La arcilla blanca del Lugar del Centro no se adaptaba a Hoshi’tiwa. Por mucho que la trabajara, la mojara, la amasara, le hablara y rezara sobre ella, era una arcilla que no obedecía a sus dedos.
Pronto vio que era inútil tratar de elaborar con ella una tinaja para lluvia. Como sabía todo el mundo, cada alfarero debe obtener su propia arcilla, porque solo en la fuente, cuando la extraía de la tierra, podía saber si la que sacaba resultaría manejable para su trabajo Hoshi’tiwa decidió, pues, que si tenía que atraer sobre el Lugar del Centro un diluvio purificador y liberar a su pueblo de los Señores de la Noche, tenía que encontrar su propia arcilla.
Era un tibio día de primavera, las alfareras estaban ocupadas en diversas fases de la realización de tinajas, Tupa, que se había empapado de nequhtli con el desayuno, cruzaba alegremente la plaza para ir a jugar una amistosa partida de patolli con su prima, la responsable del gremio de las tejedoras de cestos.
Hoshi’tiwa aprovechó la oportunidad. Escurriéndose por la parte de atrás, se apresuró a rodear el muro sur, donde había acampado una familia de comerciantes de sal, y siguió su camino por el pie de la escarpadura. Su corazón alentaba planes de venganza y pensamientos de castigo atronaban en su cabeza. Los malvados señores lamentarían haber convertido a Hoshi’tiwa en una makai-yó.
Cambió de pronto la dirección del viento y llegó a las aletas de su nariz un olor pestilente. Tres hombres que habían sido sorprendidos robando maíz de los graneros de los dioses habían sido colgados cabeza abajo en el muro septentrional de la plaza para que el populacho los viera y escarmentara. Habían tardado dos días en morir, y ahora sus cuerpos se pudrían al sol.
«Un castigo terrible —pensó Hoshi’tiwa—, pero necesario». Incluso en su pacífico pueblo, no podía ser tolerado el quebrantamiento de los tabúes religiosos porque, en caso contrario, se desequilibraría la armonía y reinaría el caos. Años atrás, en su poblado, una tía suya había sido despertada de su sueño en plena noche por los ladridos de un perro abandonado. Salió fuera y, buscándolo, se desorientó y fue a entrar en la kiva. Aunque se había tratado de un accidente, su entrada en la kiva había violado la sagrada cámara subterránea reservada a los hombres, y por ese hecho había sido expulsada del clan.
Hoshi’tiwa prosiguió su búsqueda por la base de la cortadura hasta dar con una pequeña barranca medio oculta tras las piedras que cegaban su entrada y la hacían pasar inadvertida. Como en casi todas las demás barrancas del Lugar del Centro, la vegetación había muerto allí hacía tiempo, y los animales habían abandonado aquella pequeña ramificación del cañón. Pero cuando Hoshi’tiwa sacó un poco de tierra con la mano y alzó su cara a la brisa que soplaba por la pequeña barranca, tuvo la sensación de tener la arcilla dormida delante de ella.
Su esfuerzo se vio recompensado cuando llegó a un ensanchamiento donde grandes rocas creaban una formación indicativa de que el agua se acumulaba allí durante las lluvias. Aunque vacía ahora, y reseca, los penetrantes ojos de Hoshi’tiwa descubrieron las que tal vez fueron orillas de un ancho curso de agua. Allí, ciertamente, había crecido la maleza y luchado por sobrevivir, transformada ahora en unas hierbas raquíticas. Le pareció incluso oír pájaros. Se dejó caer de rodillas y hundió sus dedos en la tierra.
Y allí la encontró, dura y seca, arrugada por detritos, de color grisáceo: una arcilla que hablaba a sus dedos. Le costó toda la mañana arrancar del suelo los duros terrenos. Después, en el taller, empaparía la arcilla y la limpiaría, volvería a empaparla y la limpiaría de nuevo para quitarle todas las impurezas; y, mientras lo hiciera, rezaría y hablaría con la arcilla y la persuadiría de que aceptara convertirse en una tinaja para lluvia que atrajera la atención de los dioses.
Ella luego atraería tanta cantidad de lluvia como no habían visto nunca Moquihix ni el Señor Chacal.
Cuando tuvo su cesto lleno, se dispuso a alejarse de allí, pero entonces, de súbito, oyó risas cerca. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Dejó el cesto en el suelo, caminó cautelosamente hacia el lugar de donde parecía provenir el sonido y llegó a un denso bosquecillo de salvias. Apartó los verdes arbustos y vio un claro que se abría en el seno de la meseta, oculto y protegido como si perteneciera a los dioses. Los ojos de Hoshi’tiwa se abrieron de par en par al ver los árboles y la hierba, el estanque de relucientes aguas y las flores primaverales en densos macizos floridos.
