VII

EL EDIFICIO ESTABA A OSCURAS cuando llegó al bloque. Las luces de la calle iluminaban el portal, enviaban destellos a las latas y botellas vacías y producían sombras en la penumbra de la escalera. Siempre había algo tranquilizador en aquellos montones de desperdicios; significaba que nadie quería reclamar el edificio y limpiarlo. Si el Barón y sus secuaces decidían expropiarlo, se haría así. Razz y los demás ocupantes tendrían que irse… o morir. No era posible pagar una protección.

Dejó la carretilla dentro del ascensor roto y subió las escaleras de dos en dos. Todavía se sentía fenomenal… ¡todo aquel dinero! Saldría más tarde y compraría una comida decente en algún sitio. Sin hacer ostentación del dinero, por supuesto. Cogería sólo unos cuantos billetes. Estaba hambriento y la boca se le hacía agua al pensar que no había recogido aún aquellas naranjas.

El buen humor de Razz se evaporó al llegar arriba. Habían abierto de una patada la puerta de su habitación, que estaba deshecha. Dentro, alguien había acuchillado el colchón y diseminado su ropa por todas partes. Sus sartenes habían desaparecido y también los botes de comida que tenía escondidos, el pequeño hornillo y las cosas del lavabo. Se pasó la mano por el pelo y gimió. Fue al cuarto contiguo y gimió otra vez. Nada. Su preciosa batería, por la que había arriesgado su vida saltando desde el puente para conseguirla. La furia le cegó como una nube roja. Recorrió el cuarto y se agachó a recoger algo. Un piojoso palillo de tambor era todo lo que habían dejado. Furioso, se lo apoyó en la rodilla, lo partió en dos y tiró los pedazos por la ventana.

Volvió a la otra habitación respirando con dificultad; se aproximó al armario pegado a la pared. Lo abrió y dio un suspiro de alivio. Al menos no habían cogido su radio. Se habría vuelto loco si se la hubieran llevado también. Echó mano hasta el fondo y la sacó. Después tocó su bolsillo para tranquilizarse. Tenía el fajo de billetes, el monopatín, la radio…, la carretilla abajo. Estaba claro que era tiempo de mudarse. Quizá Vi le prestara un colchón por una noche, si tenía suerte. Y quizá algún día conseguiría otra batería.

Estaba a punto de marcharse cuando oyó un ruido. Un rumor, un cuchicheo… desde el cuarto de enfrente del pasillo. Se quedó paralizado. Por lo que sabía, aquel lugar estaba completamente asqueroso, inhabitable. ¿Habrían subido hasta allí los drogadictos? Probablemente habían sido ellos los que arrasaron su vivienda. Se habrían enfurecido al no encontrar lo que buscaban. ¿Estarían esperando a que él volviera a bajar las escaleras?

Las palabras pasaban fugazmente por su cerebro. Pelearse o huir. No había nada por lo que luchar, así que lo mejor sería esfumarse. Y rápido. Antes de que salieran de su escondite y decidieran acuchillarle igual que a su colchón.

Estaba a punto de lanzarse al pasillo cuando algo le llamó la atención. Fuera, un helicóptero patrullaba por encima de los tejados. El láser barría las ventanas. De repente, el rayo le hizo descubrir algo. Un resplandor rojo, una cara pálida, ojos abiertos y asustados parpadeando bajo la súbita luz cegadora. Razz se dio cuenta enseguida de que no eran drogadictos los que estaban allí escondidos; se trataba de los forasteros que había visto por la mañana. Una oleada de curiosidad y, lo que es más extraño, también la lástima se apoderó de él.

El zumbido del helicóptero se alejó y la zona quedó otra vez en la oscuridad.

Razz se paró en el umbral con el monopatín bajo el brazo. Dio tiempo a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Sólo podía distinguir dos figuras acurrucadas en un rincón. Tragó saliva. Después de todo, podía estar equivocado: igual no eran ellos.

Se arriesgó imprudentemente.

—¿Os habéis perdido? —preguntó.

Vio a la chica mirar al chico. Después los dos se pusieron de pie y dieron unos pasos precavidos hacia él desde el rincón. Iban cogidos de la mano.

