Petrificada por el pavor, Hoshi’tiwa caminaba con el ejército del Señor de la Noche, cojeando porque sus pies descalzos no estaban acostumbrados a la aspereza de las piedras que lo pavimentaban. Poco a poco fue desapareciendo el pequeño llano en que se alzaba su poblado y no llegaban ya hasta sus oídos los llantos y gemidos de su familia en la gruta del acantilado. Tenía frente a sí la amplia carretera empedrada que los Señores de la Noche habían construido, recta como una flecha a través de los valles y entre las mesetas que había a los lados, dejando atrás despeñaderos habitados, casas y granjas: una carretera que conducía al Lugar del Centro y al incierto destino de Hoshi’tiwa.
En cabeza de la columna iba el Señor de la Noche, llevado en su magnífico trono sobre los hombros de cuarenta esclavos, todos ellos engalanados. Hoshi’tiwa solo podía ver el respaldo del trono en el que se sentaba el señor y, sobresaliendo por encima de él, las largas plumas verdes de su tocado. El alto oficial, Moquihix, viajaba también en una litera, pero más pequeña, portada solo por seis esclavos. Detrás seguían los jaguares, vestidos todos con pieles moteadas de animales hombres orgullosos y violentos armados con lanzas de punta de sílex y escudos para defenderse. Cerraban la columna los esclavos, cargados con alimentos y enseres dentro de unos sacos que llevaban a sus espaldas y sujetaban con cintas ceñidas a la frente Los objetos más pesados eran trasladados en pértigas que cargaban entre dos hombres.
Cuando la comitiva pasaba por las granjas y los poblados, hombres y mujeres dejaban lo que estuvieran haciendo y se postraban contra el suelo, tapándose las cabezas por miedo. La única excepción fue un kokopilau, que los siguió caminando por el borde de la carretera, con la cabeza inclinada bajo un pesado saco y llenando el aire con las notas alegres de su flauta. Tan importantes se consideraban el buen augurio del kokopilau y sus bendiciones, que era el único hombre que no tenía que inclinarse ante el gran señor.
Pero Hoshi’tiwa no se fijó en esto porque en sus ojos llevaba aún clavada la imagen de las lágrimas de Ahoté, del cuerpo decapitado de su tío, y del dolor que había visto en el rostro de su madre cuando Hoshi’tiwa se había negado a bajar por el despeñadero. Su corazón rebosaba emociones que no conocía, confusión, asombro, temor, tristeza… ¿Cómo podía haberla obligado su madre a hacer aquello?
Y una acción tan horrible… ¿ocurriría esa misma noche? El mero hecho de pensarlo la repugnaba. Se prometió a sí misma que se limitaría a tenderse en el lecho, inmóvil. A dejarle que él obrara a su antojo.
Pero con eso no le daría placer.
¿Qué podía hacer una mujer para asegurarse de complacer a un señor? ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Aunque virgen, Hoshi’tiwa sabía cómo hacían los hombres y las mujeres para fundirse en el amor y el deseo. Pero… ¿acaso no eran distintos los señores? ¿Se comportarían siquiera como personas normales? Había oído rumores que afirmaban que eran, en parte, bestias… Sí, pero… ¿en qué parte? Un sudor frío empapaba su cuerpo y la hacía temblar de miedo y repugnancia.
Al llegar el crepúsculo, el ejército hizo un alto y Hoshi’tiwa se sorprendió al ver, al lado de la carretera, un amplio campamento lleno de personas de todas las edades, atadas juntas, que lloraban o protestaban: cautivas como ellas. Los jaguares se retiraron al lado más distante del campamento y el Señor de la Noche fue conducido a un tipo de refugio que Hoshi’tiwa no había visto nunca antes: de telas de vivos colores tendidas sobre unos postes y fijadas al suelo mediante estacas, con un orificio de entrada cortado en la tela. El Señor de la Noche desapareció en el interior de aquella espléndida tienda, y la tensión de la espera hizo que Hoshi’tiwa se pusiera rígida.
