Vigésima cuarta hora

Zero miró a su alrededor y, como entre la maleza no había nadie, apartó una rama y le indicó el camino: la valla de protección terminada en alambre de espino había sido cizallada y en la malla se abría un agujero. Una delgada franja de tierra se abría paso entre ortigas polvorientas y frigoríficos reventados, bajando por el barranco. El metro, que corría por la superficie, protegido por una acera baja y por un pequeño muro de ladrillos, se abismaba en ese punto metiéndose en la boca de un túnel. A la luz de la bombilla se podía ver la entrada: un perfecto semicírculo amenazador y al mismo tiempo invitante como los de cartón piedra del Parque de Atracciones. El túnel del amor, o algo parecido, se le pasó por la cabeza. Maja descendió con prudencia. Tenía miedo de caerse. De perder ese niño cuya existencia, hasta hoy, casi había ignorado. No había sido más que un retraso, una ausencia, una señal que no era capaz de descifrar. Zero saltó hacia abajo ágilmente. Había un salto de casi dos metros. Le señaló unos escalones excavados en la arcilla de la colina. «Ésta es algo así como la entrada de mi casa», le explicó. «Los escalones los han hecho los encargados de mantenimiento, pero soy yo quien los mantiene limpios». «¿Qué hay ahí dentro?», preguntó Maja, inquieta ante la visión de aquella boca abierta de par en par, negra. Zero no respondió. «¿Vienes?», le preguntó, sacando la linterna del bolsillo de la sudadera. «¿Es peligroso?», dudó Maja. «¿Y qué hay que no lo sea?», respondió Zero.

El último tren ya había pasado. A esta hora, en los monitores de los encargados de la seguridad aparecían imágenes grisáceas de estaciones desiertas. Bancos solitarios, papeleras vacías, la larga línea amarilla que no se podía traspasar y que discurre a lo largo del anden —por el día ni siquiera se ve, pisoteada por miles de pies, y ahora sobresale casi fosforescente en el gris y azul de la galería. Los seguratas controlan que todas las estaciones estén desiertas, que no quede ningún mendigo, drogadicto o grafitero escondido en los pasillos subterráneos y en los pocos antros mal iluminados que se abren en estaciones pulcras, racionales, acabadas de limpiar para el Jubileo. Es un trabajo que requiere esfuerzo, aunque la verdad es que éste es un metro con dos únicas líneas —no estamos, de ninguna manera, en París o Nueva York. Al final de la última ronda de reconocimiento, también salen los seguratas y se cierran las verjas a sus espaldas. Hasta que lleguen los encargados de la limpieza con sus cubos y sus escobas, la línea B del metro permanecerá en silencio. Vacías las estaciones, vacías las galerías, inerte e inofensiva la línea eléctrica, cerrados los quioscos y los ascensores para los discapacitados.

Pero no es verdad que el metro se quede desierto. Poco a poco, si prestas atención, te das cuenta de que se despierta una vida subterránea y furtiva. Está el agua que se filtra por los escapes de los arcos y que gotea a lo largo de las paredes. Está el aire que sigue moviendo los rotores y circulando por los conductos. Están las ratas que se atreven a pastar por las vías, barriendo los desechos que los viajeros tiran con displicencia desde los andenes —gomas de mascar, migas, envoltorios de helados llenos de azúcar, vasos de cartón. Y luego estamos nosotros —que caemos aquí desde lo alto, y violamos el túnel donde está más indefenso. Y caminamos en la oscuridad hacia los depósitos donde duermen los vagones. Generalmente venimos en formación, organizados. Somos cinco o a veces seis —el más joven e inexperto se queda de guardia en el exterior, y otros dos se alternan como centinelas a lo largo del trayecto. Porque hay una única vía de salida y no podemos permitirnos que se quede sin vigilancia. Pero esta noche sólo estamos ella y yo. Me esperaba que se negara a seguirme —tal vez habría preferido que la invitara a mi casa, por fin. Pero no es esto lo que quiero —todavía no. Sea como sea, ha venido, y ahora titubea, tal vez asustada, tal vez excitada, quién podría asegurarlo. Maja es un enigma y cuando, no hace ni media hora, la ha besado larga y profundamente con indudable placer recíproco, no ha sido capaz de deshacerse por completo de aquella compostura civilizada y contenida. Duda bajo la bóveda de la galería, con los tacones demasiado altos en precario equilibrio sobre el raíl y el bolsito en las manos.

«¿Es un delito?», le preguntó de pronto Maja. «Me parece que sí», respondió Zero, encogiéndose de hombros. Se encaminó hacia el extremo de la galería. Ella se volvió. A unos cientos de metros, terminaba una acera alta —tal vez el ramal de alguna estación. Pero no sabía de cuál. Al final del camino rectilíneo brillaban unas débiles luces. Una maraña de cables eléctricos cruzaba los raíles —bajo sus pies y sobre su cabeza. En la embocadura de la galería, sobre las paredes que brillaban de humedad había dos farolas rectangulares encajadas, que desprendían una fuerte luz blanca. Pero luego, hasta donde era capaz de alcanzar su mirada, únicamente distinguía dos paredes que parecían acercarse en la distancia hasta llegar a tocarse. Un serpenteo de cables eléctricos y de tubos, y luego nada más. Negro absoluto.

«Ven», la invitó Zero, tendiéndole la mano. Maja miró a su alrededor, intimidada, como si de un momento a otro pudiera aparecer el tren por la galería y arrastrarlos. Pero no hay ningún tren. El último había tomado el camino del depósito media hora antes. Entonces se dijo: si esto es un delito, también lo es amarte; si queremos estar juntos, no debemos pensar en el futuro; veríamos tan sólo una nebulosa de decisiones y de remordimientos. Tenemos que internarnos sin darnos la vuelta atrás y entregarnos, en la oscuridad, por debajo de todas las cosas. Hundirnos, lentamente, dentro de la oscuridad del otro. Y tal vez allí abajo, en nuestras tinieblas, nos encontraremos más allá de las diferencias —más allá de la edad, más allá de nuestras historias, más allá de nuestra vidas.

Durante algunos minutos caminó junto a él, tropezando y deteniéndose a cada paso, porque no conseguía seguir el hilo brillante del raíl. Era demasiado estrecho y la suela de sus zapatos no hacía presa sobre el metal. Entonces se agachó para desatar las correítas del tobillo y se los sacó con una gracia que lo dejó sin aliento. Zero recogió los valiosos zapatitos y se los metió en la capucha de la sudadera. No se los devolvería nunca, pasara lo que pasase esta noche. Maja le confió la mano, y después de algunos pasos se sumergieron en la oscuridad. A sus espaldas, las débiles luces de Roma que reverberaban sobre el barranco ya no se percibían. Ahora tan sólo lograba ver el brillo del aro de plata que Aris llevaba en la nariz. Ahora tan sólo la movía la prisa por dejar atrás explicaciones y promesas. Por alcanzar, del otro lado de cuanto en ella cambia, lo que es permanente y verdadero. Alcanzar el centro, secreto, de sí misma.

Zero seguía la curva de los raíles, como si viera en la oscuridad. En la oscuridad, Maja podría encontrar la valentía de decirle que ella de verdad quería alquilar aquella casa en el Aventino. Que tenía necesidad de hacerse con un espacio inviolado, de recapacitar, porque su vida estaba estallando y la fuerza de la deflagración la lanzaba bien lejos. Era precisamente esto lo que había ido a decirle al Barco Ebrio. Pero Zero le apretó enérgicamente los dedos sobre la muñeca y ella se calló, porque el muchacho no le había pedido que le demostrara que sus sentimientos hacia él no eran únicamente un capricho, ni que abandonara a su padre, y esta certidumbre lo habría estropeado todo. Elio no tenía ni el mérito, ni la culpa, ni la responsabilidad, de cuanto había ocurrido esta noche. La posibilidad, el final, la costumbre, la rendición, todo estaba dentro de ella.

