Hoshi’tiwa se sentía muerta de miedo, y pensaba que nunca llegaría el amanecer. Los jaguares la habían dejado atada detrás de la tienda algo menor que la del Señor de la Noche, en la que se alojaba Moquihix. Mientras esperaba que vinieran para atarla a un árbol y hacerle sufrir la misma horrible muerte que había tenido Desnarigado, se estremecía solo de pensarlo. Al viejo esclavo le habían cortado la lengua por haber hablado neciamente de más; sin duda a ella le arrancarían los ojos por haberse atrevido a mirar al señor.
Sin embargo, cuando el alba rompió sobre la meseta y el valle más abajo, lo que oyó fue solo un gran griterío que provenía de los jaguares, un rugido tremendo y unánime que unía todas las gargantas en una sola y en el que podía reconocer una inequívoca nota de júbilo…, porque su propio pueblo gritaba con el mismo alborozo en los ritos que celebraban los solsticios y los equinoccios. Sin duda habían estado aguardando el primer destello del Lucero del Alba, la aparición de la Estrella de la Mañana.
Hoshi’tiwa comprendió entonces por qué no la habían ejecutado. Había acertado al suponer que el hombre al que espiaba no era el Señor de la Noche; un sacerdote, tal vez. Un vidente o un chamán cuya misión era conjurar al Lucero del Alba para que reapareciera tras sus ocho días de ocultamiento. Y comprendió algo más; que si aún no había sido reclamada al lecho del Señor de la Noche era solo porque los ocho días anteriores formaban una semana santa, en la que el señor no querría contaminarse tocando a una mujer. Hoshi’tiwa estaba segura ahora de que el terrible hecho ocurriría en el Lugar del Centro.
La comitiva reanudó la marcha, pero ahora ya con mejor ánimo, una vez disipados todo nerviosismo y tensión. El día era cálido, lucía el sol en el firmamento y Hoshi’tiwa volvió a ser atada junto con los demás cautivos.
Pronto escasearon los árboles y la vegetación se tornó más dispersa. La carretera principal continuaba hacia el sur y seguía el borde de un profundo cañón. En el fondo, muy lejos, Hoshi’tiwa veía una sucesión de granjas alineadas a lo largo de un pequeño curso de agua, demasiado angosto para ser un río, pero más ancho que un arroyo. Desde el borde de la meseta, con el profundo tajo que se desplomaba hasta el valle, Hoshi’tiwa distinguía asentamientos y viviendas hasta donde alcanzaba su vista. Había gente acampada en la llanura desde el pie de donde se encontraban hasta los despeñaderos del otro lado del enorme cañón, personas que vivían en refugios con cubierta de ramaje y de fronda o en cuclillas alrededor de hogueras. E inmediatamente debajo, casi en la misma base de aquel tajo, se hallaba el corazón del Lugar del Centro: un enorme conjunto de viviendas, plazas, escalinatas y kivas, construido en forma de curva, como un gran arco iris de piedra y ladrillo, poblado por un hervidero de gente, en un número superior al que Hoshi’tiwa hubiera imaginado jamás que existiera. Hombres encaramados en andamios reparaban con ladrillo y mortero los inmensos muros, mientras que otros los revocaban con nuevas capas de yeso, de manera que las altas murallas relucían al sol. Las terrazas estaban llenas de personas que trabajaban, cocinaban o conversaban. Un centenar de hogares arrojaban al cielo penachos de humo. Y un bullicioso mercado se desarrollaba en la explanada principal. El conjunto evocaba la imagen de una colmena.
Según El Que Une a la Gente, el padre de Ahoté, el pueblo del Sol había sido el primero en trabajar en el Lugar del Centro muchas generaciones atrás, pero después llegaron los toltecas y extendieron sus asentamientos a uno y otro lado por todo el cañón, a la vez que enseñaron a la gente a cortar sillares de piedra y a disponerlos de forma que sus muros se alzaran más altos y fuertes, así como a emplear miles de troncos de árboles para crear distintos niveles y hacer que sus viviendas tuvieran hasta cinco pisos. Crearon también kivas más grandes y abrieron amplias carreteras con pavimento de adobe. Para poder ocuparse en estos trabajos, necesitaban disponer de más alimentos que los que eran capaces de producir y por eso exigían a las granjas de los alrededores que se los proporcionaran en forma de tributos anuales. Quienes no les enviaban la cuota exigida, recibían una rápida y violenta visita de los jaguares.