Vio entonces un grupo de muchachas, vestidas con faldas y túnicas que obviamente eran de algodón y teñidas con todos los colores del arco iris, tejidas y bordadas con deslumbrantes motivos. Eran todas bellas, tocaban flautas, tañían instrumentos de cuerda hechos con calabazas secas y marcaban el ritmo golpeando pequeños tambores.
Extrañada, Hoshi’tiwa paseó los ojos por el jardín privado hasta que sus ojos descubrieron la presencia de alguien que la asombró de tal manera que, si no prorrumpió en una exclamación de sorpresa, fue porque se apresuró a taparse la boca con las manos.
Se quedó allí quieta, con el corazón palpitándole con fuerza, temerosa de que alguien la hubiera oído. Pero nadie lo había hecho y, por eso, en lugar de escapar, se quedó donde estaba, contemplando una escena que difícilmente habría creído alguien posible.
Desde su llegada al Lugar del Centro, Hoshi’tiwa no había visto al Señor Chacal salvo de lejos, ya fuera cuando lo conducían procesionalmente por la plaza hasta el lugar donde dictaba sentencias contra los acusados por delitos criminales, o en el promontorio, saludando al Lucero del Alba. Siempre lo había visto comportarse como un dios distante, ataviado con un glorioso esplendor de magia y de poder, de manera que su recuerdo de haberlo visto en la meseta, cuando él se hallaba casi desnudo ante su dios —y cuando, al volverse, los ojos de Hoshi’tiwa y los de él se habían cruzado un instante—, le parecía casi un sueño, como si no hubiera sucedido nunca.
Pero ahora volvía a ver al mismo hombre en otra manifestación nueva y sorprendente, que arrojaba mayor confusión sobre sus pensamientos. El malvado señor del Lugar del Centro estaba… ¡riéndose!
Aparecía reclinado en la hierba sobre una manta de textura espléndida, con la piel bronceada reluciendo al sol. El lienzo que llevaba atado a la cintura y el manto anudado a su cuello eran de algodón de brillantes colores, verde y azul, de un tejido tan rico que Hoshi’tiwa ni siquiera podía imaginar qué tacto tendrían. Llevaba los largos cabellos recogidos en un copete con plumas que se agitaban con la brisa de primavera. En su muñeca derecha, el Chacal tenía posado un guacamayo espléndido de color escarlata, al que el señor alimentaba con trozos de fruta. Su ternura hacia aquella criatura medio salvaje, mientras le hablaba y daba comida, llenó de confusión a Hoshi’tiwa. ¿Cómo podía ser aquel el mismo hombre que había permanecido sentado tranquilamente en su trono mientras decapitaban a su tío, el mismo que había ordenado la terrible ejecución del pobre Desnarigado, el malvado que había cometido un acto deshonroso que había traído la vergüenza sobre ella misma y su familia?
«¡Por tu mentira morirá mi madre con el corazón roto! —le gritó mentalmente en silencio—. ¿Por qué no has podido decir la verdad y permitir que mi madre celebrara el honor de su hija?».
Pero entonces Hoshi’tiwa advirtió algo extraño en el claro. Las rocas no parecían originarias de allí mismo, sino traídas de algún otro lugar y dispuestas allí. Las flores no le resultaban familiares y había diferentes variedades de árboles que daban la impresión de haber sido colocados allí rama a rama. No era un espacio obra de la naturaleza: había sido creado.
¿Con qué objeto? ¿Y por qué se mantenía allí oculto? ¿Qué extraños movimientos estaban ejecutando el señor y aquellas mujeres? Porque Hoshi’tiwa se daba cuenta ahora de que sus gestos eran exagerados, ensayados, como si los cuatro estuvieran llevando a cabo un rito.
Contuvo la respiración. Estaban representando un ritual sagrado, lo que significaba que aquel jardín era un lugar sagrado.
¡El claro era un santuario! Todo el Lugar del Centro estaba sufriendo una terrible sequía, con las plantas marchitándose y los animales muriendo. Y el Señor Chacal había creado y mantenía aquel jardín como una promesa a los dioses de que, si ellos enviaban la lluvia y hacían revivir el Lugar del Centro, él lo cuidaría tan bien como cuidaba aquel espacio.
Hoshi’tiwa retrocedió despacio, con el pecho tenso por el miedo. Había cometido un acto tabú, penado con la muerte.