El alto oficial, Moquihix, hizo una señal con la mano a uno de sus hombres para que le trajera a Hoshi’tiwa. Pero, en lugar de conducirla a la tienda del señor, fue llevada hasta una hoguera a cuyo alrededor había otros cautivos atados juntos, que protestaban y pedían ser puestos en libertad. El oficial se dirigió entonces a un esclavo que atizaba las brasas del fuego.
—Vigila que esta no se escape —le dijo.
—Obedezco —dijo el esclavo, y Moquihix se alejó de allí.
Una vez se hubo ido el oficial, el esclavo, un hombre panzudo que llevaba un taparrabos de tela blanca lleno de manchas y una sucia capa, que también debió de ser blanca, atada al cuello, irguió el cuerpo e hizo un ademán grosero en dirección a Moquihix, antes de mirar luego con ojos soñolientos a la recién llegada Hoshi’tiwa no pudo evitar fijarse en el rostro de aquel hombre. Jamás había visto a ninguno con una nariz como aquella.
El otro observó la expresión de su rostro; la había visto muchas veces antes.
—Me la cortaron hace años por haber estornudado en presencia de un señor —explicó.
Sacó entonces una cuerda de fibras de yuca, se la ató alrededor del tobillo y sujetó luego el otro extremo a una estaca de madera clavada en el suelo, dejando una longitud suficiente para que Hoshi’tiwa pudiera dar unos pocos pasos.
—¿Es esto? —comenzó la muchacha, mirando a su alrededor con ojos asustados. Por el oeste se ponía el sol, proyectando largas sombras sobre llanos y valles—. ¿Es esto el Lugar del Centro?
El esclavo sin nariz la miró como dándole a entender que su pregunta le parecía absurda y volvió a ocuparse del fuego.
Llegó entonces un hombre con tortillas de maíz, que arrojó al suelo. Los cautivos se abalanzaron enseguida sobre ellas. Para cuando Hoshi’tiwa consiguió abrirse paso, no quedaba ninguna tortilla. El hombre había traído también un cántaro con agua para que se lo pasaran unos a otros, pero cuando llegó hasta ella, estaba vacío.
—Tienes que darte prisa, si quieres llegar viva al Lugar del Centro —le dijo el Desnarigado, quien, por ser también él un capataz (aunque de inferior rango), mascaba una torta de maíz y bebía agua de su propio odre, sin ofrecer ni una gota a la muchacha.
Ahogando sus lágrimas, Hoshi’tiwa deseó replicar «No pretendo llegar al Lugar del Centro, así que no me importa que me den comida o no». Pero no dijo nada y se ensimismó para pensar en su desventura.
Cayó la noche, aparecieron las estrellas y la llanura se encendió con las luces de las hogueras. Los gemidos de los cautivos subían al aire para mezclarse con los cantos de los jaguares, que habían prendido una enorme hoguera cuyas centellas volaban como luciérnagas hacia el firmamento. Hoshi’tiwa jamás había oído tanto alboroto.
Mientras sus compañeros de cautividad disputaban por conseguir un lugar cerca del fuego —en su mayoría se cubrían solo con taparrabos, y se acercaba una fría noche de primavera—, Hoshi’tiwa no podía dejar de llorar. El Desnarigado, como lo llamaban, la conminó a guardar silencio. Estaba bebiendo nequhtli, un licor espumoso y embriagador hecho de la savia fermentada de la planta del maguey. Lo sorbió ruidosamente, se pasó la mano por la boca para enjugarse los labios y le dijo a la muchacha que debía sentirse honrada.
—Los señores a los que servimos no pertenecen al humilde Pueblo del Sol. Son toltecas, y se llaman así porque provienen de una lejana ciudad del sur llamada Tollán. Tu nuevo señor es un tolteca y, por lo mismo, superior a ti en todos los aspectos.
Mientras el hombre hablaba, Hoshi’tiwa estaba ya arañando a escondidas la cuerda de su tobillo. En cuanto todos se hubieran dormido, trataría de huir.
