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Las mujeres de la hermandad de ceramistas limpiaron sus cuerpos con arena perfumada de pino y vistieron con orgullo nuevas túnicas con el bordado distintivo de su gremio en la línea del escote y la orla, se tomaron también un trabajo especial en peinarse unas a otras, y ayunaron, rezaron y esperaron a que llegaran los sacerdotes de Tlaloc en busca de sus vasijas para el agua de lluvia.

Los solsticios eran siempre épocas de tensión, porque simbolizaban extremos los días y las noches eran o muy largos o muy cortos, y las temperaturas eran asimismo muy calurosas o muy frescas. Por eso el Pueblo del Sol prefería los equinoccios, cuando el día y la noche casi se igualaban y cuando, aunque hiciera calor o frío, todos sabían que los días que vendrían a continuación serían más suaves. Los equinoccios eran tiempos de orden y equilibrio. Los solsticios, no.

El pueblo llegaba desde los puntos más alejados de la región, siguiendo las carreteras pavimentadas de los señores que conducían al Lugar del Centro, trayendo sus tributos para los dioses y con el deseo de participar en los ritos sagrados. El amplio llano que se extendía entre las dos paredes del cañón se llenaba de familias acampadas alrededor de fogatas. Durante días, en la plaza habían tenido lugar ritos, cánticos y danzas, así como visitas a las kivas por parte de diversos órdenes de sacerdotes, cuando las cámaras subterráneas dejaban de ser dormitorios para convertirse en las puertas de acceso al mundo espiritual.

En el taller de las alfareras, las nuevas vasijas para agua de lluvia se alineaban en un banco de trabajo, resplandeciendo bajo la luz del sol. La de Hoshi’tiwa destacaba del resto. Su propia familia fabricaba la cerámica tradicional con motivos negros sobre blanco para comerciar con otros asentamientos, pero para ellos hacían cuencos dorados, amarillos y rojos, pero estos eran solo para su propio uso, pues no tenían arcilla suficiente para enviar esas piezas al exterior, por ese motivo no los habían visto nunca en el Lugar del Centro.

¿Cómo reaccionarían al ver ahora una pieza así los sacerdotes del dios de la lluvia?

Hoshi’tiwa rezó para que escogieran la suya, porque entonces colocarían su tinaja en la plaza, bajo el cielo sin nubes, resplandeciente por la luz del sol, y los dioses de la lluvia no podrían resistir el impulso de bajar a mirarla. Los dioses de la lluvia jamás habían sido capaces de resistir a la llamada de la cerámica de Hoshi’tiwa. Verían su belleza, su simetría, su dibujo, y el deseo de llenarla de agua de lluvia se tornaría irreprimible en ellos. Se gozarían en enviar un torrente de agua, y seguirían descargándolo hasta que el arroyo que serpenteaba por el cañón desbordara su cauce. Pero la lluvia no cesaría, anegaría todo el valle, disolvería el adobe de las pequeñas viviendas y después los ladrillos de las habitaciones de los nobles que se alzaban en pisos y terrazas, hasta que finalmente los toltecas no pudieran hacer nada para salvar sus vidas.

Tales eran los pensamientos de Hoshi’tiwa cuando entró Moquihix envuelto en su manto escarlata y con su túnica de color verde brillante, acompañado por los sacerdotes de Tlaloc pintados de azul y con túnicas azules también. Las alfareras guardaron un respetuoso silencio, pero continuaron de pie, pues ese día era el único del año en que les estaba permitido hacerlo. Hasta la propia Tupa, que rara vez callaba, contuvo su lengua en presencia del alto oficial mientras este y los hombres santos procedían a examinar la hilera de vasijas de cerámica recién salidas del horno. Pero cuando llegaron al final de la fila, los tres hombres se detuvieron con una expresión de extrañeza pintada en su rostro.

Estaban contemplando la tinaja dorada.

Hoshi’tiwa se puso tensa y su corazón comenzó a palpitar alocadamente. No tenía la cabeza inclinada como sus hermanas, sino erguida y con los ojos fijos en Moquihix. Cuando distinguió un levísimo destello de admiración en su mirada, hubiera querido emitir una exclamación de triunfo.

También Tupa había percibido aquella expresión en el rostro de Moquihix, y por eso se apresuró a jactarse:

—Fui yo misma quien encontré la arcilla, señor. Entreví el color del amanecer en su gris anodino.

