En la calle de Cario Alberto, las ventanas del ático del sexto piso estaban a oscuras, con las persianas echadas. Emma le confesó a Sasha que había conservado las llaves de casa durante un año. Las llevaba en el bolso, como siempre había hecho. Luego, por un inexplicable impulso, un día las había metido en un buzón de correos. En cierto sentido, las había expedido. Tal vez porque tenía miedo de poder utilizarlas. Y no quería tener la posibilidad de volver atrás. Nadie respondió en el portero automático. Antonio no había llevado a los niños a casa.
La fiesta de Camilla había terminado. Delante del Palacio Lancillotti, en la placeta peatonal, los últimos invitados asediaban al honorable Fioravanti. Se movían a empellones, saltando ansiosamente de un grupito de padres a otro, intentando abordar a quienes esperaban que les fueran presentados, a quienes esperaban presentar a hijos y amigos, a quienes algún día tendrían que presentar proyectos, o pedir favores. En torno a Elio formaban un seto compacto, que zumbaba como un enjambre de abejas. Emma intentó abrirse paso hacia él, dando codazos. «¡Honorable! ¡Honorable!», le gritaban los fotógrafos apostados en las macetas como si fueran babuinos, «¡mire hacia aquí!». Elio obedecía, satisfecho por poder concluir con un éxito personal una jornada difícil y amarga. Sabía que estaba en un avanzado estado de descomposición: afónico, obnubilado por el cansancio y empapado de sudor, la nariz brillante, el estómago revuelto —deprimido por el engorroso fiasco en la periferia, irritado por la acogida glacial de Maja, por su propio imperdonable retraso, por todo—. Pero sonreía pacientemente a la derecha, sonreía a la izquierda, como le pedían los fotógrafos, y levantaba la mano en un gesto de resuelta bendición. Respetaba a los trabajadores. Además, ésa era la cara más grata de la popularidad.
A pesar de esa sonrisa pegada a su cara como si fuera un adhesivo, Emma se dio cuenta de que el honorable tenía el rostro crispado su nariz, ya considerablemente larga, parecía más puntiaguda, afilada como un clavo. Éste era el hombre al que Antonio protegía desde hacía años. Y pensar que cuando había pasado al servicio de escolta le había hecho creer que se trataba de una elección vital. En cambio, luego Emma se enteró de que sus jefes lo habían convencido de que pidiera el traslado, porque Antonio había empezado a pasar de las reglas, le había disparado a un honesto trabajador que no se había dado cuenta de que había un control de carretera, y había insultado a un superior porque tenía la convicción de que estaba saboteando su carrera. «¿Ha visto a mi hijo, a Kevin?», le preguntó a Fioravanti, tironeándolo de una manga, porque él estaba empeñado en satisfacer a una señora cuyos collares tintineaban como una lámpara de Murano. Cuando Elio la reconoció, se reanimó e, instintivamente, giró sobre sí mismo, para verificar si Maja se encontraba por los alrededores. Pero se tranquilizó, porque su devota esposa se había quedado en el palacio, para arreglar el asunto de las propinas. «No», dijo, volviéndose hacia la abuela de Carlotta, quien le había pedido permiso para besarlo y que, mientras lo rodeaba con un torpe abrazo, exhaló: «Qué emoción, honorable, me voy a desmayar. En televisión no sale usted tan bien, de cerca es mucho más joven».
«No lo he visto», repitió Elio, abandonándose magnánimo al abrazo de la abuela de Carlotta, «cuando yo he llegado, ya se había marchado». He llegado tarde, habría querido añadir. No he podido cantar en el karaoke con Camilla, aunque se lo había prometido. Ha sido Maja la que ha tenido que apechugar con esta interminable tarde en el Palacio Lancillotti, que divertir a todos esos niños, entretener a sus insolentes madres, gente de postín y al mismo tiempo asequible, elitistas al tiempo que ecuménicos, para que nadie se sienta excluido o maltratado —asuntos tortuosos, arte de las relaciones públicas, de las que Maja se ha convertido en una auténtica maestra—. La fiesta de Camilla ha salido extraordinariamente bien y se revelará que ha sido una útil inversión —quien más gasta menos malgasta—. Maja es grandiosa. Simplemente perfecta. Ésta es la prueba suprema del auténtico amor conyugal. Ni la fidelidad, ni el sacrificio de uno o la abnegación por los hijos —sino el heroísmo cotidiano. Antes o después tendré que decirle cuánto aprecio todo lo que está haciendo por mí.
En ese momento se dio cuenta de que la mujer de Buonocore no había ido a verlo a él. Estaba con un tío de pelo oscuro, con las gafitas redondas y un chaleco de piel azul. Bastante joven, percibió, con desilusión. «Y mi marido, ¿dónde está? ¿No tenía que acompañarle a usted hasta esta noche, hasta que regresara a casa? ¿Por qué no está con usted?», le preguntó Emma con un tono inquisitivo que no le gustó. Elio le dijo que por urgentes asuntos familiares Buonocore había interrumpido su turno a las dos. «Pero eso es absurdo», exclamó Emma, «a Antonio le preocupa tanto su trabajo, siempre me decía que usted es su misión, nunca permitiría que le sucediera nada, iría hasta el fin del mundo con usted, siempre ha ido detrás de usted, incluso en los aviones, hasta el punto de que sólo pensarlo le hace estar mal. ¿No le ha dicho nada? ¿No sabe lo que tenía que hacer?».
