Vigésima primera hora

Delante del portal del Palacio Lancillotti, en un soporte de papel de aluminio, brillaba una vela en forma de disco, con perfume al limón o algún otro cítrico parecido. El humo se iba hasta la cercana maceta que cerraba el acceso a los coches a la zona peatonal. La intención del Servicio de Jardines era que la maceta, que pesaba por lo menos un quintal, alojara una planta de boj, pero ésta llevaba ya un tiempo miserablemente difunta. Un perro acróbata o muy alto había depositado un excremento cilindrico en la tierra reseca y repleta de colillas y folletos que hacían propaganda del menú del restaurante cercano, la pizzería La Taverna de Duca. Fuera como fuese, los coches de los invitados se habían metido en la placeta peatonal: los conductores ni siquiera se habían tomado la molestia de aparcarlos a los lados de la plaza. Los habían colocado en el centro, alrededor de la fuente del siglo XVII, por todas partes, total, los guardias nunca pasaban por ahí y en cualquier caso nunca habrían puesto multas a las berlinas que ostentaban en los salpicaderos tarjetas adornadas con emblemas y enseñas con los nombres de los organismos provinciales, regionales o estatales de los que dependían.

El almidonado portero en librea que dominaba el portón herméticamente cerrado se negó a dejar subir a Antonio: no tenía invitación. Él protestó diciéndole que iba a recoger a su hijo. El portero lo examinó, y no le pareció posible que el hijo de ese manolo pudiera haber sido invitado a la fiesta de la hija del honorable Fioravanti. Antonio no iba de uniforme —en tal caso—, el portero habría sido menos selectivo: la planta noble del palacio del que desde hacía años era perro guardián era alquilada a menudo para recepciones por personalidades provistas de por lo menos dos, cuando no cuatro o cinco, hombres de escolta. Además, iba acompañado por una chica que llevaba una bragas de flores, y esa chica se había sentado en el capó del coche del presidente de la Región. «Levántate», le dijo, «lo estás abollando». Valentina le dirigió una sonrisa de recochineo y no se movió.

«Déjame subir», ordenó Antonio, «no tengo ganas de cabrearme». El portero tuvo la impresión de que ese tipo estaba bastante neurótico, como bajo el efecto de alguna droga. Tenía las pupilas como las de un gato y un temblor en las manos igual que si estuviera enfermo de Parkinson. Por un instante tuvo miedo de que fuera a golpearlo. No obstante, granítico, ni se inmutó. «No se puede subir sin invitación». Antonio perdió la paciencia instantáneamente, porque sabía que tenía poco tiempo, y no quería malgastarlo discutiendo con un portero demente. Levantó la voz, lo acusó de ser un gilipollas y un mamonazo, el otro encajó los insultos haciendo gala de un desprecio sin límites y únicamente después de largas recriminaciones, con un volumen cada vez más molesto —pues hacían referencia a sus muertos y al alma de su madre—, se convenció de llamar por el interfono para informarse respecto a si, en efecto, había un enano llamado Kevin Buonocore en esa fiesta exclusiva de la hija de los Fioravanti.

Por las ventanas abiertas del salón de la planta noble se derramaba sobre la placeta un ensordecedor griterío infantil, que entonaba una canción cuya melodía tenía un torturante poder pegadizo y cuyo tema, curiosamente, parecía ser una bañera. («Me baño, me relajo, me giro, hago inmersión, / me baño, me seco y empieza la diversión», decía el estribillo, o algo parecido). Durante unos minutos Antonio y el portero permanecieron frente a frente con cara de perro. «Ahora vamos a demostrarles quiénes somos, papá», dijo Valentina, cogiéndolo de un brazo, «se va a tragar esa superioridad de mierda». «¿Quién te da permiso para decir palabrotas?, ¿tu madre?», se puso rígido Antonio, pasando por alto el hecho de que él acababa de abandonar el lenguaje obsceno. «¡Papá!», suspiró Valentina, «¡no vamos a hablar de ella, me lo has jurado!». Pero no hubo tiempo para discutir. El portero, aturdido porque desde arriba le confirmaban que era verdad que el hijo de ese facineroso se encontraba en la fiesta, abrió el portón y susurró con suficiencia: «Pasa».