Caminaron largo rato, en silencio, durante un tiempo que le pareció infinito. De vez en cuando, en la pared de la galería se abría una hornacina. Maja identificó un extintor, un interfono, una escalera de mano, un cubo. Hasta que delante de ellos se alzaron siluetas inmóviles, que surgían de la oscuridad. Cuando estuvieron más cerca, lo reconoció. Eran dos, tres, diez vagones, unidos en convoy, aparcados en los raíles. «Era esto lo que quería enseñarte», dijo Zero.

Encendió la linterna. Orientó el haz de luz hacia las ventanillas opacas, luego lo dirigió hacia abajo, a los laterales. Y entonces Maja vio. Los vagones eran azules. Habían sido azules, porque ahora los laterales de los vagones estaban inundados de dibujos. Al principio le costó trabajo distinguir las figuras y reconocer su significado. Surgían poco a poco, si el ojo sabía descifrarlas. Las figuras se adaptaban al espacio, se servían de las formas sin forzarlas nunca. Eran dúctiles, móviles, vigilantes. Se adaptaban a las intermitencias de las ventanillas, se resignaban a abrazar las luces, se interrumpían en las esquinas para volver a empezar en el vagón sucesivo —una sinfonía continua de personajes y colores, una epopeya de imágenes y palabras interrumpidas y rotas, que se llamaban unas a otras, hacían eco, rimaban entre sí. Manchas de rojo, amarillo, violeta y verde recubrían el convoy y lo transformaban en un cuaderno, en un manifiesto, en un libro. A lo largo de las paredes de los vagones, separados y, no obstante, concatenados como capítulos, se desplegaban desfiles de automóviles y tiendas, edificios e iglesias, trenes y bicicletas. Se agitaban hombrecitos barrigudos y arrogantes, vociferaban y predicaban, y hombrecitos delgados y melancólicos asistían al espectáculo de la vida, se resignaban o soñaban, y soñaban con rostros femeninos que se iluminaban —precarios— entre los grises y los negros. O bien que pulsaban la tecla del mando a distancia y lo hacían saltar todo por los aires. Y todos los dibujos iban acompañados por la misma firma minimalista y, pese a ello, perentoria: ZERO.

«¿Los has hecho tú?», preguntó Maja, a pesar de que ya conocía la respuesta. Zero asintió. «¿Cuándo?». «Todas las noches del año», respondió él. «No quería marcharme antes de haber rellenado cada centímetro de este tren. El vacío no dice». «¿Marcharte?», preguntó Maja sorprendida. «Me voy a Barcelona. Necesito moverme. Roma me ahoga, Italia me ahoga. No valen la pena. Creo que otro mundo es posible, pero ahora sé que no va a ser aquí». «¿Por qué no me lo has dicho?», preguntó Maja. «Porque no podía pedirte que vinieras conmigo», dijo Zero, moviendo la linterna por los laterales de los vagones. «Esto lo he hecho para ti, tú eres la persona a quien quería mostrarlo. No pretendo ser comprendido, mejor dicho, quizá espero no serlo. En cualquier caso, cada obra que realizo la considero un pedazo de mi cuerpo. Así que ahora me conoces verdaderamente».

Pero es que yo ya te conozco, habría querido gritar Maja. ¿Qué quedará si Aris se marcha de aquí? Es mi único amigo. Todo lo demás es de una falsedad que me repugna. Incluso yo misma. Observó a los hombres melancólicos, rozados por la luz de la linterna y tragados de inmediato por la oscuridad. Figuras de jóvenes dúctiles y dóciles, que se ajustan a las formas, se adaptan al espacio, se confunden con el mismo, no quieren ni resaltar ni ser nada, y se mantienen apartadas de la vida. Figuras como Aris —¿o mejor Zero? Tenía frío. Y se había arañado los pies en la vía. «¿Cuándo te marchas?», fue lo que, en vez de eso, le preguntó, porque ella no sabía mirar hacia atrás y siempre creía que podría arreglar las cosas mañana. «A principios de junio», respondió Zero, escrutando alarmado los subterráneos oscuros que se abrían en torno al depósito. «Entonces nos queda casi un mes», comentó Maja. Se dio cuenta de que sus palabras sonaban como una proposición. Ciñó cautamente un brazo alrededor de su cintura. Zero se volvió bruscamente y la abrazó con fuerza, hasta dejarla sin aliento. Notó cómo sus huesos se le marcaban bajo la piel. Si hubiera sido su madre, se habría preocupado —porque Aris había empezado por no comer animales muertos y había acabado no comiendo casi nada, y no se preocupaba ni por su salud ni por sí mismo. Pero no era su madre. Era su amiga.

Maja enroscó en un dedo uno de sus bucles violetas, espinosos. El pelo de Aris era rígido como el alambre. Todavía le costaba creer que lo hubiera besado. Sonrió aliviada. Un mes es sorprendentemente largo. Pueden pasar tantas cosas. Puede cambiar de idea. Puedo convencerme de que tiene que marcharse. Puedo acostumbrarme a perderlo. Puedo convencerlo de que se quede. De que Roma e Italia valen la pena. De que yo valgo la pena.

«Ahora te toca a ti», dijo Aris, sacando del bolsillo un puñado de aerosoles. Le explicó que cada aerosol tiene un taponcito distinto, lo que produce matices distintos. Está el Super Skinny, que tiene un trazo delgadísimo; el Soft Medio, el Fat Oro, que tiene un chorro muy ancho, un poco duro. Sin embargo Maja eligió el Direzionale, que sirve para trazar líneas. Parecía una operación elemental, bárbara, salvaje —pero, en realidad, se descubrió muy complicada. No bastaba con presionar, era necesario dosificar, porque en caso contrario el chorro resultaba raquítico o demasiado abundante, confuso o ilegible. Pero si uno era capaz de controlar la mano, la pintura fluía —como gasolina, como tinta. Durante unos instantes, con los ojos clavados en la penumbra, Maja titubeó, con el aerosol en la mano, parada delante del vagón de cola donde la historia sin fin de Aris concluía sin concluirse —por un simple agotamiento del espacio. Luego se decidió y apuntando el aerosol hacia el lateral presionó.

Escribió su nombre —como los niños en el polvo y en la arena. Y los turistas en los monumentos que no volverán a ver. Y los presos en las paredes de la celda que los encarcela. Tan sólo escribió cuatro letras, oscuras. MAJA. Así, cada vez que este tren corra bajo la piel de Roma, llevará por ahí sus nombres y el recuerdo de esta noche. A veces, quitan los dibujos en pocos días; a veces, permanecen durante meses —a veces, mucho más. Y es esto precisamente lo bonito. No sabes si estás haciendo una obra que vivirá un día o que durará más que tú.

Decididamente aquello que se oía al final del subterráneo era ruido de pasos. Zero apagó la linterna. «Vámonos», susurró, agarrándola por la muñeca. En la actualidad, la vigilancia era muy activa. Cada noche se iba haciendo más peligroso introducirse en la galería. La semana anterior, en otro depósito subterráneo, habían sorprendido a unos chicos. Les habían pegado con las porras y uno de ellos había perdido todos los dientes. Se vio bajo arresto, en alguna comisaría. ¿Y a ella? ¿Qué le iba a pasar a ella? ¿Se vería obligada a dar sus datos? ¿Sería denunciada? Todo el mundo sabría dónde estaban, esta noche, Aris y Maja Fioravanti. Y este pensamiento lo puso eufórico, casi temerario. Venid a atraparnos, quería gritar, venid.