—Sí —dijo el chico con voz ronca. Se aclaró la garganta y empezó de nuevo—. No creo que tú pudieras ayudarnos, ¿o sí?

Razz se apoyó en el marco de la puerta.

—Te costará algo —hizo saber.

La chica se adelantó. Hurgaba en la mochila, buscando algo. ¿Un monedero… una navaja… una pistola?

Razz se echó atrás y después respiró cuando ella sacó una linterna y la encendió. La dirigió de lleno a la cara de Razz, que se tapó los ojos con la mano.

—¡Eh, cuidado!

—Perdona —y bajó la luz—. No tenemos dinero —dijo en voz baja—, lo hemos perdido.

—Nos robaron —aclaró el chico.

—Sí —añadió ella—. Nos asaltaron. Y después nos perdimos. Seguro que hemos dado vueltas en círculos, porque hemos terminado aquí otra vez.

Colocó la linterna de pie en el suelo. Ahora Razz podía verlos bien. Ya no llevaban sus ropas elegantes. Ella se había puesto unos vaqueros rotos y una vieja y sucia chaqueta de cuero con flecos en las mangas. Él vestía unos pantalones de gimnasia grises y gastados y una camiseta negra con media calavera pintada delante. El resto estaba cubierto con pintura blanca o algo así. Tenía una manga casi arrancada. Era bastante obvio de dónde venía toda aquella ropa. La chica, que se había dado cuenta de lo que pensaba, dijo:

—Vendimos nuestros chándales y zapatos y los teléfonos móviles y ordenadores de bolsillo, pero también nos robaron ese dinero —con un rápido movimiento de cabeza se echó el pelo hacia atrás sobre los hombros. Después sonrió de repente, abiertamente, y fue como si hubiese salido el sol—. Un par de majaderos, Jake y yo —añadió.

Razz se tranquilizó y le devolvió la sonrisa.

—No tanto —dijo.

Kari levantó el brazo.

—Al menos, he conseguido conservar esto.

Las pulseras de metal sonaron en su muñeca cuando se colocó otro mechón de pelo detrás de la oreja. Encajada entre las pulseras había una diferente. Hecha de un material brillante que él no había visto nunca. Pensó que la chica había tenido mucha suerte. Sabía de gente capaz de cortarle el brazo para quedarse con sus joyas.

La chica se acercó a él. Tuvo el extraño deseo de extender la mano y tocar su pelo rojo. Poner los dedos alrededor de su flaca muñeca y acercarla. Se detuvo justo a tiempo.

Ella estaba asustada… de él, del edificio, de la noche…, de todo. Ponía cara de valiente, pero estaba aterrada como una tonta. Cuando la había visto la primera vez, había pensado que ella podía leer en su mente. Ahora, él era capaz de leer en la suya. No sólo estaba atemorizada, sino decidida a vencer ese temor. Él siempre se daba cuenta de ese tipo de cosas. Ella había ladeado la cabeza y le estaba mirando a los ojos.

—¿De dónde venís? —preguntó Razz.

Ella miró otra vez a Jake antes de contestar:

—Del campo.

Razz resopló.

—¿Del campo? —estaba sorprendido. Había pensado que eran del oeste de la Ciudad—. Estáis locos… venir aquí…

—Estamos buscando a alguien —dijo Jake—. ¿Crees que nos podrías ayudar?

Razz notó que la chica estaba temblando. Había metido las manos en los bolsillos de la chaqueta, pero no podía dejar de temblar. Por su parte, Jake se golpeaba los brazos para darse calor. Incluso en verano el edificio era frío. Se encogió de hombros.

—Si no tenéis ni un euro…

—Podría darte mi mochila —dijo Kari ansiosamente. Echó un vistazo al monopatín y la radio—. Podrías meter tus cosas en ella.

—No cabrían —se burló Razz, aunque se derretía al pensar en llevar una bolsa como aquélla.

—Bueno, pues tu ropa y esas cosas —probó Kari de nuevo.

—No tengo nada…, sólo esto.

—Podríamos mandarte algunos euros cuando volviéramos a casa —dijo Jake.

—Quieres decir si volvéis —corrigió Razz.

—Sí, bueno… —Jake se encogió de hombros y levantó las cejas.