Una fina corriente de agua serpenteaba a lo largo del valle. Desde su lugar de observación a vista de pájaro, Hoshi’tiwa podía distinguir el perfil del antiguo cauce de un río más ancho, que debía de llenarse anualmente con la aportación abundante de las aguas de la nieve fundida. Pero, aunque entonces estaban en primavera, era muy escasa el agua que recorría su curso. Los granjeros se ocupaban en recoger en odres y tinajas la que podían, para rociar después con el precioso líquido los cultivos recién plantados.
¿Cuál había sido la causa de que los dioses de la lluvia hubieran vuelto la espalda a aquel lugar?
Cuando la fatigada expedición bajó por la ladera y se detuvo ante el formidable asentamiento, los jaguares se dispersaron para ir a sus barracones de madera y acudieron altos dignatarios luciendo espléndidas ropas y vistosos tocados para recibir al Señor Chacal y acompañarlo desde su sitial llevado en andas hasta el edificio principal del Centro. Hoshi’tiwa trató de vislumbrar, por encima de las cabezas de la multitud, al apuesto sacerdote del Lucero del Alba, pero había demasiada gente para poder ver nada.
Los capataces pasaron entre los cautivos y fueron seleccionando a los artesanos para enviarlos a sus correspondientes gremios, a los labradores para que cultivaran las plantaciones próximas al Lugar del Centro y a los que destinaban al servicio de los señores. Los restantes marcharían al sur, donde se ocuparían de recoger leña, heno y excrementos de animales para abastecer de combustible los muchos fuegos domésticos de las casas del Lugar del Centro, puesto que era cada vez más escaso el que podía encontrarse en las mesetas de los alrededores. Todos decían que sería un largo y penoso viaje, y que muchos morirían por el camino.
Mientras miraba a su alrededor con ojos asombrados, Hoshi’tiwa recordó que su abuelo había estado allí de joven y que le encantaba narrar cómo había estado de pie en la gran plaza a mediodía del equinoccio y comprobado que la sombra que proyectaba su cuerpo en el suelo ¡señalaba exactamente el norte! Decía que aquello era como si el sol asegurara al pueblo que los ciclos cósmicos se mantendrían siempre inmutables, que el mundo estaba en orden y que la armonía de la naturaleza duraría eternamente.
Liberada de sus ataduras, Hoshi’tiwa enderezó el cuerpo y sacudió los hombros. Ahora la llevarían ante el señor.
Pero cuando Moquihix y los dos sacerdotes de piel pintada de azul, con sus flautas hechas de tibias humanas, la sacaron de la plaza principal a través de la muchedumbre que se abría para dejar paso a los que la conducían, rodearon el extremo sur del enorme edificio de piedra y se detuvieron ante un taller de alfarería, Hoshi’tiwa miró a su alrededor con cara de perplejidad. En una serie de bulliciosas y abarrotadas dependencias, mujeres y niñas se ocupaban de diversas tareas: amasar la arcilla, enrollarla, darle forma, pulirla, pintarla o alimentar el horno. Cuando las trabajadoras vieron a Moquihix y los sacerdotes, interrumpieron al punto sus trabajos y se postraron de rodillas, con las frentes tocando el suelo.
Hoshi’tiwa lo miró a los ojos.
—¿Por qué estoy aquí, mi señor? —preguntó.
—¿Acaso no eres una alfarera hábil, de una familia de artesanos que hace tinajas para agua de lluvia?
La muchacha puso cara de asombro.
—¿Me han traído aquí para hacer vasijas?
El otro soltó un bufido de impaciencia.
—¿Para qué otra cosa, si no, íbamos a haberte traído al Lugar del Centro?
Los ojos de Hoshi’tiwa miraron un instante en dirección al edificio principal, parpadeando, y Moquihix comprendió lo que aquello quería decir. Dijo algo por encima del hombro, en su lengua nativa, el náhuatl, a los dos jaguares que lo acompañaban, y a los dos se les escapó una risa burlona. Hoshi’tiwa se sonrojó, preguntándose cómo había podido ocurrir semejante malentendido. Moquihix había dicho claramente, para que todo el clan lo oyera, que se la llevaban para «dar placer al señor». No había hablado para nada de alfarería. Pero cuando ahora volvió a fijar sus amenazadores ojos en ella, la hizo concebir una idea sorprendente: había mentido a propósito.