Maja se agarró a su brazo. Sus pasos ni siquiera alteraban el silencio. Nos movemos sin hacer ningún ruido, como si no existiéramos. Como si ya no estuviéramos aquí. ¿Y si de verdad fuera así? De una manera u otra, nos marcharemos. Avanzaban palpando con las manos las paredes de la galería, como ciegos. Zero se dijo que, aunque fuera exaltante, sería una estupidez dejar que los detuvieran. De ninguna manera tenían que sorprenderlos de nuevo. Antes que eso haremos que nos arrolle el tren. Haremos que nos atraviese la corriente eléctrica —nos encenderemos como luces. O bien dejaremos todo a nuestras espaldas. Haremos todas las cosas a nuestra manera. Ya nadie va a atraparnos. Nos hemos escapado de ellos. Los cables eléctricos vibraron, tal vez fuera una prueba de funcionamiento. Una señal luminosa se encendió, al fondo de la oscuridad. Maja tuvo un escalofrío. Si los conductores maniobraban los trenes… Si conectaban la electricidad a la línea… Había perdido la orientación. ¿Habían enfilado la misma galería que a la ida? ¿O acaso se habían perdido? Ahora, aunque se volviera ya no lograba distinguir los vagones grafiteados por Zero. Y tampoco lograba distinguir nada por delante de ella. Tan sólo los perfiles indefinidos de una galería oscura, un techo irregular y angosto, y una farola palidísima, allá al fondo —aunque quién sabe dónde. «¿Tienes miedo?», le preguntó Zero, apretándole el brazo con fuerza. Maja entrecerró los ojos y miró aquella luz lejana en el fondo de la oscuridad y dijo: «No».

Poco a poco, alrededor de ellos la ciudad se había ido vaciando. Atenuando la claridad que la coronaba como una aureola. La animación que la recorría había ido menguando y posteriormente había cesado del todo. El rumor incesante que se elevaba de las casas, de los coches y de las ventanas se había debilitado y escaseaba, hasta que, ahora, todo callaba y Roma se había convertido en un cuerpo inmenso, torpe, inmóvil.

NOS DIVERTIMOS CON PAPA TODO OK SOLO FALTAS TU BUENAS NOXES MAMA TKM!!!

Emma leyó y releyó el mensaje, mientras el desgarro de la angustia que le atenazaba la respiración se disolvía, como si aquellas letras frustraran un maleficio. Se sintió ligera, casi evanescente. En la terraza del Zodiaco, sobre el Monte Mario, soplaba el viento y ella sintió un escalofrío. Bajo ellos, Roma era un pesebre de luces. YO TMB TKM, respondió, enviando el mensaje. Había aprendido de su hija aquella especie de taquigrafía telefónica. Le gustaba. Decir mucho con el mínimo esfuerzo. «Tú tenías razón», le dijo, enseñándole el móvil, «se están divirtiendo con su padre, están bien, todo va bien». «¿Qué quiere decir MAMA TKM?», preguntó Sasha. Emma sonrió y dijo, incrédula: «¿En serio no lo sabes?».

«¿Qué hacemos?», le preguntó Sasha. Despidámonos ahora, habría querido decirle Emma. En cierta ocasión le llevó un verso, no recordaba de qué poeta. Decía más o menos así: Quién puede saber qué despedida aguarda tras la palabra adiós.

Sasha pulsó el mando a distancia del seguro y los faros de su Peugeot destellaron en la oscuridad. Esas señales luminosas parecían querer decirle algo, pero no sabía qué. Le abrió la puerta y cuando hubo subido la cerró lentamente, con delicadeza. Este hombre nunca daba portazos. Probablemente, no gritaba nunca. Y no era capaz de insultar a nadie, porque prefería escuchar. Y ahora me lleva a casa. Y se termina así. Qué breve ha sido todo. Ni siquiera han sido horas, nuestro tiempo se mide a duras penas en minutos. Este día nuestro se ha escapado, sin dejar nada tras de sí. No recuerdo si le he dicho algo que yo quería que supiera, o si ha sido él quien lo ha hecho. Cuando quiera pensar en ello, no tendré que buscar donde se graban los recuerdos, ni en el cuerpo, ni en las palabras. Miraré la reverberación de las luces del cielo de Roma y si él tiene razón, allí encontraré nuestro reflejo.

Sasha enfiló la rampa, superó el Observatorio Astronómico, bajó cautamente por la Panorámica, y luego alcanzó la plaza de los Eroi. En la colina, como una torre de vigilancia, como el asta de una bandera en un territorio conquistado, despuntaba la antena del Vaticano. La noche olía a tilos. De pronto, preocupada, Emma tiró hacia el asiento trasero el voluminoso paquete de Bulgari envuelto para regalo que desde hacía horas llevaba sobre sus rodillas, como si fuera una reliquia y una prenda de fidelidad, aunque no hacia ella. ¿Por qué tenía que guardar el regalo para el amante del profesor? Si tuviera ocasión de conocerlo, le habría encantado rompérselo en las narices. Sasha se dio cuenta del golpe y dijo que había sido una idiotez buscar el reloj más infalible para decirle a Dario que el tiempo que pasa tiene mucho valor y que no podemos permitirnos el lujo de perderlo. «Tu amigo lo comprenderá», comentó Emma. Sasha asintió, malhumorado, porque ya no sería lo mismo.

La M roja irradiaba luz, desde lo alto de los postes. De nuevo superaron las paradas del metro que iban jalonando el camino hacia casa. CIPRO-MUSEI VATICANI. VALLE AURELIA. BALDO DEGLI UBALDI. Pero ahora le parecía que estaba atravesando una ciudad distinta, y desconocida. Roma era nueva como si la viera por primera vez. Habían pasado la noche buscando a los niños. No los habían encontrado. Y, pese a todo, la búsqueda no había sido completamente inútil. Sasha se metió por la Boccea. Los faros iluminaban una franja negra de asfalto y todo, a su alrededor, estaba a oscuras. Árboles, señales de tráfico, algún que otro camión, aparecían y desaparecían como si de verdad no existieran. Por un instante, en un cartel publicitario completamente azul apareció un niño desnudo, que se reía despreocupado, con los ojos cerrados y sin mirar a nada, porque su alegría no dependía ni de nada ni de nadie, sino de él mismo. El eslogan decía: GENTE, EL FUTURO HA EMPEZADO.

El futuro. El futuro que se asomaba tímidamente, al final de la noche. Los pensamientos fluían. «Y ahora, ¿qué vas a hacer?», repitió Sasha. Miraba directamente, delante de él, hacia la oscuridad en la que se sumergían, corriendo. «Me pelearé con mi madre porque la habré despertado y me iré enseguida a la cama», respondió Emma. Se envolvió la estola de plumas anaranjadas alrededor del cuello, petrificada por la idea de tener que soportar las recriminaciones de Olimpia. Cuando abandonó a Antonio, se imaginaba que iba a encontrar enseguida una casa para ella y para los niños. Y, por el contrario, no había conseguido marcharse de allí: se había tenido que quedar en casa de su madre, aceptar su ayuda, volver a ser hija. Había sido más difícil aceptar esto que perderlo todo. Por un instante vio el pequeño apartamento, repleto de muebles vulgares y, pese a ello, vacío, porque Valentina y Kevin, esta noche, no estarán. Y tampoco estarían mañana, ni pasado mañana. No estaba acostumbrada a separarse de ellos. Su ausencia era ya una nostalgia. Y todavía faltaban dos días para el lunes. Una eternidad.

«Podría ser todo diferente. En la nevera de mi casa tengo una botella de Veuve-Clicquot», estaba diciendo Sasha, quien observaba alarmado la aguja de la gasolina, que se había quedado clavada en reserva. «Y había una mesa reservada en el Coliñas de Maremma, un dos estrellas Michelin cerca de Montemerano. En cierto modo, se trataba de mi fiesta. Es nuestro aniversario. Estamos juntos desde hace diez años. O a lo mejor tendría que decir cinco. La otra mitad de su vida es para su mujer». Sasha había esperado a su amigo durante diez años. ¡Diez años! Cómo había podido soportar compartirlo con la esposa durante tanto tiempo. Emma nunca lo habría conseguido. Lo habría querido todo para ella. Pero con los hombres siempre se había equivocado por completo. Miró por la ventanilla hacia fuera, pero en la oscuridad no identificó ninguna estación de servicio y, durante unos minutos, envidió la resistencia de ese amor secreto y esquivo, aunque luego se dijo que precisamente era su furtiva precariedad, la ausencia cotidiana, lo que lo había hecho tenaz, mientras que habría naufragado miserablemente si se hubiera expuesto a los golpes más banales de la vida. Tal vez sea más cómodo tener medio amante que un marido o una mujer completos.

