ANTES DE IR A LA CAMA subí corriendo a ver a Rachel otra vez.
Abrí la puerta del Solar y me colé dentro. La habitación estaba en penumbra. Algunas personas estaban leyendo a la luz de pequeñas lámparas halógenas que había sobre las camas. Otras sólo estaban escuchando sus radios portátiles.
—¿Kari? —una voz detrás de mí me sobresaltó—. ¿Qué estás haciendo?
Al volverme vi a una mujer sentada detrás de la puerta. Tenía un ordenador portátil en las rodillas, con la pantalla llena de notas.
—Yo… quería dar las buenas noches a Rachel —mentí.
Me indicó una cama junto a la ventana.
—No estés mucho tiempo y no estorbes a los demás -—ordenó.
Sonreí y le di las gracias. Intenté parecer tranquila para engañarla.
Fui de puntillas hasta Rachel. Estaba tumbada de espaldas, completamente despierta y mirando al techo.
—¡Kari! —su cara se animó al verme.
Le cogí una mano y me llevé un dedo a los labios. Sólo tenía algunos minutos para contarle nuestro plan.
—Hay guardias por todas partes —me avisó ella.
—Ya lo sé. Pero no nos importa. Tenemos que conseguir salir de aquí antes de que nos hagan hablar.
—Sí. Sus métodos no funcionan conmigo… Sólo me debilitan un poco; pero tú, Kari…
La vigilante o guardia o lo que fuera vino a decirme que me marchara.
—No te preocupes —le cuchicheé rápidamente—, estaré bien. Te veré por la mañana.
Ella sonrió.
En la cama estuve mucho tiempo dándole vueltas a todo. Estaba aterrada por lo que podían hacerme. La idea de someterme a pruebas de hipnotismo me daba escalofríos. Pretendían hacerme regresar a una época de mi niñez que yo no sabía siquiera que había existido. Y si traicionaba a Jon y a los demás, no iba a perdonármelo nunca. No soportaba que el Gobierno pudiera hacer con la gente lo que quisiera.
Antes de acostarme había mirado por la ventana. La noche era clara, y las estrellas, tan enormes y cercanas que parecían poder tocarse. Me preguntaba de dónde habían venido ellos. De algún lugar de allá arriba, en la Ciudad de las Estrellas. No era extraño que Rachel hubiera mirado hacia el cielo con aquella singular expresión en la cara. Me contó que la habían enviado a buscarme. Para ver cómo había crecido en los años transcurridos desde que ellos se me habían llevado. Dijo que nunca retenían a nadie contra su voluntad y que yo era demasiado pequeña para decidir si quería quedarme con ellos o no.
Me preguntaba cómo sería la vida en su lejano mundo. Cuál sería su nombre. Cuál, el color de su cielo. Deseaba poder ir a verlo. La gente pensaba que los habitantes del mundo exterior eran monstruos o lagartos con colas y garras. Pero ellos no eran así. Eran igual que nosotros.
A la mañana siguiente, un golpe en la puerta me despertó de mi intranquilo duermevela. Había tenido el sueño otra vez. El mismo, con la gente que venía hacia mí desde la luz. Pero en esta ocasión sabía exactamente de quiénes se trataba.
La puerta se abrió y entró Marión con una jarra de té.
Yo gruñí y me di la vuelta. Había llegado la hora de poner en escena la primera parte de nuestro plan. Marión puso la jarra en la mesita de noche.
—¿Cómo te encuentras, Kari?
—Horrible —me quejé y me puse la mano en la frente—. Tengo un dolor de cabeza horroroso.
—Voy a traerte algún analgésico —propuso ella.
—No me hará nada. Es una jaqueca, me pasa muchas veces —me esforcé por sentarme—. Creo que voy a vomitar.
Eché atrás las sábanas y corrí al baño. Cerré la puerta y simulé ruidos sentada sobre la tapa del váter. Me refresqué la cara con agua y salí.
—Lo siento —me disculpé.
—Voy a buscar a uno de los médicos para que venga a visitarte —Marión se sentó en la cama y me tocó la frente.
—Estaré bien —dije—. Sólo necesito dormir.
Más tarde vino Chris, y con ella, un hombre de voz profunda.
Yo no abrí los ojos; les oí hablar en tono bajo. Después, Chris me puso la mano en el hombro.
—Deja que te pongamos una inyección, Kari. Te sentirás mejor en poco tiempo.
—No servirá para nada —me quejé contra la almohada—. Nunca sirve.
