NOS DIVERTIMOS CON PAPA TODO OK SOLO FALTAS TU BUENAS NOXES MAMATKMü!
«¿Qué estás haciendo?», gritó papá, al alcanzarla en el pasillo. Se daba cuenta de todo. No por nada era oficial de policía. Valentina pulsó ENVIAR y dejó caer el teléfono en el bolsillo delantero de su sudadera antes de poder leer MENSAJE ENVIADO. «Nada», farfulló. Sintió un escalofrío, como cuando en cierta ocasión el vigilante la sorprendiera en el Coin robando unas bragas de encaje. «No es verdad, ¡has enviado un sms!», dijo Antonio. Se clavó las uñas en la palma de la mano. Tranquilo. Tranquilo. «Teníamos un pacto», musitó, esforzándose para no perder el control. «Los teléfonos apagados hasta el lunes, ¿se te ha olvidado ya?». Valentina bajó los ojos. De los de papá brotaba un resplandor gélido, como de cuarzo negro, no era capaz de mirarlos. Le tendió el móvil, porque no quería que pensara que lo traicionaba. Papá apagó el teléfono y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Valentina quería llorar, porque le parecía que había roto un hechizo. «Sólo le he enviado un mensajito, papá», intentó justificarse. «Porque si no, mamá se preocupa. Nos mandamos mensajes cien veces al día». Pero Antonio consiguió tragarse su rabia. Consiguió no parecer ni decepcionado ni entristecido; al contrario, sonrió y la besó en el pelo, con ternura.
«Has hecho bien, ratoncito», dijo, «eres una buena hija. Mamá tiene que quedarse tranquila».
Pero el momento se había desvanecido. Se había perdido el instante. Un molesto brillo le había nublado la vista e impedido sacar la pistola, y el ruido inconfundible de un móvil descargando algún estúpido mensaje había disparado sus alarmas. Y ahora Kevin, de pie sobre el sofá, le agarraba la camisa y mientras lo sujetaba, no le quitaba el ojo de encima, como si tuviera miedo de que fuera a comerse su promesa. Antonio no quería hacerlo mientras el niño lo miraba. En su único ojo estrábico y desarmado había una fuerza intolerable —el poder de detenerlo—. Entró en la habitación. Sentía sus piernas como si fueran de mantequilla y las manos le temblaban. En cualquier caso, ¿era absolutamente necesario hacerlo ahora? Sería mejor posponerlo —tomarse el tiempo necesario para volver a ser dueño de sí mismo. Su compañía le había hecho mella. Mientras dormían sería más fácil. No sufrirían. Ni siquiera se darían cuenta. Un sueño interminable. Ningún dolor. Pese a todo no podía esperar una hora o dos. Los pensamientos que se le enmarañaban en la mente le provocaban vértigo y lo acabarían aprisionando en una red de dudas, titubeos y arrepentimientos.
Además no lograba soportar la idea de velarlos. Muchas veces lo había hecho con Emma cuando regresaban a casa tarde, después de una cena con sus compañeros o una excursión en coche para tener un poco de sexo en los tenebrosos aparcamientos entre el Verano y la estación de San Lorenzo. Emma y él se quitaban los zapatos en el rellano, giraban la llave en la cerradura como dos ladrones, atravesaban el pasillo de puntillas y cuando abrían la puerta de sus habitaciones contenían la respiración. Miraban cómo dormían, confundidos con la sombra. En el silencio escuchaban la melodía de su respiración. Los niños en sus camas. Las cabecitas despeinadas sobre las almohadas, envueltos en las sábanas como si fueran las víctimas de un accidente de tráfico. En esos momentos se emocionaban como si los vieran por primera vez. Criaturas del cielo, llegadas desde quién sabe dónde, y para nosotros. Algo que nunca habría existido si nosotros dos no nos hubiéramos conocido, amado; si no los hubiéramos deseado. Nuestros niños, a los que nunca les podrá pasar nada malo porque nosotros no lo permitiremos. Nos cortaríamos una mano si ellos necesitaran una, nos despellejaríamos si ellos necesitaran algo con que cubrirse. Los miraban, los miraban y no conseguían apartarse de allí, porque no había espectáculo más maravilloso, Valentina y Kevin, llegados desde quién sabe dónde, y para nosotros.