Hoshi’tiwa se mordió el labio. Si Moquihix se enterara de que aquella era su vasija, ¿podría destruirla solo por despecho, para demostrar su poder sobre la muchacha?

Moquihix fijó en Tupa una mirada escrutadora.

—¿La hiciste tú misma? —preguntó.

Tupa levantó la barbilla.

—Bueno…, no. Tengo demasiadas cosas que hacer, después de todo. Podía haber encargado el trabajo a cualquiera de mis alfareras, pero…, como me dijisteis que le diera una oportunidad a la nueva, la puse a trabajar con esa otra arcilla.

El corazón de Hoshi’tiwa latía desbocado. Tenía encendidas las mejillas. Moquihix había dejado entrever ya su admiración por la tinaja… ¡y ahora sabía que la había hecho ella! ¿Qué vendría luego? ¿Lo movería el orgullo a hacerla añicos bajo sus pies, o se impondrían la lealtad hacia el señor y la necesidad de impetrar la lluvia para hacerle tragar aquel amargo orgullo y elegir su tinaja para la plaza?

Moquihix cambió impresiones con los dos sacerdotes y, viendo que estos estaban también impresionados por la vasija dorada, Tupa se apresuró a añadir.

—Puedo hacer más iguales que esta, señor.

Moquihix frunció el ceño.

—¿Es la única que hay? —preguntó.

—La nueva chica es lenta, señor. Mi gremio realiza numerosas vasijas y figurillas al día, para el mercado, donde se cambian por sal y otros bienes necesarios, para los sacerdotes y su sagrado santuario. Pero esta perezosa criatura se toma su tiempo sin prisas. Sueña mientras realiza su trabajo. Se duerme haciéndolo.

Moquihix hizo señas a uno de los sacerdotes de la lluvia para que le tendiera la vasija, pero en el instante en que el sacerdote la levantó, la tinaja se partió en sus manos.

Se hizo un horrorizado silencio en el taller mientras todos miraban las dos mitades iguales que el sacerdote sostenía en sus manos. Era el peor de los augurios que se rompiera una vasija nueva, en especial si estaba dedicada a los dioses. La misma Hoshi’tiwa se quedó aterrada, pero solo durante un instante, porque al momento siguiente se dio cuenta de lo que había hecho.

Se había puesto a realizar la vasija con el corazón lleno de malos sentimientos, sentimientos egoístas surgidos del odio y de su sed de venganza. En vez de mantenerlos limpios y puros, pensando solo en el bienestar del pueblo, había profanado su sagrada tarea alentando fantasías de muerte y de destrucción. Esta era la razón de que se hubiera roto su vasija. Hoshi’tiwa se sintió de repente avergonzada y llena de pesar.

Tal vez, después de todo, sí era, en realidad, makai-yó.

Cuando una sombra oscureció la entrada del taller, las alfareras se arrodillaron y postraron con las frentes tocando el suelo. Y esta vez Hoshi’tiwa se unió a ellas.

El Señor Chacal acababa de descender de su silla de mano, que portaban a hombros seis esclavos. Su atavío era más espléndido aún que el de Moquihix y los sacerdotes, con las muñecas y los tobillos ceñidos por aros de oro y los largos cabellos entretejidos con sartas de cuentas de plata y de turquesa. Llevaba un abanico de plumas verdes y azules con el que ocultó su cara al bajar de la silla y tocar el polvoriento suelo con sus espléndidas sandalias de cuero con incrustaciones de turquesa y plata. Dijo algo a uno de los sacerdotes, y el hombre se acercó a Hoshi’tiwa y la levantó por el brazo para conseguir que se pusiera en pie. Los ojos oscuros del Chacal, atisbando por encima del abanico, estudiaron con atención a la muchacha, mientras sus pobladas cejas se fruncían pensativas.

Después, dejando a un lado el abanico, extendió las manos y ordenó al sacerdote que le diera las dos mitades de la tinaja rota.

Pasó un rato mientras el Chacal estudiaba ambas mitades, primero la derecha, después la izquierda, volviéndolas a la luz del sol, aproximándolas a su cara y, a continuación juntándolas para recomponer la figura completa de la tinaja dorada. Deliberó consigo mismo durante un tiempo que a Hoshi’tiwa se le hizo larguísimo y durante el cual el corazón de la muchacha daba golpes como si fuera a salírsele del pecho. Estaba convencida de que aquella desastrosa señal de desgracia iba a terminar con su muerte. Una muerte que se habría ganado con creces.