Elio le dijo que Buonocore era su ángel de la guarda, y no al revés. Por un instante volvió a representársele en la mente la sonrisa digna y viril que había iluminado la cara del policía cuando, al final, le había concedido el poco ortodoxo permiso para interrumpir su turno —aunque fuera un procedimiento no conforme con las normas—. Gracias, es usted un gran hombre, le había dicho Buonocore, que Dios le pague por esta generosidad suya. Y luego, mientras se estrechaban las manos, con un tono inspirado, profético, casi delirante, que lo había sorprendido, Buonocore le había soltado a quemarropa su enésima pregunta bíblica. «Dígame usted, honorable, ¿ha comprendido por qué Dios le pide a Abraham que ofrezca en sacrificio a su único hijo, Isaac?». Se le ocurrió que Buonocore estaba atravesando una crisis religiosa, lo que a veces es la señal de una conversión, pero a menudo es también síntoma de un incipiente desequilibrio mental, y que su esposa debía saberlo. Pero en ese momento, una rubia vestida con lo que parecía ser una piel de leopardo le rogó que se hiciera una fotografía con ella. Elio le puso una mano sobre el hombro. Notó cómo la felicidad pasaba desde su mano hasta la mujer joven, como si fuera una descarga eléctrica. Doy la felicidad a la gente —pensó—, como Jesús. Entonces, embriagado por el poder taumatúrgico de su abrazo, se olvidó del fracaso en la periferia, de la pésima circunscripción electoral, del presidente que, de nuevo, pocos minutos antes, se había negado a hablar con él, del sacrificio pedido a Abraham y de la esposa de Antonio Buonocore.
En los multicines Barberini, ya habían empezado las proyecciones. En la sala 4 ponían El sabor de la traición; en la sala 2, The Calling —por esos títulos tan agresivos uno se daba cuenta de que no eran películas apropiadas para Kevin—. A Antonio se le había ocurrido llevarlos al cine. Hablar con ellos le resultaba agotador. Valentina había insistido para que vieran Billy Elliot, pero ya no la echaban casi en ningún sitio, y en el programa que estaba colgado de la puerta del bar ni siquiera pudieron encontrarla de reestreno. «¿Qué pelis te lleva a ver mamá?», dijo Antonio. Valentina y Kevin se miraron sorprendidos. Había pronunciado su nombre. Como si tal cosa. Entonces es que algo había cambiado de verdad. «Mamá nunca me lleva al cine», constató Kevin, dispuesto ya a renegar de ella con tal de que papá siguiera poniéndole la mano sobre el hombro, «mamá nos alquila vídeos». «¿Quieres alquilar un vídeo?» «Sí». «¿Cuál?». «El rey león». «Pero si ya la has visto cien veces», protestó Valentina, tras lo cual papá le dio un codazo «no es necesario que lo veamos también nosotros», susurró, cómplice. Oh, papá. Te perdono que hayas traído también a la mofeta.
«Vámonos a casa, niños». Rápido, oh papá. Contenta porque no habían entrado en ese cine. En la sala 1 ponían Valentine. Un San Valentín de muerte. El director era un tal J. Blanks. En el cartel se veía a una chica muy guapa con el pelo largo —claramente en peligro. Quizá era ella esa Valentina del título. Valentina es un nombre apropiado para una chica guapa. Por fin pensó que era apropiado para ella. Alquilaron El rey león en el Blockbuster de la calle de Barberini. Seis mil liras. «Tiene que devolver la cinta antes del lunes por la mañana, porque si no tendrá que pagar suplemento», le advirtió la cajera. «Okay», dijo Antonio. «Lo recordaré».
Enfilaron la subida lentamente. A lo largo de la calle, los rótulos de las compañías aéreas dibujaban laberintos de luces de colores. Air Algerie. Air Gabon. «Gabón está en África, donde están Simba y Rafiki, el babuino chamán; el facocero Pumba y las hienas malvadas», dijo Kevin. «¿Quieres ir a África a ver los leones y los elefantes?», dijo Antonio. «¿Cuándo?», dijo Kevin. Sus compañeros de clase habían estado en Namibia, en América y en las Seychelles. Sus relatos hacían que se sintiera como una caca de perro, porque él, en cambio, nunca había estado en ninguna parte. «Cuando termine el colegio», respondió Antonio. Le cogió la mano y Kevin no la retiró. Papá tenía una mano grande, áspera y fuerte. Colgado de aquella mano cruzó la plaza Esedra obligando a los coches a detenerse, porque papá pasaba por completo del semáforo y cruzaba por donde mejor le parecía. Alrededor de la Estación de Termini rondaban los drogatas y los camellos, y papá cogió también a Valentina de la mano. Los estrechó contra sí, porque quería defenderlos de aquellos extraños que podían hacerles daño.
En la calle de Cavour todo estaba a oscuras, únicamente la cúpula de la iglesia de Santa Maria Maggiore brillaba. La campana tocaba y ese sonido, que no oían desde hacía mucho tiempo, producía escalofríos. Cerca del obelisco, parado en el centro de la plaza de una manera innatural —como una antena, o como un árbol—, había un mendigo. «Malditos. Malditos. Malditos», gritaba. «No habéis caminado siguiendo mis indicaciones. No habéis seguido mis leyes. Y aquí estoy yo, he venido hasta ti. Y voy a hacerte lo que nunca he hecho y nunca más haré. Los padres devorarán a sus hijos, los hijos devorarán a sus padres, y yo dispersaré en el viento lo que queda de ti. Mi ojo no salvará a nadie y yo no tendré piedad. Malditos. Malditos». Parecía que la hubiera tomado con ellos, pero en realidad, si uno se quedaba escuchando toda aquella letanía, se daba cuenta de que la había tomado con la ciudad, y esa ciudad era Jerusalem El mendigo vivía en aquella plaza y repetía aquella especie de maldición durante horas, hasta que se acordaba de que estaba vivo y levantaba una pierna, permaneciendo luego inmóvil también largo rato, suspendido sobre la otra. «Vuestros altares serán asolados. Vuestras columnas, abatidas; vuestro ídolos, destruidos. Vuestras obras serán barridas. Yo convertiré vuestra ciudad en un desierto».
Papá —que ya no soportaba a ese mendigo y que estaba harto de su letanía apocalíptica que tenía que oír todos los días— se los llevó de allí. En la cumbre del altísimo campanario, la campana seguía tocando —toques densos, sordos, profundos, que parecían proceder del mismo cielo. A esa plaza peatonal de la basílica, parecía que hubieran pasado siglos desde aquello, mamá nos llevaba a jugar los sábados. Se sentaba en los escalones de la fuente, a la sombra de la columna de Massenzio, y mientras nos vigilaba, escuchaba a Tina Turner en el walkman. Si le gustaba la canción, se olvidaba de Kevin, y de repente se ponía en pie de un salto, y si lo había perdido de vista lo llamaba, con una angustia mortal en la voz. Kevin, Kevin, ¿dónde estás? Y allí, donde las hojas de los tilos acarician los edificios, empieza la calle de Cario Alberto. Casa.
