Tuve un sueño realmente misterioso. Había gente que venía hacia mí. No los turistas que vienen en tropel durante las semanas de vacaciones, sino gente con ropas extrañas… Salían todos de la brillante luz del sol… enormes figuras con las manos tendidas. Parecían marionetas movidas por hilos invisibles. Vagos… indistintos… como rodeados por una espesa niebla que los obligaba a abrirse camino entre ella. Lo que me asustaba eran sus ojos. Fijos en mí. Ojos que yo no soportaba mirar.
Al despertarme, me sentía triste y atontada, todavía obsesionada por aquel sueño. Después recordé qué día era, y el sueño se esfumó. El primer día de las vacaciones de verano. ¡Formidable!
Salté de la cama, y corrí a abrir los postigos de la ventana. Se me cayó el alma a los pies. Lluvia. Enormes gotas pringosas rodaban por el cristal, azogue sobre el telón de fondo de los cielos plomizos. Pegué la nariz y observé las grises cortinas de agua. Fuera, todo estaba oscurecido por una capa de niebla. El jardín, la carretera, las colinas más allá… Todo.
Tenía ganas de llorar. Jake y yo lo habíamos planeado tan bien. Primero, él vendría a buscarme. Iríamos en bici hasta la terminal para coger el suburbano que nos llevaría hasta Bluelake, el parque temático más próximo.
Podríamos ir a nadar al pabellón de deportes, dar una vuelta por el bulevar, comer, escuchar a cualquier banda de rock que tocase en la plaza, quizá incluso ver una película en el cinódromo antes de tomar el tranvía para casa.
—No importa, Kari —dijo Jake en el videófono cuando le llamé—. Podemos ir mañana.
—¿Mañana? —miré con pesimismo la lluvia torrencial que caía fuera—. No va a dejar de llover.
Jake soltó una risita.
—¿Ahora eres meteoróloga de repente?
Sólo Jake diría meteoróloga y no mujer del tiempo como cualquier persona normal. Sus ojos pardos me miraban desde la pantalla.
—Puede saberse por la forma en que la bruma se asienta sobre las colinas —dije—. Créeme. Yo sé mucho de esas cosas, he vivido aquí casi toda mi vida.
Sólo hacía un par de años que Jake había venido a vivir a nuestra carretera.
Aparté los ojos de su cara para mirar fuera, a las colinas oscuras y difusas en la distancia. Al otro lado de la carretera podía ver los contornos de piedra de la estación de tren abandonada desde hacía largo tiempo. A menudo trataba de imaginar cómo habría sido cuando los trenes traqueteaban a lo largo de las vías y los viajeros iban y venían de la ciudad. Mi hermano Damien y yo solíamos salir a veces sigilosamente para jugar allí, hasta que mamá lo había descubierto y nos lo había prohibido. Lo pasábamos muy bien haciendo acampadas, fingiendo pelear con rayos láser —en realidad, patas de sillas rotas—, corriendo arriba y abajo por los andenes abandonados e invadidos por la hierba. A veces pensaba que podía oír el eco fantasmal de las ruedas y un agudo silbido de los trenes que entraban en el lejano final del túnel y venían rugiendo hasta la estación. Imaginaba el ruido atronador de las ruedas golpeando al compás de mi corazón.
Tapiaron el túnel poco después de que nosotros hubiésemos venido a vivir aquí, y pronto se cubrió con una espesa maraña de enredaderas que hacía difícil saber dónde estaba. Me daba escalofríos pensar lo oscuro y húmedo que debía de estar dentro y que pudieran habitarlo los fantasmas. Imaginaba bichos zumbando por allí en el aire fétido, y todos los restos y desechos de una época pasada tirados por el suelo. Suficiente para darme pesadillas durante una semana.
Así que pasé la mañana ensayando una nueva melodía que había compuesto para mi flauta, oyendo algunos de mis microdiscos favoritos, sujetándome el pelo en lo alto de la cabeza para inventar nuevos y fantásticos peinados, investigando en la red mundial o enredando con el casco de realidad virtual de mi hermano. Comprobé si los números de la familia habían salido en la bonoloto diaria. Por supuesto, no habían salido. Suspiré aburrida y eché un vistazo a mi trabajo de vacaciones.
La sociedad en la última década del siglo XX.
Arrugué la cara. ¿No podían haber encontrado un tema más apasionante sobre el que escribir?
De mala gana, abrí uno de los ficheros de Historia.
Entonces un e-memo en la pantalla me avisó de un mensaje en espera. Mi tutor de enlace…
Felices vacaciones… y no olvides traer tu trabajo en septiembre.
«Típico», pensé.
Volví al fichero de Historia. No se podía hacer mucho más en un día como aquél. Repasé todos los acontecimientos que habían preparado el terreno para el cambio de milenio, y estaba leyendo una información sobre varias personas que aseguraban haber sido abducidas por seres extraños, cuando vi que había otro mensaje esperando. Esta vez era de Vinny, mi amiga de la red. Pasaba horas intercambiando mensajes con ella. Enterarme de cómo era su vida en los suburbios era mucho más interesante que el aburrido siglo veinte.