Entonces Kari hizo algo que cogió desprevenido a Razz. Se acercó a él y le puso la mano en el brazo. A través de la tela de la chaqueta sintió el frío de sus dedos.

Se quedó tenso, pero se relajó al descubrir la sonrisa de ella.

—Por favor…, ¿cómo te llamas?

Él se aclaró la garganta y se lo dijo.

—Razz… —Kari lo repitió y a él le pareció que nunca había oído aquella palabra. En sus labios sonaba diferente, casi musical. Había alargado la z y la había hecho sonar como el suave zumbido de una abeja.

—Si pudiéramos sólo preguntarte algo, luego nos iríamos, de verdad. Y si nos dejas tu dirección, te enviaremos algo…

—¿Dirección? —preguntó él. Miró en torno suyo y después volvió la vista a su cuarto destrozado—. No tengo ninguna.

Los dos forasteros se miraron de nuevo. Sus miradas lo decían todo. Confusión, ansiedad, miedo… Razz tomó una repentina decisión. Los ayudaría si podía. A pesar de su cuarto arrasado, todavía tenía el dinero en los bolsillos y eso le hacía sentirse bien. No le haría daño acceder a lo que pedían aquellos dos desgraciados. Especialmente si podían pagar.

—Está bien —dijo a regañadientes—. ¿Qué queréis saber?

Kari sonrió otra vez. Sus dientes eran blancos…, regulares…, perfectos. Sus dedos se apretaron sobre la manga de su chaqueta. Aunque estaban fríos, él sintió un extraño calor que subía por su brazo y se metía en su corazón.

—Oh, gracias, Razz —tiritaba y metió la otra mano en el bolsillo—. No creo que antes puedas prestarnos dinero para una taza de té, ¿verdad?

Los llevó al café que había bajo los arcos de la vieja vía. Decidió que tenía que estar loco al gastarse el dinero tan duramente ganado en dos completos extraños.

Pad, el hombre de la isla, servía detrás del mostrador. El pequeño recinto estaba lleno de humo y del olor a la grasa de las patatas fritas. Al entrar, Kari se llevó la mano a la boca. Razz la miró.

—¿Qué pasa?

—Eh… nada —dijo ella tratando de sonreír.

Había una mesa vacía en el rincón junto a la máquina de discos. Jake la miraba con curiosidad. Sintiéndose generoso, Razz sacó una moneda del bolsillo.

—Toma —un poco turbado se la pasó a Jake—. Pon algo si quieres.

Les trajo sándwiches de carne y enormes jarras de té, tan fuerte como para teñirse el pelo con él. Kari miraba las gruesas rebanadas de pan goteando grasa. Tragó saliva y después le sonrió.

—Gracias —apretó las manos alrededor de la jarra para aprovechar el calor. Jake todavía estaba tratando de elegir qué disco poner.

—No conozco nada de eso —dijo al sentarse, y bebió un sorbo de té.

—Es todo muy viejo —les explicó Razz. Entonces la máquina se puso en marcha y el disco elegido por Jake empezó a sonar. Era un viejo rock que había sido un éxito hacía un montón de años.

Kari saboreaba su sándwich como si no hubiese comido durante un mes.

Razz no podía apartar los ojos de ella. El calor del bar atestado había puesto color en sus mejillas. La chica se había colocado el pelo por detrás de las orejas, aunque se le seguía cayendo hacia adelante. Llevaba unos pendientes diminutos, que resaltaban con la palidez de su piel. Casi cedió a la increíble tentación de tocar su pelo, frotarlo entre sus dedos, sólo por descubrir su tacto. Pensó en su propio pelo, enredado y despeinado, atado atrás, sucio. Quizá debería gastar unos cuantos de sus preciosos euros en un baño.

Cuando Kari terminó de comer, le explicó por qué habían venido a la Ciudad y a quién estaban buscando.

—Tenemos miedo de que hayan encerrado a Rachel en algún sitio —dijo con apasionamiento-—. Por eso, si localizamos a sus amigos, quizá puedan ayudarnos.

Entonces, Jake intervino:

—El caso es que los que se la llevaron no eran policías normales y, para ser sinceros, no estamos seguros de lo que van a hacer con ella.

—Tampoco sabemos por qué tenían tanto empeño en encontrarla —añadió Kari—. Traían un helicóptero, sensores de calor…, todo —se estremeció como si el recuerdo la asustara.