Una azafata de uniforme azul le preguntó si quería dejar la chaqueta en el guardarropa, un camarero de blanco, si quería un aperitivo, una copa de champán o una Coca Cola —pero Antonio no perdió el tiempo contestando y se metió en el salón—. Decenas de globitos rojos flotaban —suspendidos a unos metros del suelo— o rebotaban en el suelo, alejándose con amplios saltitos amanerados. La canción de la bañera había terminado, aunque la tortuosa melodía seguía sonándole en los oídos. El corito infantil entonó: «Perdón / ya sé que lo que está hecho está hecho / yo de todas formas te pido / perdón», pero a los niños no se les veía. En los sofás sólo había mujeres. Le parecían todas iguales —peinadas de la misma manera, con las mismas joyas, los mismos relojes, los mismos vestidos castos y oscuros, y los mismos zapatos en punta, con tacón alto, adornados con correítas para el tobillo. «La escuela pública está acabada», estaba diciendo una ruidosa gallina de nariz conspicua, adornada como un árbol de Navidad, «quién se iba a poner a dar clases, con ese sueldo de pordioseros, pero si ganan menos que mi chacha. Es natural que a la escuela pública vayan a parar los fracasados. Yo a las niñas las he matriculado en el Nazareno, la escuela privada da más garantías, ni punto de comparación». Y otra, trinando: «La gente que va al Chateaubriand es mejor: hay que evitar los colegios italianos». El pequeño coro: «porque sé cómo soy de verdad yo te pido / perdón». Antonio por fin reconoció a la Fioravanti, sentada en el borde del sillón, la espalda erguida como si le hubieran metido una escoba por el culo. La oca que se hacía acompañar por el coche blindado al ministerio y al picadero de su hija, a la que él esperaba a veces durante horas en el frío de la plaza del Popolo mientras ella se probaba sin prisas algunas decenas de gafas de sol en su óptica de confianza, Barnabei. Cambiaba de gafas de sol cada temporada. Como los bolsos, los zapatos, el peinado y todo lo demás. En la actualidad, llevaba el pelo corto con flequillo y parecía más joven.

Antonio ni siquiera esbozó una sonrisa, y tampoco consiguió afectar en lo más mínimo la impenetrable frialdad de Maja, que escuchaba distraídamente a la madre de Carlotta, mientras una sonrisa vacua vagaba sobre sus labios. Por el rítmico tamborileo de los dedos de su mano sobre el platito que tenía en el regazo, Antonio dedujo que en realidad no estaba escuchando a esa mujer —estaba presente y no lo estaba—, asentía, pero sin saber a qué, y tal vez ni siquiera a quién. Antonio esperó a que se volviera hacia él, pero Maja continuó ofreciéndole el soberbio perfil de su nuca. La sofisticada belleza hollywoodiana de la joven señora Fioravanti emanaba un calor de alba sideral. Los políticos y los poderosos, por muy ajados, fláccidos y calvos que estén, tienen esposas jóvenes y guapas. Pero no valen ni lo que un meñique de la mía. Oh, Emma, Emma, Emma. Antonio apartó un globo con el puño, enviándolo directo al camarero —que lo evitó, aunque a punto estuvo de dejar que se le cayera la bandeja— y se encaminó hacia la Fioravanti.