Dejó la chaqueta sobre la cama. Tenía que mover libremente el brazo. Apoyó la Springfield sobre la cómoda. Ese objeto negro, esa especie de bumerán simple, esencial, perfecto, la culata cuadrada, los acabados pavonados. El anillo del gatillo, una elipse atrozmente vacía. El cañón, erecto como un miembro. Le entró la paranoia de que no estuviera cargada y lo comprobó. Estaba cargada. Siete tiros más uno en la recámara. Le entró la duda de si no sería preferible la Taurus. No por nada, tenía una capacidad de quince cartuchos más uno. El fastidioso temblor en las manos persistía —si en el momento decisivo fallaba, el blanco tendría más posibilidades—. «¿No vienes, papá?», le llegó la vocecita amortiguada de Kevin desde el salón, «ahora se muere Mufasa, es una escena que hace llorar». «Ya voy», respondió. Abrió el primer cajón. La Taurus —negra como un gigantesco escarabajo— estaba colocada entre los calzoncillos y los calcetines. Pero precisamente la abundancia de cartuchos le repugnaba. No podía fallar. Si fallara, no estaba seguro de que lograse disparar otra vez. Es atroz saber lo difícil que es morir. La gente que vela a los enfermos en el hospital no se da cuenta de hasta qué punto puede ser larga la agonía de un herido por arma de fuego. Un policía lo sabe. En cierta ocasión, cuando todavía patrullaba, había acudido hasta el lugar donde se había cometido un atraco. El vigilante del banco, herido en el abdomen, yacía en un charco de sangre sobre la acera. De la herida brotaba la sangre con un silbido siniestro, como el de un pájaro. El color había abandonado el rostro de aquel hombre, también la conciencia. Pero no la vida. Su cuerpo daba sacudidas, los músculos se contraían. Antonio lo había velado durante más de media hora, impotente. La cabeza. Tenía que apuntar a la cabeza.
«¿Qué hace papá, por qué no viene?», masculló Kevin, sorbiendo la cañita de la Coca Cola. Pero en el gran vaso de McDonald’s ya no quedaba ni una gota. Sólo aspiró aire. «Cuando te da por tocar las narices, la verdad es que resultas agobiante», dijo Valentina, desanudándose las zapatillas de deporte y liberando, por fin, los pies. El esmalte azul de Miria hacía que las uñas resaltaran —con ese color, tenía algo de fantástico, como si pertenecieran a un ser de otro planeta. Venus, a lo mejor. Mamá dice que los extraterrestres no existen, y que si existen somos nosotros. El horóscopo, en el fondo, era positivo. Este verano me enamoraré. Pero ¿y si me enamorase antes? ¿Y si, sin saberlo, ya estuviera enamorada? Lanzó un vistazo esperanzado hacia la puerta de la habitación, pero papá no reaparecía. Quizá ya se había cansado de ellos. No tenía que haber enviado aquel mensaje. Lo había ofendido. Papá no se lo merecía. Papá ahora era muy frágil. Esto lo había comprendido esta noche. Algo sorprendente.
El rey Mufasa fue arrollado y destrozado ante los ojos incrédulos del cachorro Simba. Kevin se tapó los ojos con la mano. Generalmente le hacía sentirse mal la idea de que Simba —aunque fuera sin quererlo— había matado a su padre. Le recordaba que él también había matado a su padre, cuando explicaba aquella absurda historia del tiroteo. Esta noche, sin embargo, en el momento trágico le entraron ganas de reír, porque papá estaba en la habitación de al lado, vivo y simpático. «¡Lárgate, Vale, te huelen los pies!», la apartó con un empujón Kevin. Valentina le tiró un cojín. Aunque tal vez la mofeta tenía razón. Tras el partido, no había tenido tiempo todavía de ducharse. Para vengarse lo enterró con rabia bajo los cojines. «¡Tienes la cabeza a pájaros, monstruo! ¡Como sus amigas esnobs lo han arreglado como para carnaval, a saber quién se cree que es!», se burló. «¡Monstruo digital, pingüino, pingüino!». Kevin se revolvió, porque tenía miedo de que Valentina le estropeara el esmoquin. Porque él quería tenerlo bien para mamá, era absolutamente necesario que ella también lo viera tan guapo como el Principito. Lucharon, se golpearon, se tiraron del pelo, se mordieron las orejas. Entre las manos de la hermana, apareció un zapato de charol. «¡Te pillé! Te crees el Principito y llevas los calcetines agujereados», se echó a reír Valentina. Jadeantes, contemplaron el dedo gordo de Kevin que se asomaba burlonamente por el calcetín. Kevin se rió, porque total, las Fioravanti no se habían dado cuenta.