Sabía que si de verdad hubiera estado enferma y la medicación era la misma que en casa, me habría curado instantáneamente. Chris suspiró.
—Parece que vamos a tener que dejarlo hasta más tarde —dijo, y se fueron los dos.
Me quedé inmóvil, por miedo a que volvieran. Cuando decidí que no había peligro, me levanté y me vestí rápidamente. Metí almohadas bajo las sábanas para que pareciera que estaba yo dentro y, después, coloqué la ropa de la cama. Luego me senté junto a la ventana y esperé. Media hora más tarde vi la furgoneta de la lavandería subir por el camino de entrada y girar hacia la parte de atrás.
Me lancé al pasillo y corrí al cuarto de los chicos. Estaban esperándome. También habían visto la furgoneta. Nuestra teoría de que el servicio de lavado «Día Siguiente» era realmente lo que indicaba el rótulo había resultado ser cierta.
—¿Encontraste las escaleras del sótano? —pregunté a Razz.
—Sí —sonrió él al mismo tiempo que Jake me extendía un pedazo de papel. Había dibujado un mapa del laberinto de pasillos de Blenham.
—Mira, aquí abajo —me explicó—; hay que ir por las cocinas y después por las escaleras hasta el final. Tú vas primero y, si alguien te detiene, te has perdido, ¿vale? Y trata de parecer aturdida.
—Eso no será difícil —les hice un guiño y me fui.
Rachel ya estaba allí, junto a la puerta de la cocina. Nos abrazamos en silencio y seguimos. La cocina no parecía haberse usado en años. Había un horno antiguo, de color negro y con encimera, y en el centro, una gran mesa con viejas ollas y sartenes descuidadas y polvorientas.
—Utilizan otra habitación —explicó Rachel.
—Tenemos esa suerte —dije yo.
Bajamos al sótano, que se usaba como almacén. Cajas de comida deshidratada, estanterías con paquetes, garrafas de vino y agua mineral. Dos enormes congeladores pegados a una pared. Y, por fin, una doble puerta que llevaba a la zona de descarga.
Las puertas se abrieron de repente y entró un hombre. Empujaba un carrito lleno de ropa limpia. Después volvió atrás a recoger otro: había terminado de descargar la furgoneta. Miró el reloj, sacó un paquete de cigarrillos y se sentó en el suelo. Encendió uno y se quedó allí sentado saboreándolo como si tuviera todo el tiempo del mundo antes de entregar la ropa limpia dentro de la casa.
Rachel y yo nos habíamos agachado detrás de un montón de cajas. Mi corazón sonaba como un tambor. ¿Dónde estaban Razz y Jake? Deberían haber llegado justo detrás de nosotras.
Entonces apareció Razz. Antes de que yo tuviera ocasión de advertirle, se metió tranquilamente por el pasillo entre las estanterías. Si se sorprendió al ver a alguien allí sentado, no se le notó.
—¿Qué hay? —saludó—. ¿Sabes dónde guardan el… software?
El hombre se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo yo?
—Pensé que podías —dijo Razz levantando las cejas, y empezó a examinar las cajas. Luego se puso de puntillas para ver las que estaban arriba.
Al volver la esquina, nos vio agachadas en el suelo. Sonrió, nos dijo adiós con la mano y desapareció de nuevo.
—Creo que está allí arriba, colega, ¿podrías echarme una mano?
—Hay una escalera en algún sitio —la voz del hombre sonaba impaciente. De mala gana, ayudó a Razz a buscarla. Se oyó un golpe, el hombre juró y Razz se disculpó:
—Lo siento, colega, ¿te he hecho daño? —sin embargo, no parecía sentirlo mucho.
Miré a Rachel. ¿Qué estaba tramando Razz? ¿Y dónde estaba Jake? Si no aparecía pronto, sería demasiado tarde. Por fin oímos el ruido de las ruedas del carrito y el hombre pasó por el pasillo junto a nosotras y desapareció en la cocina. Yo me puse de pie.
—¿Dónde está Jake?
—Aquí —dijo una voz detrás de nosotras.
Más tarde, ya a bordo de La Corriente, explicó lo que había estado haciendo. Yo pensaba que había sido pura suerte que la furgoneta se hubiese estropeado más allá de la verja.
—No seas tonta —dijo Jake—. Yo lo he preparado todo.
En realidad no comprendía cómo habíamos conseguido salir sanos y salvos. Primero había aparecido un robot llevando una caja de comida seca. Nos miró directamente.
