El mensajero aceleró su carrera por la ruta pavimentada, mientras el temor sacudía violentamente su corazón. Le sangraban los pies, pero no se atrevía a detenerse. Miró hacia atrás. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos por efecto del terror. Tropezó, luchó para recuperar el equilibrio y siguió adelante. Tenía que prevenir al clan.
Se acercaba un Señor de la Noche.
Hoshi’tiwa se hallaba sentada al sol al pie del acantilado, ocupada en hilar algodón para su vestido de novia. Tenía las piernas cruzadas y movía un huso de madera subiéndolo y bajándolo por su muslo para tomar hábilmente fibras limpias de un cesto lleno de algodón cardado y sumarlas al hilo que iba creciendo poco a poco y que sería luego teñido y tejido para formar finalmente una cinta para sus cabellos.
A su alrededor, todo el clan estaba ocupado en las tareas de la vida diaria: los granjeros en plantar maíz, las mujeres en mantener los fuegos para cocinar y en cuidar a los niños, y los alfareros en hacer las tinajas para agua de lluvia por las que era celebrado su clan, aunque algunos de ellos habían sido apartados de sus tareas para ayudar en la siembra. Porque el año anterior, en efecto, cuando habían acudido al Lugar del Centro a entregar su tributo anual de grano, al Pueblo del Sol se le había dicho que aquel año la cantidad debía doblarse. Aquello suponía un esfuerzo para el clan, pero todos cooperaban y estaban seguros de poder alcanzar la cuota.
Mientras Hoshi’tiwa hilaba su algodón, no sabía que, en el otro extremo del mundo, un pueblo de extraña raza había llamado a este mismo ciclo del sol el Año de Nuestro Señor de 1150. No sabía que aquellas gentes viajaban montadas a lomos de animales, algo que su propio pueblo no hacía, ni que empleaban una herramienta llamada rueda para transportar cosas. Hoshi’tiwa no sabía nada de catedrales y pólvora, de café ni relojes, y no podía imaginar que aquella gente llevara su rareza al extremo de dar nombres a sus cañones, ríos y montañas.
El poblado de Hoshi’tiwa no tenía nombre. Ni lo tenían el cercano río o las montañas que se alzaban sobre sus cabezas. Muchos años después, en el futuro, otra raza vendría a ese lugar y daría nombres a todo cuanto vieran y recorrieran. A trescientos veinte kilómetros al sudeste de donde ahora sentía Hoshi’tiwa el calor del sol en los brazos, surgiría una ciudad a la que llamarían Albuquerque. Y los trescientos mil kilómetros cuadrados de tierra circundante se conocerían con el nombre de Nuevo México. La muchacha no podía saber que durante siglos a partir de entonces los extranjeros recorrerían las tierras situadas al norte de su asentamiento y les darían el nombre de Colorado.
Solo había un lugar que Hoshi’tiwa conociera por un nombre: el Lugar del Centro, llamado así porque era el centro del comercio y de comunicación para su pueblo, además de un importante centro religioso. Aun así, siglos más adelante el nombre de Lugar del Centro sería reemplazado por el de Chaco Canyon, y unos hombres y mujeres llamados antropólogos visitarían sus ruinas y especularían, discutirían, debatirían y teorizarían acerca de lo que llamaban el Abandono. Aquellas personas de un futuro lejano se preguntarían por qué Hoshi’tiwa y su gente, a la que los antropólogos llamarían incorrectamente «anasazi», se habían desvanecido de súbito, sin dejar ningún rastro.
Hoshi’tiwa ignoraba el hecho de que algún día sería parte de un antiguo misterio. De haberlo sabido, hubiera dicho que no había nada misterioso en su vida. Su clan había vivido durante generaciones al pie de aquella escarpadura, en el recodo de un riachuelo, y a lo largo de todos aquellos siglos casi nada había cambiado. Si acaso, sus casas eran ahora mayores, un poco más complejas, y su cerámica había evolucionado hacia diseños más ingeniosos. Aparte de eso, cada generación era como la que la había precedido.
Hoshi’tiwa era la hija de un sencillo artesano, una muchacha que se sentía agradecida por lo poco que tenía a su alcance, pero que vivía segura con la convicción de que su mañana sería igual que el ayer.
El mensajero dio un traspié y cayó al suelo, sintió un agudo dolor en la rodilla derecha Mientras luchaba por incorporarse, notó en las piedras que pavimentaban la amplia carretera las vibraciones atronadoras de los pasos de un ejército enemigo en pleno avance. Tragó saliva aterrorizado.
Se acercaban los caníbales.
Hoshi’tiwa miró al apuesto Ahoté, que se hallaba ante el Muro de la Memoria, con su vigoroso cuerpo resplandeciente bajo el sol pues solo lo cubría con un taparrabos. Bajo la tutela de su padre, el joven Ahoté estaba recitando la historia del clan, empleando como guía los pictogramas pintados en el muro. Cada símbolo representaba un hecho importante del pasado del clan. El padre de Ahoté le señalaba ahora la figura conocida como Kokopilau, el Flautista, con la espalda encorvada por el peso de su gran saco repleto de regalos y bendiciones. Los kokopilau eran una hermandad secreta de hombres conocidos por su carácter caprichoso y sus buenas acciones. Nadie conocía el origen de la hermandad, ni a qué se habían juramentado sus miembros ni a qué dioses servían, pero los kokopilau recorrían el campo y eran bien recibidos en todos los hogares. Una visita de un kokopilau era siempre un tiempo para celebrar, porque traía buena suerte y creciente fertilidad. La ocasión conmemorada en el Muro de la Memoria celebraba la vez en que un kokopilau había permanecido siete días con el clan, en una visita que había dado lugar a un aumento de la cosecha de maíz y de los embarazos entre las esposas.
