6

Un grito sacudió el aire.

Hoshi’tiwa se volvió, sobresaltada, y vio a la enorme y amenazadora Tupa con la vara de mimbre alzada por encima de la cabeza.

—¡Mujer estúpida! —chilló.

Las otras alfareras se echaron para atrás, y entonces Hoshi’tiwa vio el objeto de la cólera de Tupa era Yani, que enseguida se había puesto de rodillas, tratando de proteger su cabeza contra los golpes.

—¿Llamas tú a esto una jarra? —preguntó la mujer a gritos, con el rostro desencajado y congestionado por la ira.

Blandía lo que a Hoshi’tiwa le pareció una hermosa pieza. Para sorpresa de Hoshi’tiwa, Tupa la arrojó el suelo y la pisoteó bajo sus pies. Una y otra vez la flexible vara cayó sobre la pobre mujer, mientras las demás observaban la escena en medroso silencio, hasta que concluyó el arrebato y Tupa se fue.

Tras un rato de atónito silencio, las otras mujeres se tranquilizaron y volvieron al trabajo, pasando por encima del cuerpo de la pobre azotada, que permanecía encogida en el suelo. Cuando Hoshi’tiwa hizo ademán de ir a ayudarla, Pluma Verde le puso la mano en el hombro y le dijo en tono suave:

—No la ayudes. Si Tupa se enterara, tu castigo sería severo.

Hoshi’tiwa observó a la muchacha y a las demás que habían vuelto ya a la tarea de amasar arcilla, enrollar cordones de ella, templarla con la adición de diversos materiales, y después se fijó en la mujer cuyos brazos y piernas estaban ahora surcados por verdugones en carne viva.

El trabajo de hacer cerámica no estaba exento de riesgos, debido a los agudos cuchillos empleados para marcar incisiones y a las ampollas que podía provocar un horno caliente; por eso Hoshi’tiwa sabía que en el taller debía de haber algunos remedios. Los encontró, pero las otras se apresuraron a advertirla:

—Tupa es la única que puede dispensar medicinas.

Pero una mujer anciana, cuyos cabellos eran ya completamente blancos y que había perdido todos los dientes y hasta el tatuaje del clan en su rostro, borrado ya casi por las arrugas, declaró:

—Pues, entonces, no se lo diremos a Tupa.

Mientras Hoshi’tiwa aplicaba en las heridas de Yani jugo de áloe y un ungüento a base de hierbas y de grasa animal, le preguntó:

—¿Por qué te ha hecho esto Tupa?

La mujer lastimada estaba demasiado avergonzada para responder, así que fue Pluma Verde quien habló por ella:

—Tupa lleva meses pegándola.

Y Hoshi’tiwa vio ahora en los brazos y piernas de Yani cicatrices de anteriores heridas.

—Pero, ¿por qué? —inquirió.

—Porque las vasijas de Yani son las más hermosas —dijo otra mujer, que miró con nerviosismo en dirección a la plaza, donde era visible el corpachón de Tupa abriéndose paso entre la muchedumbre.

—Yani es la mejor de nosotras —dijo Pluma Verde—. Y Tupa está celosa.

Yani se incorporó. Murmuró un «Gracias» y volvió a su estera, donde habían dejado los primeros cordones de un cuenco.

Tupa regresó a primera hora de la tarde con un nuevo odre de nequhtli, no hizo caso de las trabajadoras y se instaló en una estera delante de la puerta para seguir bebiendo a su antojo.

Aquella noche, tras una cena de tamales rellenos de calabaza con especias, las mujeres estaban menos animadas y se expresaban con tono cohibido. Cuando Tupa comenzó a roncar, Hoshi’tiwa le preguntó a Yani:

—¿Por qué te pega? ¿Seguro que los celos son la única causa?

Yani era una mujer de voz suave y rasgos agradables. Llevaba los cabellos divididos en dos trenzas que se juntaban sobre su cabeza formando una especie de gorro. A Hoshi’tiwa le recordaba a su madre.

—Es por esto —dijo.

Sacó de la bolsita de cuero que llevaban colgada de su cinturón todas las alfareras una piedra de pulir tan bella y perfectamente formada que Hoshi’tiwa no pudo reprimir una exclamación de asombro. Aquel era el secreto de las hermosas vasijas de Yani.

Pulir las piezas de cerámica era una tarea difícil, que requería paciencia y ojos adiestrados. Pero también tenía mucha importancia la herramienta. Los ceramistas podían pasar años buscando la piedra perfecta que se adaptara a su mano, que «hablara» a la arcilla seca y supiera cómo deslizarse por las curvas modeladas para revelar el brillo oculto en la materia.