—Buenos di… —fue todo lo que pudo decir antes de que Jake lo desactivase. Esperábamos que no hubiese tenido oportunidad de anotarnos en su memoria.
Después, había sido el proveedor que venía a traer una partida de cera para el suelo, justo antes de que apareciese de nuevo el de la lavandería con un carrito de ropa sucia. Afortunadamente sus párpados ni siquiera se movieron cuando le informamos de que estábamos ayudando a sacar la ropa.
—Espero que no se le ocurra hacer una comprobación —susurró Jake.
Cuando el hombre hubo cambiado los carritos, metimos a Rachel en uno y la tapamos con sábanas.
Entonces le oímos silbar trayendo el siguiente.
—¡Deprisa! —Jake me empujó en otro y yo misma me tapé.
Jake y Razz se metieron juntos en el que quedaba. Medio segundo más tarde apareció el hombre otra vez con el último carrito de ropa sucia. Empezó a cargarlos en la furgoneta, silbando.
Le oí gruñir cuando empujaba el carro en que iban los chicos para subirlo por la rampa. Una vez arriba, se inclinó para examinar las ruedas. Después sacó su ordenador de bolsillo y tecleó algo.
Cargó los otros carritos, cerró de golpe las puertas de la furgoneta y nos pusimos en camino.
Por encima del ruido del motor oí que alguien gritaba. Cerré los ojos y me quedé muy quieta, sin atreverme a respirar. Pero no nos paramos. Seguimos hasta la barrera y oí bajarse la ventanilla. Hubo un momento angustioso cuando alguien golpeó con el puño en el techo de la furgoneta; luego seguimos rodando camino abajo hasta que repentinamente se oyó un ruido metálico y nos tuvimos que parar. El conductor soltó un juramento y salió. Levantó el asiento para mirar debajo y en ese momento salimos y corrimos a escondernos en la maleza hasta que consiguió poner en marcha la furgoneta y se fue por fin.
Nos pusimos a bailar, a abrazarnos y a gritar como locos. Rachel sólo nos miraba, pálida y seria.
—Bueno —dije yo cuando nos calmamos—. Vamos.
Razz miró alrededor asustado:
—¿Dónde está ese condenado barco?
Cuando subimos a bordo, Rachel preguntó:
—¿No creéis que es mejor esperar a que anochezca? —se encontraba sentada en la cabina, quitándose hojas y ramitas del pelo y tratando de recobrar el aliento.
—No —Jake ya estaba dándole al motor, intentado desesperadamente ponerlo en marcha—. Nos detendrían las patrullas. Si vamos ahora nos mezclaremos con el resto.
Eso es lo que hicimos. Cuando por fin Jake consiguió hacer funcionar el motor, desatamos las amarras y nos pusimos en marcha.
Razz se sentó en cubierta para hacer de vigía. Teníamos miedo de que vinieran detrás de nosotros. Que nadie nos hubiera visto nos parecía demasiado bueno para ser verdad.
—¿No puedes ir más deprisa? —gritó Razz.
—No —contestó Jake gritando también—. Atraeríamos demasiado la atención.
Pero en el río sólo había el tráfico de costumbre, las barcazas que traqueteban arriba y abajo. Nadie se fijó en un viejo yate mal conservado que navegaba suavemente río abajo como si hubiese salido de excursión.
Rachel y Razz se escondieron en la cabina cuando nos acercamos al puerto para llenar el depósito.
Al partir de nuevo, Razz subió a cubierta y yo bajé a la cabina a hablar con Rachel.
Había un millón de preguntas que quería hacerle.
—¿Cuánto tiempo estuviste con… ellos? —no era capaz de encontrar una palabra apropiada para calificarlos. Todas las que se me ocurrían tenían connotaciones horribles y pavorosas.
—Oh, bastante —dijo con una sonrisa ausente.
—¿Qué te hicieron?
—¿Hacerme? —se echó a reír—. Has leído muchas novelas fantásticas.
—Bueno, entonces, ¿por qué te querían a ti? ¿Te cogieron al azar o te eligieron por algo en concreto?
—¿Cómo te eligieron a ti, Kari?
—¿Me eligieron por algo en concreto? —pregunté frunciendo el ceño.
—Oh, sí —respondió ella.
Estaba a punto de preguntarle cómo se las arreglaba Jon para aparecer siempre de no se sabía dónde, cuando Razz bajó las escaleras. Rachel no había contestado claramente a nada. Lo mismo que Jon: los dos eran maestros en evadirse de dar respuestas.
—Una maldita lancha patrulla nos está llamando —nos dijo Razz sin aliento.