Cuando accedí al mensaje, el hombre-correo apareció en la pantalla y lo leyó. Vinny quería saber lo que iba a hacer.
Contesté que no estaba haciendo mucho, aparte de aburrirme.
A media tarde, me animé un poco. Había pasado media hora tocando la flauta e hipnotizando a los gatos, y eso me levantó la moral. Teníamos a nuestro cargo varios mininos abandonados, animales perdidos que un día se ganaron nuestro afecto quedándose en vela en la puerta de atrás y negándose a marchar hasta haber recibido comida. Mi madre decía que venían de la granja- factoría que hay más arriba; allí los utilizaban para matar bichos.
Después volví a navegar por la red y busqué datos de la ecología, la política, los avances tecnológicos, los viajes espaciales y las interminables guerras del siglo veinte. Dejé mi ordenador en espera y me tumbé un rato a fantasear. Playas bañadas por el sol, aguas azules, días embriagadores paseando con Jake por avenidas cubiertas de flores. Decidí que me estaba volviendo loca. Jake no se dejaría ver ni muerto paseando conmigo o con cualquiera por una avenida cubierta de flores. Aun en el caso de que hubiera alguna.
Estaba otra vez mirando por la ventana y deseando que la lluvia parase, cuando las luces de un coche brillaron en la penumbra. Mamá volvía de hacer la compra. Las puertas se abrieron y el coche entró en el camino ion un ruido sordo que indicaba que mi madre había golpeado el poste por tercera vez en un mes. Salió, lo puso derecho y dio la vuelta hasta el lado del pasajero. Abrió la puerta y alguien se bajó. Una visita. Llevaba un abrigo largo y una bufanda alrededor de la cabeza, y sostenía una bolsa de plástico en cada mano. Se quedó de pie, rígida, levantó los ojos y miró fijamente al chalé, como hechizada al verlo. Quizá no había visto antes una cusa así. No es que hubiese nada de extraordinario en un viejo chalé de ladrillo rojo con un tejado gris.
El cristal se había empañado con mi respiración. Froté basta lograr un espacio lo bastante grande para llenarlo con la figura de la forastera. Parecía muy rara. Ropa de Invierno pasada de moda, pantalones gruesos, botas. Estaba empezando el verano y se vestía como en el Artico.
Respiré hondo. Una extraña sensación me recorría la espalda. Esa clase de sensación que uno tiene cuando oye una nueva melodía y consigue tocarla. Sientes como si todo tu cuerpo participase, no sólo tus dedos y tus pulmones. Estás más vivo que en cualquier otro momento de tu existencia. No tenía ni idea de por qué sentía yo algo así a la vista de una mujer vieja y rara. Jake me decía a menudo que estaba algo chiflada, y yo suponía que tenía razón.
Mi madre tecleó el código de seguridad y la puerta principal se abrió. Un gato maulló, probablemente Ro. Siempre está dormitando junto a la puerta.
—Kari, ¿estás ahí arriba? —la voz de mi madre sonó al pie de la escalera.
Yo salí al rellano.
—Ah, estás ahí —mamá se quitó la chaqueta y la sacudió. Las gotas de lluvia volaron por encima de Ro como una ducha de cristal. El gato fue a frotarse contra el abrigo de la visitante, maullando comida, comida como si fuese una amiga de toda la vida.
La amiga de mamá lo ignoró. Se quedó allí quieta, con la cabeza inclinada y la cara envuelta en una raída bufanda de color mostaza. Sujetaba sus bolsas como si llevase dentro las joyas de la corona. ¿Quizá había sido ella quien las había birlado hacía tantos años? Estaba encorvada, mirándose los pies como si fuesen la cosa más fascinante del universo.
Mi nariz me avisó. Me llegaba un olor raro, parecido al de las criaturas muertas que traen los gatos de vez en cuando. Un olor triste, mohoso, húmedo…, viejo.
Mamá me sonrió desde abajo.
—Baja a decir «hola» a Rachel —y volvió a salir para descargar las compras.
Bajé despacio, paso a paso. Miré fijamente a Rachel. Ella tuvo que sentir mi mirada, porque levantó la cabeza. Enterrados entre los pliegues de la bufanda, sus ojos se entornaron. Estaba de pie en la sombra de la puerta abierta y eso fue todo lo que pude ver, sólo sus ojos, de un intenso azul, mirando…
A mí.
Un cosquilleo de aprensión me recorrió la espalda de nuevo. El vello de los brazos se me puso de punta como una llamada de atención. Fue entonces cuando recordé mi sueño y la extraña sensación que me había dejado.
La sensación de que algo estaba empezando… algo que cambiaría mi vida para siempre.