Desnarigado se rascó la barriga y se envaneció.
—Yo mismo tengo sangre tolteca en mis venas, pues desciendo de un antiguo linaje de pochtecas, honorables e hábiles mercaderes que comerciaban entre lugares muy distantes Mi tatarabuelo era propietario de sus tierras, y se nos respetaba por eso. Trabajaba como espía para los tlatoani de Tollán, y conocía los secretos de su gobierno —Desnarigado suspiró, volvió a llenar su copa y bebió más—. Mi antepasado viajó hasta el Lugar del Centro en busca de la piedra del cielo. Lo que encontró allí fue a un pueblo sencillo, que cultivaba maíz y vivía en casas modestas y que estaba deseoso de servir. Le pareció haber dado con un paraíso. Así fue como se corrió la voz desde su hogar hasta el sur, a través de Tollán y Aztlán, y aún más al sur, hasta Chichén, de que fueran todos al norte, donde la gente era dócil como ovejas, cultivarían maíz para ellos, les darían piedra del cielo y podrían vivir como reyes.
Un sanguinario alarido surgió de pronto de entre los jaguares que estaban en el otro lado del campamento. Desnarigado echó un rápido vistazo hacia allí y después apartó su mirada y tomó otro trago. A Hoshi’tiwa le pareció vislumbrar un destello de terror en sus ojos.
—Llevo dentro de mí la sangre de tu pueblo —dijo el hombre, con aire taciturno—, y por eso me ocupo de los esclavos, porque hablo vuestra lengua y sé cómo pensáis. —Su voz adoptó un falso tono de bravata—. Pero soy más tolteca, porque la sangre tolteca predomina en mí. —Se señaló con el pulgar su torso desnudo—. Mientras los del Pueblo del Sol excavabais hoyos en la tierra, mis antepasados levantaban pirámides en dirección al cielo.
Volvió a llenar su copa y miró con nerviosismo otra vez hacia el lugar donde alborotaban los jaguares, y siguió.
—Fueron los éxitos de mi tatarabuelo y de otros valientes pochtecas como él los que hicieron que el rey enviara un tlatoani para gobernarnos. Desde entonces hemos tenido tlatoanis aquí.
Su mirada congestionada recorrió el campamento y fue a parar a la tienda de vivos colores, que brillaba ahora con el resplandor de la luz salida de dentro.
Hoshi’tiwa no podía imaginar qué estaría haciendo el Señor de la Noche en el interior de su magnífica tienda, pero todos sabían que los Señores de la Noche cortaban carne humana y la comían con maíz. Devoraban aquel grano humano, como lo llamaban, para apaciguar a sus sanguinarios dioses. Hoshi’tiwa estaba decidida a huir antes de que el señor pudiera acudir a devorarla.
Finalmente, Desnarigado se quedó dormido, como los demás cautivos, y hasta los jaguares se fueron sumiendo en el silencio a medida que refrescaba la noche. Hoshi’tiwa se acurrucó sobre sí misma y lloró hasta adormecerse soñando con su hogar y con su amado Ahoté.
La despertó de pronto una mano ruda que le tapaba la boca y apretaba con tanta fuerza que no la dejaba respirar. Otras manos igualmente rudas tiraban de sus muslos y hacían fuerza para obligarla a separar las piernas ¿Era así como lo hacía el Señor de la Noche?
Pero entonces distinguió el feo rostro del animal que la sujetaba era uno de los guardias que vigilaban. Los gruñidos de los otros dos hombres quedaron apagados por sus jadeos en el intento de dominarla. Notó el aire frío en sus piernas cuando le levantaron brutalmente la falda.
«¡No!», gritó su espíritu aterrorizado Aquello era mucho peor que el estar a merced del Señor de la Noche.