Había muchos otros símbolos en el Muro de la Memoria —espirales, animales, personas, rayos…—, demasiados para que el clan los recordara: esta era la tarea de un hombre del clan, El Que Une a la Gente. No tenía más trabajo que este: ni siquiera se le pedía que ayudara en las tareas de la cosecha, cuando colaboraban todos los miembros del clan, incluidos los niños, porque El Que Une a la Gente tenía que visitar el muro todos los días y recitar para sí mismo la larga historia que se recordaba en él.
El corazón de Hoshi’tiwa rebosaba de esperanza y amor. La vida era buena. Por todas partes despuntaban flores. Las aguas del riachuelo eran frescas y estaban llenas de peces. El clan era saludable y próspero. Y, a sus dieciocho años, Hoshi’tiwa veía ya próximo el día de su boda.
Era consciente de que debía sentirse afortunada por poder casarse con un muchacho de su propio clan. Eso significaba que no tendría que trasladarse a otra aldea y vivir separada de su familia. Las reglas del compromiso matrimonial eran complejas y los tabúes se observaban estrictamente. Solo por una circunstancia accidental de su linaje a Ahoté, al que Hoshi’tiwa amaba desde que eran niños, se le permitía casarse dentro del clan y no estar obligado a buscar esposa entre las jóvenes de los asentamientos distantes.
Antes del compromiso, los linajes eran investigados implacablemente, y los ancianos del clan examinaban a fondo la intrincada red de tíos, tías y primos de la línea materna, así como los tíos, tías y primos de la línea paterna, cada uno de los cuales mantenía una relación especial con respecto a la futura novia o novio. El estudio de estas líneas de parentesco requería días…, días de mucho discutir, recordar y devanarse la mollera, pues sobre el clan caería un desastre si se formara accidentalmente una unión prohibida por algún tabú.
Pero el padre de Ahoté, El Que Une a la Gente, no estaba emparentado con los padres de Hoshi’tiwa, ni siquiera como primo lejano. El abuelo de Ahoté se había unido al clan cuando se casó con la hija de un conjurador de espíritus, y él mismo se habría convertido también en un conjurador de espíritus de no ser porque El Que Une a la Gente de entonces perdió a su único hijo a consecuencia de una misteriosa hemorragia. Aquello había estremecido de pánico a todo el clan: sin nadie capaz de leer el Muro de la Memoria, perderían su pasado y todo vínculo con sus ancestros. Los ancianos habían buscado un sustituto y habían llegado a la conclusión de que el yerno del conjurador de espíritus poseía una mente despierta y destacaba recordando cosas. Por eso, dos generaciones más tarde, su nieto Ahoté era libre para casarse con Hoshi’tiwa.
Ahoté miraba ahora a la encantadora Hoshi’tiwa, sentada al sol con su vestido de brillante y cálido color rojo amapola. Su cuerpo de muchacho se agitaba con deseos de hombre al pensar en sus futuras noches como marido. Un pellizco en el brazo lo devolvió a su lección, y recitó: «Y entonces el pueblo conoció la Primavera de la Caza Abundante, cuando el uapití bajó de la meseta para ofrecerse a nosotros como comida». El símbolo representado en el muro era un venado con flechas en el cuerpo.
El último símbolo pintado en el muro era un círculo con seis líneas arrancando de él, que señalaba el avistamiento de un cometa surcando el firmamento el verano anterior. Ningún nuevo símbolo se había añadido desde entonces, porque no había ocurrido ningún acontecimiento significativo. Mientras se lo recitaba a su padre, Ahoté se preguntó cuál sería el nuevo símbolo que continuaría la larga historia de su clan.
El mensajero cayó de nuevo, marcando con su sangre la piedra arenisca del camino; tenía las rodillas rasguñadas y sangrantes, y todos los huesos le chirriaban de dolor. Sabía que podía salvarse con solo que se saliera de la carretera y se desviara hacia la izquierda para meterse por un estrecho barranco que lo ocultaría a la vista del ejército que se aproximaba. Pero las personas que vivían en el asentamiento eran su propia gente. Confiaban en él como vigía para prevenirlos en caso de peligro.
La madre de Hoshi’tiwa hizo una pausa en su trabajo con la piedra de moler que transformaba el grano en harina y levantó la vista al firmamento. El mundo parecía estar bien, pero no era esa la sensación que daba. Paseó la vista por la pequeña plaza. Allí cerca estaba la joven Maya, sentada en el interior de su casa de adobe, ocupada en amamantar a su bisabuelo. Su pequeño lloraba en el cesto con que lo llevaba a su espalda, pero tendría que esperar a que se alimentara el anciano. Al hombre se le habían caído hacía mucho los dientes, y ahora le costaba incluso tragar las gachas. Por eso, siguiendo la antigua costumbre de mantener las valiosas vidas de los ancianos —por ser los únicos que conservaban el recuerdo de lo que había ocurrido— su bisnieta lo alimentaba con su propia leche.
