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—¿Qué estás haciendo? —gritó Tupa, plantándose en jarras ante Hoshi’tiwa, con las manos apoyadas en sus rollizas caderas—. ¿A eso llamas tú arcilla? Parece mierda de venado.

Hoshi’tiwa no respondió, mantuvo la cabeza ladeada, pues se hallaba sentada en cuclillas bajo el tibio sol, mezclando un temple de arena con su recién traída arcilla para contrarrestar su capacidad de contracción y reducir así la probabilidad de agrietarse.

Tupa se agarró el vientre con las manos y estalló en risotadas, mientras les decía a las otras que la nueva debía de tener solo serrín entre las orejas, si pensaba que iba a crear algo a partir de aquella arcilla. Y, soltando un regüeldo, se alejó a inspeccionar el horno.

Hoshi’tiwa no hizo caso de la burla. Su concentración en la tarea que tenía entre manos alejaba de su mente cualquier otra consideración.

O eso, al menos, era lo que se decía a sí misma. Porque no podía negar que la imagen del Señor Chacal en el jardín privado la obsesionaba noche y día. Desnarigado le había dicho que la esposa del Chacal había muerto y que él no deseaba llevar a su cama a ninguna otra mujer. Sin embargo, allí estaban con el aquellas hermosas jóvenes, como aves exóticas de vistosos colores. Comparada con ellas, Hoshi’tiwa se sentía a sí misma un vulgar gorrión.

Sus emociones la desconcertaban y le daban miedo ¿Por qué tenía que preocuparla a quién elegía como compañera el Señor de la Noche? Porque él era un Señor de la Noche, un devorador de maíz humano. Eso no debía olvidarlo nunca.

Pero el Señor Chacal la visitaba en sueños durante la noche y llenaba sus pensamientos durante el día. Sus compañeras de taller veían en ella a una trabajadora callada y decidida, por la forma como inclinaba la espalda sobre sus cordones de arcilla, en la concentración de su rostro mientras les daba forma, los raspaba y elaboraba con ellos las paredes lisas de las vasijas. Admiraban su plena atención al proceso de hacer sus tinajas para agua de lluvia y hubieran querido ser tan disciplinadas como ella. Pero no sabían que la rigidez de su postura y su expresión fija eran las armas que empleaba en una lucha contra su espíritu rebelde. Que Hoshi’tiwa quería concentrarse en su tarea, pero que su mente deseaba concentrarse en el Señor Chacal.

Tupa seguía su progreso, pero el descontento de la capataz iba creciendo al correr de los días. ¡La muchacha trabajaba con una lentitud exasperante! Y era terca, además. Cuando le dijo que se moviera con más rapidez, tuvo el atrevimiento de decirle que modelar la arcilla era algo que tenía que salir de dentro del alfarero. «Es una tarea del espíritu», le respondió Hoshi’tiwa, como si Tupa no lo supiera de sobra, ella que llevaba trabajando como alfarera más años de los que tenían los perezosos huesos de aquella muchacha. Cualquiera sabía que la arcilla era sensible al estado de ánimo del alfarero, que este no debía elaborar una pieza cuando estuviera airado o triste. Pero aquella indolente muchacha lo decía solo para excusarse.

Hoshi’tiwa extendía la base, enrollaba en espiral los cordones de arcilla y empezaba a formar la vasija. Los días se iban haciendo más cálidos y llegaba más gente al Lugar del Centro a medida que se aproximaba el festival del solsticio. El mercado estaba más animado y activo, y los sacerdotes del dios de la lluvia visitaban el taller para sus periódicas inspecciones de las tinajas para el agua de lluvia.

Hoshi’tiwa comenzaba a entender que, aunque despreciaba a los toltecas, en aspectos importantes estos no eran muy diferentes del Pueblo del Sol pues se regían por elevados criterios espirituales y las normas de su sociedad se conectaban con el estricto orden de conducta requerido por sus dioses. Puesto que los dioses determinaban cuándo salía el sol, cuándo caía la lluvia y si las cosechas serían abundantes o no, el sacrificio humano en forma de maíz humano se concebía como un acto sagrado que honraba a las víctimas y agradaba a los dioses. Pero aquello repugnaba a Hoshi’tiwa. El Pueblo del Sol ofrecía maíz a los dioses, en lugar de víctimas desvalidas, lo que hacía que la muchacha se preguntara si habría que ver en esa diferencia el motivo de que no lloviera en las tierras del Lugar del Centro.

«Pero acabará lloviendo», se recordó a sí misma con determinación. Y, una vez hubieran arrastrado las aguas a las alimañas toltecas, ella se encaminaría a otra tierra, se cambiaría el nombre y viviría orgullosa entre un nuevo pueblo.

Cierta tarde llegaba hasta el taller de alfarería el rugido de la multitud en la plaza. El Señor Chacal dispensaba justicia en forma de una decapitación, a la que a las alfareras no se les permitía asistir porque tenían que ocuparse de sus sagradas tareas. Hoshi’tiwa intentaba aislarse de todo concentrándose en su trabajo y en alejar de su mente la imagen del Señor Chacal en su vergel secreto, murmurándole a su papagayo tiernas y afectuosas palabras y dándole comida, cuando de pronto escuchó otro rugido, esta vez en el taller, cuando Tupa, siempre proclive a apoderarse de la mágica piedra de pulir de Yani, tomó su vara de mimbre para azotar a la indefensa mujer con el pretexto más endeble.

—¿Te atreves a insultar a los dioses con esta chapuza de trabajo? —vociferaba Tupa, que sostenía en alto en la otra mano un cuenco que Yani acababa de sacar del horno, exquisito en opinión de Hoshi’tiwa.