Parecía extraño. Estaba también en el mismo sentido la orden de proteger su virginidad que le había dado al Desnarigado. Y, sin embargo, al momento siguiente se dio cuenta de que aquella orden no había sido dada en atención al Señor de la Noche, sino para que ella pudiera transmitir su pureza virginal a la arcilla, puesto que todo el mundo sabía que el trabajo de las doncellas era más puro, ritualmente hablando, que el de las mujeres que se habían acostado con hombres.
—… para crear una vasija que atraiga la lluvia al Lugar del Centro —estaba diciendo el oficial—. Cuando llegue la lluvia, se alegrará el corazón de nuestro noble tlatoani, el Chacal de la Tierra de los Juncos, Guardián de la Sagrada Pluma, Vigía del Cielo, Señor de los Dos Ríos y las Cinco Montañas.
Hoshi’tiwa escrutaba aquel rostro vulgar e inexpresivo, pero entonces vio en sus ojos algo que heló sus huesos hasta el tuétano: la expresión de un poder absoluto.
El corazón le dio un vuelco al pensar que durante ocho días había vivido en la vergüenza, sintiéndose makai-yó sin ningún motivo. Y ahora ya no podía hacer nada para evitarlo.
No era justo.
Moquihix golpeó con su vara rematada por un cráneo el suelo de piedra, y dijo en tono solemne:
—Y tú, muchacha del poblado del norte, tú que eres polvo bajo las sandalias de tu señor…, tú atraerás el agua para el próximo solsticio, o tú y todo tu clan seréis sacrificados a los dioses en el altar de la sangre.
Tal era el destino preanunciado por el mismo nombre de Hoshi’tiwa, porque, en la lengua del Pueblo del Sol, hoshi’tiwa significaba La Doncella que Trae la Lluvia. La misma noche que llegó al mundo, los cielos se desbordaron con una gran tormenta y los granjeros y sus familias se regocijaron con la lluvia. Por este motivo decían todos que sus vasijas para agua de lluvia eran especiales, porque jamás fallaban a la hora de atraer la lluvia.
Lo vio marchar, con el corazón hecho una piedra en su pecho, y después echó un vistazo a su nuevo hogar. En el polvoriento suelo del taller se amontonaban rascadores, recortadores y piedras para pulimentar. La cerámica característica del Lugar del Centro —blanca, con figuras negras— se amontonaba en todas partes: ollas, jarras, cántaros, tazas, cuencos y figurillas. Tupa, una mujerona de elevada estatura que vestía una túnica polvorienta con la insignia de capataz bordada sobre el pecho, para indicar que era quien mandaba sobre los mejores artesanos del gremio de alfareros, inspeccionó a la recién llegada. Arrugó la nariz al ver a Hoshi’tiwa y la olisqueó con desdén.
—Mugrienta —sentenció, e hizo una señal a una mujer joven que llevaba una pluma verde en el pelo.
La joven condujo a Hoshi’tiwa al patio trasero del taller, le dijo que se quitara su blusa y falda rojas, y le dio un vestido blanco, de manga corta, ajustado al cuerpo. Iba bordado alrededor del cuello y sobre el bordillo con el característico dibujo en hilo negro del gremio de alfareros, que indicaba que el rango de Hoshi’tiwa era el de aprendiza. Era una muchacha amable, y le dijo que sentía mucho que Hoshi’tiwa no pudiera bañarse por la escasez de agua, pero las mujeres habían llenado un cuenco de piedra con arena gruesa y la habían mezclado con agujas de pino machacadas. Refrotarse con aquella arena aromatizada limpiaba y refrescaba el cuerpo.
Le explicó que su nombre era Pluma Verde, y que por eso lucía aquel adorno en su pelo.
—Bien es verdad que aún no he podido hacerme con una auténtica pluma de papagayo: habría tenido que dar muchas vasijas a cambio, y solo nos está permitido conservar unas pocas de las que hacemos para cambiarlas por lo que necesitamos. Aun así, si no la miras muy de cerca, no podrás ver que se trata de una pluma de pavo teñida de verde —añadió con orgullo.
El bordado azul de Pluma Verde indicaba que tenía una categoría intermedia en su oficio, mientras que un tatuaje en la mejilla la identificaba como perteneciente al clan de la Lechuza.