Por la puerta entreabierta de la construcción de adobe que se alzaba al lado salían gritos de dolor. La madre de Hoshi’tiwa podía distinguir, en la penumbra, a su amiga Lakshi, que estaba de rodillas, con los brazos por encima de la cabeza y las muñecas atadas a una soga suspendida del techo. Arrodilladas la una frente a Lakshi y la otra a su espalda, dos parteras la ayudaban a dar a luz a su bebé.
Todo normal, nada fuera de lo ordinario. Pero había algo que desentonaba. El aire estaba demasiado inmóvil; los sonidos, demasiado apagados, la luz del sol era demasiado dorada. ¿Sería este el día?, se preguntó Sihu’mana, ¿el día con el que había soñado, en una turbada pesadilla, mucho tiempo atrás? ¿Habría llegado por fin? ¿O serían solo los nervios de una madre ante la próxima boda de su hija?
Porque ninguna madre podía descansar tranquilamente de noche mientras su hija existía en el frágil estado intermedio entre la niñez y el matrimonio. Una vez que Hoshi’tiwa estuviera bajo la protección de un esposo, Sihu’mana, como todas las madres desde el comienzo de los tiempos, respiraría más tranquila.
Había dos cosas que los que contraían matrimonio aportaban a su unión, el hombre, su valor, y la mujer, su honor. Preservar la virginidad de su hija no había sido tarea fácil porque Hoshi’tiwa había sido bendecida —o maldecida, depende de cómo se mirara— con el don de la belleza. Todos recordaban aún, aunque nadie hablaba de ello, a aquella pobre chica, Kowka, que, pocos días antes de su boda, había ido con sus hermanas a buscar huevos de pinzón, se había extraviado río arriba, y una pandilla de merodeadores del norte la habían atacado al encontrarla sola y sin protección. La muchacha había sobrevivido al ataque, pero ningún hombre estaba dispuesto a casarse con ella a causa de las complejas reglas del clan y los tabúes relativos al sexo. Todos tenían prohibido mantener relaciones sexuales con un miembro de otra tribu; las bodas solo podían concertarse con personas del Pueblo del Sol, cuyos clanes eran tan numerosos que podían ofrecer múltiples elecciones. Una mujer no podía yacer con su hermano, tíos o primos varones. Y una virgen no podía unirse a un hombre con anterioridad a la celebración del matrimonio. Atendiendo a que los violadores de Kowka pertenecían a una tribu del norte que veneraba a diferentes dioses y tenía distintas creencias, y a la virginidad de la muchacha, los ancianos la habían declarado makai-yó…, impura. Y a pesar de las súplicas de su madre para que se mostraran indulgentes, habían conducido a Kowka fuera del poblado y jamás se había vuelto a saber nada de ella.
La súbita aparición de Kowka en sus pensamientos alarmó a Sihu’mana, por lo que se apresuró a murmurar unas palabras de buen augurio y trazó un signo protector en el aire. Hacía años que no pensaba en la desgraciada muchacha. ¿Se trataría ahora de un presagio?
Lo cierto es que los temores de Sihu’mana retornaron con toda su fuerza. El sueño profético…
Por espacio de dieciséis años había mantenido aquel secreto en su corazón, sin descubrírselo ni siquiera a su hija Hoshi’tiwa, a quien se refería. Por espacio de dieciséis años Sihu’mana había rezado a los dioses, les había ofrendado más grano del debido con la esperanza de poder convencerlos de que no era justo arrebatarle a una mujer su única hija. El fértil seno de Sihu’mana había engendrado ocho hijos. Dos nacieron muertos, dos no sobrevivieron al primer año, otros dos murieron antes de haber cumplido los cinco, y el hijo que hubiera sido el hermano mayor de Hoshi’tiwa murió al alcanzar la mayoría de edad, cuando, obedeciendo a su visión, marchó a las montañas sin más armas que una simple lanza. Allí consiguió dar muerte a un puma… pero después de que la bestia hubiera abierto de un zarpazo al abdomen del joven, que había podido regresar a casa conteniendo sus intestinos con la mano, aunque cayó muerto a los pies de su madre.
No habían venido más hijos después, ya que el flujo menstrual de Sihu’mana había cesado; por eso, durante dieciséis veranos, había amado a Hoshi’tiwa y la había protegido, le había enseñado a caminar y a hablar, a ser amable y paciente, a ser educada y modesta, y la había instruido en las tradiciones del clan y en sus muchos tabúes para asegurarse de que la niña no quebrantara accidentalmente una ley y causara con ello un desastre para la familia. Pero, sobre todo, Sihu’mana había enseñado a su hija a «hablar» a la arcilla con sus hábiles dedos, a elaborar las tinajas para agua de lluvia más hermosas que el clan hubiera visto a lo largo de generaciones. Durante dieciséis años, Sihu’mana se había tragado sus miedos junto con sus tortillas, esperando que aquellos sueños suyos hubieran sido solo el resultado de haberles puesto demasiadas especias, demasiado chile, o meramente la travesura de mal gusto de un espíritu burlón.
Pero ahora su sangre y sus huesos le estaban gritando otra cosa. Hasta el mundo con sus árboles y rocas, con sus pájaros, parecía gritarlo. Y cuando vio pasar a la vieja Wuki, cargada con una cesta de cebollas que acababa de extraer de su huerto, Sihu’mana lo supo también. El temido día finalmente había llegado.