Corrieron escaleras arriba. El zaguán del hotel estaba iluminado. Unos peregrinos eslovacos que acababan de bajarse de un autocar prehistórico estaban inclinados sobre el mostrador, rodeados de maletas y bolsas polvorientas. Antonio saludó al portero haciéndole un gesto con la mano. Por regla general, se ignoraban. Resulta un poco raro vivir en un edificio en cuyo interior hay un hotel pero uno se acostumbra. Antonio metió la llave en la puerta de aluminio que bloqueaba el acceso a los apartamentos y abrió. Los veintinueve buzones de metal despuntaban en la penumbra, opacos, abollados, estropeados. Papá llevaba ya unos días sin recoger el correo. El buzón de los Buonocore regurgitaba docenas de sobres. Valentina los cogió. A papá le escribían los del banco, del servicio municipal de limpieza, de la ACEA —por lo visto, no había pagado los recibos. Incluso le escribía la ASL un psicólogo que se apellidaba D’Urso. Quién sabe por qué. Subieron lentamente las escaleras. Tal vez este edificio hubiera sido, tiempo atrás, un convento, pero a Valentina siempre le había parecido un hospital con sus paredes completamente blancas y los ojos de buey que daban a las escaleras, como en los quirófanos. De todas maneras, desde hacía bastante tiempo, antes de que papá y mamá nacieran, el edificio había sido vendido y los nuevos propietarios lo habían reformado. Sin invertir demasiado dinero, tirando por la calle de en medio —de hecho—, el revoque rosa de la fachada se estaba desconchando igual que una peladura de patata, el falso mármol de los peldaños se había astillado y el maderamen se había estropeado enseguida, y ahora la mera idea de apoyar la mano en la barandilla pringosa producía desazón. Procedente de los apartamentos cerrados se expandía por la escalera un fuerte olor a brécol.
Todas las familias estaban en casa y veían la televisión. Valentina reconoció la voz de Mister Verdad. «El amor es la fuerza que mueve el mundo», estaba diciendo. Papá subía rápidamente, pero ellos habían perdido la costumbre. Hacía tanto tiempo que no venían a casa… Kevin se detuvo jadeante en el rellano del tercer piso. Papá lo cogió en brazos y se lo cargó al hombro, como una mochila. «Hay que ver lo que pesas ya», dijo. Pero de todas maneras cargó con él. Era fuerte.
En el sexto piso todo estaba como antaño. Delante de la puerta seguía estando el mismo felpudo con forma de gato. La puerta era idéntica, sólo que un poco más desportillada. Hasta la cerradura era idéntica, papá no la había cambiado, por si acaso mamá quería volver: de hecho, como siempre, la llave no giraba bien y papá tuvo que forzarla y luego abrir la puerta de un empujón. En la entrada estaba el arcón de siempre y la misma lámpara de pie en el rincón, con la bombilla fundida. En el salón estaban los sofás de siempre, cubiertos con los mismos cojines con fundas de lentejuelas y la chimenea seguía en la esquina entre la ventana y la puerta del dormitorio de papá y mamá, donde siempre había estado. La chimenea hacía tiempo que no había sido encendida: en su interior sólo había periódicos viejos y una pirámide de botellas vacías. También la estantería de la pared de enfrente era la de siempre pero en los estantes no había ni un libro siquiera, sólo una pila de revistas inclinadas como la torre de Pisa. La revista de encima era Armas y Tiro. En la portada llena de polvo se podía entrever un fusil con la culata de plata taraceada y el título: MUNICIONES.
Casa. Todo idéntico, pero como si estuviera empañado y más viejo. Lo distinto era un fuerte olor a cerrado, a moho y humo rancio, que se estancaba por los sofás y formaba una especie de niebla gris. Y una mancha de humedad en forma de mariposa, color de óxido, que se extendía alrededor de la lámpara del salón —un escape de agua en el terrado comunitario que quedaba encima—. Y luego, el polvo. Rizos de polvo vagaban por la moqueta, colgaban como telarañas muertas en los rincones de los techos, una capa de polvo oscurecía la mesa y los escasos bibelots que habían sobrevivido a su fuga —un pinocho de madera de colores, una bola de cristal con nieve perenne que caía sobre la Virgen de Loreto, un puñado de monedas de plata de a saber qué época y país—. Valentina atravesó el salón y abrió la puerta de la galería. Se acordaba muy bien de cuando la construyeron. Antes no estaba: en su lugar, había una gran terraza que a ella, siendo niña, le parecía inmensa. Pero luego había nacido Kevin y papá había querido liberar la cocina para que él también tuviera una pequeña habitación. Mamá no lo quería. Decía que había que respetar la ley, no se puede construir una galería en el terrado de un convento del siglo XVII, es ilegal. Era un razonamiento estúpido y, además, siempre que discutían, tenía razón papá. Esta casa es mía, la compré con mis ahorros, acabaré de pagar la hipoteca prácticamente cuando ya tenga un pie en la tumba. La ley de los hombres no es la ley de Dios. Es una telaraña, que atrapa a las moscas, pero los moscardones pueden romperla. De manera que la cocina había sido trasladada, Kevin había tenido su pequeña habitación y papá había construido la galería con la ayuda del abuelo en diez días. Mejor dicho, en diez noches, porque no quería que los vecinos lo pillaran. Una caja de cristal, con el techo de uralita y los marcos de aluminio brillante, que brillaban al sol como si fueran de oro. Era fantástico cenar por las noches en la galería, cuando alrededor todo estaba a oscuras, y ellos cuatro se sentaban a la mesa cuadrada, en la claridad de la bombilla como si estuvieran solos en el mundo, estrechamente unidos en una pequeña nave de luz, una caja de cristal suspendida sobre los tejados de Roma.
