10

—¡Aquí, muchacha!

Hoshi’tiwa levantó la vista. El maestro cocinero se hallaba delante de ella y sostenía una humeante fuente de carne de armadillo.

—Lleva esto a los señores.

Hoshi’tiwa miró detrás de sí para ver si realmente se dirigía a ella.

—¡Date prisa, antes de que se enfríe!

Levantándose de la estera en la que había estado trabajando en una vasija para lluvia, miró al cocinero. ¿Podía ser que le estuviera diciendo a ella que entrara en las habitaciones privadas del Señor? En las dos semanas que llevaba viviendo con los trabajadores de la cocina, desde el día en que Tupa fue ejecutada y Yani ocupó su puesto, a Hoshi’tiwa la habían dejado a solas, para que se concentrara en elaborar vasijas para agua de lluvia.

—¿Estás sorda? —le gritó el hombre.

Hoshi’tiwa sabía que durante la noche anterior habían desaparecido dos trabajadores de la cocina, y que, por eso, el personal ocupado en ella era insuficiente. Tomó, pues, la fuente y miró por el corredor que llevaba desde la cocina a las habitaciones de dentro, siguiendo un camino iluminado por antorchas

—¡Date prisa! —la instó el maestro cocinero, y Hoshi’tiwa se atrevió a adentrarse por el temido pasillo.

La vida en el edificio principal era diferente de la que se llevaba en el taller de las alfareras, que estaba emplazado en el lado más lejano del muro sur, lejos del corazón del centro de gobierno. Las alfareras trabajaban aisladas, mientras que la maraña de habitaciones y estancias que veía ante sí eran un incesante ir y venir de guardias, escribanos, porteadores, personal de limpieza, criados, que entraban y salían cargados con las herramientas de su oficio y luciendo los mantos y tocados propios de su rango. Como gobernador del Lugar del Centro, el Señor Chacal vivía en las dependencias más amplias del primer nivel, cuyas puertas daban a la gran plaza. Los restantes nobles y altos funcionarios, como el escribano mayor, el sumo sacerdote y el astrónomo jefe, ocupaban las estancias menores del piso inferior, dispuestas en forma de arcos cada vez más amplios a partir de la residencia central. Los burócratas de inferior rango vivían en el siguiente nivel y aquellos sirvientes que gozaban del privilegio de residir en el complejo de piedra ocupaban el piso más alto, al que se accedía por cuatro escaleras. El resto de los habitantes vivían en campamentos exteriores, en el llano que rodeaba el centro. Hoshi’tiwa compartía un hogar, protegido en parte por una mampara de madera, con las demás trabajadoras de la cocina. Era incómodo por su proximidad a los barracones de los jaguares, aunque los soldados quedaban ocultos por un alto muro, podía oírlos cuando se entregaban, dentro de su recinto cercado, a sus vigorosos juegos de pelota o se adiestraban en el manejo de sus lanzas y mazas.

Nadie supervisaba el trabajo de Hoshi’tiwa, ni siquiera la vigilaban. Era libre para hacer piezas de cerámica por su cuenta, libre para ir y venir. Libre también para escapar. Ya había pensado cómo hacerlo. Podría irse con los muchos visitantes y mercaderes que entraban y salían del Lugar del Centro, y, para cuando advirtieran su ausencia, se habría perdido ya entre otro pueblo, lejos, donde nadie supiera que era makai-yó.

Pero Yani le había dado su piedra de pulir, y Hoshi’tiwa le había prometido que atraería la lluvia sobre el Lugar del Centro.

El solsticio del verano había llegado y transcurrido sin anunciar señales de lluvia. Pero nadie culpaba de esta circunstancia a las cerámicas de Hoshi’tiwa, porque la tinaja rota había sido el acto sacrílego de una mujer a la que habían ejecutado ya por su crimen. Ahora el pueblo rezaba pidiendo la lluvia para el siguiente solsticio.

Otra joven sirvienta, que llevaba una jarra de agua, avanzaba por el pasillo delante de Hoshi’tiwa. Iba a buen paso, y Hoshi’tiwa casi tuvo que correr para no rezagarse, aspiraba el olor de la carne de armadillo, que tenía el efecto de lograr que se le hiciera la boca agua. Solo en contadas ocasiones había probado la carne, y se había tratado tan solo de unos pocos bocados de conejo o ave. Ahora se sentía capaz de zamparse el contenido de aquella fuente, e incluso de lamerla hasta dejarla completamente limpia.

Pero robar comida de los señores era un delito penado con la muerte.

Hoshi’tiwa había visto al Señor Chacal casi a diario desde que fue llevada a la cocina, donde Moquihix había dado instrucciones al maestro cocinero para que le asignara un espacio donde poder realizar sus trabajos de cerámica y le construyera un horno para cocerlos, contiguo a los grandes hornos de la cocina en forma de colmena. El Señor Chacal pasaba por allí todos los días, porque entre sus deberes administrativos figuraba el de juzgar los casos que implicaban disputas entre distintos estamentos o delitos de sacrilegio y blasfemia.