El profesor conducía con lentitud, prudente. Tenía un rostro de muchacho, incompleto. Sus mejillas eran lisas, suaves, rechonchas. Tal vez seguía pensando en el reloj suizo que en el asiento trasero inexorablemente desgranaba el tiempo perdido, en su fiesta interrumpida —o nunca empezada—. «A la hora que es, la mesa seguro que ya la habrán dado a alguien», constató, con una tristeza imprevista por todo lo que habría podido ser, y que no había sido, y que quizá ya nunca más sería. Emma lo confirmó: «Yo diría que sí, ¡es medianoche pasada!».

Sasha detuvo el coche bajo las luces azules de un distribuidor automático. En la plataforma no había nadie, tan sólo un cubo lleno de agua pútrida y negra en el que flotaba una esponja. La caprichosa máquina rechazó el único billete de Sasha. Emma bajó la ventanilla. Vio cómo se afanaba torpemente, pulsando una tecla tras otra —en vano. Este hombre que todavía parece un muchacho, tan incómodo con las cosas de este mundo. Se bajó. Hurgó en su bolso, sacó la cartera, extrajo de ella el último billete de cincuenta mil. Sasha se opuso galantemente —nunca permitiría que ella… Pero Emma lo metió en la máquina, que se lo tragó con un susurro. Intentó obligarla a que por lo menos aceptara diez mil liras, pero Emma se negó, sonriendo. «Soy un desastre», dijo Sasha, «si hubieras cogido un taxi te habría costado menos». «La próxima vez, pagas tú», dijo Emma, aunque nada hacía suponer que pasaría otra noche con el profesor de Valentina.

Sasha sacó el boquerel del distribuidor. Con una vibración que lo sacudió, la gasolina fluyó por el tubo, manó hasta el depósito. «Con toda esta gasolina, puedo llegar hasta Venecia», comentó. Y se le ocurrió que, de hecho, no tenía ningún motivo para volver a su casa. El gato tenía comida para tres días. Podía ir a Venecia sin problemas, o a cualquier otra parte. Era libre. «¿Mañana qué haces?», le preguntó. Aunque fuera una pregunta indiscreta, no le preocupó. Tenía la impresión de que podía decirle cualquier cosa y pedirle lo que fuera. «Esperar a que llegue el lunes», respondió Emma, con una sonrisa. Sasha sacudió el boquerel en el depósito, para descargar hasta la última gota de gasolina, luego lo sacó y permaneció absorto, con el cañón goteante entre las manos. De pronto dijo: «¿Te gustaría esperar el lunes conmigo?».

«¿Conoces Saturnia?». «No», respondió Emma, intentando recuperarse de la sorpresa. «Nunca he estado allí». Intentando torpemente enganchar el boquerel en el distribuidor, Sasha se salpicó de gasolina los zapatos. «Yo siempre voy allí cuando tengo que celebrar algo. Por eso nunca he ido estando solo». Le abrió la puerta del coche y cuando se hubo sentado la cerró de nuevo, con delicadeza. Emma contempló las luces azules del rótulo que se reflejaban en el capó. Sasha rodeó lentamente el coche y se sentó al volante. Metió las llaves en el contacto, pero no lo puso en marcha. Parecía que estuviera esperando algo. «Hay una habitación doble a mi nombre, en el Gran Hotel de las Termas de Saturnia —dos noches que ya están pagadas. El hotel es verdaderamente chic y tiene una piscina termal tan grande como un lago. Podríamos bañarnos en las cascadas esta misma noche. El agua sale de la fuente a treinta y siete grados. Y hecha humo, las nubes de vapor lo envuelven todo, es un paisaje irreal, como un sueño. ¿Te vienes, Emma?».

«No sé si es una buena idea», titubeó ella. El sonido de su nombre la había sorprendido. Los niños la llamaban mamá. Para Antonio siempre había sido Mina. En cambio, una sinapsis que llevaba largo tiempo inerte se había encendido cuando el profesor la había llamado —fue como recordar que existía. «Es una habitación doble con dos camas», precisó Sasha, para disipar cualquier clase de equívoco. No quería que Emma lo malinterpretara. No tenía ningún objetivo, ningún proyecto, ni siquiera la sombra de un deseo por ella. Tan sólo quería permanecer junto a ella. «A dos hombres nunca les dan la de matrimonio», subrayó. «Es uno de los pocos inconvenientes de ser gay». Emma se rió. En su bolso, sus dedos rozaban las llaves de casa. Los niños estaban con su padre, y estaban bien. Y, por primera vez desde que habían nacido, no tenía nada que hacer. Nunca había tenido ni un instante para sí misma. Desde hacía años vivía para ellos. Y ahora, en cambio, estaba sola. Y tal vez, aunque lo hubiera negado obstinadamente, y pagado por sus negativas, tal vez tenía razón Antonio. Ella no estaba hecha para estar sola. Sólo sabía vivir para los demás. Quería que fueran felices. Con ella o a través de ella. ¿Era eso un crimen?

Podía marcharse con este hombre que parecía un muchacho, llegado desde la oscuridad de un día equivocado —el profesor torpe y distraído y, pese a todo, ágil y ligero, porque el pasado no le pesa sobre sus espaldas, ese pasado que él, tan joven, puede sostener por mí. Un hombre al que conocía, la verdad, desde hacía pocas horas. Y pasar dos días y dos noches confesándose todo lo que uno no podría decirle a nadie más, contándose las cosas más íntimas, como hacen en un tren dos desconocidos que saben que nunca más volverán a verse. Y regresar con él el domingo por la tarde. Y durante dos días no escucharía las recriminaciones de Olimpia, ni las amenazas de Antonio —y se olvidaría de todo. Dos días de tregua, como colgados de un hilo entre los acostumbrados días de su vida. Total, sea como sea, después llegará el lunes. ¿Por qué no? Vivir, durante algunas horas. Y disfrutar de la plenitud de cada instante, sin tener que pedirle perdón a nadie.

Sasha giró la llave y puso el motor en marcha. Los faros dibujaron un cono de luz sobre el asfalto. Condujo el coche por el carril que llevaba a la carretera provincial, pero no se metió en ella, indeciso sobre la dirección que tenía que tomar. Sus ojos oscuros brillaban detrás de las gafas. Su camisa iluminaba de azul la oscuridad. Esperaba algo. El tiempo se hizo denso como los segundos que pasan entre el rayo y el trueno. «Okay», corroboró Emma, maravillada. «Me voy contigo. Sí». Sasha pisó el acelerador y el coche enfiló el desvío. Mientras Emma, sonriendo, metía las manos en el bolso y apagaba, por fin, el teléfono infernal que la mantenía clavada a su vida, superaron el cartel blanco que decía: VOLVEREMOS A VERNOS EN ROMA.

Oh, it’s such a perfect day

I’m glad I spent it with you

Oh, such a perfect day

You just keep me hanging on

You just keep me hanging on

Just a perfect day

You made me forget myself

I thought I was

someone else

someone good

You’re going to reap

just what you sow

You’re going to reap

just what you sow

You’re going to reap

just what you sow

You’re going to reap

just what you sow

Lou Reed

Oh, es un día tan perfecto / estoy contento de haberlo pasado contigo / Oh, un día tan perfecto / me tienes pendiente de ti / me tienes pendiente de ti / Es un día perfecto / hiciste que me olvidara de mí mismo / Yo pensé que era alguien / algún otro / alguien bueno / Vas a recoger / lo que sembraste / Vas a recoger / lo que sembraste / Vas a recoger / lo que sembraste / Vas a recoger / lo que sembraste.