Valentina salió al balcón. Tras la construcción de la galería, de la terraza sólo había quedado una franja de un metro de ancho. Pero no importaba, si lo que querían era de verdad jugar, papá apoyaba la escalera en la pared y los llevaba al terrado comunitario. En verano, el alquitrán se licuaba y ellos se divertían hundiendo los pies en aquel cieno hirviente. Tal vez ahí arriba estuvieran todavía sus huellas —huellas de pies muy pequeños, las de la niña que ya no era—. Se asomó por la barandilla. Seis pisos más abajo, la calle de Carlo Alberto no se veía —tan sólo las copas de los tilos y la fachada del seminario Russicum, al otro lado de la calle. Siempre se había preguntado qué sería ese edificio austero y un poco lúgubre: nunca había visto entrar en él a nadie. En el balcón todavía estaba el tendedero y la lavadora metida en un hueco que hacía la pared, y las macetas con sus plantas aunque todas estaban muertas. Todo como antes, como si nada hubiera ocurrido. Como si nunca nos hubiéramos marchado. «¿Queréis volver a estar aquí?», dijo papá, asomándose por la barandilla. Todavía estaba el armazón de madera que mamá había hecho construir por miedo a que Kevin se cayera abajo. Papá estrechó a Kevin contra sus piernas y le metió en el pelo la sombrillita robada en la fiesta de Camilla. «Sí», dijo Valentina. «¿Y mamá?», preguntó Kevin, dudoso. «Mamá también», lo tranquilizó Antonio, empujándolos luego hacia el salón porque la humedad estaba bajando. Por la noche todavía hacía frío. Era una primavera desganada. Kevin metió El rey león en el vídeo y se acurrucó en el sofá. Su sitio era en el centro: el sofá tenía forma de bumerán y seguía las paredes del salón. Pulsó el botón del mando a distancia y la pantalla se encendió. Papá permaneció de pie junto al sofá. Su sitio era el que estaba en el extremo izquierdo. No se sentó. Valentina sentía la curiosidad de explorar la otra parte de la casa —para ver si en su habitación todavía estaba el escritorio debajo de la ventana. En el momento del traslado, mamá no se lo había llevado, porque en casa de la abuela no habría sabido dónde meterlo. Hizo ademán de dirigirse hacia su vieja habitación. Se detuvo porque papá estaba diciendo algo asombroso. «De ahora en adelante, estaremos todos juntos de nuevo». «¿De verdad?», preguntó Valentina. «De verdad», dijo papá. Ora miraba a Kevin, quien, no obstante, se hallaba tan metido en la historia del cachorro Simba que posiblemente no lo escuchaba; ora a ella, que no se atrevía a creer, que no se atrevía a tener esperanza, porque quien no tiene esperanza es invencible. «Júrame que no estás diciendo mentiras, papá». «Lo juro», dijo Antonio, llevándose los dedos a la boca. «¿Para siempre?». «Para siempre».
Emma y Sasha interpelaron a los propietarios de los restaurantes de la calle de los Coronari, preguntaron a los camareros, a los cocineros que fumaban en los callejones, delante de las cocinas, a los empleados de las numerosas pizzerías al corte. Nadie se había fijado en un hombre con perilla que iba acompañado por dos chiquillos. Emma seguía pensando en una historia que había visto en televisión. Ya no se acordaba de los detalles. Se trataba de un padre separado que un día se había presentado a la salida del colegio, había recogido a su hijo y había desaparecido. Tal vez había abandonado Italia. La madre había hecho que publicaran las fotos en los periódicos, las había colgado en todas las estaciones, en los aeropuertos, en los autobuses. Nunca más volvió a saber de ellos.
Luego vio el coche. Un Fiat Tipo de color verde apagado, aparcado en zona prohibida delante de la iglesia de San Salvatore in Lauro. Dos cepos amarillos bloqueaban las ruedas traseras. Era el coche de Antonio. Emma escrutó por detrás de las ventanillas polvorientas. El bidón de gasolina seguía detrás del asiento. Y las revistas y las cajas de los casetes en el salpicadero. Y la mancha de sangre en el asiento del pasajero. Sacó la multa de debajo del limpiaparabrisas. Se la habían puesto a las 20.40. Antonio y los niños debían de estar todavía por los alrededores. Rastrearon las callejas, las placitas repletas de chicos que bajaban hasta el centro para la noche de marcha de los viernes, los recovecos oscuros y desolados de Tor di Nona, donde un rottweiler surgido de una especie de sótano los amenazó mostrando unos caninos afilados como colmillos. Un individuo en una silla de ruedas, obeso y con fisonomía de criminal, llamó al perro un instante antes de que saltara. «Como investigador no valgo nada», intentó desdramatizar Sasha, «despídeme. Pero no dejes que me despedacen, soy inocente». Percibió con satisfacción que Emma se esforzaba por sonreír. Salieron al paseo Rinascimento, preguntaron a los taxistas que estaban en las plazas de las paradas, a los carabineros que hacían guardia en el Palacio Madama. Preguntaron incluso a la cajera del cine Augustus. No, estaba segura de no haber vendido entradas a un hombre que iba con dos chiquillos. Volvían continuamente a donde estaba el coche, que, no obstante, seguía parado donde Antonio lo había dejado. ¿Por qué no viene a recogerlo? ¿Adónde habrán ido?
A la tercera vuelta, Emma telefoneó a su suegra. Tal vez Antonio los llevaba a Santa Caterina, quería refugiarse en el pueblo de su infancia, el de las vacaciones, donde consideraban que era una persona importante, donde aún se sentía un rey. Sasha observó de reojo el bolso de ella, con el asa rota. Se dio cuenta de que tenía arañazos en una rodilla. En ese lugar, la media desgarrada dejaba entrever la piel. Un hilo de nailon colgaba de su pierna. Le pareció que ese hilo era el símbolo intolerable del desorden del mundo. Se vio asaltado por una inexplicable ternura hacia esa mujer tan lozana y tan indefensa cuyo marido le había partido el labio y que le había arrebatado a sus hijos. Por qué las mujeres se liarán siempre con los hombres que no les convienen. Y también los hombres, algunas veces. «¿Es que también quieres quitarle el derecho a verlos?, ya los has puesto en su contra», le recriminaba ásperamente al teléfono una voz femenina, «lo has jodido, ¿no tienes ya bastante?, ¿qué más quieres de él?». Emma se apresuró a acabar la conversación. «La madre de Antonio no tiene noticias de él desde Semana Santa», resumió con cierta desenvoltura.