Hoshi’tiwa fue siguiendo las indicaciones de Pluma Verde sin decir nada. Estaba aún entumecida por el asombro y dolida en su corazón. No era makai-yó después de todo. Aunque… sí lo era. Su familia la consideraba así; y, por lo mismo, tenía que serlo.
No podía ni imaginar por lo que estarían pasando. Si Moquihix les hubiera dicho la verdad, que se llevaban a su hija al Lugar del Centro para tener el honor de conjurar la lluvia, estarían celebrándolo ahora. Disfrutando de un festín y recordando el hecho en el Muro de la Memoria. El corazón de Ahoté se sentiría henchido de orgullo. Y, aunque Hoshi’tiwa pudiera no regresar nunca, su clan se regocijaría sabiendo que los dioses la habían elegido para una función sagrada. Más aún cuando la noticia de aquello se extendiera a otros pueblos, acudirían en masa a su aldea para comprar las tinajas para agua de lluvia bendecidas por los dioses.
Pero, en cambio, la familia de Hoshi’tiwa lloraría bajo una nube de vergüenza. Su madre moriría con el corazón roto. Y el de Ahoté no conocería más sabor que el de la humillación. La noticia de la desgracia de Hoshi’tiwa se extendería a otros poblados y, cuando se enteraran de que era makai-yó, evitarían visitar su pueblo y no querrían tratos con él, con lo que desaparecerían el comercio de tinajas para agua de lluvia y el propio pueblo.
Creía que estos pensamientos la harían llorar, pero no fue así. Era como si su corazón se hubiera sumido en una densa bruma fluvial que ahogaba en él todas las sensaciones, toda emoción.
Regresó al taller, donde la imponente Tupa la miró de arriba abajo con el ceño fruncido.
—¿Sabes lijar las piezas? —inquinó
—Sé hacer bien todos los trabajos de la cerámica.
La vara de mimbre la golpeó antes de que la viera venir, dejando un trazo rojo en el brazo desnudo de Hoshi’tiwa.
—¡No es eso lo que te he preguntado, muchacha insolente!
—Sí —respondió Hoshi’tiwa esforzándose en contener las lágrimas—. Sé lijar.
Lijar cerámica era una tarea sucia, molesta y tediosa, que envolvía a quien la realizaba en una fina nube de polvo y la hacía toser y estornudar repetidamente. En su pueblo, se turnaban todas las muchachas en aquella tarea, de manera que no recayera siempre en una sola persona, pero aquí se encargó por entero a Hoshi’tiwa, la nueva, que se pasó todo aquel primer día lijando con mazorcas de maíz secas y puliendo las ollas, cuencos y jarras sin cocer que estaban apiladas junto a ella. Era un trabajo delicado, pues se corría el riesgo de perforar las delgadas paredes de la cerámica no cocida y porque los bordes eran particularmente frágiles. Cuando, al finalizar el día, con las manos ya cansadas, Hoshi’tiwa rompió algunas piezas, sintió de inmediato en la espalda la dolorosa vara de mimbre de Tupa.
No lloraría. Se tragó la rabia y el dolor y miró el cielo sin nubes que se tendía sobre el Lugar del Centro. No había ni el más leve indicio de nube. Parecía imposible hacer que lloviera de allí al día del solsticio de verano.
Pero ella lo conseguiría.
Hoshi’tiwa sintió que algo nuevo rebullía en ella. Como una nueva vida que se debate en las aguas someras de un arroyo, tratando de definirse a sí misma, de encontrar su lugar en el orden complejo de la naturaleza. En el espíritu de Hoshi’tiwa, cuyos pensamientos estaban confusos y las emociones destrozadas, aquella nueva vida alentaba, crecía y extendía sus nuevas alas. Cuando reconoció a aquella criatura extraña dentro de ella, su primer sentimiento fue de sorpresa porque lo que despuntaba en su corazón era un reto.
Y un súbito deseo de venganza.
«Traeré tanta lluvia, que anegará este valle. Que arrastrará vuestras cosechas, vuestras casas, vuestros sueños. Desearéis no haberme traído nunca aquí».