Yo miré a mi alrededor asustada:
—Sería mejor que te escondieras.
—¿Dónde? —dijo él encogiéndose de hombros—. Aquí es difícil.
Pero de alguna manera se las arreglaron para meterse en los armarios bajo las literas de popa.
Era la misma lancha que nos había parado en el camino de ida.
—¿Cómo está vuestra tía? —preguntó la mujer. Ni siquiera se molestó en subir a bordo cuando vio que éramos nosotros—. Os compró ropa nueva, ¿eh?
—Eh… sí —gorjeó Jake.
Ella sonrió y nos devolvió nuestras identificaciones, dijo algo a su compañero y dieron la vuelta trazando un arco blanco de espuma al acelerar. Yo los saludé con la mano y se perdieron de vista.
—¡Hasta las próximas vacaciones!
Después Jake me miró y los dos estallamos en risitas de alivio.
El sol se había puesto cuando llegamos a las escaleras. Al oscurecerse el cielo, el agua parecía negra, y tan espesa como melaza cuando llegamos a los escalones y Razz saltó a tierra con el cabo. Ayudamos a Rachel a salir gateando.
Miré a Jake, que parecía pensativo.
—¿Qué pasa?
—Ha sido demasiado fácil —dijo.
—¿Qué quieres decir? —Rachel tiró de los bordes de su chaqueta para cerrarla y protegerse de la brisa fresca.
—Sólo lo que he dicho —Jake se mordía el labio—. Toda esa seguridad y, sin embargo, nos hemos escapado…
—En ese caso —dijo Razz, que había sacado su carretilla de la cabina del piloto y la arrastraba por los escalones—, sería mejor advertirles… ¡rápido!
Fuimos por la carretera del río como si no tocáramos el suelo con los pies. Rodeamos los vertederos y corrimos por los muelles y depósitos de agua hasta los edificios de oficinas desalojados.
La luna dibujaba sombras misteriosas en la fuente y en las losas cuando cruzamos la plaza. Miré hacia arriba. Como de costumbre, no se veía nada. Una bandada de pájaros se levantó de las ramas de un árbol muerto y voló en la oscuridad con un loco batir de alas. Nos quedamos allí parados, de pie, mirando hacia arriba, esperando desesperadamente.
Razz empezó a andar arriba y abajo.
—¡Vamos, tío!
Harto, Jake se dirigió hacia la puerta.
—Voy a entrar.
Corrí detrás de él. Pero entonces vimos que la puerta estaba medio suelta. Se oyó un crujido y una rata pasó entre los pies de Jake y salió huyendo.
El entró y se detuvo al pie de las escaleras. Yo le seguí.
—-Aquí no hay nada, Kari —Jake me estaba diciendo lo que yo ya sabía—. Se han ido.
Luego oímos a distancia el inconfundible sonido de un helicóptero sobrevolando los tejados de la Ciudad.
—-¡La patrulla nocturna! —avisó Jake.
Razz inclinó la cabeza para escuchar con más atención.
—No, es diferente. Yo creo que es…
Nos miramos unos a otros horrorizados.
—¡Zeon! —gritó Jake—. Yo tenía razón. Ha sido demasiado fácil.
—Pero ¿cómo…? —empezó Razz.
—-Esta ropa —dijo Jake, y empezó a tirar de la chaqueta—. Hay que estar locos para no habernos dado cuenta.
Sólo nos llevó unos minutos encontrar los detectores, mientras el zumbido del helicóptero se acercaba más y más.
El de Jake estaba sujeto al forro de uno de los bolsillos de la chaqueta. El mío, en el dobladillo de abajo de una de las perneras del pantalón. El de Razz estaba en el cinturón.
—Dámelos —Razz los cogió y echó a correr. Se metió en el callejón y desapareció. Unos minutos después volvió sonriendo—. Los he tirado al río. Pensarán que hemos ido a darnos un baño. ¡Vamos!
Corrimos detrás de él. Al final del callejón subió gateando al contenedor. Se inclinó en el borde y tendió la mano a Rachel, que venía detrás.
—¡Deprisa! —apremió. Ella puso el pie en el saliente y se subió como una niña de dos años.
Nos escondimos entre la basura sólo un segundo antes de que el helicóptero aterrizara en la plaza. Oímos sus hélices cortando el aire antes de pararse. Estábamos quietos como piedras, con los ojos cerrados, sin respirar apenas.