Apoyados en los parapetos del paseo del río, escrutaban los muelles que había debajo, no fuera a ser que Antonio vagara por allí con los niños, extraviado, encerrado en su obsesión como en una concha. Estaban tan cerca que el pelo de Emma le rozaba los labios. En cierta ocasión, el padre de Sasha le contó que ponerse en la cola, en el correo o en el supermercado, constituía para él un placer incomparable. Únicamente en los años de decadencia se había vuelto tan sensible al contacto con el pelo de una mujer. Y cuanto más casual era el roce, tanto más aguda era la placidez que de él extraía. Pero Sasha no lograba percibir esta placidez. «No tendría que haber pasado», dijo Emma. «No podías impedírselo, no es culpa tuya», dijo Sasha. «Pero yo no me he dado cuenta de lo que tenía Antonio en la cabeza». No podía perdonárselo. «Te estás preocupando sin motivo», dijo Sasha. «¿Por qué no intentas ponerte en su lugar? Si tú fueras Antonio, ¿adónde llevarías a los niños?». Emma contempló la corriente del Tiber, iluminada por la reverberación amarilla de las farolas. Antonio intentaría que le quitaran la multa. Pero no esta noche. Quiere estar con ellos, le gustaría hacerlos felices.
Peregrinaron por los lugares a los que Antonio, en otros tiempos, había llevado a los niños. El pequeño gran lago del EUR, el parque de atracciones, la terraza del Pincio. En el Gianicolo, el eco de sus pasos se perdía en la explanada barrida por el viento. Todos los bancos estaban ocupados. Las parejas, en la sombra, se besaban. Al pasar por delante del busto decapitado de un mártir de la República Romana, Sasha se dijo que esta ciudad ahora también era la suya. La mejor manera de poseer una ciudad es haber consumido en ella las esperanzas de uno mismo, haber arrastrado por ella sus propias aflicciones. Oh, Roma, tu sobriedad grandiosa y acogedora. Tu espíritu tosco y, pese a ello, tan sabio, tu esencia indescifrable, tu capacidad de permanecer, durar, persistir más allá de cualquier cambio e incluso de cualquier catástrofe. Oh italianísima entre todas las ciudades italianas, incomparable en tu belleza que sabe a pompa, placer, culpa y perdón. No quería marcharse, sino permanecer aquí. Era un riesgo que aceptaba correr. Aunque, tal vez, en Roma nunca llegaría a ser el hombre que deseaba ser. Ni escribiría el libro sobre Valentina Buonocore y los muchachos suspendidos en el umbral de la vida. Aunque, tal vez, escribiría otro. Tenía que dejar de lamentarse por los actos fallidos y por las rosas no cortadas. Tan sólo aquello que se cumple es verdadero.
La garita del teatro de guiñol estaba cerrada a cal y canto. Sasha pensó que se estaba haciendo tarde. Emma sería capaz de seguir dando vueltas por Roma durante toda la noche hasta que los encontrara. Y a él le gustaría acompañarla. Le parecía que la había conocido hoy, de repente, y no obstante de manera definitiva —alguien que se escapa a todos los esquemas, continuamente desenfocada—. Le parecía incluso que podía valer para ella lo que en cierta ocasión había escrito sobre Dario y sobre sí mismo. Que quien nos busca en las certezas con las que se definen los géneros y los papeles, quien cree saber quiénes somos, quien nos busca en la vida que estamos viviendo, sólo ve de nosotros la sombra que proyectamos. Pero nosotros no somos así.
En los caminos del Gianicolo, la grava crujía bajo sus pasos. Un velo de humedad hacía brillar los techos de los coches aparcados bajo los plátanos. El parabrisas del Peugeot de Sasha estaba cubierto de gotas como de lluvia. Pero las nubes huían en lo alto y no lograban condensarse. A ratos oscurecían la luna; a ratos, la desvelaban diáfana, como una moneda. Emma le señaló las luces rojas de un avión que surcaba la madeja gris de las nubes. En la grisura, las luces de la ciudad se reflejaban como en un espejo. Le preguntó si, en su opinión, desde el avión se veía Roma o el reflejo del avión y de los pasajeros. Sasha respondió que no lo sabía, que nunca había pensado en ello. Dijo que él, cuando tomaba el avión, siempre se sentaba en el asiento al lado de la ventanilla. Había visto casi todo el mundo, desde lo alto. Y ¿a que Emma no adivinaba una cosa? Italia es verde. Una vez regresaba de un viaje a Nepal. Habían sobrevolado toda Asia. Veía el desierto. Las montañas, los ríos, las ciudades. Todo era amarilio, gris, rosa. Y luego, cuando ya habían cruzado el Mediterráneo, habían visto una franja verde, que después se había transformado en una mancha de un verde intenso, oscuro, como el de los pinos y ese verde era Italia. Y él se había emocionado. Porque Italia no es verde. Quizá lo fuera, pero ya no lo es. Ha sido violada y estragada por una salvaje avalancha de cemento. Es como si desde lo alto viéramos la imagen de un país que ya no existe —el pasado—. Emma se abotonó la chaquetilla. Le dijo al profesor que ella había tomado el avión sólo una vez, cuando había ido de viaje de novios al Nilo y en esa ocasión ni siquiera se había dado cuenta de que volaba. Pero si tuviera que tomarlo de nuevo le gustaría ver, bajo las nubes, no el pasado, sino el futuro, porque el futuro todavía no ha ocurrido y hasta podría ser bellísimo.