Una vez más, las mujeres habían abandonado sus esteras y miraban en silencio mientras la gruesa capataz descargaba sus golpes sobre Yani, quien había caído de rodillas y se protegía la cabeza con los brazos.

—¡Una falta de calidad como esta es un desdoro para todo el gremio! —gritaba Tupa, mientras la vara azotaba una y otra vez la desnuda piel—. ¡Avergüenzas a tus hermanas! ¡Avergüenzas a…!

Se detuvo y se quedó mirando la fuerte mano que, de pronto, había aferrado por la muñeca su brazo en alto.

Luego miró a Hoshi’tiwa con indignación. El silencio se hizo en el taller mientras la capataz y la nueva cruzaban sus miradas y las otras contemplaban la escena con temor y aprensión, hasta que finalmente Tupa, al notar la fuerza en los dedos de Hoshi’tiwa y viendo la audacia que se reflejaba en los ojos de la muchacha, inclinó el cuerpo y murmuró con voz ronca.

—Te crees especial porque el Señor Moquihix te mostró su favor. Pero espera a que pase el solsticio y tus tinajas no reciban lluvia. Nadie te protegerá entonces.

—Ten cuidado con Tupa —dijo después Pluma Verde, y las demás mujeres asintieron.

—Te estoy agradecida —dijo Yani—, pero ahora temo por ti.

A medida que se aproximaba el festival del solsticio, la atmósfera se iba haciendo más tensa en el taller de alfarería, porque los sacerdotes del dios de la lluvia contaban con sus cerámicas para atraer la lluvia. Habían llegado y pasado muchos veranos sin que las tinajas ni otros recipientes hubieran servido de señuelo para que las aguas del cielo eligieran caer en el cañón. Comenzaba a extenderse entre el pueblo el rumor de que el Lugar del Centro estaba maldito. Unos pocos arriesgados se habían decidido a recoger sus pertenencias y marcharse durante la noche. Y cada mañana se encontraba una nueva fogata abandonada, o un gremio descubría que había perdido a un artesano.

Los jaguares montaban desfiles y alardes de fuerza en la plaza, para recordar al pueblo que los dioses le reclamaban obediencia. Se enzarzaban también en deportes espectaculares y sangrientos, que la multitud presenciaba y en los que se hacían apuestas, en tanto que en el seno de los gremios sagrados el trabajo adquiría un ritmo febril.

Hasta la propia Tupa decidió sentar su corpachón en una estera y poner las manos en la arcilla, ayudando en las tareas de desmenuzar, formar, lijar, bruñir y mezclar sustancias vegetales y minerales para conseguir el colorido final.

Hoshi’tiwa seguía concentrada en su única tinaja, rascando y formándola con ayuda de cáscaras de calabaza hasta conseguir eliminar toda huella de las espirales de arcilla empleadas, a base de pulir, secar y lijar con ayuda de una piedra pequeña, cuidando de no romper la frágil arcilla. Y, finalmente, extendió sobre ella una hoja de yuca para poder formar un pincel con el número justo de fibras y aplicar con él una pintura roja. A las demás mujeres, aunque no lo dijeron, el contraste de aquella pintura sobre la arcilla gris les pareció feo, y Yani y Pluma Verde incluso sintieron pena por ella al verla pintar los dibujos simbólicos de nubes congregándose y derramando lluvia.

Pero, finalmente, llegó el día de cocer las vasijas. Las mujeres no habían dormido la noche antes y Tupa, en particular, estaba de un humor de perros, consciente de que el éxito o el fracaso de las piezas que se cocieran ese día recaería sobre sus espaldas, en forma de recompensa o de castigo por parte de los sacerdotes de Tlaloc.

Aquella era, también, la fase más comprometida de todas. Si la arcilla no se hubiera secado adecuadamente, o si existieran en su seno burbujas de aire, todas aquellas jornadas de anteriores esfuerzos resultarían completamente inútiles porque las vasijas estallarían en el fuego. Las mujeres colocaron cuidadosamente sus tinajas para lluvia en las baldas de piedra del horno, mientras Tupa dirigía la formación del fuego debajo, después tendieron capas de cuero por encima del horno de piedra para conseguir que el calor fuera más intenso dentro.

Todas estaban nerviosas, escuchando el indescriptible sonido que revelaba el estallido de una vasija. Rezaban, canturreaban y vigilaban el fuego. Hasta que, por último, Tupa alzó la esquina de una de las capas para atisbar el interior, vio la ceniza y las brasas moribundas y declaró que la cochura había sido un éxito.

Una a una fueron sacando a la luz las nuevas vasijas, deslumbrantes cuencos, jarras y cántaros blancos, con dibujos en negro destinados a atraer a ellos el agua de la lluvia. Los cántaros de Yani, los cuencos de Pluma Verde. Todos perfectos. La tensión crecía cada vez que se alzaba de la ceniza una nueva pieza, porque una vasija rota sería el peor de los augurios. En cambio, una cochura en la que no se rompiera ninguna pieza era augurio de una gran fortuna para el Lugar del Centro, presente y, sobre todo, venidera.

La tinaja de Hoshi’tiwa fue la última en emerger del horno. Las mujeres contuvieron la respiración mientras Tupa la levantaba con las tenazas de madera, porque se trataba de una pieza hecha de arcilla gris común y porque, además, había sido realizada por la muchacha nueva, aún una desconocida en el gremio. Tupa la colocó en la estera de yuca y comenzó a quitarle la ceniza que la cubría. Todas miraban estupefactas, porque la cerámica no era como las demás, sino que había adquirido un tono muy bello, el naranja dorado de un amanecer de verano; y su dibujo no era negro, sino rojo, como el de una deslumbrante puesta de sol otoñal.

No había ninguna otra como ella en todo el Lugar del Centro.