Pasó una hora por lo menos antes de que por fin se fueran. Habíamos oído gritos, golpes y estrépito. Y por encima de todo una voz. La que teníamos miedo de oír, la de Zeon.
Razz fue el primero en salir gateando, a escondidas, bordeando el callejón, mirando desde la esquina para estar seguro de que no habían dejado a nadie de guardia. Le vi de pie a la luz de la luna cuando nos llamó. No había moros en la costa.
—¿Sabéis? —dije—. Después de todo no nos querían a nosotros. Sólo nos estaban utilizando para encontrar Starhost.
—Eso era todo lo que necesitaban de nosotros —dijo Rachel en voz baja.
Razz fue hacia la puerta.
—Venga, vamos a echar una ojeada.
Fue fácil descubrir los lugares donde habían estado Zeon y sus hombres. Montones de basura revuelta y echada a un lado, huellas de pies en el polvo. Pero no habían encontrado nada, porque no había nada que encontrar.
Todas las habitaciones estaban vacías. Las ventanas destrozadas, los muebles rotos: justamente lo que uno se imagina en un lugar desalojado. Entre un montón de papeles quemados había una cajetilla de cigarrillos vacía. Los que fumaba Zeon. No pudimos evitar reírnos con satisfacción cuando la encontramos. Todos los paneles, todas las máquinas habían desaparecido. El viento golpeaba las persianas, que se movían cuando pasábamos de una habitación a otra; y, por fin, con precaución, subimos al ático.
Tampoco había señales de que alguien hubiera estado alguna vez allí. Sólo los fantasmas lo habitaban ahora. Me detuve en el centro.
—No lo entiendo. ¿Cómo pueden haber sacado todo tan rápidamente?
Al oírme preguntar eso, Rachel vino hacia mí y me explicó que tenían máquinas que descomponían las cosas en moléculas, después las transportaban desde el suelo a su nave, y volvían a ensamblarlas. Podían hacerlo también con la gente.
—¡Caray! —se asombró Razz.
—Humm —Jake parecía pensativo—. Sí, creo que es posible.
Yo me reí y le di un golpe en el hombro.
—Pues claro que es posible; lo han hecho, ¿no?
—¿Por qué no lo hicieron inmediatamente? —Razz había estado pensándolo—. Al principio, cuando sospecharon que podían estar vigilando Starhost.
—La nave se había marchado a investigar otra parte de la galaxia —explicó Rachel—. Tuvieron que enviar un mensaje y, luego, esperar que regresara —sonrió y añadió—: Viajar por el espacio lleva bastante tiempo, ya lo sabes.
—Oh… ya veo —dijo Razz con una voz que demostraba que, en realidad, no veía nada.
—Me alegro de que se hayan ido —comenté—. Si les hubieran descubierto, habría sido culpa nuestra.
—No —Rachel negó con la cabeza—. No era culpa vuestra. Ellos sabían que estaban a punto de ser descubiertos. Sabían que para ellos era hora de regresar a casa.
Todos miramos hacia arriba, al tejado de cristal, como si esperásemos descubrir una nave espacial cruzando nuestro campo de visión. Miré a Rachel. La luz de la luna reflejaba una especie de ansiedad en su rostro. Sentí pena por ella. Recordé la ocasión en que la oí tocar al piano. Yo le había contado que había tocado con Jon y los demás, e imaginaba que podía oír aún el eco de la música que habíamos interpretado juntos. Me había dicho que le hubiera encantado tocar con nosotros.
Razz vino a sentarse junto a mí en el suelo. Se había dado cuenta de lo triste que me sentía. Me pasó el brazo por encima.
—Anímate, Kari —dijo—. Mañana te llevaré a la terminal y podrás volver a casa.
—Gracias por todo, Razz. No sé qué habríamos hecho sin ti.
Se puso rojo. Pude verlo, aunque no teníamos más luz que la de la luna.
Esa noche dormimos todos en el ático. Acurrucados en el suelo juntos para conservar el calor. Medio dormida, oí la música de nuevo… las altas notas fantasmales de la sinfonía Starhost. Sabía que nunca olvidaría los momentos que había pasado tocando con ellos. Había sido el tiempo mejor de mi vida y ahora me sentía tan triste que se me partía el corazón.
Rachel pareció adivinar lo que estaba pensando. Buscó mi mano y la apretó.
—Al menos están a salvo —dijo.
Cuando volví la cabeza, vi la luz de las estrellas reflejada en sus ojos tristes.
—Sí —contesté, y en el fondo de mi corazón sabía que eso era lo que de verdad importaba.