«La entrada cuesta la voluntad», le advirtió un muchacho con el pelo verde que estaba recostado sobre un bidón, delante de la puerta de hierro medio cerrada. Maja no comprendió qué es lo que quería decir y le pidió que lo repitiera —para oír sus palabras tuvo que agacharse hacia él y tocarlo casi. El chico tenía el mismo olor que Aris. Perro, sudor y pintura. Tal vez era amigo suyo. Maja no conocía a los amigos de Aris. Sus mundos estaban alejados como planetas de galaxias distintas. Maja y Aris no tenían un mundo. Habían vivido durante años en una isla sin puertos, donde ningún extraño puede desembarcar, pero del que tampoco podían huir. El muchacho del pelo verde la observó con curiosidad, pero no hizo ningún comentario, ni tampoco le dijo que posiblemente se había equivocado de dirección. Únicamente le explicó que podía dar lo que quisiera, que ésta era la costumbre del Barco Ebrio: cada uno da según sus posibilidades, cada uno recibe según sus necesidades. A Maja le pareció que ya había oído esa frase. Metió en la ranura de la caja de zapatos un billete de diez mil. La puerta de hierro se abrió y ella se apresuró a colarse en la nave.
Oscuridad. La asaltó un dulce olor a cáñamo y a cuerpos no lavados, la acunó la nana de una música jamaicana. En el centro del vasto local, entre columnas de cemento cubiertas de garabatos, docenas de cuerpos se agitaban como en trance al ritmo de una canción que era bombardeada por obsoletos altavoces negros suspendidos en trípodes de metal. Los bailes actuales, una sugestiva evolución de los de la época del Camden Palace, se reducen a un descompuesto balanceo que va siguiendo el sonido de ritmos hipnóticos: ridículos a la hora de ser mirados y bochornosos a la hora de ser imitados. Se podía evitar el ridículo tan sólo si uno abandonaba cualquier clase de prevención y se movía exactamente como todos los demás. Allí donde todo el mundo es ridículo, el que no baila es el más ridículo de todos. Maja no bailó. Una ley no escrita prohíbe el baile a los mayores de treinta años. Se quedó muy formal, de pie y quieta, mientras siluetas y sombras oscilaban, daban tumbos, se meneaban a su alrededor. Había poca luz, y entre aquellos cuerpos no reconoció el de Aris.
Aris, que con los años se había ido haciendo cada vez más espigado, esmirriado y casi inconsistente, como si quisiera liberarse de la carne. Y de aquello que la carne comporta —deseo, posesión, pérdida—. Aris, vestido y escondido por su pelo. Hemos vivido así, como dos sombras sin sexo. Y no lo somos, oh no, no lo somos. Le dejé leer mi diario. Me he encontrado con Aris por casualidad, en París, en Champs Elysées. Yo voy al estudio que hemos alquilado en rue Monceau. No sabía que estabas en París, ¿te quedas conmigo?, le digo. Hago ademán de darle un beso y él se aparta. Muy huraño, agresivo. Dice: sería mejor que te volvieras para casa. Y se marcha. ¿Cuándo ocurrió todo esto?, me preguntó Aris, trastornado. ¿Es posible que yo te contestara así? Me parece que nunca nos hemos visto en París. Es un sueño, le expliqué. ¿De qué te sirve anotar tus sueños?, dijo él. Sólo son los detritus del día.
Maja se adentró en la muchedumbre, poniéndose de puntillas para localizarlo. Varias veces tironeó a un chico con largas y espinosas rastas, y varias veces un extraño se dio la vuelta y la miró, sorprendido. Todos se le parecían. Eran como él. Su tribu. Y ella no tenía nada que hacer aquí. Se daba cuenta perfectamente de que parecía ridícula, con ese peinado de Michael, su vestido de Prada, el bolsito de piel colgando de la muñeca, los zapatos en punta con tacón alto y la correita en el tobillo —ridícula—. Y vieja. Probablemente, aquí dentro nadie tenía edad para poder elegir a ningún senador. Se cruzó con miradas opacas, empañadas por la cerveza o por otra cosa o, simplemente, indiferentes. Luego se dio cuenta de que la ignoraban. Estaba en medio de todos ellos, se paseaba empujando y tropezando en el suelo, mal nivelado, y ellos no la veían. No existía. Un cuerpo extraño. Esos chicos se balanceaban, saltaban, desarticulados, como si no pesaran, y Maja sintió en su interior un lastre que la anclaba al suelo. El lastre del que nunca podría liberarse, porque no era el niño, sino ella misma.
Le ardían los ojos. El humo era tan denso que flotaba por encima de ellos como si fuera una alfombra. Se acercó demasiado al trípode que sujetaba el altavoz y la música la ensordeció. En la pared de enfrente, una mano rápida había grafiteado un melancólico hombrecillo, delgado, casi inconsistente, un hombrecillo todo cubierto de pelo, que llevaba en la mano un mando a distancia, preparándose para pulsar el único botón. ¡DA EL BOMBAZO!, decía el hombrecillo a quien lo mirara, contemplándolo desde lo alto, como si estuviera en otro mundo. El hombrecillo no transmitía ni odio ni agresividad. Solamente una drástica, casi fría constatación de las cosas. Fuera quien fuese ese Zero que había grafiteado esa estrafalaria figura en la pared tenía dentro de sí una rabia y una melancolía infinitas.
Así que el lugar en el que Aris se refugiaba para escapar de su padre, y de ella, y de todo lo que representaban, era este edificio ruinoso que apestaba a cerveza, sudor y sobaco. Con el suelo de polvo y los muros grises manchados de proclamas —I NEED LAND, A PLACE WHERE NO MONEY IS SPENT, THE KICK BACK AND LIVE LIFE IMMACULATE—, con el techo agrietado, apuntalado con vigas de hierro oxidado, y los ventanales pegados con cinta adhesiva. Estas marionetas sonámbulas e hipnotizadas por el ritmo, sus amigos. Chicas con siete pendientes en cada lóbulo y adolescentes larguiruchos con gorras de lana de rayas amarillas y verdes en el pelo. Estudiantes de instituto que fumaban su primer canuto con la concentración que no le prestaban al examen de selectividad. Colegiales abandonados contra las columnas, universitarios extranjeros que conversaban gritándose a los oídos. Bob Marley sonriendo en el centro de un bosque colgado en la pared del fondo, bajo la A de anarquía enmarcada por un círculo de pintura negra. Jovencitos barbudos como talibanes que la observaban sin simpatía ni misericordia y que tal vez se reían de ella mientras aspiraban un líquido amarillento de vasos de plástico. Reconoció los perros de Aris que se iban cruzando por entre las piernas de los bailarines y lamían manos y muñecas, en busca de caricias y carantoñas. Pero los perros no la reconocieron a ella y cuando hizo ademán de acariciarlos, le mostraron los dientes. Estaban Mabuse, el perro con barba, Dillinger, Shylock —y otro, nuevo, tal vez paralítico, que se arrastraba cómicamente, tirando tras de sí las patas traseras, que iban atadas a un carrito con ruedas. Sus perros. Aris dice que son sus únicos, sus verdaderos amigos.