Pero ¿por qué? ¿Qué era exactamente lo que le estaban gritando su carne y sus huesos? ¿De qué servía una premonición que prescindía de detalles? Alzando de nuevo la mirada al cielo, y manteniéndola fija en el claro y profundo azul, Sihu’mana recordó las ominosas circunstancias que rodearon el nacimiento de Hoshi’tiwa y se preguntó si la premonición tenía algo que ver con la lluvia.
Los dioses siempre habían mirado con ojos benévolos el asentamiento de Sihu’mana. En el invierno, la nieve caía copiosamente sobre las ramas de cedros y pinos, en verano, las lluvias bendecían los campos de maíz repletos de mazorcas. Su pueblo siempre gozaba de una abundante cosecha en otoño. Y aunque una gran parte del grano era enviado al Lugar del Centro, exigido por los Señores de la Noche desde los tiempos más lejanos a que se remontaba la memoria del clan, siempre quedaba lo suficiente para los granjeros y sus familias. E incluso este año, en que los señores exigían más porque, según se rumoreaba, en las tierras situadas al sur del Lugar del Centro los campos de maíz se agostaban porque las nubes les negaban la bendición de la lluvia, el clan de Sihu’mana no se inquietaba. Ellos siempre tendrían lluvia porque sus alfareros fabricaban las mejores tinajas del mundo para el agua de lluvia.
Todos sabían que, si la lluvia no tenía dónde caer, no caería. Y que cuanto más exquisito fuera el recipiente, más lluvia atraería. Consiguientemente, había cientos de tinajas moteando el paisaje al pie de la escarpada pendiente, delante de las puertas, alrededor de la kiva, a lo largo de las paredes y en los alféizares de las ventanas, llenándose del precioso líquido que alimentaba las cosechas de maíz, los frijoles y los zapallos. Y el cazo o cantimplora para beber los sedientos. Las tinajas para agua de lluvia del clan eran tan apreciadas por los habitantes de aldeas y granjas lejanas, que los comerciantes y viajeros se detenían allí con frecuencia a intercambiar «piedras del cielo», carne y mantas de plumas por tan exquisita cerámica.
El turbado corazón de Sihu’mana la impedía concentrarse por entero en moler el maíz. Sus ojos recorrían continuamente la plaza, las casas de adobe, los campos y el río, hasta que por último se detuvieron en su hija, que seguía hilando algodón. Allí estaba la raíz de su intranquilidad: Hoshi’tiwa era una joven bella, callada y modesta. Sin embargo, Sihu’mana se preguntaba a veces si no habría una pizca de orgullo acechando tras aquella sonrisa tímida. Y el orgullo, como todos sabían, era el primer paso hacia una caída.
Deseaba yacer tendido allí, al calor de las piedras del pavimento. El mensajero estaba tan agotado, que dudaba de sí podría levantarse para recorrer el último trecho hasta el asentamiento.
Pero allí estaba su familia Su abuela Wuki y su hermana Lakshi. No podía permitir que los caníbales las hicieran cautivas.
Y, por eso, con un esfuerzo final, y una desesperada y muda plegaria a los dioses, el corredor se alzó sobre sus pies sangrantes y se precipitó en busca de los acantilados de donde lo llamaba el río familiar de su hogar.
Hoshi’tiwa procuraba no sentirse orgullosa, pero siempre se daba cuenta de que sus tinajas para agua y las que elaboraba su madre eran las primeras que elegían los comerciantes. La madre la advertía a menudo.
—No te envanezcas de tu don, hija mía. Recuerda que los dioses se lo negaron a algún otro que pudiera haberlo tenido. Por eso el orgullo desagrada a los dioses.
Aun así, todo el mundo afirmaba que Hoshi’tiwa tenía un don sagrado ¿Cómo podía dejar de sentirse orgullosa, sobre todo ahora, que estaba prometida a Ahoté, quien se preparaba, a su vez, para ser uno de los hombres más importantes del clan?
Añadió al hilo más fibras de algodón, cuidando de mantenerlo fino y uniforme. A Hoshi’tiwa no le gustaba hilar, como a algunas de las otras muchachas, porque lo suyo era la cerámica. Pero le correspondía por derecho propio confeccionar su traje nupcial, y por eso la habían relevado de sus tareas de alfarería hasta después de que se celebrara la boda.
Una nube pasó por delante del sol, y sumió en una breve oscuridad el asentamiento y los campos de maíz. Pero aquello no preocupó a Hoshi’tiwa, porque era primavera y el tiempo se mostraba caprichoso. No se le pasó por la imaginación que pudiera ser un presagio, una señal de que se acercaba otro tipo de nubarrón.
Hoshi’tiwa deseaba que le hubiera sido posible confeccionar con algodón todo su ajuar de novia, pero el algodón era un bien muy valioso, su clan no lo cultivaba y, por ese motivo, tenían que comprarlo lejos. El que había podido conseguir solo bastaba para tejer cintas para el pelo. Su vestido y capa de novia estarían hechos con fibras de maguey, lo mismo que la falda y la blusa que llevaba en esos momentos. Aunque estas prendas habían sido tejidas en otra aldea y adquiridas a cambio de tinajas para agua de lluvia, el pueblo de Hoshi’tiwa tenía sus propios vestidos, lo que la permitía lucir frecuentemente su color favorito, el rojo. Y las cintas de su pelo, que sujetaban con firmeza el trenzado de los complicados rodetes que indicaban su condición de doncella, habían sido tejidas con fibra de yuca y teñidas de rojo a juego con las ropas.
