—¡PERO, MAMÁ, es que apesta!
—Chiss, te va a oír —mi madre estaba desempaquetando las compras.
Yo la estaba ayudando. Iba de acá para allá con paquetes de pasta, cereales, y un par de botellas del Chardonnay favorito de mi padre, cosecha del 2025, que metí en el anaquel de los vinos, detrás de la puerta. Había desactivado a Archie, nuestro robot casero, que siempre pone las cosas fuera de su sitio.
—No me importa que lo oiga.
Había conseguido librarme de la extraña sensación que tuve al ver a Rachel la primera vez, cuando me había tendido la mano para saludarme y yo la había tocado un momento, con precaución. Me asustaba tocar algo de ella. Que al hacerlo, la piel de mis dedos pudiera desprenderse por alguna enfermedad espantosa.
Metí un paquete de espaguetis dentro del armario y cerré la puerta enseguida antes de que se cayese al suelo.
Mamá estaba tratando de aclarar por qué había traído un paquete gigante de judías rojas cuando ya tenía tres en el armario.
—Estoy segura de que no he pedido esto —dijo con el ceño fruncido—. Debo haberme equivocado al marcar el código. Sólo he podido aparcar durante media hora y no me ha dado tiempo de revisar las bolsas.
No era nada nuevo. Una vez, al sacar las compras se encontró por error con cien paquetes de toallas de baño desechables. El garaje estuvo hasta los topes durante meses con las cajas, aunque consiguió vender algunas a sus amigos. Las ofreció en la red a un precio reducido y se libró de la mitad.
Se encogió de hombros y puso el paquete de judías en el estante de abajo. Luego se volvió hacia mí. Nuestros ojos son del mismo color verde mar, bajo el mismo flequillo rojizo. Pero mi madre lleva el pelo corto y cuidado; yo, en cambio, rebelde y largo, casi hasta la cintura.
—A mí sí me importa que Rachel te oiga —dijo como si acabara de darse cuenta de lo que yo había dicho—. Heriría sus sentimientos.
—No sabía que los inadaptados tenían sentimientos.
Estaba siendo cruel, pero la verdad era que aquella mujer me daba miedo. El aura es una especie de halo que rodea a algunas personas; está con ellos vayan donde vayan y cambia de color con su estado de ánimo. Con frecuencia la gente no necesita decirme cómo se sienten porque yo misma lo veo. No conozco a nadie más que pueda hacerlo. Todo empezó cuando tenía unos cuatro años, no mucho después de mudarnos aquí. Cuando se lo dije a mi madre, pensó que tenía mal la vista y me llevó al centro médico para hacerme una revisión de los ojos. No encontraron nada y dijeron que probablemente era producto de mi imaginación. Que los niños dotados para la música tienen también una viva imaginación y que probablemente se me pasaría al crecer. Todavía estoy esperando. No hablo mucho de ello porque la gente me mira como a una chiflada. Cuando se lo conté a Jake, sólo me observó de una forma extraña y dijo que si yo hubiera vivido en otros tiempos me habrían quemado por bruja.
El aura de Rachel me intrigaba. No se parecía a ninguna de las que había visto antes. Podría ser porque nunca había conocido a un inadaptado. Y, sinceramente, tampoco .estaba muy interesada en conocerlo ahora.
Mi madre seguía mirándome.
—¿Quién dice que sea una inadaptada?
—Parece obvio, ¿no? —respondí encogiéndome de hombros.
Yo había decidido que eso es lo que era, sin lugar a dudas. Sólo había que echarle un vistazo para darse cuenta. Formaba parte de los «sin techo», los vagabundos que van de un lado para otro por las calles de la Ciudad. No tenía ni idea de cómo había llegado al campo. Y tampoco sabía cómo se le había ocurrido a mamá traerla. Tenía que haber sido un ataque de locura.
—No necesariamente -—mamá discute siempre, aunque no tenga en qué apoyarse—. De todos modos, los inadaptados nunca se alejan tanto de los límites de la Ciudad, aunque consigan atravesar los controles. Aquí fuera no hay nada para ellos.
—Bueno, pues ésta lo ha hecho y tú la has recogido.
—No, Kari, estás equivocada —dijo sacudiendo la cabeza, y agitó la mano en el aire cuando yo empecé a protestar—. No me preguntes cómo lo sé, pero estoy segura.
—Bueno, si no es una inadaptada, ¿qué es entonces?
No me contestó inmediatamente.