«Voy a bañarme», dijo Valentina al levantarse, empujó las zapatillas bajo el sofá. «Si quieres, puedes venir». Kevin titubeó. No quería abandonar a Simba, que ahora huía por la selva y se encontraba con el simpático facocero que le enseña la filosofía de la vida «Hakuna matata» que quería decir vive y sé feliz. Pero le tentaba bañarse en la gran bañera de la calle de Carlo Alberto. La bañera de la abuela Olimpia era cuadrada y ni siquiera él era capaz de estirarse en ella. Tenía que quedarse sentado, como en clase, detrás del pupitre, y además ya no tenía oportunidad de chapotear acompañado en el agua. Mamá se limitaba únicamente a arrodillarse en el suelo del cuarto de baño y a frotarle los hombros.
Antonio removió la ropa interior. Todas sus pistolas estaban allí. La Bernardelli. La Mauser. La Smith&Wesson. Pero no había nada mejor que la Springfield Armory. Se quitó la chaqueta. La colocó sobre el respaldo del asiento. Lo alteró ver el chaquetón sobre el edredón de la cama en la que no dormía desde hacía días. Aquella indumentaria que olía a humo de tráfico y a cansancio creaba desorden. Provisionalidad. Casualidad. En cambio, ya no existía nada que fuera provisional. Todo estaba establecido. Lo colgó en el armario. Entre el plumón de esquiar y el abrigo de pelo de camello que no utilizaba desde hacía años —porque desde que Emma se había marchado hasta el gesto banal de vestirse, de mostrarse en su mejor aspecto, se le había hecho odioso— estaban apoyados, con los cañones hacia arriba, los tres fusiles. El Remington, que nunca había utilizado. El Izhmash, con el que iba a cazar con su padre. El Kaláshnikov, cuyos cañones a veces rozaba con la boca, como si el metal guardara memoria de ella. Cuando se dio la vuelta, se dio cuenta de que Valentina estaba parada en el umbral.
¿Cuánto tiempo llevaría allí? Petrificado, cerró la puerta del armario. El primer cajón todavía estaba abierto, si Valentina se acercara, aunque sólo fuera un paso, vería sus pistolas. Y la Springfield Armory se había quedado sobre la cómoda negra, reluciente como un amenazador monolito entre la fotografía de la boda y el sobre para el abogado Fioravanti. Pero Valentina no se movió. «Papá», dijo, porque era una chiquilla perspicaz y se había dado cuenta del abandono, «¿el calentador está encendido?». «Sí, claro, ratoncito», mintió Antonio, «pensé que podríais necesitar agua caliente». Paralizado por el terror de ser sorprendido por ella, precisamente por ella, que ella leyera sus pensamientos, sus proyectos, que ella supiera. Se prohibió a sí mismo mirar hacia la cajonera. Pero aunque no la viera, sabía que la pistola estaba allí.
Valentina entró en la habitación. Tuvo la impresión de que papá quería quedarse solo. Intentó comprenderlo. Tal vez ya no estaba acostumbrado al jaleo que armaban. Muy bien, no lo molestaría. Tomaría prestado su albornoz y saldría enseguida. En el baño se quedaría largo rato. Sacarse de encima el sudor del partido, aplicar la crema para cicatrizar el piercing y luego holgazanear en el sofá, hasta que el sueño le cerrara los ojos, como antaño. Sin quererlo, curioseó entre los muebles buscando una señal que le revelara cómo, y con quién, había vivido papá estos años sin ellos. Pero no descubrió nada nuevo. La cama de siempre, el mismo edredón rojo, la alfombra de lana de colores a los pies de la mesita de noche. La habitación de papá y mamá, donde los domingos por la mañana jugábamos a los fantasmas, saltando sobre su cama y despertándolos porque ellos, los domingos por la mañana, dormían hasta el mediodía. Envueltos en las sábanas aullaban con voces que deberían haberlos asustado, y que en vez de eso los hacían reírse, y acababan con cosquillas para todo el personal sobre el colchón. El domingo era su día predilecto. Lástima que tan sólo hubiera uno cada tanto. Los policías también trabajan en domingo, como los criminales. Si no fuera así, ¿quién iba a proteger a la gente de bien? Valentina estaba orgullosa de que su padre fuera uno de los justos.