En su esfuerzo por respirar y liberar sus brazos aprisionados, abrió la boca y la cerró con fuerza contra la mano que se la tapaba, clavando los dientes en la correosa palma hasta arrancarle sangre. El guardia soltó un alarido y una maldición y, en el breve instante en que Hoshi’tiwa tuvo la boca libre, gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Calla! —le susurró su atacante, pero la muchacha notó que las manos soltaban de inmediato sus piernas y oyó unas fuertes pisadas alejándose.
Al momento siguiente, el tercero de sus atacantes se incorporaba de pronto con una expresión de sorpresa en el rostro y caía hacia un lado con la lanza de un jaguar sobresaliendo, sangrienta, de su pecho.
Hoshi’tiwa se apartó tanto como se lo permitió la cuerda que la ataba por el tobillo, se bajó frenéticamente la falda y se sentó con las rodillas apretadas contra su pecho. Vio a través de las lágrimas que Moquihix cruzaba a grandes zancadas el campamento y le oyó gritar una orden a otros dos guardias, que se acercaron y se llevaron el cadáver de allí. Luego tuvo una breve y airada conversación con Desnarigado, quien miró hacia donde se encontraba Hoshi’tiwa y respondió mansurronamente:
—Sí, mi señor.
Antes de volver a su lugar junto al fuego, Desnarigado se acercó a la muchacha y le dijo en tono amargo.
—Por lo visto, mi trabajo va a ser mucho más difícil puesto que, además de mis otras tareas, voy a tener que proteger ahora la preciosa flor que llevas entre las piernas…
En esto estaban de acuerdo Hoshi’tiwa y el repulsivo esclavo. Pero la muchacha tenía otras razones para proteger su virtud. En cuanto el Señor de la Noche hubiera dispuesto de ella a su placer, ningún hombre la querría ya, ni siquiera Ahoté. No casarse significaría también no tener hijos, y le valdría a Hoshi’tiwa el desprecio y la lástima de todos cuantos la rodearan. No solo tenía que protegerse de todos los hombres violentos que marchaban en aquel ejército, sino que también tenía que discurrir una forma para librarse del codicioso deseo del príncipe. Quizá buscando alguna forma de conseguir que no la deseara…
Pero… ¿no irritaría eso a los dioses?
¿A qué dioses? Esta era una pregunta para la que Hoshi’tiwa no tenía respuesta. Sabía que, con anterioridad a la llegada de los señores, el Pueblo del Sol vivía bajo la tutela de unos seres benevolentes invisibles que traían la lluvia, hacían crecer las cosechas y mantenían el equilibrio del mundo. De hecho, el pueblo de Hoshi’tiwa se preocupaba menos de rendir culto a esos espíritus que de evitar ofenderlos. Si la naturaleza abandonaba aquel estado de equilibrio y se producía una inundación catastrófica, un desastre en las cosechas o una enfermedad que aniquilara a una tribu, todo eso sucedía porque los espíritus del equilibrio se sentían enojados y era menester apaciguarlos.
Pero desde la llegada de los señores, mucho antes de que hubiera nacido Hoshi’tiwa, en el mundo de lo invisible se habían introducido nuevos dioses, traídos del sur por los invasores, unos dioses que adoptaban forma humana y que tenían nombres, como Tlaloc, el dios de la lluvia, a la vez que iras y apetitos. Algunos de estos seres superiores formaban incluso familias. Había oído a los hombres de su clan comentar en voz baja durante la noche que los espíritus del Pueblo del Sol estaban siendo ahuyentados por aquellas divinidades celestes más fuertes, que poseían nombres, forma humana y armas, con lo que algún día el mundo se saldría de quicio y permanecería así para siempre.
¿A qué dioses, pues, debería apaciguar si se entregaba al Señor de la Noche? ¿Qué invisibles espíritus velaban por la doncella Hoshi’tiwa y le exigían tanto? Lejos de su pueblo y de la prudencia de los ancianos, Hoshi’tiwa no tenía a quién volverse, y nada más que su joven e inexperto corazón para pedirle respuestas.
Pero a renglón seguido pensaba en su familia y en la vergüenza que atraería sobre ella si rehuyera una prueba de valor y firmeza. Sabía lo que se esperaba de ella: que se sacrificara por el honor de su clan.