Cada tarde, pues, el Señor Chacal se presentaba en la plaza, donde sus hombres colocaban un trono y extendían una alfombra y donde se alineaban las personas que demandaban justicia. Y allí el Señor Chacal la dispensaba, recibía impuestos, ajustaba cuentas e invocaba las leyes y a los dioses. El pueblo temblaba cuando comparecía delante de él, porque la justicia del Chacal era rápida y brutal, si juzgaba culpable a un hombre, el castigo se aplicaba inmediatamente. El día anterior, por ejemplo, un hombre acusado de orinar durante la celebración de un rito religioso, fue hallado culpable de sacrilegio. A una señal del Señor Chacal, se adelantó un jaguar que, con un solo tajo de su espada, decapitó al hombre. Una vez concluida la jornada, y cuando la multitud se dispersaba ya, la familia del ejecutado recibió permiso para retirar el cadáver de allí.

Pero el pueblo esperaba del Chacal algo más que mantener las leyes y apaciguar a los dioses, en aquellos tiempos inciertos, necesitaba también que le infundiera seguridad. Cuando corrió la voz por el Lugar del Centro de que un granjero había encontrado una serpiente de dos cabezas viva en su campo, el pánico se extendió con rapidez. Se le ordenó al hombre que entregara a Moquihix aquella criatura monstruosa, y este se retiró con ella a las habitaciones interiores del complejo, junto con los sumos sacerdotes y el Señor Chacal. Todo quedó en suspenso mientras los señores deliberaban; incluso cesó el trabajo de los alfareros. El silencio cayó sobre todo el cañón mientras el pueblo esperaba con nerviosismo un veredicto sobre la serpiente: ¿era un buen augurio o un mal presagio?

Finalmente entró en la plaza el Señor Chacal, cayeron todos de rodillas y se prosternaron con las frentes pegadas al suelo. Fue Moquihix quien tomó la palabra, con una voz que se elevó por encima de los muros de piedra, tronó sobre los barracones de los jaguares y llegó hasta la distante pared del otro lado del cañón: la serpiente de dos cabezas era una buena señal. El pueblo prorrumpió en vítores y, aliviados, regresaron todos a sus ocupaciones.

Pero Hoshi’tiwa no se preocupaba con lo que sucedía en la concurrida plaza, pues se sentía apremiada a producir no menos de doce tinajas para agua de lluvia antes de que llegara el solsticio de invierno, momento en el cual ya no recibiría una segunda oportunidad puesto que un nuevo fracaso en obtener la lluvia significaría su sacrificio en el sangriento altar.

La otra joven y ella fueron pasando ahora bajo muchos dinteles de los que colgaban tapices, sin que Hoshi’tiwa supiera lo que había tras ellos. El corredor parecía prolongarse indefinidamente y Hoshi’tiwa se imaginó perdida en el laberinto. Finalmente, la muchacha que llevaba la jarra se detuvo, corrió un tapiz de color rojo brillante y amarillo y entraron las dos en una estancia iluminada por la luz de las antorchas.

Moquihix y el Señor Chacal se hallaban reclinados en una alfombra, apoyados sobre un brazo, mientras libraban una partida de patolli, un juego de azar en el que se empleaba una estera de juncos pintada con cuadrados y figuras. El patolli había sido traído del sur por los toltecas y era tan popular que en todo el Lugar del Centro se oía de continuo el ruido de los frijoles con que se jugaba y los gritos de los ganadores o perdedores. El propio padre y los tíos de Hoshi’tiwa, así como sus primos varones, eran jugadores apasionados, que movían los colorines o frijoles coloreados en amistosa pero acalorada competición. Como muchos hombres rara vez se desplazaban sin llevar consigo su estera o tablero de patolli, la partida podía iniciarse en cualquier lugar o momento, hasta ese extremo era grande la afición de la gente.

Mientras colocaba la fuente entre los platos de peras dulces picantes, frijoles y calabaza, tortillas y una gran jarra de nequhtli, los ojos de Hoshi’tiwa recorrieron toda la habitación, fijándose en las ardientes antorchas, los tapices de las paredes, las flores en vasijas, los dos hombres que reían mientras sacudían frijoles y movían piedras de color, como dos amigos, hasta Moquihix sonreía, por más que Hoshi’tiwa nunca lo hubiera creído capaz. Los dos vestían túnicas y mantos de algodón de vistosos tintes, y llevaban los cabellos recogidos en la parte superior de la cabeza como los nobles. Hoshi’tiwa se preguntó dónde estarían las mujeres jóvenes a las que había visto en aquel recóndito jardín.

Cuando Hoshi’tiwa enderezaba el cuerpo, una vez liberada de la bandeja, Moquihix levantó la vista y lo que la muchacha vio en sus ojos la desconcertó. Con bastantes más años que el Señor Chacal, profundas líneas marcadas en su rostro y los largos cabellos ya canosos, Moquihix tenía un semblante sombrío las más de las veces. Pero en aquel instante, al clavar su mirada penetrante en Hoshi’tiwa, esta sintió como si algo frío y peligroso la atravesara.

Sabía que Moquihix no aprobaba que la hubieran trasladado al edificio principal. Cada vez que la miraba leía eso en sus ojos. «Piensa que deberían haberme matado con Tupa. Piensa que traigo mala suerte». Moquihix la ponía nerviosa. Él era quien de manera rápida y sin decir palabra había hundido el cuchillo en el cuello de Tupa. Moquihix era como una serpiente venenosa, enroscada y vigilante, de la que nadie podía decir cuándo iba a atacar.