El agente informa de que nadie coge el teléfono. Se confirma que el propietario del apartamento es alguien que, en efecto, podría tener armas en casa. El vecino ha señalado que después de los gritos y de los disparos no ha salido nadie. En resumen, la central dice que se proceda. El juez ha dado ya la autorización. El oficial aplasta la colilla bajo el zapato y se apoya en la puerta. Uno, dos, tres. A la tercera embestida, la puerta cede de golpe, pero él nota un vivo dolor en el pie y espera no habérselo roto. Las luces están apagadas. «Eh, ¿no hay nadie aquí?», grita. «Dios está en todas partes y en todas las cosas», responde una voz masculina. «Pero es necesario saber reconocer la presencia de la divinidad y, para hacerlo, hay que abrir el corazón al soplo del espíritu». «Se ha vuelto loco», susurra el agente. «Enciende la luz», dice el otro, avanzando a tientas hacia el salón comedor. Un espectro rugoso lo mira desde detrás del sofá, rodeado por una aureola azul. Tiene los ojos cristalinos y una voz salmodiante: no podía ser de otro modo, es un cura. La televisión está encendida. También el oficial, cuando no puede dormir por la noche, se pasa horas hipnotizado delante de las retransmisiones religiosas, relegadas a los horarios clandestinos de los anuncios de las líneas calientes. El agente no encuentra el interruptor. Nunca ha irrumpido en una casa ajena. Pero las casas de los demás se parecen a las nuestras.

En el comedor flota un punzante olor a cigarrillos, patatas fritas y a algo que no sabría definir. O tal vez sí, lo que ocurre es que tiene la esperanza de estar equivocado. Esta casa siniestra extrañamente vacía, sin alma, sin objetos exceptuando un sofá raído, sin alfombras, con una librería vacía. Se los había llevado de allí y ya no los habían vuelto a ver. Una casa ya no habitada, abandonada, infestada de recuerdos fantasmas. El cura dice que el espíritu está en nosotros y el oficial pulsa el mando a distancia y lo apaga. Retrocede por el pasillo. El ruido de la puerta desquiciada no ha despertado a nadie. Tiene sueño, le duele la cabeza y siente la garganta atenazada por las náuseas. Está intentando dejar de fumar y el cigarrillo le ha dejado la boca envenenada. «Ven», murmura el agente con voz átona, «ven».

Al fondo de un pasillo estrecho, desnudo y anónimo, la luz está encendida. El oficial entra en la que tal vez fuera la habitación de una chiquilla, porque tiene las paredes forradas en un papel lavable rosado, en el que flotan hadas y personajes del mundo de Walt Disney. En el suelo hay una silueta blanca abarquillada. Parece el envoltorio de un fantasma. Es un albornoz. Ese montón de tela inanimada le transmite una sorda inquietud. No se atreve a tocarlo. Se agacha para examinar algo dorado que brilla sobre la moqueta. Es un casquillo. Sin embargo, ahí no hay nadie y la puerta ventana que da a la terraza está bien cerrada. «Ven», repite el agente.

Vuelve hacia atrás. Cruza de nuevo el salón y se mete por el estrecho paso que desemboca en una exigua cocina. Ve el cubo de la basura —prácticamente vacío. Ve una pequeña mancha roja, que resalta como una gota de cera sobre las baldosas oscuras. Ve los armarios, las estanterías, el frigorífico empotrado —y le parece haber visto ya en algún sitio esa cocina, y de hecho es así, porque es el modelo de cocina por módulos para familias más barato y más vendido en Italia. Sobre la puerta del frigorífico, Buonocore ha colgado fotografías, postales, postits con anotaciones carentes de importancia el día en que fueron escritas y tal vez carentes de importancia para siempre: PAGAR LUZ, PLAZO HIPOTECA. La postal es una promesa de playa, mar y sol. Sobre el mar azul reina la inscripción SHARM EL SHEIK. Se le pasó por la cabeza que él quería ir allí por Navidad y llevar con él a su esposa, ella tenía tantas ganas. Las fotos sobre la nevera están todas opacas, desteñidas por el sol, por el polvo, por el tiempo: tienen ya algunos años. En la galería, la luz está encendida. Con esas paredes transparentes parece una caja de cristal. Piensa que debe de ser algo íntimo, y hermoso, cenar allí. El agente está arrodillado bajo la mesa. Está a punto de preguntarle qué coño está haciendo cuando el otro suspira: «La ha matado».

Una chiquilla con la cola de caballo sobre sus hombros gráciles y una blanca camiseta de algodón del equipo AS Esquilino, descalza, estrechando con los brazos su propio cuerpo, sentada sobre su sangre. Una chiquilla acuclillada bajo la mesa —donde, tal vez huyendo, había buscado refugio. El oficial recoge el segundo casquillo. Lo aprieta entre sus dedos, y piensa: tres disparos —uno en la habitación, ha fallado, el otro en el hombro, atraviesa el tejido, perfora el omóplato y sale por la axila. ¿En el hombro? Ella no se ha vuelto, sino que se ha tirado contra él. Ha tenido la valentía de mirarlo a la cara, mientras él, la persona en quien más confiaba en ese mundo, apretaba el gatillo. El tercer casquillo todavía está dentro de ella: el último disparo al corazón, a quemarropa. Diez centímetros, quizá menos. Tal vez la ha perseguido —la cristalera de la galería está abierta, en el balcón el tendedero está caído—, tal vez ha intentado trepar hasta el terrado comunitario, se ha subido al tendedero, esos hilos de hierro no han soportado el peso, se ha caído. Pero luego, de todas maneras, ¿qué podía hacer?, gritar; el hecho es que ha gritado. La oyeron. Y nadie llegó a tiempo. Lanzarse al vacío. Tal vez los andamios. Tal vez un gancho. Un tubo del cartel publicitario, un alero para frenar la caída, seis pisos, imposible, en la práctica habría sido un milagro. Pero los niños tienen mil vidas. En cambio, se ha vuelto dentro. ¿Por qué? Tal vez se han dicho algo, seguía siendo su padre. Tal vez la ha convencido. Se ha acuclillado bajo la mesa. ¿Se habrá acuclillado bajo la mesa también él? Será alto, será atlético, es un italiano como muchos otros —uno de los nuestros. De todas maneras tampoco ha tenido que correr tanto, la casa es pequeña, ochenta metros cuadrados como mucho, se ha agachado y le ha disparado en el corazón a una distancia de diez centímetros, mirándola a los ojos y sabiendo que ella sabe. Dios mío.

Una chiquilla asesinada bajo la mesa de la cocina, descalza, con la camiseta blanca empapada de sangre y desarreglada, dejando el ombligo al descubierto —reluciente, novísimo— un botón de metal. Una chiquilla viva en las fotografías pegadas en el frigorífico, donde él la habrá mirado con ternura, orgullo, tormento, cada vez que ha bebido un trago de cerveza, cada vez que ha mordido un tomate. Una chiquilla sin nombre vestida de blanco el día de su comunión; una chiquilla asomada por la ventanilla del Tipo de Buonocore —sonríe a papá, tesoro, muy bien; una chiquilla bastantes años atrás, una niña con un hatillo entre sus brazos, un recién nacido arrugado con los ojos todavía nublados. Una chiquilla huesuda arrodillada en la arena, a la izquierda de una rubia guapetona en traje de baño, con la que se entrelaza un mocoso estrábico. Los tres sonrientes, bronceados, deslumbrados por la luz del mediodía, la peor para las fotografías, como saben hasta los aficionados. Una playa poco poblada, con sombrillas de formas y colores distintos, por lo que no se trata de ningún establecimiento, es playa libre, playa de guijarros, mar verde, cristalino —el Jonio, quizás. Una chiquilla viva con el dedo puesto sobre el hombro suave y tatuado con una vistosa letra A de la rubia arrodillada junto a ella, quien, no obstante, está mirando al fotógrafo —Buonocore, sin duda alguna, pero como es mediodía su sombra no se ve. La mirada de la chiquilla clavada en su madre. ¿Celos? ¿Envidia? ¿Amor? Confianza incondicional. La rubia que la ignora, y sonríe estática, enamorada, espléndida, a un Buonocore en traje de baño —probablemente un bóxer elástico para evidenciar muslos y paquete—, cuatro pasos por delante de ella, atlético, bronceado, orgulloso, porque todo lo que está encuadrando —toalla, mocoso estrábico, chiquilla ceñuda, un radiocasete, una rubia robusta, bien dotada, sin estrías, notable—, todo esto es, exactamente, suyo. Era suyo, porque lo ha perdido y ahora ya pertenece a otra vida. Hipnotizado por la sonrisa de la mujer feliz y perdida, indecentemente desnuda, por completo, excepto un pequeño rectángulo de tela cubriendo unos senos soberbios —unos globos brillantes de aceite o de agua por los que cualquiera perdería la cabeza. Ese regalo de los dioses —nostalgia y perenne invitación— cada vez que abre una cerveza, mastica un tomate, desenvuelve un congelado. Dios mío.