Pero seguramente —se decía ahora, sentada con las piernas cruzadas frente al umbral de su casa de adobe— para su vestido de novia haría falta un color distinto… Tal vez un azul vivo…
—¡Auxilio!
Hoshi’tiwa levantó bruscamente la cabeza. En el recodo del río había aparecido un hombre con evidentes señales de agotamiento y el cuerpo brillante por el sudor.
—¡Peligro! —gritó agitando los brazos a medida que se acercaba al poblado Una vez allí, cayó de rodillas y añadió mientras indicaba con las manos el cielo—: ¡Corred al refugio! ¡Se acerca un Señor de la Noche!
Hoshi’tiwa dejó caer el huso y se puso de pie inmediatamente. Los que faenaban en los campos, las madres y los niños en sus hogares, los alfareros que trabajaban en sus hornos… todos abandonaron sus tareas y se dirigieron corriendo al pie del despeñadero, contra cuya pared había dispuestas siempre unas escalas de madera para poder acceder rápidamente por ellas al reducto fortificado que se abría a media ladera. Los primeros en llegar arriba arrojaron sogas para permitir que fueran más los que treparan a toda prisa por la pared de roca en busca del refugio.
—¡Daos prisa! —gritaba el mensajero, que había acudido corriendo desde una distante atalaya, donde había podido ver a lo lejos el ejército que se aproximaba.
Dos hombres lo levantaron del suelo y lo condujeron hasta una de las escalas.
Las dos parteras se acercaron también cargando con una gimoteante Lakshi, que llevaba sobre el vientre a su bebé recién nacido, unido todavía a ella por el sangrante cordón umbilical. Ahoté y su padre llegaron corriendo del Muro de la Memoria, y se apresuraron a alzar otras escalas que aún quedaban amontonadas al pie del despeñadero. Todo el pueblo comenzó a trepar alocadamente, ayudándose unos a otros, llamando a gritos a sus seres queridos para que se dieran prisa, con el temor reflejado en sus rostros.
Se acercaba un Señor de la Noche.
Hoshi’tiwa y su familia sentían terror de los señores del Lugar del Centro. Habían oído historias de torturas y sacrificios humanos. Años atrás, frente al hogar, el Abuelo habló de prácticas nefandas:
—Los señores no son de nuestro pueblo, sino extranjeros llegados del sur que vinieron a esclavizar al Pueblo del Sol. Nos sometieron por el terror. Nuestros antepasados fueron obligados a construir para ellos casas en el Lugar del Centro y a abrir sus anchas carreteras. Si nos oponíamos, venían y causaban una gran mortandad entre nosotros, nos hacían sufrir largas y espantosas agonías, y, por último, cocinaban nuestros cuerpos y los devoraban.
A Hoshi’tiwa le había parecido siempre que aquellas historias eran simples cuentos inventados para espantar a los niños e inducirlos a obedecer, pero ahora, mientras se hallaba de pie en el elevado refugio abrazada firmemente a Ahoté, observó con horror el ejército que se aproximaba por el este, con las pisadas de los jaguares atronando sobre las piedras del pavimento a medida que los soldados llenaban todo el valle con el estruendo de sus mazas de guerra al chocar contra los escudos. En mitad de aquel mar de humanidad salvaje, el Señor de la Noche avanzaba en lo más alto de su trono, portado sobre las espaldas de cuarenta esclavos. Arriba, en el refugio del despeñadero, las ancianas empezaban a gemir, los niños lloraban y los hombres disputaban entre sí.
¿Para qué venía el ejército del Señor de la Noche? ¿Qué querrían?
—¡Van a devorarnos!
—¡Tenemos que huir!
—¡Por el túnel!
—¡Nos encontrarán!
—¡Hervirán nuestros huesos y devorarán nuestra carne!
La aterradora masa humana, vestidos todos con pieles de animales y armados con mazas, lanzas y escudos, se detuvo al pie del despeñadero. La gente refugiada arriba se apiñó en un asustado silencio.
Nadie del clan de Hoshi’tiwa había visto antes a un Señor de la Noche, pero el hermano de su padre, un buhonero que llevaba piezas de cerámica a los poblados próximos para intercambiarlas por sandalias y mantas, le había contado a la familia que el suyo no era el único desfiladero fortificado. Les había hablado de otras cavernas como la suya, con cámaras de piedra, escaleras y terrazas excavadas en la pared de roca, a las que solo se podía acceder con escalas y cuerdas.
En uno de aquellos poblados había hallado muertos a todos sus habitantes. Hombres, mujeres y niños yacían donde habían caído, porque no había quedado nadie vivo para enterrarlos. Los cadáveres tenían aún hachas clavadas en los cráneos y cuchillos hundidos en sus pechos. Pero les habían cortado brazos y piernas, y el tío de Hoshi’tiwa había dicho que había encontrado los correspondientes huesos descarnados y hervidos hasta sacarles brillo como los de un venado después de un festín. Así fue como supieron que los Señores de la Noche habían estado allí y se habían dado un banquete con sus habitantes para honrar a sus violentos dioses.