«¡Ya habéis llegado!», —exclamó Maja, feliz al verlo, porque eso significaba que la fiesta había terminado—. «¿Dónde está Kevin?», respondió Antonio, moviendo sin vigor su pequeña mano blanca cubierta de anillos de piedras multicolores. Maja retiró la mano. «¿Dónde está mi marido?», se informó, aliviada por el hecho de que Elio hubiera llegado puntual, antes de que las madres de los pequeños empezaran a sentirse poco consideradas y de que los niños pasaran a la minidisco —Elio tenía que cantar en el karaoke con Camilla—, sin excusas: se lo había prometido. «El honorable a las siete de la tarde tenía que asistir a la inauguración del Aula Magna de un instituto de Padres Barnabitas, no me acuerdo de cómo se llama», respondió Antonio, con frialdad, «por lo que a mí se refiere, yo estoy de vacaciones».

Valentina interceptó una pompa de jabón que vagaba y la mantuvo suspendida en la punta del dedo. Era inmensa, iridiscente. Si no estalla, pensó, se cumplirá un deseo. ¿Qué deseo? Que Jonas, el químico, venga a verme otra vez a un partido. Qué chic que estaban las señoras en los sofás. Qué maravilla de palacio. ¿Quién vivirá aquí normalmente? Hay algunos que tienen toda la suerte. Aunque mamá dice que podrían irme peor las cosas. Que podría haber nacido en África y morirme de disentería antes de cumplir los cinco años. Inclinó la cabeza hacia atrás. En los techos del salón había unos frescos copiosos —no comprendió qué era lo que representaban, tan sólo el azul del cielo, que parecía elevarla hacia el infinito—. La pompa había estallado: sobre el dedo le quedaba una secreción viscosa, como si fuera saliva. Se lo frotó contra el marco de la puerta.

«¿Quiere sentarse?», le dijo Maja a Antonio, señalándole en el sofá el sitio que había dejado vacío la cínica madre cincuentona, que se había esfumado con una excusa, «los niños están ahora con el karaoke, yo creo que todavía tienen para un cuarto de hora más, los animadores quieren que canten todos». Antonio la ignoró. De hecho, para él la Fioravanti —para quien había deseado en el pasado la soriasis, la alopecia, una sodomía múltiple a cargo de una banda de marroquíes y toda clase de castigos capaces de compensar las mortificantes humillaciones que le había infligido sin darse cuenta siquiera— ya no existía, era sólo un obstáculo: un montoncito de huesos que se interponían entre su hijo y él. Su mirada sobrevoló bandejas llenas de tartitas, minipizzas, hojaldres rellenos, bocadillos. Todo eso para una guardería. Qué derroche. «Tenemos que marcharnos inmediatamente», le contestó —cuando pasó por su lado se sintió abofeteado por su costoso perfume—. Una hembra reprimida y puta como todas las demás. Fioravanti hacía bien poniéndole los cuernos con una especie de animadora televisiva —no sabría definirla de otra manera—, con los atributos de una muñeca hinchable, que le practicaba unas mamadas fastuosas en un picadero que estaba en la Camilluccia. Le entraron ganas de contárselo. Ahora. Delante de esas señoras tan bien puestas y tan bien educadas. La Fioravanti se lo merecía. Qué cara pondría. Qué humillación. Qué placer, qué revancha. Pero únicamente sería una pérdida de tiempo.

Esquivó a camareros que sujetaban bandejas de plata, al de los zancos que seguía, infatigablemente, soltando pompas de jabón, y a un niño lloriqueante que iba arrastrando un globo deshinchado. En el salón de al lado, unos enanos vestidos con chaqueta y corbata rodeaban a un payaso con el maquillaje estropeado por el sudor y contemplaban un monitor que estaba colocado a sus pies. Cantaban —siguiendo las letras que corrían por la pantalla. Las palabras se iban encendiendo poco a poco, poniéndose de color rojo. A Antonio le costó creerlo, pero uno de esos enanos vestidos de pingüino era su hijo. ¿Qué le ha hecho su madre?, ¡le ha puesto un esparadrapo sobre el ojo! «¡Kevin!», gritó. El pingüino con esparadrapo lo miró, aturdido —una sombra de miedo fulminó su rostro—. Y ya había cogido el micrófono, sujetándolo con las dos manos, junto a un caramelo de un rojo brillante —Camilla, tal vez—. Kevin empezó a cantar, ignorándolo. Ningún respeto por su padre. «Ve a por él», le dijo a Valentina, que se entretenía encantada en el centro del salón, con la nariz al aire, «nos vamos de aquí».