Mientras descolgaba el albornoz de papá del gancho, pudo ver la pistola en el cajón de la ropa interior, pero no le pareció nada extraño. Incluso no estando de servicio, papá siempre iba armado por ahí. Decía que a diferencia de las serpientes y de los demás depredadores, el ser humano es malo por naturaleza y que no podemos fiarnos de nadie. Le pareció más significativo que papá no hubiera destruido la foto de la boda. Ese día, ella todavía no existía. Qué extraño resulta pensar que papá y mamá han vivido una vida en la que de ti no existía ni el presagio. Antonio y Emma de jóvenes, besándose en la boca para el fotógrafo. Después, en cambio, ya no se besan en la boca en público —Valentina ni siquiera los había visto rozarse—. Pero cuando estaban cerca, corría entre ellos una vibración casi visible, como una corriente eléctrica. Antonio se acercó y con una forzada despreocupación cerró el cajón. Valentina agarró el albornoz y le dio la espalda, sonriendo porque en esta habitación nada había cambiado. Porque estos años serían borrados como un mal sueño.
Ahora. Tenía que hacerlo ahora mismo Y, pese a todo, Antonio se vio invadido por el deseo de disfrutar de todo este fin de semana completo. Sería largo, el más largo que cualquier tribunal podría concederle. No debería contar los minutos, temer el paso de las horas. Tres días sin final. Escuchar sus charlas, llenar el vacío amargo de estos años, hacer que le contaran la nada que había ocurrido en sus vidas. Zurcir el desgarro que los había separado, anular la lejanía, acallar el dolor. Les dispararía el domingo por la noche, antes de tener que llevárselos a ella. Pero eso no le estaba permitido. Cada minuto, cada palabra que le decían, cada promesa que le sonsacaban, todo eso le arrancaba una brizna de resolución, y de coraje. Ahora. De inmediato.
Empuñó la pistola. La nuca de Valentina, la cola de caballo, la masa morena del pelo. El antojo en forma de bellota sobre su piel de melocotón. Señor, ven pronto en mi ayuda, ven a salvarme. Venga a nosotros tu reino. Líbranos del mal. Dios mío, perdóname. Pero nunca había pensado que iba a empezar por su hija. En sus pensamientos, siempre era Kevin el primero. Cuando fantaseaba, soñaba con infligirle a Emma esa herida incurable, y esa herida era el niño. Primero era el niño. Incluso ahora, se imaginaba actuando como si ella estuviera presente y, aunque no pudiera impedirle el más mínimo gesto, pudiera verlo. Actuaba como si Emma fuera la espectadora de la película que estaba rodando. La película de su vida, en la que ella había intentado convertirlo en un insignificante secundario mientras que era, y lo seguiría siendo para siempre, el protagonista. Se le ocurrió que podría haber filmado la escena de verdad, y entonces él y los niños morirían millones de veces. La pistola dispararía hasta el infinito, y hasta el infinito ella habría querido salvarlos, y no habría podido hacerlo. Pero para filmarlo todo debería montar la cámara y poner a punto el encuadre fijo, y estudiar un plano en el que todo ocurriera ante el campo reducido del objetivo. A esas alturas ya era demasiado tarde. Qué lástima. En el fondo, de todas maneras, el hecho de no haber visto esa escena de verdad, sino de que únicamente pudiera imaginarla, todavía la haría más indeleble. Porque existe una mezquina desolación en las acciones, mientras que en la imaginación, por el contrario, hay una grandeza inexorable. Valentina regresó al salón y desapareció por el pasillo. «¡Papá!», lo llamó de nuevo Kevin con la voz somnolienta, «¿cuándo vas a venir?». «Ya estoy aquí», respondió.
Tenía la camisa empapada de sudor y una gota le caía por la sien. Pero la mano ya no le temblaba. El protagonista, para siempre. Los niños habían apagado la luz. Los muebles del salón habían perdido contornos, planos, estructura —parecían cuerpos monstruosos, dormidos—. Todas las cosas habían adquirido formas amenazadoras, inquietantes. A Antonio le costó trabajo distinguir la silueta de Kevin sobre el sofá. La pantalla de la televisión difundía en la habitación una gélida luz azul. En las paredes desnudas, sus sombras gesticulaban, ascendían hasta el techo, se confundían la una con la otra, parecían devorarse y arrollarse, luego se separaban de nuevo. Deformes, exageradas, horripilantes, bailaban una danza muda e incomprensible. La sombra pequeña del niño. Su sombra. La sombra de la pistola. Ante aquellas sombras, sintió un terror sin nombre y sin límites.