Razz movió la cabeza, confuso por toda aquella historia. Una mujer vieja que aparece no se sabe de dónde. Policía, o agentes del Gobierno o cualquier otra cosa tratando de cazarla. Le sonaba bastante raro. Podría ser que aquellos dos hubieran tomado algo que les provocaba alucinaciones.

—Si tenía colegas, ¿por qué iba a andar dando vueltas por las calles? —preguntó.

Kari y Jake se encogieron de hombros.

—No lo sabemos. Pero si los encontramos, al menos podremos explicarles lo que le ha pasado —dijo Kari. Echó un vistazo rápido a Jake y luego fijó la mirada en Razz—. Y teníamos que hacer algo.

Razz sacudió la cabeza indeciso. Todo aquello era nuevo para él. Gente que arriesgaba la vida por alguien a quien apenas conocía.

—Estáis buscando una aguja en un pajar —comentó.

—No —Kari se inclinó y sacó un trozo de papel de uno de los bolsillos de la mochila.

—¿Sabes algo sobre la red mundial? —preguntó Jake.

—Claro —dijo Razz ofendido. Por primera vez en su vida no quería que creyeran que era estúpido—. El Barón está en eso. Y hay un par de sitios desde donde se puede acceder, si uno tiene pasta, por supuesto.

—Por supuesto —corroboró Jake.

—¿Quién es el Barón? —Kari parecía sorprendida.

—El que dirige el cotarro por aquí.

—¡Oh! —exclamó Kari, y miró por encima de su hombro, como si pudiera estar detrás de ella.

Jake cogió el trozo de papel y lo extendió sobre la mesa.

—Mira —le dijo a Razz—. Es una dirección de la red, la encontramos después de que se llevaran a Rachel. Tratamos de enviar un mensaje, pero no conseguimos entrar. Descubrimos que está en los astilleros, por eso vinimos aquí. Tratamos de averiguar qué empresa o corporación es, pero no había ficheros con ese nombre. ¿Significa algo para ti?

Razz lo miró.

Ra @ starhost.dck/Cty.uk.

La sangre latía en sus sienes y su mente daba vueltas. Era la misma dirección que le había dado Jon. La que podía utilizar si conseguía acceder al correo electrónico. La que Jon le había pedido que no mostrase a nadie.

Trató de permanecer impasible y no traicionarse. Había dado con un buen asunto. Aquellos chicos venían del campo, estaba claro que estaban forrados y también deseosos de encontrar a esa gente. Aunque él no entendiera realmente por qué, aunque la verdad es que no le importaba.

Todo lo que sabía era que si jugaba bien sus cartas haría una buena operación con ellos.

—¿Cuánto? —susurró, y miró a su alrededor para comprobar que nadie estaba escuchando.

Kari y Jake parecían desconcertados.

—¿Cuánto qué?

—¿Cuánto me daréis si os ayudo? —dijo Razz.

Kari se quedó mirándole. Se encogió de hombros.

—No sé. ¿Jake? —preguntó Kari. También él se encogió de hombros, pero finalmente propuso:

—¿Cien?

Razz tragó saliva e intentó que no notaran su nerviosismo. Con cien euros y el dinero que había conseguido ya podría permitirse comprar unos cuantos billetes de lotería. Si ganaba, quizá su sueño de una batería nueva dejaría de estar fuera de su alcance.

—Eh… ciento cincuenta —probó.

—No sé si podremos reunir tanto —dijo Kari pesarosa.

—Mala suerte —Razz alzó los hombros.

—Bueno —Kari miró a Jake—. De alguna manera lo conseguiremos.

Razz sabía que debía estar contento, pero por alguna razón no lo estaba. Bebió de un trago el resto de su té y se limpió la boca con la mano.

—Me encontraréis aquí mañana a las diez y veré qué puedo hacer. Sería mejor que tuvierais la mitad del dinero.

—Ya te lo hemos dicho —dijo Jake—. Nos robaron todo. Tendrás que confiar en nosotros.

¿Confiar? Razz observó a Jake; después a Kari, que le miraba suplicante.

—Está bien —dijo estúpidamente y se levantó—. Os veré mañana.