Ahoté y los demás hombres habían levantado hasta la caverna las escalas y sogas. No había acceso al refugio de la ladera. Estaban a salvo. Contemplaban desde arriba a aquellos temibles soldados llamados jaguares. Ninguno del clan había visto jamás un jaguar, pero conocían por la leyenda que el jaguar era un felino moteado que vivía en unas tierras situadas muy al sur. Los soldados del Señor de la Noche se vestían con las pieles de aquel gran gato manchado, y llevaban sobre sus cabezas la cabeza de aquel animal. También llevaban temibles lanzas y mazas, y escudos de madera en los que aparecían pintados atrevidos emblemas. En mitad de aquel formidable ejército, el Señor de la Noche era portado en su espléndido trono, aunque los habitantes del poblado no podían verlo desde arriba, puesto que su persona quedaba bajo un dosel de vivos colores.
El viento soplaba a través de las abandonadas casas del poblado, mientras sus habitantes esperaban arriba sumidos en un aterrado silencio, las mujeres abrazadas a los maridos, las madres sujetando a sus hijos.
Un contingente de jaguares salió del grupo principal y empezó a registrar las pequeñas construcciones de adobe apiñadas en el llano. Mientras ellos miraban en el interior de cada una, apartando pavos a patadas y pasando por encima de los perros dormidos, un hombre de extraordinario aspecto se adelantó a todos. Los ojos de Hoshi’tiwa se abrieron como platos al verlo, porque jamás había visto a nadie con un atuendo tan espectacular. Llevaba una capa de color escarlata atada a la garganta y una túnica de vivísimo tono naranja que sin duda estaría hecha de algodón; lucía en la cabeza un hermoso tocado de plumas y en la mano derecha tenía una alta vara de madera rematada con un cráneo humano decorado con turquesa y jade.
Lo acompañaban dos hombres igualmente sorprendentes, que llevaban el cuerpo completamente pintado de azul, desde sus afeitadas cabezas hasta las sandalias azules. Vestidos con ropajes azules también, tocaban flautas hechas de tibias humanas y, mientras las hacían sonar, el que llevaba el tocado de plumas se dirigió en voz alta al pueblo, en la propia lengua de este, gritando hasta hacerse oír en el refugio de la ladera:
—¡Soy Moquihix, de la Tierra de los Juncos, portador de la Copa de Sangre, intérprete oficial de los tlatoani! ¡No temáis! ¡Hemos venido en busca de uno de vosotros! ¡De uno de vosotros tan solo! ¡Los demás podéis volver a vuestra siembra como os han ordenado los dioses!
Los apiñados en el reducto se miraron unos a otros mientras su miedo se transformaba en extrañeza.
—¿Que solo quieren a uno de nosotros? ¿Para qué necesitan a uno de nosotros? Y… ¿a quién?
La voz de Moquihix se elevó por encima del llano, se sobrepuso al ruido de la corriente y ascendió por la pared del despeñadero.
—¡Enviadnos a la muchacha llamada Hoshi’tiwa!
A todos se les hizo un nudo en la garganta. Se estremecieron, se apiñaron aún más unos a otros y susurraron con miedo. ¿Habrían oído bien? ¿De verdad reclamaban a Hoshi’tiwa?
—¡No! —gritó Ahoté, atrayéndola hacia sí con mayor fuerza.
Pero la voz profunda y resonante insistió.
—El espíritu de los tlatoani del Lugar del Centro, el Señor Chacal de la Tierra de los Juncos, Guardián de la Sagrada Pluma, Vigía del Cielo, está aquejado de mil penas. El sol no luce en el corazón de nuestro señor. Entregadnos a la joven Hoshi’tiwa, la elegida para alegrar el corazón de nuestro señor, y partiremos.
El temor se reflejó en el rostro de Hoshi’tiwa.
—¿Qué quiere decir, madre?
La sangre huyó de las mejillas de la madre y sus ojos se llenaron de horror y tristeza.
—Hija —respondió con voz tensa—, el Señor de la Noche te ha elegido para él.
—El túnel —dijo alguien, aludiendo a la galería que conducía desde allí al otro lado de la meseta—. Llévatela lejos, Ahoté. Los jaguares no os encontrarán nunca.
Pero entonces vieron que los jaguares sacaban a un viejo de una de las casas. La familia prorrumpió en un grito al ver que un jaguar lo agarraba por los cabellos, lo obligaba a doblar la rodilla y le acercaba un hacha a la garganta.
—¿Quién de vosotros olvidó sacar de casa al viejo tío para subirlo al refugio? —susurró Sihu’mana, furiosa.
—¡Enviadnos a la muchacha —gritó de nuevo Moquihix mientras las altas plumas con que adornaba su cabeza se estremecían al viento— o, si no, mataremos a este viejo!
Las mujeres comenzaron a gemir, porque se trataba de su tío, Espíritu Que Danza, sin cuyos conjuros al llegar el solsticio de invierno el sol se detendría en el firmamento y no proseguiría su viaje de regreso al verano.
—¡No vayas, Hoshi’tiwa! —le suplicó Ahoté—. Ven conmigo y huyamos por la galería. Para cuando los jaguares encuentren un medio para subir hasta aquí, nos habremos ido muy lejos y ellos no podrán encontrarte nunca.
—Pero… ¿por qué me quieren precisamente a mí? Tiene que haber miles de doncellas en el Lugar del Centro. ¡Y yo no soy nadie!