Kevin hizo un gesto para que se sentara cerca de él. Pero Antonio fingió buscar algo en la estantería. De frente no, no mientras me mira. Rodeó el sofá. Se detuvo a sus espaldas. Recogió un cojín, se lo colocó entre el respaldo y la cabeza con cuidado. Así estarás más cómodo, dijo, o pensó que le decía. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. Perdóname, Señor. Colocó el cañón sobre el cojín. Una fracción de segundo. No se dará cuenta. Criatura del cielo, al cielo te entrego. Le acarició la cabeza, su pelo rizado, engominado. La cabeza de Kevin. Lo primero que había visto de él, cuando llegó donde estaba Emma, en el hospital. Ese recién nacido tenía mucho pelo. «Papá», dijo Kevin sin darse la vuelta, «¿sabes qué quiere decir Hakuna matata?». Su nuca. Su cabeza tan pequeña como un coco. Hijo mío. Cuánto amor por ti. Esto es algo que nunca me podrán quitar. El recién nacido tenía el pelo negro, como el suyo. Y él había pensado, absurdamente, aliviado, enamorado, loco de felicidad: entonces es que es hijo mío de verdad. «No, no lo sé, Kevin», dijo Antonio y se agachó un poco. En la pared, su sombra tapó la del hijo. Se la tragó. Ahora eran de nuevo una única cosa. Y ya nadie podría separarlos.
«Intenta dormir, vida mía, que es muy tarde», susurró Elio. Con el resplandor rosado de la pantalla, las orejas de Camilla tenían la transparencia y la fragilidad de una concha. «Es que no puedo, no tengo nada de sueño, estoy pensando cosas». «No pienses más, no estés enfadada con papá, a papá también le ha sentado mal; otro día cantaremos juntos en el karaoke. Es más, ¿sabes lo que te digo? Mañana mismo vamos a comprarlo, ¿vale?». «Es que yo pienso en esas otras cosas, papá», dijo Camilla. Elio no le pidió que se explicara mejor, porque quería que dejara ya de preocuparse de una vez por aquel niño estrábico. Tenía celos de los miedos de Camilla. Le parecía ser víctima de una grave injusticia. Tomo mil precauciones para que nada pueda herirla, para que ningún mal pueda ni rozarla siquiera, y todo es inútil. Mi niña es tan sensible que cualquier frase la ofende, cualquier gesto la daña. El corazón mínimo de su hija latía con fuerza contra su esternón. Un reloj que él mismo había accionado, mucho tiempo atrás. Ahora no podía impedirle que latiera por su cuenta, por cosas que desconocía y que no podía controlar. Cosas a las que no podía ordenarles que se portaran bien con Camilla, porque no dependían de él. Las uñas de la niña le arañaban el cuello. No lo dejaría marchar y a él le puso contento que así fuera. «¿Por qué lo ha hecho?».
«No lo sé, cariño, se ve que tenía que hablar con sus hijos, son cosas que pasan, ¿sabes?, un papá se da cuenta de que tiene que decir algunas cosas y no puede esperar a otro momento».
«No quería hablarle. Cuando lo ha visto, no le ha dicho nada».
«Entonces, tal vez lo único que quería era llevarlo a casa».
«Ya no vive con él».
«¿Cómo lo sabes?».
«Lo sé».
Elio estiró una pierna, que tenía casi paralizada debido a la postura innatural a la que la había forzado. Encontraba absurda la insistencia de Camilla. Y morbosa esta ansiedad suya. Nunca se había imaginado que conociera tan bien al hijo de Buonocore. No tenía constancia de que se vieran con frecuencia. Aunque en el fondo, ¿qué sabía de Camilla? Tenía demasiadas ocupaciones como para estar con ella de verdad. Y desde tiempo inmemorial no la metía en la cama. Tal vez, se le pasó por la cabeza, con repugnancia, nunca lo había hecho.
«Y mami, ¿dónde está?», repitió por enésima vez Camilla, y por enésima vez Elio le respondió que estaba a punto de llegar, aunque no fuera cierto, y él no tuviera la más mínima idea de adónde había ido Maja. Pero no quería que Camilla lo sospechara, quería tranquilizarla y seguir aparentando que estaba tranquilo, aunque no lo estuviera. Únicamente, no quería preguntarse dónde estaba. No ahora. Ya se lo preguntaría mañana. Le diría que había sido imperdonable por su parte —había sido palpable su frialdad cuando él había hecho su entrada en el Palacio Lancillotti. La gente habla. Enseguida piensa mal. Y la lengua es blanda, pero rompe la espalda. En cambio, el mundo tiene que quedarse al margen de nuestros problemas, tenemos que parecer felices. Tenemos que dar ejemplo. En el fondo, ¿cuál ha sido mi culpa? No puedes crucificarme porque no haya cantado en el karaoke con Camilla. Mañana se lo compraré, mi niña me perdonará -ella es tan buena. O tal vez no, ¿por qué discutir? Haría como si nada. Como tantas veces Maja había hecho con él. La dejaría dormir hasta tarde —y luego, a la luz del día, las sombras se desvanecerían. Y todo volvería a ser como siempre. Dado que Camilla no quería dejar que se marchara a su habitación, y él se encontraba entumecido y dolorido y quería hacerse perdonar, aceptó echarse sobre la camita —que crujió bajo su peso. Camilla se acurrucó sobre su tórax. Durante un tiempo que le pareció infinito, ella permaneció con la oreja apretada contra su camisa, escuchando los sonidos misteriosos de sus gases intestinales. Un juego que a cualquier otro le habría resultado desagradable y que, en cambio, era su secreto. Cada vez que una bola de aire se movía, dentro de él, Camilla susurraba: ha salido un aeroplano, y Elio le preguntaba: ¿hacia dónde? Y la niña decía el nombre de ciudades desconocidas, que había leído quién sabe dónde. Marrakech, Bucarest, Tampere, si eran breves silbidos. Malindi, Yakarta, Samarcanda, si eran prolongados. Pero esta noche Camilla no dijo nada. Los aeroplanos partieron sin destino y se perdieron —dentro de él.
