducido hace mucho a este estado del ser».

Pero lo cierto era que lo había hecho de algún modo, con veintidós años de retraso. Su padre había estado con ella en la meseta. Y Morgana lo sentía así con certeza.

—Tenías razón, Robert… He pasado gran parte de mi vida escapando. Escapé del amor y, después, cuando me enamoré de ti, intenté seguir escapando. Del matrimonio, de unos hijos… Me he ocultado aquí, en el desierto… Interrumpí mis proyectos de estudios indios. Dejé de asomarme al mundo. Cuando conocí a Elizabeth, me invadió la pasión de viajar por el país y recoger leyendas, mitos y tradiciones indias como había hecho mi padre. Pero la muerte de Elizabeth puso fin a mi sueño. Es como si hubiera estado dormida durante estos diez últimos años. ¡Pero ahora he despertado!

Pensó en el fragmento de la olla dorada y se dio cuenta de que, cuando lo tenía en la mano, había tenido también las lágrimas de Hoshi’tiwa que lo habían regado. De pronto se sintió intensamente vinculada con aquella muchacha de siglos atrás, como si en la cerámica hubiera tejido un hilo invisible que atrajera hacia ella a cualquiera que lo sostuviese en la mano en los tiempos modernos. Como un puente que salvaba los años. Que unía el pasado con el presente.

—Tú me dijiste que te habías alistado en el ejército por una razón: que lo hiciste para conocerme y que, si no te hubieras alistado, jamás nos hubiéramos conocido y tú no habrías sabido nunca los designios que tenía Dios para ti… Pues bien, Robert… ¡ahora sé que lo mismo vale para mí! Si no te hubiera conocido y no hubiéramos llegado a casarnos, jamás habría proseguido la búsqueda de mi padre con semejante determinación…, porque necesitaba hacerlo pensando en Nicholas. De no haber entrado tú en mi vida, nunca hubiera encontrado a mi padre, ni sus dibujos y su diario.

Contempló, maravillada, aquel modesto inicio en las arenas del desierto y, de pronto, se sintió unida a él. Ya no era la chiquilla huérfana educada por una tía amargada, sino la hija de un Hombre Providencial y tal vez también la madre de un Hombre Providencial, porque Nicholas formaba parte de la cadena, parte de su propia Suukya’qatsi.

Penetrada por un nuevo vigor y una nueva firmeza, Morgana comprendió qué iba a hacer una vez hubiese concluido la guerra. Exploraría aquel concepto del Tercer-Cuarto Mundo, reuniría más información, hablaría con los ancianos de las tribus, añadiría lo que le enseñaran a lo que había aprendido en la kiva y lo recopilaría para que otros pudieran conocerlo, haría asequible a todo el mundo aquellos materiales acerca de la Unidad, y dejaría que la gente decidiera por ella misma.

Montaría también una exposición de los dibujos de su padre…, un museo, tal vez, sobre su vida y sus descubrimientos, abierto gratuitamente al público. ¿Resolvió él, realmente, el misterio de Chaco Canyon? Morgana presentaría a los expertos su diario, para que ellos extrajeran de él las conclusiones científicas.

En cuanto al xochitl que contenía la sangre de Quetzalcóatl, lo guardaría para sí y algún día se lo daría a Nicholas. Ellos tres irían a Chaco Canyon y buscarían los restos de la Sala de las Plumas, localizarían las ruinas del taller de las alfareras y se situarían en mitad de la plaza al mediodía del equinoccio para ver cómo sus sombras se proyectaban hacia el norte.

Pero, primero, retiraría de la kiva los restos de su padre y les daría sepultura adecuada en algún lugar próximo al oasis de Mará. Allí descansaría junto a Elizabeth. Y cuando hubiera terminado la guerra, haría traer también los de Gideon desde el Pacífico Sur para que descansaran también allí, entre los de sus padres.

—Robert —preguntó de pronto—, ¿has visto a nuestro hijo? ¿Has visto a nuestro bebé?

—Lo he visto —respondió Robert sonriendo—. Y lo encuentro guapísimo.

En aquel instante vio que se acercaba su amiga con un bulto en los brazos.

—¡Suzie…! ¿Qué haces tú aquí?

Mientras le tendía a Morgana a un dormido Nicholas, Suzie respondió:

—He venido solo a ver si estabas bien, Morgana, pero no podía dejar al pequeño. No sé bien por qué. Algo me decía tenía que traerlo. Ya sé que aquí hace frío, pero está perfectamente. Y bien abrigado.

—Me alegra que lo hayas traído —dijo Morgana, abrazando con un súbito apremio a su bebé dormido—. Es un hijo del desierto. Nació muy cerca de aquí.

Y había una buena razón para que naciera en aquel lugar.

Antes de subir a la ranchera de Joe Candlewell, Morgana se volvió a mirar la Roca del Rayo que hacía de centinela de la vieja kiva, y distinguió a una niña de pie allí mismo, vestida con una blusa sobre la falda roja, con los cabellos peinados con los rodetes hopi en forma de flor de calabaza y tres líneas tatuadas en la frente. Agitaba la mano diciéndole adiós.

Morgana lanzó sus pensamientos al viento, preguntándole: «Pero si Hoshi’tiwa no fue el último chamán, ¿quién lo es?».

«El saber de Suukya’qatsi pasó a tu padre y de él a ti —respondió la muchacha de los cabellos como flores de calabaza y ojos ovalados—. Tú, Morgana, eres el último chamán».