Todas las luces encendidas, ahora, iluminando la destartalada decadencia de una casa que hace mucho tiempo que dejó de ser una casa. Buonocore vivía en un desesperado, sucio, indiferente desorden. Periódicos viejos tirados por todas partes al tuntún, abiertos por las páginas deportivas. Una lata aplastada por la presión de un pie arrojada contra el arcón de la entrada. Las habitaciones que habían sido de los niños horrendamente vacías, sobre el papel de la pared repleto de pájaros, árboles y angelotes, la sombra de los pósters despegados desde hacía tiempo —marcos vacíos, ausencia, ausencia. Dos camitas modulares, y nada más. Las camas ni siquiera preparadas, con el colchón a la vista. Nunca ha pensado en que se fueran a la cama. No ha sido algo improvisado. Lo tenía todo planeado. Pero la chica ha oído algo, de manera que cuando ha ido a sorprenderla a su habitación —¿por qué estaba en su habitación?—, ella ya estaba yendo al salón, y ha fallado el blanco; y cuando se le ha echado encima de él, le ha dado de refilón, y se le ha escapado, y él ha tenido que perseguirla, tirarla del tendedero, perseguirla por la caja de cristal, agacharse, tal vez hablar con ella, incluso, y acabar con ella bajo la mesa. ¿Qué había sentido?

El mocoso estrábico con el esparadrapo sobre el ojo, acurrucado sobre el sofá, la cabeza reclinada sobre el reposabrazos. Un globito rojo enganchado a su muñeca ondea y fluctúa por encima de él. Con un traje absurdo —incongruente en aquella modesta casa vacía—. Un esmoquin negro, elegantísimo, con una hermosa pajarita de seda, él también descalzo. En su cara regordeta, alegre, divertida, una expresión dichosa, dirigida hacia la televisión que estaba mirando y todavía miraba. En su regazo, la funda con colores chillones de la cinta metida en el vídeo. El rey león. Por lo menos, él no se había dado cuenta de nada. Un agujerito casi invisible en la nuca, entre el pelo rizado, brillante por el gel, erizado como púas de puerco espín. En la nuca, alevosamente. A traición, mientras miraba los dibujos animados. Sin darle la más mínima oportunidad. Ni una. Al mocoso, no. El mocoso en primer lugar. Cobarde, hijo de puta, cómo se puede hacer algo así, cómo has podido. Como lo encuentre, piensa, como lo encuentre lo…

Ya lo ha hecho. Huellas de sangre lo conducen hasta la habitación de al lado. El oficial pasa bajo un arco, da unos pocos pasos y se topa con un par de zapatos de goma. Se los ha quitado. Como se ha quitado también el traje de color arena que llevaba, empapado de sangre, lo ha doblado para que no se arrugue, y lo ha colocado sobre el respaldo de una silla —repitiendo una costumbre, un rito de orden y control. ¿Por qué se habrá cambiado? Luego, lo ve. Dos suelas absurdamente lisas sobresalen por detrás de las barras metálicas del respaldo. Un par de zapatos utilizados una única vez —que profanan un lecho conyugal antiguo y hermoso. A buen seguro el lecho en el que. Probablemente la chiquilla y el mocoso habían sido inventados aquí. En el placer y en la alegría. Buonocore, ahora, echado de espaldas en la cama —una mano sobre el corazón que todavía creía poseer; la otra, colgando hasta rozar el suelo. La pistola, caída sobre la alfombrilla. El gran cuerpo, no rígido del todo, echado sobre el lado izquierdo de la cama, el que no era el suyo —porque la mesita de noche está en el otro lado, y donde ha colocado, como siempre había hecho, aunque sabía ya que no volvería a necesitarlas, las llaves de casa, el teléfono apagado y la cartera. Echado sobre el lado izquierdo, donde dormía ella, donde tal vez permaneciera la esencia de su perfume, algún cabello suyo, la huella de su cuerpo sobre el colchón. Los niños, descalzos; él, vestido, pero no para salir. Un cuerpo amortajado con un traje oscuro, los pantalones con la raya, la corbata, el chaleco y la americana, desabrochada porque los años han pasado y la talla ya no es la misma que antaño. El grueso cuerpo de Buonocore, apreciado por todo el mundo, un hombre justo y valiente, que en cierta ocasión recibiera una mención por haber capturado a un peligroso asesino.

«Ahora nos toca buscar a su mujer», constata el agente. No le responde. La rubia sonriente y feliz. «¿Tú qué crees, a ella también la ha liquidado? A lo mejor la ha matado en otro sitio y todavía no han encontrado su cuerpo. Generalmente, la mujer es la primera en morir. Me acuerdo de uno que incluso mató al perro. ¿Dónde puede haberla escondido?». «Vale ya», grita el oficial. «Llama a la brigada móvil, deprisa. Y al juez. Dile que venga él. Es un caso importante. Una masacre familiar». Buonocore, con la cabeza rasurada en medio de la almohada —los ojos entrecerrados y un rostro absurdamente sereno, que ya no expresa ni desesperación, ni rabia, ni odio, ni dolor. Nada. El oficial apaga la luz, porque no consigue mantener la visión de un Buonocore echado sobre el edredón rojo liso, negro en su negro traje de boda, utilizado una única vez, hace quince años.

Ululan las sirenas de la policía abajo, en la calle. Gemidos tardíos de alarma y de rabia, de amenaza y de protesta, pero que a estas alturas ya no sirven de nada. Se clavan en la tenaz indiferencia de la noche. Luego se van acercando, los cristales del apartamento tintinean y, de golpe, cae —definitivo— el silencio. Han apagado. Han llegado. Últimos instantes suspendidos —los vivos y los muertos, y ya no queda nada por decir. Luego vendrán únicamente palabras. Y no significarán nada. «Ha dejado una carta», dice el agente, asomándose al salón. Habla en voz baja, como si no quisiera despertarlos. Pero ellos no pueden despertarse. Ya no están en estas habitaciones vacías, bajo este techo bajo —se han marchado de aquí. El agente le tiende un sobre cerrado, franqueado con un sello de correo urgente. La carta está dirigida al abogado honorable Elio Fioravanti, calle de Mangili, Roma. Tal vez contenga la explicación de esta masacre. Aunque, es más probable, únicamente sean otras palabras sin sentido, que no pueden restituir el orden ni la luz. «Déjala donde la has encontrado, no toques nada», dice el oficial.

Han llegado policías de la brigada móvil, el comisario, los inspectores, los agentes de la policía científica, el fotógrafo. Hace años que en este apartamento no entraba tanta gente. Voces, pasos, golpes, exclamaciones, desolación, furor. Incredulidad. Nadie conocía de verdad a Buonocore. Nadie conoce a nadie. Órdenes excitadas. No piséis la sangre. No mováis los objetos. No toquéis los cadáveres. ¿Dónde está Mario con la cámara de vídeo? Filma, antes de que lo embrollen todo. La película del delito de la noche del 4 de mayo. La casa. Las habitaciones. Las huellas. Las armas. Los proyectiles. Las heridas. Las posturas. Las víctimas. El asesino. Todos juntos, en la misma cinta. Películas familiares.