«Yo no me voy», le dijo Kevin a su hermana, inamovible. Cuando actuaba de esa manera, a Valentina le habría gustado ser hija única. A ella nunca le habían permitido que se pusiera tan cabezona. Mamá esperaba de ella que fuera obediente y sabia, y ella había sido tan estúpida como para adaptarse. La verdad es que lo que dice la abuela es cierto, que algunos mueren jóvenes, pero que otros nacen ya viejos. Y ella debía de haber nacido vieja —nunca llegaba tarde, para no preocupar a mamá, mientras que mamá le había permitido a Kevin convertirse en un prepotente y un tirano—. Los padres no deberían tener preferencias, pero las tienen, son como los profesores. Valentina se habría liado a bofetadas con él. «Despídete de tu amiga y mueve el culo», le dijo. Kevin retrocedió hasta chocar con las paredes. «Yo no me voy, ahora va a empezar la minidisco». Camilla, vestida de rojo, batía los párpados, ultrajada por la brutal intrusión de esos dos salvajes. Le imploró que volviera delante del monitor, porque ahora entonaban la sintonía de los Digimon, y había hecho que pusieran esa canción para él.

«¿Es tu padre?», susurró el primo de Camilla a la oreja de Kevin. Miraba a Antonio con miedo, y a la vez con decepción. Nunca había visto a un asesino en carne y hueso. Pensaba que los asesinos serían muy parecidos a Freddy Krueger y a Hannibal el Caníbal, que tendrían los ojos malvados y cicatrices en las mejillas. En cambio, los asesinos son parecidos al resto de la gente. El letal padre de Kevin era un hombre cualquiera, con una cara cualquiera, con los zapatos de goma, un traje de lino de color arena y la camisa de rayas. Era normal. Kevin asintió, de mala gana. Se había equivocado al contar aquella historia. Debería haber hecho como siempre, y decir que su padre había muerto como un héroe. Y la verdad es que para él estaba muerto, que era hijo de un espermatozoide navegante, cuyo propietario algún día se presentaría y lo pondría a salvo para siempre. Ese individuo que tenía delante era sólo un extraño, despótico y henchido de rencor. «Me quedo», repitió Kevin, «quiero bailar, y luego, al final, los animadores nos van a hacer tatuajes con henna, y yo quiero tatuarme “Joe” en el brazo, porque me parezco a él». Joe era el héroe humano gafudo de los Digimon, el único que era medroso y deforme entre todos los demás, que estaban indiscutiblemente mucho mejor hechos: Izzy, Tai, Matt y el resto. «Oh, vale ya, mofeta», dijo Valentina, de mal humor porque a ella también le habría gustado quedarse con Miria y conocer a Jonas quien, a lo mejor, era un tío menos mikrocéfalo que los demás, y ahí está, por el contrario, «cambio de planes, nos quedamos con papá hasta el lunes». «Ve tú», insistió Kevin, testarudo. «Yo me quedo aquí y más tarde la canguro de Camilla me lleva con mamá».