No era una determinación fría. Hoshi’tiwa era joven aún y desconocía estas sensaciones intensas. Su nueva bravata no se fundaba en la confianza en sí misma. Más bien se sentía insegura, llena de dudas acerca de sí misma; espantada, en realidad, de sus propios pensamientos. Era como si la muchacha que había sido durante dieciséis años se hubiera visto dividida en dos mientras se hallaba en la terraza del refugio del acantilado contemplando desde arriba el ejército de los jaguares: la primera Hoshi’tiwa estaba allí, abrazada a su querido Ahoté, pero al instante siguiente se partía por la mitad como una vasija y surgía una nueva Hoshi’tiwa. Era esta, la segunda, la que descendía por la soga hasta el fondo del valle y a la que se llevaban consigo los jaguares. La nueva Hoshi’tiwa no se parecía en nada a la anterior, que había estado segura de sí, segura de su sitio en el mundo, conocedora de su futuro.
La nueva Hoshi’tiwa solo estaba segura de una cosa: de que no dejaría que los caciques se libraran de ser castigados.
Anocheció, y las familias que estaban en el llano y en las terrazas se reunieron para la cena. Se oían las voces de los sacerdotes que recorrían la explanada salmodiando sus cánticos sagrados y haciendo sonar sus flautas rituales, mientras el jefe astrónomo subía los escalones que conducían a la meseta para leer señales y presagios en el cielo estrellado. Las personas se visitaban unas a otras, charlaban y se entretenían con juegos hasta que llegaba el momento de conciliar el sueño. Al igual que ocurría en su propia familia, que tenía una pequeña kiva, los hombres iban a las kivas del Lugar del Centro, en tanto que las mujeres y los niños dormían fuera o en las habitaciones pequeñas.
Las componentes del gremio de alfareros compartieron una cena a base de frijoles guisados con chile, servidos en tortillas de maíz calientes. Después las mujeres se divirtieron cantando y contándose historias mientras se peinaban los cabellos unas a otras; Tupa, la capataz, tras haber dado cuenta de cuatro cuencos llenos de frijoles, se contentaba con beber unos sorbos de nequhtli y se embriagaba tan profundamente con él como le había ocurrido a Desnarigado. Hoshi’tiwa comió en silencio, sin tomar parte en los peinados ni en los cantos. Cuando las alfareras se retiraron a dormir en su lugar habitual detrás del taller, bajo un techo de ramas de mimbre tendido entre cuatro postes, Hoshi’tiwa vio un lugar libre entre las otras, se acurrucó en él y se quedó dormida.
Despertó antes del alba y salió sigilosamente a aliviarse. Las estrellas aún lucían en el firmamento, pero ya comenzaba a clarear por el este. Se quedó en la esquina del muro meridional, contemplando la imponente construcción de piedra que se alzaba en niveles superpuestos, silenciosa porque los hombres todavía no habían salido de las kivas. Y mientras sus ojos observaban en el nivel de las viviendas las desiertas terrazas, la explanada vacía y las silenciosas kivas, sintió un viento frío en la cara que le hizo pensar en los ojos helados de Moquihix. Las nuevas emociones que sentía dentro cobraron fuerza del acerbo viento, y esta vez no intentó combatirlas.
Imaginó al alto funcionario con su imponente atuendo, como si hubiera conjurado su presencia ante ella, y, a continuación, le espetó calladamente al imaginario tolteca.
—Te arrepentirás de lo que has hecho.
Estaba a punto de volver al taller cuando oyó un canto y, al reconocerlo, miró hacia el norte y vio allí, de pie en un promontorio que se elevaba sobre el Lugar del Centro, una figura con los brazos abiertos al firmamento. Era el sacerdote del Lucero del Alba, que saludaba a la estrella con un canto sagrado.
La belleza de aquel canto era tanta que Hoshi’tiwa sintió de pronto que su corazón se llenaba de esperanza. Pero luego se fijó en quienes se encontraban allí asistiéndolo los sacerdotes con sus túnicas y Moquihix de pie a su lado, que sostenía entre sus manos un espléndido tocado de plumas, luego, algo más allá, el trono conducido en andas ahora vacío. Entonces comprendió con estupefacción que el hombre al que había creído un sacerdote del Lucero del Alba era, en realidad, el Señor Chacal.
Otro engaño más. Otro hombre malvado al que debía odiar.