Miró afuera. Oscuro como boca de lobo y lloviendo. Tenía que encontrar algún sitio deprisa si no quería pasar la noche a la intemperie.

Kari se acercó y le tiró de la manga.

—¿No puedes llevarnos ahora?

—Debes estar de broma. Nunca lo lograríamos.

—Entonces, ¿sabes de algún sitio donde podamos quedarnos esta noche?

Él la miró y después a Jake. Tenía pensado un lugar. Un viejo autobús que había sido asaltado hacía años. Estaba oxidado y se caía a pedazos, pero al menos el techo se encontraba intacto. Dentro estarían secos.

—Venid conmigo si queréis.

Cuando Jake lo vio, dio un suave silbido.

—¡Guau! ¡Formidable! Motor de combustión. ¿Qué sucedió?

—Lo asaltaron unos terroristas.

—Oh, qué lástima.

Kari iba andando junto a Razz, llevaba su monopatín. Se echó a reír cuando Jake apresuró el paso y los adelantó.

—No le hagas caso, está chiflado por los vehículos viejos. Cualquier cosa con un motor le vuelve loco.

Razz levantó las cejas. Había oído que las gentes del campo estaban chaladas, y al parecer era verdad.

El interior del vehículo todavía conservaba el calor del día. Afortunadamente estaba vacío, así que pudieron acomodarse como quisieron.

Razz se tumbó con las rodillas levantadas. No era muy confortable, pero había dormido en sitios peores. Oía a Kari y a Jake hablando en voz baja. Aguzó el oído, pero no pudo enterarse de lo que estaban diciendo. Se preguntaba si serían novios. Parecían entenderse bien, como buenos amigos. Sintió una repentina punzada de envidia. No había nadie por aquellos contornos que se pareciera ni remotamente a Kari. Desearía que la hubiera. Las chicas que conocía tenían sucio pelo de rata, y llevaban minifaldas y zapatos blancos de tacones puntiagudos, que antes habían llevado otra docena de chicas. Se reunían en grupos en las esquinas de la calle y lanzaban gritos y risitas cuando él pasaba patinando.

Luego estaba la mujer de la que Kari y Jake habían hablado. Rachel. Realmente tenía que ser una buena amiga para que lo arriesgaran todo yendo hasta allí. Se sintió un poco culpable. Quizá no debía haber pedido dinero, sólo haberles llevado al Complejo y no esperar euros por el favor.

Razz cambió de postura, tratando de ponerse más cómodo. Apenas entendía todos los disparatados pensamientos que pasaban por su cabeza. Tampoco podía dormir.

Suspiró y se levantó a coger la radio que había dejado en el portaequipajes. Fuera ya no llovía y brillaba la luna. Dos mendigos se habían instalado en un portal de enfrente. Razz los vio acomodarse extendiendo mantas y tapándose con bolsas de plástico.

Encendió la radio y trató de sintonizar una de la emisoras pirata. Localizó una que le gustaba: tocaban música rock toda la noche sin interrupción. La ajustó lo bastante alto para apreciar el sonido, sin pregonar al mundo entero que estaban allí.

—¿Es ésta la música que te gusta? —Kari estaba de rodillas en el asiento de delante y le miraba por encima del respaldo.

—Sí —tamborileó con las uñas en el plástico duro de la caja de la radio.

—¿Y tocas? —preguntó ella.

Él levantó la cabeza.

—¿Tocar?

—Un instrumento.

—La batería, pero me la birlaron.

Ella apoyó los brazos en el respaldo del asiento y la barbilla sobre sus manos cruzadas.

—Lo siento. ¿Te comprarás otra?

—Quizá algún día.

—Podríamos ser un dúo —dijo Kari sonriendo.

—¿Qué clase de dúo? —se sentó, apoyando la espalda contra el lateral del autobús.

—Un dúo de flauta y batería —se rió Kari. Él imaginó sus ojos brillantes—. Sería original, ¿no?

—¿Es que tú tocas la flauta?

—Sí.

Razz señaló con la cabeza a Jake, que dormía a pesar del ruido.

—¿Qué toca él?

Ella se rió otra vez.

—Juegos de ordenador.

Él la miró y después se rió también. Francamente. No recordaba haberse reído nunca así.