Le supo mal. Miró las falsas estrellas que cruzaban el techo. Procedían de un artefacto infernal, comprado para hipnotizarla hasta dormirse cuando ella era todavía una recién nacida pero del que nunca, ni siquiera al haber crecido, Camilla había querido desprenderse. Durante horas y horas, cadenas de estrellas brillaban sobre el blanco techo, saliendo y poniéndose, ininterrumpidamente. Durante años Camilla se había dormido siguiendo las intrincadas trayectorias luminosas de las mismas. Pero esta noche, ni siquiera las estrellas pudieron apartar a Camilla de sus preocupaciones. Volvió a empezar.
«¿Y no puedes telefonearle ahora?».
«No, pequeña, es casi medianoche».
«Pero es que tú eres el jefe».
«Ni siquiera el jefe puede telefonear a alguien a medianoche. Si insistes, lo llamaré mañana».
«¿Y lo vas a despedir?».
«Eso no puedo hacerlo, patatita, pero te prometo que me voy a quejar mucho en el ministerio».
«Y cuando te hagan ministro, ¿lo vas a despedir?».
«No puedo despedir a un policía tan sólo porque se haya llevado a Kevin de tu fiesta».
«¿Por qué?».
«Porque es un buen policía. Conmigo se ha portado muy bien».
«¿Uno puede ser bueno y malo a la vez?».
«El papá de Kevin es nuestro ángel de la guarda. Mientras él esté con nosotros, no puede pasarnos nada. Por eso no puedo echarlo».
«¿Y quién es el ángel de la guarda del ángel de la guarda?».
«Nunca lo he pensado».
«¿No es Dios?».
«Sí, quizá. No lo sé, tesoro».
Se hizo el silencio. Durante algunos minutos ambos permanecieron quietos, echada la una sobre el otro en la estrecha camita, contemplando la cabalgata de las estrellas en el techo. Aparte de los aeroplanos dentro de él, no se oía ningún ruido. Ningún coche pasaba a lo largo de la calle de Mangili, frente a las pequeñas villas adormecidas. Ningún motor al otro lado de las ventanas cerradas. Ningún artilugio eléctrico accionaba la puerta de entrada. Nada. Maja no había vuelto a casa.
«¿Qué significa no estar vivos, papá?», dijo de repente Camilla.
Elio se sobresaltó, desconcertado. No sabía qué responder. Nunca se le había pasado por la cabeza que su niña pudiera pensar en algo tan triste. Camilla tenía cuatro abuelos, que gozaban de buena salud. A los muertos los había visto sólo en televisión.
«Es algo difícil de explicar».
«¿Es como estar a oscuras?», musitó Camilla.
«No, no es como estar a oscuras, simplemente es no estar».
«¿Y luego qué sucede?».
«Nada, tesoro», dijo Elio. «No sucede nada. Todo se ha terminado».
Luego, dándose cuenta de que él creía —o por lo menos había creído hasta esta mañana— se corrigió. «Pero el que se ha portado bien va al Paraíso».
«¿Y el que no se ha portado bien?», insistió Camilla.
Elio la invitó a que dejara de pensar en cosas tristes y no contestó.
«No nos hemos portado bien», confesó Camilla en un suspiro. «Hoy era mi boda».