Una vez que el señor hubiera acabado con ella, se esperaba que Hoshi’tiwa se diera muerte a sí misma.
Tales eran los tristes pensamientos que daban vueltas una y otra vez en su cabeza como un pobre animal atado, sin llegar a ninguna conclusión.
Al despertar a la mañana siguiente vio que Desnarigado cortaba las ataduras de tres cautivos que habían muerto durante la noche.
Los capataces iban de un lado para otro por el gran campamento lanzando a los cautivos tortillas de maíz y pasándoles odres de agua. Hoshi’tiwa tuvo que ver de nuevo cómo se quedaba sin nada que comer ni agua para beber. Se consoló con el pensamiento de que tal vez al señor no le gustaría acostarse con una mujer toda pellejo y huesos.
Desnarigado estaba de pésimo humor y se quejaba de que los demonios gritaban dentro de su cabeza. Mientras alineaba a sus prisioneros y volvía a atarles los tobillos para la jornada de marcha, Hoshi’tiwa advirtió que dirigía frecuentes miradas a los jaguares que formaban con sus lanzas y escudos. Una vez más le pareció ver el miedo en sus ojos.
Moquihix, el alto oficial, trepó a un peñasco y reclamó desde allí la atención de los hombres, su manto de color escarlata y su túnica de resplandeciente color azul refulgían bajo el sol, mientras el viento agitaba las plumas de su tocado. Todos los congregados guardaron silencio. Y cuando Moquihix anunció la presencia del Señor de la Noche, se arrodillaron todos, se tendieron de bruces contra el suelo y se taparon las cabezas con los brazos. En realidad, los llamaban Señores de la Noche porque el pueblo ignoraba qué aspecto tenían, ya que estaba prohibido alzar los ojos y mirarlos. Solo los muertos habían visto a los Señores de la Noche. Pero cuando los cautivos se prosternaron ante la figura que viajaba en el gran trono, Hoshi’tiwa no pudo resistir el impulso de levantar la cabeza para ver pasar al Señor de la Noche, el hombre que había decretado su infortunio.
Miró, pues. Su figura no evocaba la noche, pues vestía con un lujo tan espléndido que los tonos escarlatas y vivos amarillos de su atuendo, junto con los deslumbrantes azules, casi hacían daño a la vista. En realidad, casi no vio al hombre, pues era todo él plumas y flores, resplandeciente como un dios.
Pero entonces sintió un fuerte dolor en el cráneo, oyó un golpe seco y vio estrellas y planetas antes de sumirse en la oscuridad.
Cuando volvió en sí, el sol estaba ya alto y ella caminaba por la carretera entre dos esclavas que la sostenían por los brazos. La cabeza le daba dolorosas punzadas, y no tardó en comprender que debía de haberla golpeado algún capataz por haber tenido la osadía de mirar a un Señor de la Noche. Tenía hambre y sed, y sus pies descalzos estaban llenos de ampollas. Pero aquella marea humana en movimiento no se detenía. Al rato recorrieron las líneas unos capataces con tortillas y agua, y esta vez Hoshi’tiwa recibió su parte.
La muchacha caminaba entre sollozos y traspiés, sintiéndose traicionada por su madre, por su clan. Se sentía la criatura más desgraciada de la tierra hasta el momento en que la columna se cruzó con un contingente de esclavos que se dirigían a las minas de piedra del cielo del norte porque entonces vio a otros mucho más desgraciados que ella. Aquellos pobres hombres avanzaban a fuerza de implacables latigazos y pocos de entre ellos se molestaron en inclinar la cabeza al paso del señor, porque, siendo como eran los hombres más desdichados, su suerte era ya la peor que podía caberle a un ser humano y, por lo mismo, no temían a ningún hombre ni a ninguna ley. La gente decía que era preferible la ejecución a la suerte de un condenado a extraer piedra del cielo, porque ninguno sobrevivía al trabajo en las minas. Olvidando su propia desgracia, el corazón de Hoshi’tiwa se compadeció de aquellos pobres hombres, porque sin duda no podía haber crimen tan horrible que mereciera un destino tan cruel.