El temor abrió desmesuradamente sus ojos al ver a su tío abajo, de rodillas, temblando bajo el hacha. Miró al Señor de la Noche oculto bajo el toldo. Su trono se levantaba sobre una alfombra de plumas tejidas del azul más intenso del cielo, que a su vez cubría la plataforma de madera que llevaban a cuestas los esclavos. Bajo el borde del dosel distinguió un antebrazo de piel atezada, decorado con brazaletes de un metal que solo había visto una vez en su vida, al que llamaban oro. Pero al señor no consiguió verlo.
Sihu’mana habló con voz ronca:
—Porque los dioses te han favorecido, hija, y de alguna manera la noticia de tu bendición ha llegado a los oídos del Señor de la Noche.
Fue entonces cuando Sihu’mana vio el pavor en el rostro de su marido
—Lo siento muchísimo —balbuceó el padre de Hoshi’tiwa—. Estaba orgulloso de ti, y me envanecí.
El aire se estancó en los pulmones de Sihu’mana. Apenas encontró aliento para decir:
—¡Marido…!
Pero no pudo proseguir, sabiendo lo que vendría después, la terrible confesión que el hombre estaba a punto de hacer.
Las palabras salieron atropelladamente de su boca: cómo se había jactado de su hija el año anterior, en un asentamiento río abajo adonde había ido a intercambiar por sal tinajas para agua de lluvia. Le habían contado los rumores que circulaban acerca de una sequía en el sur, donde había dejado de llover, aun cuando, según ellos, en la región de donde venía llovía en abundancia. «¿Cuál es el secreto de vuestras tinajas para la lluvia?», le habían preguntado. Y él, entonces, no había podido resistirse a la tentación de presumir acerca de su hija, diciendo que había traído consigo la lluvia la noche en que nació y que, desde entonces, siempre tenían llenas sus tinajas de agua de lluvia.
Todos los que se hallaban en el refugio del despeñadero se miraron con caras de preocupación. Era obvio que la historia de la hija de Sihu’mana había viajado por la vasta red de rutas comerciales hasta llegar al Lugar del Centro, donde hacía varias estaciones que no habían visto la lluvia. Pero… ¿qué tenía que ver todo esto con el señor?
Sihu’mana, con el alma llena de temor y la sangre helándole las venas, lo sabía ya. Pero, a pesar de todo, murmuró:
—¿De qué más te envaneciste, marido?
El hombre agachó la cabeza.
—No pude resistirme Les dije que mi hija es más hermosa que el sol.
Sihu’mana tragó penosamente saliva y vio, en un instante, cuál iba a ser el nuevo rumbo de su vida. No tendría nietos, no tendría una hija amante que cuidaría de ella en su vejez. Hoshi’tiwa iba a dejarlos, y ya nada podría ser como antes.
Se volvió hacia la muchacha y dijo con voz ronca por el temor y la tristeza:
—Esta es la razón de que hayan venido en tu busca, hija mía. El señor te desea para su placer.
Un murmullo de horror se extendió entre los refugiados en la gruta del acantilado, y después los rostros de todos se crisparon con una mueca de repugnancia y miedo a medida que se apartaban lentamente de la muchacha objeto de aquella maldición.
Sihu’mana era consciente de que en los años venideros nadie mencionaría ya el nombre de su hija. Por eso prosiguió.
—Él unirá su cuerpo con tu cuerpo, bendecido por el favor de los dioses, para compartir esa bendición tuya.
Sihu’mana cerró los ojos. Volvía una vez más a su memoria aquel antiguo sueño suyo en el que su hija recién nacida aparecía ya como mujer, de pie en una extraña plaza ante una multitud congregada, y desnuda ante todos salvo por la sangre que resbalaba entre sus pechos. Ahora Sihu’mana entendió su significado.
Hoshi’tiwa no podía moverse. Miraba al jaguar que amenazaba con el hacha el cuello de su tío. Pero el pueblo necesitaba a aquel hombre para que trajera al sol de su viaje invernal. Sin el sol del verano, el maíz no crecería. Pero luego Hoshi’tiwa pensó en el Señor de la Noche oculto bajo el dosel de vivos colores y el pensamiento de lo que tendría que hacer con él la hizo sentir un nudo en la garganta. Cayó de rodillas y se abrazó a las piernas de su madre.
—Mamá —dijo—. ¡Déjame ir con Ahoté! ¡Deja que nos marchemos de aquí!
—Sí —suplicó asimismo Ahoté, con el rostro rojo por la ira. ¿Cómo se atrevía otro hombre a robarle a su prometida? Por muy Señor de la Noche que fuera, no se debía consentir que aquel príncipe conducido en andas tocara a Hoshi’tiwa—. Deja que me la lleve. No nos encontrarán nunca.
Abajo, el oficial llamado Moquihix gritó
—¡Estás tardando demasiado! ¡Tu señor ha ordenado que bajes!
Ante los ojos aterrados de todos, el jaguar blandió el hacha y cercenó el cuello del tío, separando la cabeza del cuerpo.
Un terrible silencio cayó sobre la familia que observaba la escena desde arriba La madre de Hoshi’tiwa la miró y musitó muy quedo:
—¿Qué has hecho, hija mía?
—No ha sido culpa mía, mamá.
—¡Mirad! —gritó Ahoté, indicando un movimiento allí abajo.
Varios jaguares habían salido del grupo principal y corrían hacia un lejano extremo del acantilado.