Valentina regresó junto a su padre. Se había quedado en el umbral del salón, dando puñetazos a todos los globos que planeaban por encima de él e interceptando despiadadamente las últimas pompas de jabón que vagaban por encima de su cabeza. Un par de serpentinas caídas desde quién sabe dónde formaban una extraña guirnalda sobre su chaqueta. Había cogido de una bandeja un vaso que contenía un líquido de color fucsia, y hacía rodar una sombrillita de papel entre sus labios. Era el único hombre de aquel salón —alto, musculoso y autobronceado—, entre todas aquellas señoras enjoyadas. Las señoras lo miraban y, mientras discutían si el Hotel San Pietro de Positano era superior al Timeo de Taormina o al Villa Serbelloni en el lago de Como —y las opiniones seguían sin concordar— y aunque pensaran que había sido un maleducado al irrumpir de aquella manera, o tal vez precisamente por ello, lo encontraban fascinante. Lo era. No existían otros que fueran como papá. Los tíos son todos unos kpullos. Kpullos y granujientos; y además les apestan los pies y el aliento. Excepto, tal vez, el altísimo Jonas. Pues vale, si Kevin no quería venir, mucho mejor, Valentina siempre había soñado con pasar el fin de semana a solas con papá. Sin ese pelmazo por en medio, podrían salir, como dos adultos. Ir a cenar a uno de esos restaurantes a la luz de unas velas que se anunciaban en el Trovaroma y donde mamá contaba entre risas que la llevaban los hombres la primera noche que salían con ella, porque así creían impresionarla. Qué kpullos. Pero Valentina nunca había visto esos restaurantes que los tíos elegían para llevarse a la cama a una mujer. Y esta noche ella y papá podían comer ostras y fingir que eran novios. Le sonrió y se le colgó del brazo. Lo tentó, almibarada, tierna, como un demonio. «Dejemos aquí al monstruo, endilguémoselo a mamá, esta noche, y mañana, y el domingo, ¿qué nos importa?, marchémonos nosotros dos».

Antonio le acarició el pelo. Tuvo la extraña impresión de que Valentina, sin darse cuenta, estaba coqueteando con él. Con una malicia y una inocencia que le recordaron a Emma —una Emma tan perdida y remota como la luna— y que lo entristecieron. No quería decepcionar a Valentina. Pero a esas alturas tampoco podía contentarla. Su venganza no contemplaba hacer prisioneros. Los dos. Tenía que arrebatarle los dos. Las camitas vacías. El inmenso silencio. La casa robada. Los días sin sentido. El pasado sin remedio. El futuro asesinado. Tiene que sufrir como he sufrido yo. Y repetirse cada día que me he llevado a los niños por su culpa y en su lugar. «No», respondió inflexible, «él también tiene que venir».

Se encaminó hacia el grupito de los niños, que perdieron el hilo de la canción y se callaron de golpe. Estaban demasiado asustados por los relatos de Kevin como para llevarle la contraria a un asesino con veinte balas en la pistola. Antonio aferró la manga del pingüino de su hijo. No dijo ni una palabra siquiera. Simplemente, lo aferró. Kevin clavó los talones, se agarró a la mano de Camilla e intentó resistirse pero papá era demasiado fuerte, la mano de Camilla se le escapó de entre las suyas como una pastilla de jabón, y ya estaba lejos, una mancha roja en el fondo de un cielo excesivamente azul.

«Pero ¿p-p-por qué?», objetaba Kevin, deslizándose sobre la lustrosa madera del salón, «¿q-q-qué he hecho?». También te necesito a ti, idiota— tú eres su vida, su esperanza. Yo te creé, yo quise tenerte —tú no existías, no habrías existido nunca si no hubiera sido por eso—. Tú tenías que habernos salvado y no has sido capaz de hacerlo. Y entre tú y yo, te eligió a ti —enano pingüino ciego—. Yo te creé y yo te vuelvo a recuperar —tú me perteneces—. Y ella lamentará que la haya amado tanto como para perdonarle la vida. Se arrepentirá de seguir con vida y el remordimiento la perseguirá para siempre.