Después de un desayuno de gachas de maíz, a Hoshi’tiwa le encargaron de nuevo lijar las piezas que otras habían creado. Y mientras soportaba la nube de arena y sus cansadas manos pulían las creaciones de otras mujeres, observaba a sus compañeras con ojos de envidia viéndolas con las manos cubiertas de arcilla húmeda, escuchando sus risas que ascendían hacia el techo de mimbre mientras charlaban, añadían nuevos cordones de arcilla y alisaban el perfil de las nuevas vasijas, en tanto que Hoshi’tiwa, como si se hubiera vuelto invisible para todos, se veía obligada a realizar las tareas que ninguna quería hacer.
Se animaba a sí misma con fantasías acerca de cómo conseguiría provocar un diluvio en el que se ahogarían todos los toltecas. En su imaginación, el Pueblo del Sol sería respetado por las aguas, pero el malvado señor y sus dignatarios y nobles, junto con todos los jaguares, perecerían en la colosal inundación que Hoshi’tiwa atraería sobre el cañón y sus cuerpos serian arrastrados por la violenta ola como astillas a merced de un río impetuoso. «Lo lamentaréis. Me suplicaréis que haga cesar la lluvia».
Aquella noche, después de la cena, una mujer mayor, cuyos cabellos no eran aún completamente grises pero tenía en su rostro las arrugas de la madurez, le preguntó amablemente a Hoshi’tiwa por qué estaba tan enfadada.
Hoshi’tiwa miró su rostro bondadoso y sincero. Aunque la mujer llevaba en la barbilla el tatuaje azul del clan del Puma, a Hoshi’tiwa le pareció encontrar en ella cierto parecido con su propia madre, y le respondió:
—Soy makai-yó.
La mujer, que se llamaba Yani, fue a emitir una exclamación de sorpresa, pero enseguida se llevó la mano a la boca. Susurró entre los dedos un conjuro mágico y trazó después en el aire un signo de buen augurio. A continuación miró a Tupa, que seguía en su rincón trasegando sorbos de nequhtli mientras pensaba con nostalgia en los tres maridos a los que había sobrevivido. Una persona makai-yó traía mala suerte a cuantos estaban a su alrededor. El makai-yó agriaba la leche de los pechos y podía hacer que el agua hirviera sin fuego. Eran muchos los que veían a estas personas como individuos marginales, relacionados con prácticas malignas y de brujería.
Yani sabía que eso no era cierto. En toda su vida solo había conocido a una persona declarada makai-yó, una muchacha que había sido sorprendida en una relación sexual con un sacerdote. La habían conducido a rastras a la plaza principal, ante todo el pueblo, la habían desnudado, declarado makai-yó y atado en el altar de piedra donde, todavía viva y consciente, le habían arrancado el corazón del pecho, palpitante aún, para que todo el mundo lo viera.
Al amante de la muchacha, en cambio —recordaba Yani entre lágrimas— se habían limitado a devolverlo a su ciudad natal, en el sur.
Vio con alivio que Tupa no había oído la confesión de Hoshi’tiwa. De haberlo hecho, hubieran tenido que poner el taller patas arriba para purificar ritualmente mediante el fuego todo lo contenido en él. Y a la persona así maldecida…
Yani se estremeció pensando en la terrible suerte que hubiera podido corresponderle a Hoshi’tiwa si su condición de tabú hubiera llegado a oídos de la muy supersticiosa Tupa.
—¿Qué te ha ocurrido, niña? —le preguntó Yani, con el corazón movido a compasión, porque aquella muchacha inocente del pasado había sido hija suya.
Hoshi’tiwa le contó su historia, y concluyó.
—Y ahora soy makai-yó por culpa del engaño de Moquihix. Dijo una mentira para que yo no pudiera escapar y volver a mi clan. Ahora soy una prisionera, aunque no esté atada por cuerdas ni haya guardias que me vigilen. Pero no quiero permanecer en este horrible lugar.
—¿Horrible? —dijo Yani—. No es horrible, niña. Es un lugar maravilloso. Aquí viene gente de los lugares más alejados de la tierra para hablar con los dioses, para obtener medicinas y ropas, para relacionarse con parientes lejanos. El Lugar del Centro es el corazón de nuestro pueblo, Hoshi’tiwa.
—Pero está gobernado por los toltecas.
—No ha sido así siempre, y… —añadió Yani bajando la voz— tal vez tampoco será siempre igual. A mí me encanta el Lugar del Centro. Nací aquí. Mi madre me enseñó su oficio en este mismo taller, y su madre se lo enseñó a ella. Pero yo estoy en el final de la línea, porque no tengo hijos. Aun así, estoy contenta. Mis cuencos y mis jarras son mis hijos.