Cuando aquel río humano comenzó a dirigirse hacia el este, las cordilleras montañosas dieron paso a largas líneas de mesetas separadas por cañones que tenían a uno y otro lado despeñaderos de arenisca de color rojo o dorado. De cuando en cuando surgía un islote de bosque de montaña, pero cada vez eran menos y se encontraban a mayor distancia, del mismo modo que cada vez se hacía más difícil encontrar lagos y riachuelos.
Al anochecer, la expedición hizo un alto y los jaguares rompieron filas y comenzaron a golpear sus escudos con las lanzas, atronando el valle con el ruido. Después se pusieron a alzar su hoguera nocturna e iniciaron sus juegos y danzas al resplandor del fuego. Desde el lugar que ocupaba en el enorme campamento Hoshi’tiwa no podía verlos, pero oía sus cánticos alrededor de la hoguera y el griterío que suscitaban sus animados juegos a la luz de las antorchas. Sus risotadas de placer helaban a cualquiera hasta el tuétano.
La muchacha había supuesto que esa noche la llevarían a la tienda del Señor de la Noche, pero una vez más se vio atada a una estaca clavada en el suelo a la hora de repartirse entre los esclavos el agua y las tortillas de maíz. Apenas comió por la repugnancia que la inspiraba la perspectiva de su noche con el señor ¿Qué era lo que estaba esperando?
Cuando Desnarigado se puso a consumir su brebaje y a hablar de tiempos mejores, Hoshi’tiwa empezó a repartir su tiempo entre llorar y preguntarse cómo escaparía; pero al final la rindió el sueño.
La despertaron durante la noche unos alaridos de agonía humana, y tuvo que taparse los oídos con las manos para conseguir silenciarlos. Al día siguiente se fijó en que las puntas de lanza de sílex de las armas de los jaguares goteaban sangre.
La tercera noche en el campamento, cuando los gritos y los tañidos de los soldados rivalizaban por subir hasta las estrellas, Hoshi’tiwa le preguntó a Desnarigado qué era lo que ocurría.
El hombre la miró con perplejidad, como si lo pillara de sorpresa la ignorancia de algo tan sumamente obvio.
—Son los Ocho Días —dijo
—¿Ocho días?
Las cejas del hombre descendieron sobre los dos orificios que le servían de ventanas nasales.
—Un tiempo crítico para el Señor de la Noche y los jaguares. Un tiempo en el que… —añadió él, mirando por encima del hombro— puede ocurrir cualquier cosa.
Su tono hizo que Hoshi’tiwa sintiera un hormigueo de temor en la garganta.
—¿Qué sucede al llegar el octavo día? —preguntó. Cuando él no respondió, la muchacha paseó su vista por los centenares de hombres, mujeres y niños que se apiñaban alrededor de las hogueras—. ¿Para qué han sido apresadas todas estas personas?
—Para servir a los señores —dijo Desnarigado. Y se encogió de hombros.
Pero una creciente sensación de miedo hizo pensar a Hoshi’tiwa que el motivo de haberlas reunido era otro.
Cada noche, en efecto, los jaguares se mostraban más violentos con sus cánticos y griterío, y durante el día Hoshi’tiwa notaba su agitación en la forma como avanzaban, como si apenas obedecieran a ningún control. A la sexta noche, cuando Moquihix hacía su ronda por los pequeños grupos reunidos en torno a las fogatas, notó que tenía el cuerpo tenso y los ojos recelosos y alerta. Mientras tanto, Desnarigado bebía como si tuviera miedo de algo, hasta que el nequhtli le hacía perder el conocimiento.
Hoshi’tiwa, en cambio, no pudo dormir se pasó la noche tiritando bajo las estrellas y preguntándose una y otra vez qué sucedería al octavo día.