Se deslizaron gruñendo por delante de las mujeres, que al pasar ellos, se quedaron calladas. Maja, embalsamada en su butaca, ni siquiera se había movido. Asaeteó a Antonio Buonocore con una mirada de contenido desdén. Qué maleducado. Lo que ha hecho es incalificable. Asustar así a los niños. En la fiesta de Camilla. Una fiesta perfecta, estos animadores son extraordinarios —los mejores de Roma, la verdad—. Pero ¿cómo se atreve? ¿Quién se cree que es? Ésta me la pagará. Arrogante. Solidaridad imprevista y tardía hacia la falsa rubia con la chaquetilla de piel de perro. Quien había tenido el valor, y no sin razón, de abandonarlo. Bien hecho. A veces no comprendo nada de los demás. Siempre había creído que Antonio Buonocore era nuestro querido ángel. «Adiós, Kevin», se despidió, moviendo la mano. Le pareció que el pobrecito estaba a punto de llorar. Se hacía remolcar como si fuera un peso muerto, arrastrando los pies, decididamente aterrorizado. Y eso no era tan normal. ¿Debía intervenir? ¿Impedirle que se lo llevara como si fuera un paquete? Pero ¿cómo? ¿Telefonear de inmediato a esa Emma y decirle que su marido, su exmarido o, en fin, lo que sea, ha irrumpido en el Palacio Lancillotti como si fuera un mañoso y ha raptado a Kevin? Pero no tengo su número y en fin, que no, vaya idea, es el padre del niño, seguro que habrán quedado así.

«Páralo», gritó Camilla, sacudiéndola por un brazo, «no quiero que se lo lleve de aquí». «Páralo, páralo, páralo». Indecisa, Maja depositó sobre la mesita el plato de pastel y el tenedor resbaló al suelo. Esa garra metálica le recordó el agujón clavado en la ceja de Aris. Le recordó su conformismo. Nunca me he atrevido a hacer algo que no se esperara de mí. Nunca he sido capaz de afrontar las dificultades. Tal vez porque nunca me las he encontrado. ¿Qué es lo que haría Elio, en este momento? ¿Se volvería de espaldas? Elio, a pesar de no ser nada, y de que nunca será nadie, tiene valor. Elio, que ha sido derrotado cien veces, y que cien veces ha resurgido; insultado, escarnecido, vilipendiado, y a pesar de todo siempre listo para volver a ponerse en pie y atacar de nuevo. Tal vez por eso lo amé. El descaro. El valor. La desvergüenza de creer en sus propios sueños falsarios. Nada más. Quería levantarse, detener a ese troglodita de Buonocore, hacer feliz a Camilla —quería—, lo quería de veras. Pero en ese momento un calambre —como el mordisco de un perro— le contrajo el útero. En tres meses, era la primera vez que se daba cuenta de él. La primera señal de vida del huésped. Y entonces se quedó sentada y se puso en manos de Elio, como siempre. Él lo arreglaría todo. Estará aquí dentro de poco. Ya se ocupará de ello. Él hará que se aleje de aquí ese prepotente de Buonocore, hará que lo castiguen, que lo envíen a patrullar. Está de broma si cree que va a seguir trabajando para nosotros. De ahora en adelante, ese Buonocore a mi Elio lo va a ver sólo en televisión.

«Adiós, señora Fioravanti», susurró Kevin, deslizándose hasta su lado. Quería darle las gracias por el esmoquin, pero Antonio no le dejó tiempo para hacerlo. Pasaron por delante de ella en un instante —Valentina, enfurruñada, ofendida porque su padre no hubiera querido pasar tres días con ella a solas; Kevin, con las mejillas surcadas por las lágrimas; Antonio, con la sombrillita en la boca y una mano en el bolsillo, sonriente. Luego desaparecieron bajando por la escalinata. Un incauto globo rojo los siguió, rebotando por los peldaños de mármol hacia abajo. «Tesoro», le dijo Maja a Camilla que la miraba, palidísima, con los labios ya sin color y la mirada dilatada por la angustia, «vuelve a cantar, es tu canción». Pero Camilla no se movía. «Es muy simpático tu amigo Kevin», añadió, para consolarla, porque si no la fiesta iba a acabar en tragedia, «lo vamos a invitar otro día, puede venir cuando quieras». Camilla movió la cabeza y volvió tristemente al karaoke. Ya no la creía. Quien ha traicionado en una ocasión traicionará siempre. Pero ya no necesitaba su aprobación. Para entonces la princesa Althea y el heroico Nikor habían celebrado la ceremonia. Por un instante lo vio, al final de la escalinata: con ese esmoquin parecía verdaderamente un príncipe.