Elio sintió que un profundísimo dolor lo traspasaba de lado a lado, como un cuchillo. Esa palabra, tan absurda en la boca de una niña. Ha crecido y yo no me he dado ni cuenta. Ya no soy todo su mundo. A partir de ahora empieza el abandono, el principio de la separación. Ya no volveremos a estar solos. Ya no contaremos los aeroplanos que parten. Ya la he perdido. Como no quería parecer que le era indiferente la gran noticia que se había dignado comunicarle, levantó la cabeza e interceptó sus ojos luminosos. Radiantes de una felicidad nueva, e ignota. Tragó saliva, desgarrado. Traicionado.
«¿Por qué no me lo has dicho?».
«Porque tú no querías», respondió Camilla, desdichadísima.
La estrechó contra sí. Su aliento le empañó las gafas. Y en ese preciso instante, mientras se afligía sobre su hija perdida y se preguntaba cómo reconquistarla, cómo arrancarla de su fiesta de bodas, de Kevin Buonocore, al que ahora le parecía casi odiar, algo, en el bolsillo de su chaqueta, empezó a vibrar. Oh, Dios mío, ahora no. El objeto vibrante palpitó contra la chaqueta, contra la delgada cadera de Camilla. Con cada contracción parecía hacerse más grande y más duro.
«¿Por qué no contestas, papá?».
«Porque cuando estoy contigo no estoy para nadie», murmuró Elio. «Yo soy fiel», añadió, y sus palabras eran todo un reproche.
«Contesta. A lo mejor es mamá», dijo sabiamente Camilla. «A lo mejor es el papá de Kevin. A lo mejor es Aris».
Pero no era nadie de ellos. Cuando, por fin, sacó el teléfono, en la pantalla había aparecido el número que había marcado de manera obsesiva durante todo el día. El número privado del presidente.
«Sí», dijo. Las estrellas seguían saliendo y poniéndose en el techo. Un aeroplano despegó brutalmente, y tal vez se estrelló poco después, con una ridícula flatulencia. «Elio», decía el presidente, «perdona por la hora que es, pero sé que me has estado llamando». Luego vinieron las palabras tan esperadas y tan temidas. Pronunciadas con la voz de siempre, calmada, amigable, casi fraternal. Una voz que no dejaba entrever ni rencor ni maldad. Y, pese a todo, esas palabras lenitivas y falsamente tranquilizadoras le revelaban lo que Elio ya sabía desde hacía horas: lo habían echado por la borda. Tras un largo preámbulo, sazonado con retorcidas explicaciones, el presidente le reveló las cifras del ultimísimo sondeo, cuyos resultados, según decía, acababa de conocer: los números demostraban que la brecha con aquella maruja ya se había abierto. Fioravanti sacaba el 46,7%; Tecla Molinari, el 50%. Contra todo pronóstico, la maruja se había revelado como un hueso duro de roer. Los datos sobre Roma eran buenos, pero por desgracia, la elección de la circunscripción en aquel barrio se había demostrado que era arriesgada. Intentaría saber quién había querido llevar a Elio al Casilino (Elio ya lo sabía: había sido el mismo presidente, para garantizarle a su pupilo la circunscripción segura que había sido la de Elio). Se había cometido un error de estrategia, los analistas tendrían que explicar cuál, pero a esas alturas ya no había tiempo para recuperarse. Por desgracia, y esto demostraba una superficialidad desconcertante, la dirección del partido no había considerado el hecho de ofrecerle a Elio, competentísimo profesional y bastante popular en la ciudad, el salvavidas del voto proporcional. Por desgracia, la elección en el Parlamento parecía decidida. La respiración de Elio se fue haciendo dificultosa. Tenía la sensación de que un peñasco le estuviera comprimiendo los pulmones. Pero tal vez fuera el peso de la niña. No consiguió hablar. En el silencio, percibió el corazón de Camilla, la desazón del presidente, el rumor de las hojas del magnolio, el desesperado maullar de un gato en celo, abajo en el jardín. Te han jodido. Te han jodido. Te han jodido.
Pero el presidente podía garantizarle al querido Elio que esta nefasta desgracia no significaría su muerte política. Se lo prometía en nombre de las muchas batallas que ambos habían librado juntos en los momentos más difíciles. Qué terrible soledad la que te regala Roma cuando te han derrotado. Por lo que se refería al presidente, evitaría los escollos y llevaría la nave a buen puerto. Los sondeos eran tranquilizadores y, a esas alturas —aunque en las últimas semanas la izquierda había recuperado algún punto—, quedaba ya tan poco tiempo que no cabía esperar una broma en el último momento. La tormenta ya ha pasado, la meta está cerca —hemos atravesado el océano y hemos salido vivos. Ahora todo está en nuestras manos. Tú, yo, nosotros, Italia, la gente, el futuro. Aprobaremos nuestras leyes y aunque tú no estés allí dentro para votarlas, seguirás siendo tú quien las haya inspirado. No fracasaremos. Hay que ser optimistas, siempre. Estarás solo. Estarás solo. La muerte política. La muerte. «Elio», prometió el presidente, «te encontraré un puesto relevante, un cargo de prestigio, un organismo internacional, un consejo de administración, la RAL Será algo adecuado a tu competencia y a tu valor».