—Esta piedra ha pasado de madre a hija en mi familia a lo largo de generaciones. Tupa la codicia. Comienza a fallarle su habilidad, y piensa que mi piedra para pulir hará que destaquen de nuevo sus piezas. Pero yo no se la daré. Y tampoco puede robármela porque, si lo hiciera, la piedra no trabajaría para ella. Ya sabes…, tiene que ser entregada libremente.

Hoshi’tiwa entendía bien esto. En su propio clan, cuando moría un artesano, sus herramientas eran enterradas con él, porque se pensaba que no trabajarían para otro. Las legadas a algún otro solo servirían si el espíritu de la herramienta sabía que había sido entregada libremente. La misma Hoshi’tiwa aún no había encontrado una herramienta que sería suya toda la vida y que podría legar algún día a su propia hija.

—Tupa ha atraído la desgracia sobre nuestro gremio —dijo Yani, y las demás asintieron.

Pluma Verde, que estaba peinando los cabellos de una compañera, prendiéndolos con fibras de yuca tejidas, añadió:

—Nos ha convertido en el hazmerreír de todos —dijo, y le explicó a Hoshi’tiwa que mantenían una amistosa rivalidad con el gremio de los cesteros, que también agrupaba a mujeres y muchachas—. Danzamos en todos los festivales, compitiendo por premios. Pero ahora ni siquiera se esfuerzan, porque saben que perderemos. Tupa nos ha robado los ánimos.

La mujer de cabellos blancos, desdentada, dijo en su susurro:

—Se suponía que Yani iba a ser la siguiente encargada del gremio de alfareros, pero Tupa dio un generoso soborno al jefe de los gremios. Estar al frente de un gremio es una tarea muy respetada, y el pueblo honra a quien dirige el trabajo de los artesanos. Pero, como nadie respeta a Tupa, nuestro gremio ha perdido su orgullo. Somos una profesión honorable, una hermandad respetada, pero Tupa ha traído sobre nosotros la deshonra.

Hoshi’tiwa pudo ver varios días más tarde hasta dónde había llegado el deshonor de Tupa.

Era una expedición para ir a recoger arcilla, a la que se pidió a todas que ayudaran. Tupa les dijo que llevaran ofrendas de alimentos, que las mujeres compraron en el mercado a cambio de piezas de cerámica hechas por ellas.

Como los yacimientos próximos de arcilla habían sido explotados ya anteriormente, les llevó un día de viaje llegar hasta el siguiente. Las mujeres realizaron todo el camino entonando cánticos sagrados, pues la arcilla estaba considerada un don sagrado de la Madre Tierra. Mientras el grupo de mujeres y jóvenes recorría un estrecho barranco, Hoshi’tiwa se preguntaba si podría recoger de inmediato su pequeña provisión de arcilla para ponerse a urdir su plan de venganza contra los toltecas.

Las alfareras hicieron una hoguera y guisaron frijoles para rellenar sus tortillas. Después estuvieron contándose historias mientras se peinaban unas a otras y, finalmente, se durmieron bajo las estrellas confiando en que al día siguiente recogerían una buena cantidad de arcilla puesto que a continuación su cometido iba a ser realizar las sagradas tinajas para agua de lluvia previstas para el festival del solsticio.

Al alba cavaron en la tierra cantando y rezando. Y, mientras sus cestos se llenaban de terrones de densa arcilla, tras haber solicitado las mujeres permiso a la Madre Tierra para tomar una parte de su cuerpo y emplearla para las necesidades de sus hijos, se marcharon dejando allí sus ofrendas de maíz, frijoles y calabazas. Finalmente, con los pesados cestos encima de sus cabezas, las mujeres y muchachas emprendieron el camino de vuelta por el barranco hacia el Lugar del Centro, donde se celebraría su sagrado rito para propiciar la llegada de la lluvia.

Habían recorrido un pequeño trecho cuando Tupa declaró que se había dejado atrás su bolsa de cuero. Ordenó a las alfareras que siguieran por el barranco, dio media vuelta y retrocedió bufando hasta el lugar de partida. La curiosidad impulsó a Hoshi’tiwa a seguir sigilosamente a la encargada, a cierta distancia, para no ser vista, y así pudo ver que la codiciosa mujer recogía todas las ofrendas y las metía dentro de su bolsa de cuero. Hoshi’tiwa se quedó asombrada. Tupa no era una de las malvadas toltecas, pertenecía al Pueblo del Sol. Y, sin embargo, cuando se ató la bolsa a la cintura, le dio unas palmaditas y chasqueó los labios como relamiéndose ya del festín que iba a darse.