También reconoció a Meri, la chica española que se había ido a vivir a casa de Aris. La había conocido una noche cuando, al volver del cine Tibur, donde se habían tragado una película coreana plagada de repugnantes prácticas sexuales contra natura que le había dado vergüenza mirar junto a él, lo había acompañado hasta su casa con el Smart. Esa Meri era una rubita pecosa, lacónica y tatuada como un guerrero. ¿Es tu novia?, le preguntó Maja. No lo sé, respondió Aris, me dan miedo las relaciones que para definirlas te basta con una palabra. Un descubrimiento que habría debido proporcionarle alegría porque Aris tenía veintitrés años y era completamente natural que, por fin, a pesar de su arisca timidez y de sus exitosas tentativas de desmaterialización, hubiera encontrado a una chica. Y en cambio le había causado un dolor sordo —tal vez envidia, tal vez celos.
Meri. Tal vez una de las fly-girl, las artistas de arte callejero con apodos de imitación metropolitana y suburbana —cosas como Butter-Fly, Daphne, Hu 72 o Lady Blue, con las que Aris se veía con frecuencia—. Writers. Chicas que cubrían con una densa, una agresiva pintura en aerosol, planchas despanzurradas, fábricas en desuso, laterales de autobuses, vallas y edificios. A Maja le parecían garabatos pueriles, borrones, provocaciones bárbaras, sin comparación con las anunciaciones barrocas que llenaban las paredes de su casa. Aris había intentado varias veces convencerla, a la rancia admiradora de vírgenes, que hoy en día el arte ya no lo hacen los cortesanos de los poderosos, sino los marginados de las periferias; quienes para pintar ya no utilizan ni telas ni pinceles, sino botes de aerosol; y, para exponer, no las habitaciones de estupendos edificios, sino los espacios vacíos y olvidados de barrios destinados a la eterna e irreparable fealdad, al puro y anónimo horror. En cualquier caso, tiempo después Meri se había trasladado a aquel albergue que era el Barco Ebrio, y su saco de dormir, que estaba colocado en el suelo de la buhardilla de Aris, había desaparecido. Meri estaba ahora sentada en un rincón con las piernas cruzadas y Mabuse le lamía amorosamente la garganta. La había reconocido, la miraba pero no le dirigió la palabra. No le preguntó qué estaba haciendo en el Barco Ebrio, porque era demasiado obvio que estaba buscando a Aris. Pero no había ni rastro de Aris.
Y ahora la música con un volumen imposible, los bailes descompuestos, el humo espeso, el agudo olor a hierba y a cuerpos refractarios al jabón, las luces sepulcrales, los fantasmas que chocaban con ella y la maltrataban, las miradas sarcásticas: todo se le hacía insoportable. Soy patética. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué es lo que estoy buscando? Yo pertenezco a otro mundo. Aunque no sepa cuál es. Y nunca, en ningún sitio, me he sentido en casa. Siguió dando vueltas, desde la pista a las cabinas del dj, desde la esquina del bar a la puerta cerrada a cal y canto que presidía el hombrecillo melancólico que tenía el mando a distancia en la mano. ¡DA EL BOMBAZO! Tampoco aquí conseguía localizar la salida.
La cabeza le daba vueltas. Las paredes emborronadas de la nave palpitaban, se inclinaban, giraban. La música latía en sus oídos, le hacía eco en las sienes —le estrujaba el corazón—. Sentía las náuseas de nuevo. Se fue tambaleándose hacia una hendidura de luz en la parte baja de la pared, se embutió por entre los chicos que daban saltos y arremetían al bailar los unos contra los otros, tocándose, abrazándose, rechazándose. Fue embestida, abrazada por un desconocido, giró sobre sí misma, tropezó, se agarró a una camisa de leñador, se liberó del abrazo, empujó la puerta —tenía que salir—. Ese pañuelo oscuro que tal vez fuera un patio. Superó una alfombra de botellas rotas, se apoyó en una pared que le pareció viscosa —quizá fuera la humedad, que subía desde el cercano río. El aire frío de la noche se abalanzó sobre ella como una ráfaga de viento. Pero el malestar creció. Hay demasiadas cosas, demasiados sonidos, demasiada luz, el mundo es un calidoscopio, un revoloteo, una máquina inexorable de carne y de metal. La intermitencia de los cláxones, las voces, los motores, la música, penetran en ella como las interferencias de una emisora de radio. Y, mientras tanto, el ruido va creciendo. Un ruido continuo, sordo, profundo, como la respiración de un monstruo desconocido. Que crece, crece, crece, hasta convertirse en una explosión que le estalla en la cabeza, en el cerebro, en los globos oculares, crece como una ola y le hace que le vengan ganas de gritar.
«¿Te encuentras mal?», le preguntó una voz lejana. «Sí», susurró sin darse la vuelta. «Quédate sentada», le dijo Meri, «ahora te traigo un vaso de agua». Se dejó deslizar hasta el suelo, pero dos brazos la agarraron enérgicamente y la sujetaron. «¿Estás loca? Esto da asco, vas a ensuciarte», le advirtió Meri. La empujó hasta detrás de una montaña de cajas de madera —tal vez restos de los cercanos Mercados Generales—, encima de un banco que estaba colocado delante de una habitación oscura donde cuerpos inanimados yacían dentro de los capullos que formaban sus sacos de dormir. Maja se abandonó sobre algo duro, un clavo le desgarró la chaqueta. Vació el vaso de agua que le ofrecía la española. Cerró los ojos y el ruido de la ciudad fluyó por dentro de ella, y se convirtió en uno junto con su respiración. «¿Mejor?», le preguntó la española. «Sí. Lo siento, padezco claustrofobia, no soporto los lugares llenos de gente, enseguida me falta el aire», intentó justificarse. Aunque tal vez fuera cierto. Desde hacía algún tiempo, allá donde se encontrara, ya fuera en el peluquero o en el Palacio Lancillotti, incluso en casa, sentía que se ahogaba. Tal vez tendría que volver a ir a su psicoanalista. Hacía tres años se había librado de ella diciéndole que la terapia había funcionado, que ella era una persona perfectamente equilibrada, capaz de encontrar su propio lugar en la sociedad, de interactuar con sus semejantes, de afrontar con flexibilidad y alegría la existencia. «Aris está a punto de marcharse con la peña, pero todavía está por aquí, ahora voy a llamarlo», dijo Meri. Sin hostilidad ni sarcasmo.