—Acabarán encontrando un lugar por el que trepar —se dijeron—. Conseguirán llegar hasta nosotros y nos matarán a todos.
—Tenemos que huir, entonces, ahora mismo —dijo Hoshi’tiwa—. ¡Escapemos todos!
Pero la madre alzó del suelo a la muchacha para ponerla en pie y la miró con tristeza al rostro.
—Tienes que ir. Todos debemos pagar el tributo a los señores, ya sea en grano o en hijas.
Cuando los sollozos de Hoshi’tiwa se tornaron ásperos y amargos, Sihu’mana se tragó sus propias lágrimas y, recordando su antiguo sueño profético, le dijo:
—Escúchame, hija. Tengo algo que decirte. Naciste con algún propósito especial. Ignoro cuál pueda ser ese propósito, pero lo que sí sé es que no puedes volverte de espaldas a él. Puedes ser muy valiente. Me consta. —La prueba del valor de la muchacha se expresaba en las tres rayas verticales de color azul que lucía en el centro de su frente. Hoshi’tiwa las había recibido durante los ritos de pubertad, cuando se les tatuaban a las niñas en la frente como marca identificativa de su clan. El tatuaje era también una prueba de su valor, porque la operación era dolorosa y el hecho de que una niña gritara al marcarla así era una vergüenza para su familia: se practicaban unas incisiones en la delicada piel de la frente con un cuchillo de hueso muy afilado, y después se restregaba sobre la herida una mezcla de carbón y arcilla azul. A continuación, para evitar la infección, se aplicaba una especie de emplasto a base de hojas de álamo maceradas en nequhtli, un alcohol muy fuerte. Hoshi’tiwa no había torcido el gesto ni se le había escapado una sola queja—. Tienes que ir ahora, hija.
—¿Cómo puedes hacerme esto, mamá? —gimió la muchacha.
Sihu’mana tomó entre las manos el rostro de su hija y le dijo.
—Tu vida aquí ha acabado, hija mía. Ahora está en las manos de los dioses. Espero que volveremos a verte.
Pero Sihu’mana sabía que eso no sería posible Muchos años atrás, la hermana de su propia madre, durante una peregrinación a los sagrados templos del Lugar del Centro, había atraído las miradas de uno de los pipiltin, los nobles gobernantes. La habían retenido allí y ya nunca más se había vuelto a saber nada de ella.
—¡No! —gritó la muchacha…
Prefería la muerte a unirse a aquel Señor de la Noche que aguardaba bajo su dosel. Pero entonces vio también las miradas de súplica de quienes esperaban que los librara de morir a manos de los jaguares, y creyó advertir asimismo la expresión con que habían mirado a la pobre Kowka cuando se recuperaba de las heridas que le habían causado sus violadores. Para quienes la miraban así, Hoshi’tiwa era ya una makai-yó, palabra que tenía muchos significados. En términos rituales significaba impura, tabú, en su calendario estelar había días nefastos considerados makai-yó. A algunos alimentos prohibidos, como la carne de la tortuga del desierto —que era el espíritu totémico del clan—, se les atribuía el carácter de makai-yó. Y era makai-yó asimismo la doncella que había visto comprometida su virginidad. Lo que significaba que ya no tenía padre ni madre, hermanos ni hermanas, ni parientes de ningún tipo…, que no tenía amigos ni nadie que le profesara afecto, la alimentara, le prestara ayuda.
Cuando oyó resonar en la vasta caverna la voz del hechicero que surgía de entre el humo de su pipa para salmodiar las palabras de tabú y purificación, Hoshi’tiwa exclamó.
—¡Aún no ha sucedido nada de eso!
Pero se dio cuenta de que algunos de los presentes desviaban sus miradas de ella, porque los dioses habían decretado ya su maldición y la impureza estaba empezando a contaminarla.
Con un nudo de miedo en la garganta, la boca reseca y el corazón palpitándole con fuerza, Hoshi’tiwa abrazó a su madre y a su padre, y besó a su amado Ahoté. Pero cuando fue a besar a sus tías y tíos, estos retiraron sus rostros.
Mareada por el temor y la vergüenza, Hoshi’tiwa lanzó la soga por la pared de roca y bajó por ella. Ya al pie del acantilado, se detuvo un instante a mirar los rostros de quienes la observaban desde lo alto, pero enseguida una mano brutal la agarró, le ató las muñecas, la llevó a rastras a donde se hallaba Moquihix y la obligó a arrodillarse ante él. Hoshi’tiwa permaneció allí de rodillas, temblando, mientras el alto oficial se erguía sobre ella.
—¿Eres tú la muchacha llamada Hoshi’tiwa?
Ella asintió en silencio
—Aunque no seas más que un escarabajo pelotero a los pies de mi señor, una mota de polvo en los rayos de sol que complacen los ojos de mi señor, has sido elegida por los dioses para alegrar el corazón de mi señor el tlatoani del Lugar del Centro, del Chacal de la Tierra de los Juncos, Guardián de la Sagrada Pluma, Vigía del Cielo.
La voz de Moquihix se alzó para que la oyeran los que estaban en el reducto del acantilado
—No eres más que polvo bajo los pies de los esclavos, muchacha, pero alegrarás el corazón de mi Señor Chacal o, al llegar el próximo solsticio, tú y todo tu clan seréis sacrificados a los dioses en el altar sangriento.