Eran las palabras envenenadas que Elio había estado esperando durante todo el día como la bala del sicario ya contratado para eliminarlo. Así que el momento había llegado. Subir la escalera romana. La muerte política. La muerte. No estar ya. Todo ha terminado. Pasó la mano por entre los finísimos cabellos de Camilla. Mi bien. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué será de nosotros? Mis mujeres. Mi familia. Mi imagen. Mi nombre. Pero enseguida tuvo claro que no se tiraría de la torre. Las cosas grandes pueden ser convertidas en cosas pequeñas. Las cosas pequeñas pueden ser convertidas en nada. Y eso es todo.
En el silencio de la noche, bajo las eternas estrellas de Camilla, le pareció que se había salido de la órbita, que había sido expulsado fuera del rumbo. Pero ¿cuándo? ¿Y por qué? Quién lo había privado de lo que más le importaba en este mundo: el amor absoluto de su niña. ¿Ese criajo gordo con un esparadrapo en el ojo? ¿La política, el Parlamento, la ley, los electores?
Ahora únicamente le quedaba el dolor por aquella pasión infantil, tan imprevista como profunda, de la que él había sido excluido por completo, y la inexplicable ausencia de Maja, y una amarga inquietud, y una desoladora sensación de catástrofe y de pérdida de todo, y Camilla respirando lentamente, con la oreja contra su estómago. Su respiración se había ido ralentizando. Por fin se había dormido. Pese a todo, también esto le acarreó pesadumbre, porque todavía estaba más lejos y ya resultaba inalcanzable. Se dio cuenta, irreparablemente tarde, de que algo en estos años lo había separado de ellas. Poco a poco, pero de forma inexorable. Se había levantado entre sus mujeres y él un muro de incomprensión y de rencor, desconfianza e indiferencia. Y no sabía cómo ponerle remedio.
Reunió sus últimas energías, le dio las gracias deprisa al presidente por las noticias que había tenido la amabilidad de comunicarle —fingió creerse de verdad que el presidente no lo dejaría caer, que algo encontrarían para él. Se despidió. El sueño desvanecido de un hombre de cincuenta años —ridículo en su vanidad, en su miseria, en su derrota. Y tanto más ridículo cuanto más grandioso había sido aquel sueño. Y tal vez ya no haya otra oportunidad. Todo ha terminado.
Apagó el teléfono. También apagó la luz y apartó la colcha, empujando con delicadeza a Camilla entre las sábanas. Pensó en levantarse, pero no lo hizo, porque la oreja de ella estaba recostada todavía sobre su estómago y la habría despertado. Y aunque quería hacerlo, se lo impidió. Por ella. Porque la quería de verdad. A esa niña tímida y estrafalaria, fantástica y gentil, más que al Parlamento, más que al presidente, más que a su imagen, más que a ese honor que nunca se había dado cuenta de que poseía y de que podía perder más que a cualquier cosa. A ella podía serle fiel. Ahora todo lo que tenía que hacer era reconquistarla. Pero ¿cómo? Estiró las piernas y apoyó los pies sobre el respaldo de la cama. En la penumbra pudo entrever su pelo y el resplandor de su piel. Delicada y frágil. ¿Qué sueñan los niños?
Y además, ¿para qué? Los sueños nunca son verdaderos. Y cuando lo son, ¿a quién, para qué sirven sus profecías?
Elio cerró los ojos. Las estrellas luminosas se pusieron entre sus párpados. Un automóvil pasó volando calle abajo —por un instante le pareció reconocerlo y tuvo la esperanza de que fuera el Smart de Maja—, pero el ruido se alejó, hasta que desapareció del todo, quién sabe dónde. El silencio lo envolvía en su negra soledad. Tenía miedo y no sabía de qué era. Notó cómo una lágrima iba condensándose entre sus pestañas, le bajaba luego por la curva de la mejilla, para disolverse al final en sus cabellos. «¿Papi?», lo llamó de pronto Camilla, levantando la cabeza y palpando en la penumbra en busca de su rostro. Reconoció las chiribitas de sus gafas y, tal vez, de sus ojos. «¿Has oído ese aeroplano?», susurró, con una sonrisa. «Ha salido para Bangkok».