«¿Te acuerdas de mí?», le preguntó Maja. «¡Pues claro!», se rió la española. «Eres la madre de Camilla». Ese nombre la abofeteó. Camilla no quería regresar a casa después de la fiesta. Seguía hablando del padre de Kevin Buonocore. Decía cosas horribles, sin sentido. Camilla siempre ha tenido una fantasía estrafalaria. Le había hecho un montón de preguntas desaforadas, quería saber incluso si Elio ha matado a alguien, si hace muescas en la pistola, si tiene un fusil de asalto, y dónde lo tiene escondido, y si alguna vez se ha liado a patadas conmigo. La verdad es que no entiendo cómo puede habérsele ocurrido que alguien pueda liarse a patadas con otra persona. Nunca la he visto tan trastornada. Le he prometido que arreglaría el asunto de las propinas de los payasos y de los camareros y que enseguida volvería a su lado. A lo mejor todavía estoy a tiempo de leerle el cuento de las buenas noches. Tendría que estar junto a ella. Me necesita. Y tendría que estar junto a Elio. Él también me necesita. Pero y yo, ¿yo qué necesito? ¿Alguien se lo ha preguntado alguna vez? Claro que no, a esta hora Camilla estará ya durmiendo y Elio se habrá ido derechito a la cama, estaba destrozado. Yo también estoy cansada. Me tomaré una infusión. Quiero despertarme mañana y seguir adelante, como siempre he hecho. Se puso en pie bruscamente. «Te lo ruego», le dijo a Meri, «si ves a Aris no le digas que me has visto».
Meri le dirigió una mirada perpleja. Maja se sacudió la falda —en la seda se le habían pegado hojas de romero y mondas de patata. Cogió el bolsito. En el patio había poca luz, pero estaba segura de que reconocería la calle. Probablemente, dando la vuelta a la nave podía llegar hasta el coche sin tener que volver a entrar en aquel infierno. «¿Por qué?», preguntó Meri, «Aris se alegrará de que hayas venido. No pensaba que pudiera gustarte el Barco Ebrio». «Pues la verdad es que me gusta», dijo Maja. «Es un sitio que está bien. Pero yo tengo que volver a casa». No le explicó que Elio había tenido un día duro, se lo había leído en el rostro en el mismo instante en que había entrado en el Palacio Lancillotti. Y la verdad es que ahora necesitaba hablar con él. Maja conseguía interpretar los hechos que le ocurrían de una forma distinta, y encontrar lo bueno incluso donde él no lograba reconocerlo. Así era, al menos, lo que siempre le había dicho. En los días más duros, hablaban hasta las cuatro de la madrugada. Y luego, Elio conseguía dormirse, sereno, y ella miraba cómo dormía, consciente de que tenía un papel, una función y una utilidad en este mundo. Si hubiera regresado de inmediato, a lo mejor Elio no le preguntaría por qué había tardado tanto en arreglar el asunto de las propinas. Le diría que había sentido un malestar, y que había tenido que esperar a encontrarse mejor —sí, un malestar, porque esperaba un niño desde hacía ya doce semanas, nacerá en noviembre, será un varón, tenemos que pedirle a Camilla que elija el nombre, me gustaría habértelo dicho después de las elecciones, para no añadir otro motivo de tensión a tanto estrés como tienes, pero nunca he sido capaz de guardar los secretos. Y Elio se habría puesto contento. Mi vida, le diría, mi alma, soy el hombre más feliz de la tierra, ¿qué habré hecho yo para merecer tantos dones? Y luego le preguntaría si interpretaba esta señal como una prueba de buena voluntad, un mensaje del cielo para su futuro. Y todo seguiría como antes. Nada cambiará. ¡DA EL BOMBAZO! Se puso en camino siguiendo el muro del edificio, apoyándose en las paredes, para no perderse. Meri siguió con la mirada la negra silueta de la madre de Camilla —una figurita que cojeaba entre los baches, con los zapatitos en punta y la correíta en el tobillo, entre neumáticos desvencijados y bidones de hojalata, frágiles piernas veladas de negro, sobre tacones demasiado altos que se hunden en agujeros y baches. Luego regresó al local y le dijo a Ago que le trajera otra cerveza.
Maja metió la llave en la puerta y estaba a punto de abrirla cuando una mano la cerró y la empujó contra la puerta. Al principio, pensó que un borracho salido de la fiesta quería robarle el Smart, bastante solicitado en el mercado negro y que, además, estaba como nuevo, con la carrocería azul y plata brillante e intacta. Tuvo miedo, porque la calle estaba a oscuras y desierta. Pero luego la pierna de un perro rascó contra su falda, y dos brazos le estrecharon la cintura, y entonces ella también lo estrechó. «Has venido», dijo Aris. «Sí», dijo Maja, sin darse la vuelta. Y de pronto se vio arrollada por el asombro. Quién le iba a decir que se sentiría tocada por una felicidad tan inesperada como impune. Y, sin embargo, qué energía libera el descubrir que, entre tanta gente como hay en el mundo, soy yo a quien tú estabas esperando. Pregúntame quién soy, que te voy a sorprender. Déjame que me libere de todo lo que fueron pegando encima de mí incluso desde antes de que tú nacieras. No quiero tener nada más que yo misma. ¡DA EL BOMBAZO! Aris la mantuvo estrechada contra el coche hasta que perdió la noción del tiempo. Estaba extremadamente cerca, tan cerca que ella no podía ni mirarlo, y fue entonces cuando inclinó la cabeza y cerró los ojos.