Los policías criban el apartamento para hallar los restos de sangre. De rodillas, el experto coloca los aparatos del FTP y estampa la sangre sobre el papel adhesivo. El operador de vídeo encuadra sobre el suelo de la habitación pequeña el albornoz blanco —está seco, no ha sido utilizado—. Luego, una panorámica del pasillo: melancólicas huellas de cuadros desaparecidos; plano general del salón: incuria, desolación, abandono, polvo, un pinocho de madera, la funda de El rey león, salpicaduras de sangre en la pared. Zoom bajo el sofá: un par de zapatillas de voleibol. ¿Son una prueba? ¿Serán necesarias para reconstruir la dinámica de los hechos? Ante la duda, son filmadas, fotografiadas y metidas en una bolsa de plástico transparente. En la etiqueta de la prueba, son atribuidas a la Víctima Número Dos. A veces, más tarde, los familiares las reclaman. Zapatos, ropas que llevaban ese último día, moneditas, objetos que llevaban en los bolsillos. Botones, colgantes, pasadores. Una especie de reliquia sin milagros.

Pruebas. El cojín del sofá, reventado por el disparo. Por los dos agujeros, de entrada y de salida, se escapan plumas blancas que se levantan a cada paso, y que le siguen a uno si se aleja. Pruebas. Un vaso de cartón de McDonald’s con la cañita metida todavía en la tapa, hallado en el mismo sofá. Cada vez que los agentes pasan por allí, el desplazamiento del aire hace que se mueva el globito rojo enganchado a la muñeca del mocoso. Y en todas esas ocasiones el oficial se sobresalta, porque ese balanceo le da la impresión de que también el niño se está moviendo.

Al niño lo llaman la Víctima Número Uno. Todavía no tiene nombre, identidad, historia. Mejor ignorar. Enfría, calma, distancia. Pero es necesario reconstruir, explicar. La dinámica del hecho, el hecho, el culpable, el móvil. Y, no obstante, el hecho en sí mismo nada significa. El oficial vaga por el apartamento, siguiendo al operador con la cámara de vídeo, sin saber qué se le pide, cuál es su tarea y su función, en todo esto. Y, sin embargo, tiene que haber alguna. Le piden que relate. ¿Se trata de esto, por tanto? Describe esa escena que ni siquiera habría querido imaginarse. Lo escuchan, sin mirarlo. Tampoco él los mira. Y no mira al mocoso del diván —un pequeño fardo negro, un principito estrábico entre los cojines, como si durmiera. Habría que cerrarle el ojo. Y secarle la sangre que le brota por la nariz y los labios. Pero que nadie toque los cuerpos. En la cómoda, esa fotografía en un marco dorado, en la que antes no se había fijado. Buonocore y la rubia —pero que todavía es morena— el día de su boda, delante de una iglesia monumental: jóvenes, enamorados, se besan en los labios. En el pelo, ella lleva una coronita de flores blancas. Lo sacude un horroroso ruido de cristales rotos. Alguien ha hecho caer de la repisa que hay encima de la chimenea la bola de la Virgen de Loreto con nieve. Agudos añicos se han desperdigado por todas partes. La estatuita rota está tirada sobre la roñosa moqueta. La nieve se ha evaporado misteriosamente.

Regresa por enésima vez a la galería de cristal, elude nuevamente la presencia de debajo de la mesa. El operador está arrodillado junto a la Víctima Número Dos —la chiquilla con cola de caballo. Filma en plano general y en primer plano, luego grita algo, con frenesí —pero el oficial no lo escucha, necesita salir. Se asoma al balcón. Roma a sus pies, infinitamente más abajo. Ignara y luminosa. Un laberinto anfractuoso de coches, piedras y cemento, un fabuloso bordado de muros, cruces, cúpulas, chimeneas y antenas, bloques caóticos de árboles y edificios, surcados a lo largo y a lo ancho por las franjas vacías de las calles. Un polen de luces que tiñen de claridad el cielo sin estrellas. La ciudad refleja y la verdadera, hecha de sombras. Y cuál de las dos es más real, eso lo ignora. Edificios hasta donde alcanza la vista, las farolas, las ventanas iluminadas, los rótulos. Y las estelas de los faros, y el rumor lejano de los automóviles, y millones de personas que regresan a sus casas, y se meten en la cama, y hacen el amor, y se pelean, y duermen, y alguien muere, y alguien nace, y todo continúa.

De nuevo en el salón. Ha llegado el juez de guardia. Un hombre de barba gris, el aspecto maleado de quien ha visto demasiadas cosas. El juez conoce a los policías. Se conocen como los parientes lejanos, que tan sólo se encuentran en los funerales. Le explican de nuevo la presunta dinámica de los hechos. El magistrado se informa sobre si ha llegado el experto en balística, designa al médico forense para la autopsia. Se queja de la cantidad de gente que se amontona y se estorba en tan limitado espacio, solicita que se marche todo aquel que no sea imprescindible y que acordonen la zona cuanto antes. No hay nada más que añadir. Todo está perfectamente claro y, al mismo tiempo, es tan innatural e inexplicable.

Un policía pálido y aturdido que lleva la bolsa de las pruebas en una mano sujeta con la otra un pequeño zapato de charol de la talla 33. Alucinado, no es capaz de apartar la mirada de los pies del niño acurrucado en el sofá. El pequeño pulgar asoma por el calcetín blanco, agujereado. El policía pálido considera que esa visión es tan intolerable que, a pesar de que sabe que no debería, de ninguna de las maneras, tocar el cadáver, se inclina sobre el mismo y le coloca bien el calcetín en el pie, para esconder ese pobre agujero. Siente un estremecimiento, porque la piel del niño se está quedando fría, hielo y piedra —ahora ya materia inerte.

En la habitación de Buonocore, se completa el inventario de las causas y los instrumentos. Se incautan del arma del delito. Una Springfield Armory 1911-A1, reglamentaria para el cuerpo especial americano SWAT H. R. T. en operaciones de rescate de rehenes. El asesino es un experto. Un inspector abre el armario, hurga en los cajones, grita que hay munición y pistolas por todas partes, esta casa es un arsenal. Y él, el pistolero, el esposo, está allí entre todos ellos —como un testigo. Un voluminoso monumento de su propio pasado, de su propio fracaso. Otro policía, arrodillado, se ocupa de vaciar una caja de cartón con cintas de vídeo. Las alinea en el suelo. Nada de porno ni de películas de aventuras, de acción o bélicas, ni siquiera de dibujos animados. El único cine que le interesa a un padre. La vida inasible de sus hijos. Su irresistible cambio. Las películas familiares de las vacaciones, todas con su etiqueta —verano 1996, 1997, 1998… En los últimos tres años no se ha filmado ninguna película. La última será para esta noche.

Y ahora la sangre reacciona a la química, refulge aquí y allá, en el suelo, en las paredes desnudas, en los sofás. Las huellas ensangrentadas dibujan el contorno de la huida y de la muerte. Una aureola espectral irradia de esos cuerpos y de esas huellas. Esa luz es el límite que los hace intangibles. La señal de su lejanía, la frontera que ya no podrá cruzarse. En el apartamento tendría que reinar un silencio lleno de sacralidad y de respeto. Pero no es así. Alguien pregunta quién se ha llevado la cinta adhesiva, alguien reclama al forense por el móvil, que se dé prisa, es un delito importante, hay niños de por medio, alguien maldice a los de las pompas fúnebres que han llegado con una solicitud inoportuna, alguien informa a las agencias de prensa y a los periódicos, alguien impreca, hay incluso quien llora —el policía pálido, que se enjuga los ojos y que repite yo también tengo hijos, pero cómo puede alguien—. Y mientras la sangre aflora de nuevo sobre la moqueta raída, un agente desenrolla la cinta para el precinto judicial, y compila el formulario que colocará sobre la puerta de entrada.

ESPACIO PRECINTADO. PROHIBIDO EL PASO Los sellos sobre lo que ya se ha verificado. Pero ¿con qué fin? A quién impiden entrar en esta casa, en esta historia —ver y saber. Permaneced fuera. Esto no os concierne. A vosotros no os ha pasado. A vosotros no os puede pasar. Para esto sirven, quizá, los sellos. Metros y metros de plástico blanco y rojo decoran la escena del crimen. Casa inhabitada y, a estas alturas, inhabitable. Todo esto debe ser cumplido. Pero no habrá nunca ningún juicio, y ninguna condena —salvo para quien quede.