—No lo sé —dijo finalmente con una expresión extraña.
Antes, durante las presentaciones, mamá había cogido las bolsas de manos de Rachel y las había dejado en la cocina. Rachel se había quedado allí sin decir nada, mirando sólo a sus fascinantes pies enfundados en unas botas agujereadas que parecían tener cien años.
—¿Te gustaría refrescarte un poco? —le había preguntado mi madre, como si un lavado rápido pudiera resolver el problema.
—¿Refrescarme? —Rachel me había mirado e inmediatamente bajó la vista como si mis ojos la hubieran quemado.
—Sí —mamá estaba de pie junto a la cocina, examinándola con cierta lástima—. La ducha es el primer cuarto a la izquierda.
Yo estaba apoyada contra el marco de la puerta, lo más lejos posible de Rachel. Mamá cogió un par de toallas y se las puso en los brazos.
-—Cuando termines, las dejas en la rampa de reciclado.
Rachel murmuró algo y después pasó junto a mí arrastrando los pies, subió las escaleras y entró en el baño.
—Coge las cosas de Rachel y súbelas —me ordenó mi madre—. Ponías en el cuarto de invitados.
—¿Quién…, yo? —me humillaba la idea de coger sus bolsas.
—Sí, tú —mamá me miró fijamente. Luego fue al |»u* de la escalera y dijo en voz alta—: Coge lo que quieras y tómate tiempo. No cenamos hasta las siete.
—Gracias —contestó Rachel.
Al soltar las bolsas encima de la cama, me entró de repente una curiosidad morbosa. Quería echar una ojeada jura ver qué transportaba con tanto celo. No puedo evitar ser curiosa, soy así. Bajo aquel abrigo y aquella bufanda no se podía ver lo vieja que era, de qué color tenía el pelo…, nada. No se veía si era vieja o joven, morena rubia, fea o guapa. Sólo se podía afirmar una cosa: necesitaba realmente hacer algo más que refrescarse. Probablemente estaba llena de parásitos. No me cabía en la
c abeza que mamá la estuviese tratando como si fuese el mismísimo Presidente.
Abajo, Rachel había estado mirando los cuadros de las paredes, los libros de las estanterías, el piano, la luz que entraba por la vidriera de la escalera. Sus ojos se detenían hambrientos en cada objeto, como si desease más que nada ver algo bonito. Yo no podía evitar sospechar. Soy aficionada a hacer juicios rápidos, pero tuve la horrible sensación de que estaba tasándolo todo. Tratando de decidir qué valía más para robarlo y sacar dinero para sus vicios: bebida o drogas.
La verdad es que no me creía capaz de soportarlo. Meter en casa a una apestosa inadaptada ojeando nuestras losas. Me daba pavor.
No tuve oportunidad de mirar en sus bolsas, porque apareció de repente en la puerta para preguntarme cómo funcionaba la ducha. Se lo enseñé y bajé corriendo las escaleras.
Desde abajo escuché todos sus movimientos. Cómo tiró de la cadena, el chorro de la ducha, el secador zumbando alegremente, pasos de un lado a otro. Mamá había reactivado a Archie, que esperaba al pie de la escalera el momento de subir a limpiar.
—Por cierto —le dije cuando terminamos de guardar las compras—, ¿dónde la has encontrado?
—En realidad, me ha encontrado ella a mí —explicó mamá—. He parado el coche un momento para observar a un mirlo. Hacía años que no veía uno. Y de pronto la he visto allí, caminando a lo largo de la carretera. Me he ofrecido a llevarla, pero al parecer no tenía ni idea de adónde quería ir. Tenía frío, estaba mojada y aturdida, así que la he traído.
—¿Por qué no le has dado un poco de dinero y te has ido? Eso es lo que habría hecho cualquiera con sentido común.
—Lo he intentado…, pero no lo ha cogido. Sólo lo ha mirado y ha sacudido la cabeza.
—De verdad, mamá —me burlé—, te está engañando. La mayor parte de los inadaptados matarían por unos cuantos euros. Probablemente nos birlará algo de valor para desaparecer después. Esta gente sólo…
Entonces mamá hizo algo que me sorprendió. Vino directamente hacia mí y me sujetó el brazo. Fuerte. Clavando las uñas a través de la manga de mi chándal. Para alguien que insiste en que ella nunca emplea la violencia con sus hijos, estaba apretando furiosamente.