Hoshi’tiwa pasó despierta toda esa noche, sin pensar por primera vez en su propia desgracia, sino reflexionando sobre la sorprendente transgresión de Tupa y en el efecto que esta podría tener sobre las tinajas para agua de lluvia del gremio. La arcilla era un don de la Madre Tierra y, por consiguiente, sagrada. Hoshi’tiwa recordaba lo que les había oído comentar a las mujeres cierta noche en la cena que los dioses estaban airados con el pueblo del Lugar del Centro y que ese era el motivo de que no enviaran la lluvia. Murmuraban que habían pasado muchas estaciones desde que un kokopilau con alegre flauta y su morral lleno de buena suerte a la espalda había visitado el cañón. La gente había empezado a abandonarlo en busca de tierras mejores, y por ese motivo el Señor de la Noche había enviado a sus jaguares en busca de cautivos.

A pesar de las dimensiones del Lugar del Centro, del imponente complejo de piedra y ladrillo y de los miles de personas que entraban y salían del cañón, la vida allí no era muy distinta de la que llevaban en el pequeño asentamiento de Hoshi’tiwa. Dioses, fantasmas y espíritus acechaban en todas partes y por lo mismo todo el mundo tenía que poner mucho cuidado en lo que decía, temiendo que sus palabras pudieran ser consideradas ofensivas o blasfemas. La buena y la mala suerte los rodeaban en todos sus actos. Y, si bien las personas no podían controlar la suerte o la desgracia, por lo menos podían intentar predecirlas, de manera que cada mañana, al levantarse de la estera en que habían descansado o salir de las kivas, todos, desde el tlatoani, el Señor Chacal, hasta el campesino que arrancaba las malas hierbas de su parcela, consultaban los augurios, y cada noche el astrónomo jefe observaba el cielo estrellado en busca de señales.

Los dioses presidían todas las actividades: dioses patronos que velaban por los ceramistas y los cesteros, los que trabajaban las plumas y hacían las lanzas, los cocineros y criados, los jaguares y los niños pequeños que daban sus primeros pasos por todas partes Había incluso un dios que velaba por los juegos de dados —Macuilxóchitl—, al que invocaban los jugadores antes de comenzar una partida. Los días estaban consagrados a dioses concretos, y todos cuantos vivían en el Lugar del Centro respetaban cuidadosamente el calendario anual de festivales, fiestas y sacrificios.

Por eso mismo, a Hoshi’tiwa la sorprendió muchísimo descubrir que pudiera haber gente que no respetara las leyes. ¿Habría más personas como Tupa, cuya corrupción y actos tabú estuvieran provocando la ruina del Lugar del Centro?

Estos turbados pensamientos ocupaban el espíritu de Hoshi’tiwa mientras lijaba una de las hermosas jarras de dos asas de Yani que, una vez pintada por esta, se tornaría blanca en el horno, con sus dibujos negros destacando en un bello relieve cuando, de pronto, se cernió una sombra sobre el lugar en que trabajaba. Levantó un momento la vista confiando en que se tratara de una nube que cruzara por delante del disco solar, pero lo que vio fue la silueta de un hombre que tenía tras él un cielo radiante.

Vio con sorpresa que se trataba de Moquihix, vestido con su túnica blanca y una capa de color azul intenso y tocado con las plumas de su dignidad sobre los grises cabellos. Mientras se prosternaban y apretaban sus frentes contra el suelo, Hoshi’tiwa permaneció sin moverse, desafiante, por efecto de la ira que bullía en su interior.

Moquihix pasó a su lado y cruzó el umbral del taller de las alfareras, acompañado por los dos hombres pintados de azul que, como ahora sabía Hoshi’tiwa, eran sacerdotes de Tlaloc, el dios de la lluvia. Estos tenían la costumbre de inspeccionar periódicamente, sin previo aviso, los progresos de las alfareras con las tinajas. Aun así, las mujeres intercambiaron nerviosos murmullos mientras se arrodillaban con los rostros pegados al suelo, porque nunca había sucedido antes que el alto oficial en persona acompañara a los sacerdotes.

Moquihix se paseó por el polvoriento taller, estudiando con el ceño fruncido las hileras de jarras, cuencos y figurillas, y después se volvió hacia Tupa, que permanecía de pie pero con los ojos entornados en señal de respeto, y pidió ver las vasijas que había hecho su nueva operaría.

La mujer desplazó de un pie a otro el peso de su cuerpo, que era una carga demasiado pesada para estar mucho tiempo sin repartirla.

—La muchacha no ha hecho vasijas, señor. Aún no está preparada para ese trabajo —dijo.

La orden de Moquihix fue tajante. La muchacha tenía que hacer tinajas para agua de lluvia.

El corazón de Hoshi’tiwa dio un salto de satisfacción. Con aquella orden, Moquihix había sellado su suerte.

Una vez se hubo ido Moquihix, el trabajo se reanudó como antes y nadie mencionó la sorpresa de la visita del alto dignatario. Y, sin embargo, todo el mundo podía notar un cambio en la atmósfera del taller, presente en el espíritu de cada una de las trabajadoras: a Tupa no le gustaba aquel tratamiento especial para la nueva.