Finalmente, el Señor Chacal ordenó a Tupa que se pusiera en pie. Señaló el cuchillo de grabar envainado que la mujer llevaba colgando de su cinturón e indicó con un gesto al sacerdote que se lo tendiera a Moquihix. El rostro de Tupa palideció cuando vio que el sacerdote desenvainaba la hoja de obsidiana y se la tendía al oficial. Moquihix la levantó luego a la luz del sol para que el Señor Chacal pudiera examinar el filo.

El Chacal pasó el dedo por la hoja del cuchillo, y después alzó el dedo para que los otros pudieran ver en él una fina huella de polvo de color naranja pálido. Cuando, a continuación, pasó la yema del dedo por la vasija rota, los polvos de uno y otra se confundieron.

Tupa cayó inmediatamente de rodillas.

—¡Lo hice para salvar al gremio, mi Señor! La chica nueva había creado celos y rivalidad. No podemos llevar a cabo nuestro trabajo sin…

El cuchillo de la propia Tupa se hundió profundamente en su cuello, y estaba ya muerta cuando su cuerpo se desplomó con pesadez en el suelo.

Moquihix se desprendió del cuchillo de grabar. Iba ya a encargar a otra mujer que ocupara su puesto, cuando Hoshi’tiwa intervino.

—¿Puedo hablar, mi señor?

Las otras mujeres contuvieron la respiración y el Señor Chacal dirigió a la muchacha una mirada expectante, pero reprobadora.

Hoshi’tiwa notaba la boca seca y el pulso acelerado por el temor. Pero tenía que hacer las cosas bien. Aun cuando hubiera sido la mano de Tupa la que había roto la vasija, eran los motivos egoístas de Hoshi’tiwa los que habían conducido a aquel resultado. Ahora sabía que debía alejar de su corazón todos los sentimientos de ira, odio y venganza para consagrarse a la sagrada tarea para la que había nacido: traer la lluvia.

Puso, pues, su mano en el brazo de Yani, y dijo:

—Esta mujer merece el puesto de capataz del gremio, mi señor, porque venera a los dioses, obedece a los señores y su cerámica es la más bella de todo el Lugar del Centro.

Moquihix se quedó estudiándola y Hoshi’tiwa sostuvo su mirada para que él viera en sus ojos la nueva luz de la humildad y comprendiera que la silenciosa enemistad que existía entre los dos —y de la cual seguramente solo era consciente ella misma— había llegado a su término.

Después miró al Chacal, que hizo un leve gesto de asentimiento.

Hoshi’tiwa se sintió aliviada. Con Yani como capataz, le sería más fácil elaborar vasijas que tentaran a los dioses de la lluvia para acudir al Lugar del Centro. Y allí una tercera Hoshi’tiwa, renovada otra vez, haría cuanto estuviera a su alcance por ayudarlos.

Pero entonces el Señor Chacal dijo algo a Moquihix, que a la vez dio instrucciones a los sacerdotes para que se llevaran a la muchacha con ellos. Hoshi’tiwa no pudo reprimir un grito de alarma. ¡Iban a llevarla al altar de la sangre!

—¡Dejadme vivir —empezó—, y lograré que llueva!

A lo que Moquihix replicó con brusquedad:

—¡Nadie te va a matar, muchacha estúpida! —Y añadió después en un susurro—. De momento.

Cuando estaban ya a punto de marchar, Yani, que se hallaba junto a Hoshi’tiwa, metió la mano en la bolsa de herramientas que colgaba de su cintura y sacó de ella la legendaria piedra de pulir. La puso en la mano de Hoshi’tiwa y dijo:

—Yo no tengo hijas. Así que, cuando muera, enterrarán esta piedra conmigo. Pero tus manos tienen un gran don, Hoshi’tiwa. Esta piedra, que me ha acompañado durante toda la vida, será feliz contigo. Y traeréis juntas la lluvia al Lugar del Centro.

Hoshi’tiwa besó a la mujer y le deseó las bendiciones de los dioses para ella y para su taller; y, después, al volverse, sintiéndose mejor de lo que se había sentido en muchos días, vio fijos en ella los ojos del Señor Chacal. La contemplaron tan solo un momento, pero durante él se vio recorrida por un escalofrío de temor.

«Sabe que encontré el claro…».