—¿Es mucho pedir que para variar pienses en alguien más que en ti misma? —me echó una mirada de piraña y sus ojos lanzaban chispas verdes contra mí.
—Vale, vale, lo siento —dije rápidamente, aunque no lo sentía ni pizca.
Me dejé caer junto a la mesa. De mal humor. Estaba triste y deprimida. Apoyé la barbilla sobre mis manos y contemplé la lluvia. El mal tiempo era un presagio, iba a durar todo el verano. Para empezar, no habría turistas que viniesen a mirar como tontos nuestra casa. Me encantaba contemplarlos desde el jardín: aquellos entusiastas del viejo tren que pasaban mirándonos como si fuésemos los monos de un safari-park. Yo sé que envidiaban el aire fresco, los campos verdes y nuestro bonito chalé, incluso aunque no hubiera trenes desde hacía tiempo.
De todos modos mi madre tenía razón. Yo era totalmente egoísta respecto a Rachel, pero siempre hay un límite en lo comprensiva que pueda ser una persona.
—Creo que estás loca, eso es todo —dije, esperando que fuera la última palabra, como siempre—. Esa gente…
—¿Esa gente? ¿Qué sabes tú sobre esa gente? Tú vives fuera de la Ciudad y tienes una familia que te quiere. Vives en una cápsula, Kari. Ya es hora de que empieces a madurar y a darte cuenta de que hay otras personas en el mundo además de ti. Personas menos afortunadas —su voz temblaba.
Puse los ojos en blanco. Mi madre siempre está hablando de lo afortunados que somos. Es como una canción que sigues oyendo y no te puedes sacar de la cabeza. Yo sé que somos afortunados. Afortunados si a uno le gusta vivir en un lugar sin luces en las calles, sin vecinos cerca, ni tiendas, ni juegos, ni cines, y con el mínimo de polución. Mamá no tiene por qué repetírmelo. Precisamente por eso me asustaba tanto una inadaptada vieja y apestosa de Dios sabe dónde.
—-Bueno, papá va a montar en cólera —yo esperaba que pensar en mi padre enfurecido le haría cambiar de idea. Debería haberla conocido mejor.
—Tu padre puede decir lo que quiera —dijo—. Rachel es mi huésped.
—¡Huésped!
Me levanté. Mi silla cayó al suelo de golpe. Mi madre lo había estropeado todo con una de sus locas ideas bienintencionadas.
¿Cómo iba yo a invitar a mis amigas de la red a visitarme con Rachel aquí? Me imaginaba a Emma o a Vinny presentándose mientras aquella horrible vieja iba de acá para allá con sus harapos y oliendo como un cubo de basura. Sencillamente me moriría.
—¡No esperes que me siente a la mesa con ella! —grité—. ¡No lo aguantaré!
Me estaba portando como una niña mimada, pero no podía evitarlo.
Salí corriendo por la puerta y casi atropellé a Ro, que se estaba lavando en el umbral.
—¡Condenado gato! —grité.
Dos manos lo apartaron de mi camino y una voz profunda murmuró:
—Pobre gatito, casi lo aplastas.
Unos dedos largos acariciaron su piel negra, apaciguándolo. El animal ronroneó con un ruido sordo, como el eco de la explosión de una bomba terrorista. Se frotó la cara traidoramente contra el brazo de la mujer. El viejo Ro solía juzgar muy bien el carácter, pero esta vez había metido la pata.
No sabía cuánto tiempo llevaba Rachel allí o cuánto había oído. Daba igual, me importaba un pepino. Y lo peor era que llevaba puesta la bata de seda que le habíamos regalado a mi madre por su cumpleaños. La tela suave ondeaba sobre los pies de Rachel; llevaba el cuello levantado, pero se le apreciaba un montón de pelo blanco alrededor de la cabeza. Enterró la cara en la espesa piel de Ro y murmuró algo más.
La miré ferozmente y me lancé escaleras arriba hasta mi cuarto. Di tal portazo al entrar que fue un milagro que la casa no se partiera en dos. Al subir sentí que sus ojos me seguían. Era como si ella pudiera ver dentro de mi cabeza. «Bueno, si puede», pensé enfadada, «espero que sepa lo que estoy pensando. Que se dé cuenta de que yo sé exactamente lo que ella es, aunque mamá no tenga ni idea.»
En mi cuarto abrí la dirección de Jake en la red. I labia salido. Eso ya fue el colmo. ¡Mi mejor amigo me abandonaba cuando más le necesitaba! ¿Es que no había justicia en el mundo?