Sus palabras horrorizaron a Hoshi’tiwa, que se prometió a sí misma que jamás llegaría a la vejez con solo cuencos y jarras a su alrededor en lugar de hijos.
Pero al momento siguiente, para su sorpresa —porque ¿qué tenía eso que ver con el pensamiento de unos hijos…?—, le vino de repente a su espíritu el recuerdo del Señor Chacal en la primera aparición del Lucero del Alba, cuando lo había tomado por un sacerdote.
Su rostro… ¡Había leído tantas cosas en él: tristeza, añoranza, soledad…! Hoshi’tiwa recordó que Desnarigado le había dicho que el Señor Chacal se sentía triste y melancólico porque deseaba ir a su hogar y, sin embargo, tenía que permanecer aquí. Cuando empezaba a sentir que su corazón se compadecía de él, se recordó a sí misma que el Chacal era un devorador de maíz humano, que era un caníbal.
Y rendía culto al Lucero del Alba. Eso decía ya algo acerca de sus captores. Mientras que su propio pueblo adoraba al sol y regía sus vidas en consonancia con el predecible y benevolente ciclo solar, los toltecas se guiaban por una estrella que se movía en el firmamento ora en una dirección ora en la opuesta, que desaparecía durante determinados períodos (una estrella de cuya reaparición nadie podía estar absolutamente seguro). Esto explicaba su comportamiento artero y poco de fiar.
Hoshi’tiwa odiaba al Señor Chacal. Era el mal. Cuando fantaseaba acerca de su inundación, era su cuerpo el que primero veía arrebatado por el remolino de las aguas enfurecidas.
«Pero su cántico al Lucero del Alba era tan hermoso…».
De la misma manera que pensaba que ahora había dos Hoshi’tiwa, se preguntaba si no habría también dos Chacales: el malvado señor del Lugar del Centro y el hombre que cantaba a su dios de una forma tan bella.
Lo alejó de su mente.
—Traeré la lluvia que destruirá a los señores, y después volveré orgullosa a mi clan para contarles la gran hazaña que he realizado, y ya no seré makai-yó.
Mientras se decía que en toda su vida jamás había oído hablar de un makai-yó al que se le levantara su condena, Yani vio que la mandíbula de la joven se tensaba, rechinaba los dientes y se dio cuenta de lo que estaba pensando.
—Escúchame bien, niña… Refrena tu ira, porque no hay nada que puedas hacer para conseguir que tu vida vuelva a ser como antes y con eso solo vas a conseguir ponerte en peligro. Si los señores se dan cuenta de tu ira, te señalarán como peligrosa y te sacrificarán en el altar de la sangre.
—Iré con cuidado —asintió Hoshi’tiwa, aunque negándose a apagar el fuego de su furia.
Porque ella, la hija amante y obediente, tampoco había ido al Lugar del Centro. Otra Hoshi’tiwa ocupaba su sitio.
Pero Yani sabía que la amenaza de la muchacha era infantil, que estaba hecha de palabras hueras y que carecía de confianza en sí misma. Que aquella bravata de la joven era falsa y que, en lugar de expresar confianza en sí misma, nunca se había sentido tan impotente.
Hoshi’tiwa, por su parte, comprendía la sabiduría que encerraban las palabras de Yani, aunque no era capaz de afrontarlas. El desafío y la sed de venganza eran como una enfermedad que se hubiera apoderado de su cuerpo, y para la que no existían remedios: unas poderosas emociones que Hoshi’tiwa no sabía cómo controlar. La aterraba hasta la misma idea de alzarse contra un hombre tan encumbrado y poderoso como Moquihix. Y, sin embargo, por mucho que intentara acallar este pensamiento, solo conseguía hacer que creciera, como si su temor y su desesperación quisieran conquistar aquellas nuevas sensaciones solo para alimentarlas y hacerlas más fuertes.
Yani vio en los ojos de la muchacha el conflicto en que se debatía. Apoyó la mano en el brazo de Hoshi’tiwa como pidiéndola precaución, y dijo en voz baja:
—Un consejo más. No dejes que estas otras se enteren de que has sido declarada makai-yó. —Miró por encima del hombro a las mujeres y jóvenes que charlaban y se entretenían arreglándose los cabellos, y bajó la voz—. Si se enteraran, las cosas podrían ir mucho peor para ti.