Las bolsas transparentes están llenas de pruebas. Los proyectiles han sido hallados. Las gotas de sangre tienen todas ellas un número. El orden de los acontecimientos ha sido reconstruido hipotéticamente. Y el empleado de las pompas fúnebres descarga en el rellano tres cajas de zinc. Parecen envases de lata. O esos embalajes vacíos para transportar mercancías de escaso valor.

El oficial sale de aquella casa. Le falta el aire. Y, allí dentro, ya no le queda nada por hacer. Desde la zona de Santa Maria Maggiore le llega el eco de la sirena de una ambulancia. Se pregunta quién la habrá llamado. Aquí ya no se necesita ni médico, ni cuidados, ni nada. Dentro de unas horas levantarán los cadáveres. Los diseccionarán sobre la mesa del forense. Y, luego, recompuestos, las heridas y las suturas disimuladas con maquillaje, los cerrarán en las cajas y les harán un funeral, y vendrán todos, pero es que todos; habrá un sermón, flores y lágrimas, y, para finalizar, un larguísimo aplauso. Y todo habrá terminado. Ya son números para las estadísticas, ya son noticia y reportaje, tema para el debate y la excomunión, indignación y llanto. Y durarán el espacio de una semana. Se frota los zapatos sobre el felpudo con forma de gato, como si pudiera limpiarlos de la sangre que no ha pisado. Desde el apartamento le llegan los destellos fantásticos de los flashes. Las últimas imágenes que quedarán de ellos. Fotografías de familia, hasta la muerte, y más allá.

La sirena de la ambulancia le destroza los tímpanos. Intenta borrar de su mente el recuerdo de Buonocore en su cama, vestido de boda, y del niño con esmoquin sobre el sofá, y de la chiquilla debajo de la mesa, y de la rubia en traje de baño en la nevera. Es él quien tendrá que localizarla. Se dispone a volver a la central para esto. Con esa fotografía en la mano. El vecino la ha identificado como la mujer, o la exmujer de Buonocore. Una mujer con la sonrisa siempre en los labios, parecía que tuviera el sol en los ojos. La veía a menudo en la plaza Vittorio, llevaba al mocoso a los jardines, siempre estaba con él, nunca lo dejaba. Pero no la conocía de nada, y ella no daba muchas confianzas. Ni siquiera recordaba cómo se llamaba. Y dónde puede estar es algo que ignora. Se habrá marchado. El oficial desea que se haya marchado tan lejos que no pueda ser alcanzada.

Por las escaleras sube un camillero sofocado, que lleva consigo una camilla. Está a punto de decirle que coja aire, que total ya nadie le necesita, ya han llegado los ataúdes. Pero el individuo pasa de largo, jadeante, y poco a poco, igualmente jadeante, pasa de largo también un médico. El oficial empieza a bajar las escaleras. Desea no tener que encontrar a la rubia sin nombre. No encontrarla muerta. Y, tal vez, todavía más, no encontrarla viva. No se puede decir algo así. No existen palabras suficientes. Ruega por que no le toque a él darle la noticia. No esta noche. No todavía. Esté donde esté, concédele una hora más, un día más.

En el segundo piso, un enfermero le grita que se aparte, que deje espacio y que lo deje pasar. Deprisa, deprisa, despejad la escalera, fuera todo el mundo. El oficial retrocede en el rellano, se detiene y ve que el camillero con infinita habilidad va bajando la camilla por las escaleras. Se aplasta contra la barandilla. Cuando pasa por delante de él, se da cuenta de que sobre la camilla está la muchacha con cola de caballo. Lleva una mascarilla de oxígeno sobre la cara. «¿Qué pasa?», pregunta, sorprendido. «Respira», grita el reanimador, sin darse la vuelta. La camilla prosigue su descenso levantando a cada peldaño un ruido de chatarra. La ambulancia tiene encendida todavía la sirena. Parece un grito, una petición de ayuda. Ayuda, ayuda, ayuda. Ya está, aquí estamos. El oficial persigue la camilla, a la muchacha, al médico. Pero ellos son más rápidos. Vuelan. La vida de ella, en sus gestos, en sus manos. En todos los pisos, las puertas están abiertas de par en par. «¿Qué ha pasado?», preguntan los vecinos, sobrecogidos. «¿Ha habido disparos? ¿Dónde? ¿En casa de los Buonocore? ¿Quién ha sido?». Los ignora. Ya tendrán tiempo para la verdad. La chiquilla, en cambio, no tiene tiempo.

El oficial alcanza a los camilleros, los ayuda como puede, mantiene abierta la portezuela. El portero de noche del hotel está de pie en el zaguán, un espectro catatónico, arrancado dé su sueño furtivo en el catre de detrás del mostrador de las llaves. «¿Qué ha pasado? ¿Se ha hecho daño alguien?». La chiquilla parece muerta —tendría que estar muerta—. Le ha tomado el pulso, allí arriba, en la galería, se ha agachado para auscultarle el corazón. Nada. Sólo el chorro de sangre que manaba por la herida. También ahora parece muerta. Tiene los ojos cerrados. Está completamente inmóvil. Pero, sobre su cara, la mascarilla de oxígeno está empañada. El aliento, tal vez.

«¿Está viva?», le pregunta al médico, pero éste no pierde el tiempo dándole explicaciones. No hay tiempo. Empuja la camilla hacia la ambulancia. Sobre la irregular acera, las ruedas se clavan, la camilla se balancea. La chiquilla tendida, tal vez por reflejo, se sobresalta. La cabeza se dobla sobre la almohada. Los labios se separan, también los ojos se entreabren. Los auxiliares mantiene abiertas las portezuelas de la ambulancia y, durante unos segundos, la chiquilla permanece sola, objeto de mil miradas. Miran las decenas de policías que esperan en la calle, miran los vecinos que se asoman a las ventanas de toda la manzana, miran los empleados, los cocineros y los camareros de los restaurantes, los borrachos, los turistas que vuelven a sus hoteles. La camilla sobre la acera, a la luz de la farola, en la oscuridad de la noche. Esa pobre cosa —precaria, frágil, desnuda, allí abajo— a la vista de todo el mundo. Es algo profanado para siempre. Ha visto a su padre apuntándole con la pistola. ¿Cómo puede alguien ver algo así y seguir vivo?

Pero así es. La cargan con cautela, como si fuera de cristal. Y lo es. La chiquilla, con ese botón de acero recién estrenado en el ombligo. «¿Está viva?», grita el oficial, tan conmocionado como si la sentencia le concerniera a él mismo. En las luces lívidas de la ambulancia, el médico está inclinado sobre la chiquilla. Con una mano vigila el latido de la vena del cuello. Tal vez Buonocore había hecho lo mismo. Y sólo Dios sabe qué es lo que había advertido, en ese momento. Si el silencio del cuerpo que él mismo había creado. Si la sorda llamada de la sangre. ¿Era esto lo que había detenido su mano? ¿Por qué no había disparado otra vez? Su pistola tenía 7 disparos + 1. Pero él no los había utilizado. Dos proyectiles se habían quedado en el cargador. ¿Por qué? ¿Pensaba Buonocore en la vida tenaz de su hija, bajo la mesa de la galería, mientras se iba poniendo el traje de su boda? Esa vida rota y nueva que le había dado. El camillero cierra la puerta y, al pasar por delante del oficial atontado, le dice que sí, está viva todavía. Luego de un salto se sienta junto al conductor. El motor de la ambulancia se pasa de revoluciones. La sirena suena. «Eh», sale tras él el oficial, golpeando con el puño en la ventanilla cerrada, «¿saldrá de ésta?, ¿se va a salvar? ¡Ella, por lo menos ella!».

Pero no hay ni un minuto que perder, y chirriando y quemando neumáticos la ambulancia desaparece al final de la calle de Carlo Alberto. La calle está vacía. Una franja de asfalto gris oscuro —con esa raya blanca que se pierde en la oscuridad. El eco de la sirena sigue sonando —cada vez más lejos, cada vez más suave, menos urgente, como si ya no nos concerniera. «Dime que sí», sigue gritando el hombre, levantando los ojos al cielo, «dime que sí, dime que sí».