«No, yo soy su madre, la he parido yo, no quería salir, me la sacaron con fórceps, tuve una hemorragia que un poco más y me mata», explicó Olimpia al amable jovencito que seguía plantado en el rellano tenebroso, con la mirada tímida tras los cristales redondos. «Todo el mundo me pregunta si somos hermanas, los mismos ojos, la misma boca, las mismas tet…, perdone que le sea tan franca, dos gotas de agua», se explayó Olimpia. Feliz de conversar por fin con alguien, a solas desde esta mañana, en compañía de Alda d’Eusanio y Maria de Filippi, cambiando de cadena en cuanto gritaban los anuncios, porque las dos los daban al mismo tiempo, menuda programación, masticando pollo y ensalada sola delante de la tele —porque los nietos hoy no han venido a comer, sólo Dios sabe dónde los habrá dejado Emma, en estas familias de hoy en día ya no existen las reglas, en nuestros tiempos el almuerzo era sagrado, si mis hijos no volvían a las dos, había bofetones. Y ahora que el telediario ha terminado, a solas con Mister Verdad, escandalizada porque el periodista de ojos azules comentaba el caso de un cura casado, que no es nada bonito hacerle tanta propaganda a uno que ha renegado de Jesucristo por la caverna de una mujer.

«Oh, mamá, vale ya», dijo Emma, echando la chaqueta en el sofá, «no me hagas el papelón de siempre. Te lo ruego, Sasha, entra un momento, saluda a Valentina. Le hará ilusión verte. Te pongo algo de beber. El Martini debe de estar en la nevera». No, no, no entro, no sabría explicarle a Valentina por qué estoy aquí, habría querido contestarle Sasha, pero no lo logró porque la mujer con el pelo cardado —que parecía Emma dentro de treinta o incluso menos años— lo había agarrado por un brazo, lo había arrastrado hasta el microscópico recibidor, había cerrado la puerta de casa a sus espaldas y lo examinaba como si fuera un marciano. En la pantalla azul de la tele, Mister Verdad sonreía, afable, formal y sereno, y felicitaba al cura y a su esposa por su valentía al desafiar al mundo —mientras en ese mismo instante, pero quién sabe dónde, Dario estaba afrontando la peor crisis conyugal, estaba abandonando a su mujer. O a él.

«¿Cómo ha dicho que se llama?», se informó Olimpia. «No se lo he dicho, señora», respondió Sasha, «soy Alessandro Solari». El jovencito hablaba con mucha educación, la verdadera clase se reconoce por el acento, del norte, tal vez milanés de Turin, seguro que no es de Torpignattara, en cualquier caso estaba claro que sería licenciado médico economista tal vez abogado. Y muy bien por Emma que se ha ligado a uno con dinero. Yo me la imagino con un abogado, ella también ha estudiado, se ha criado en el Trionfale, nada del Tufello; cuarenta años en el mismo edificio, todavía se acuerdan de los Tempesta, todavía me mandan felicitaciones, hoy en día todo está degenerando, ya no quieren a los porteros, la gente respetable se extingue. Pero qué desgraciada, la verdad, la muy mentirosa tenía un nuevo pretendiente y no le había dicho nada a su mamá, que la mantiene desde hace dos años.

Para evitar los ojos maquillados, avispados y maliciosos de la vieja y también los azules y remotos de Dario, Sasha fingió estar admirando la lámpara —un pulpo de cristal inastillable cuyos tentáculos oscilaban a pocos centímetros de su frente—. En la tele, Dario le preguntó al cura: «¿Cuándo decidió colgar los hábitos? ¿Qué le convenció para dar este paso revolucionario?». Sasha apartó una cortina de rombos de los años sesenta y echó un vistazo a un paisaje enmarcado por la ventana, pero no vio nada porque frente al bloque, y más allá del aparcamiento, se abría una landa sin iluminación, completamente oscura. Entonces, deseando que Emma regresase antes de que Valentina apareciera, examinó los pósters colgados en las paredes del comedor, revestidas de una terrible moqueta anaranjada sicodélica. Marilyn Manson, riéndose sarcásticamente y vestido con un traje demoníaco. El campeón de voleibol Andrea Luchetta. La Bestia de Disney y Dumbo, el elefantito volador. La descolorida reproducción de la Vía Láctea y del sistema solar. El cura contestó: «De pronto me di cuenta de que estaba viviendo la vida de otra persona, y que esa persona era un impostor. Sentí la llamada de la verdad». En el aparador, que guardaba un servicio de vasos con aspecto polvoriento, estaba la Enciclopedia de la naturaleza en fascículos y una pila de libros de colegio que amenazaban con derrumbarse como las paredes de un barranco. Así que ésta era la casa en que vivía Emma. Y, pese a ello, no había ni un objeto que le perteneciera o que revelara algo de ella. Tal vez había crecido en una habitación idéntica a ésta, decorada con el mismo mal gusto y los mismos recursos, durmiendo en una cama plegable y haciendo los deberes en la mesa del comedor. Y había intentado escapar de ahí, y no lo había logrado. O tal vez sí. «¿Dónde está Valentina, mamá?», gritó Emma desde la cocina. Pero Olimpia estaba demasiado ocupada satisfaciendo su curiosidad con el inesperado huésped y no contestó.

«¿Y en qué trabaja usted?», le preguntó, ávida. «Soy profesor de lengua», respondió dócilmente Sasha. Se sentó en el sofá cama, hundiéndose en un abrazo de blando terciopelo. Siguió sonriendo cordialmente a la madre de Emma. Pero, intentando que no lo descubriera, unos instantes después extrajo de debajo de su trasero los objetos que se le habían clavado dolorosamente. Un robot abollado que tenía un gancho de acero en lugar del brazo y —descubrimiento que lo confortó— Ana Karenina, la novela que le había prestado a Valentina tres meses atrás y de la que la chica no le había vuelto a hablar. Creía que no lo estaba leyendo. «No le digas nada, Sasha», gritó Emma desde la otra habitación, «esto no es un interrogatorio, aquí no queremos a la policía. Déjalo tranquilo, mamá, te lo pido por favor». «Mi hija se avergüenza de su madre, ya sabe usted cómo son los jóvenes», minimizó Olimpia. «Para eso es profesor». Luego, curioseó: «¿Y de qué conoce a Emma?».

«Soy el profesor de Valentina», respondió Sasha. Dario indicó un número de teléfono (sin mencionar el coste de la llamada) y le pidió al público que interviniera y manifestara sus opiniones. En la tele, parecía más bronceado, y sus ojos eran más azules. Era increíblemente telegénico. Sasha sonrió. Olimpia suspiró —qué joven era este profesor, más joven que Emma, seguro, en mis tiempos estas cosas no pasaban, por desgracia. Así que tenía razón ese loco de Antonio, que a lo mejor no era de ninguna manera, un loco, Emma siempre estaba jurando y perjurando que no salía con nadie, que ella había echado ya el cierre para los hombres, y ya ves tú, resulta que tiene un amante que es profesor. Y con su madre, que ha parido y acogido a esa hija pródiga cuando ha regresado, chitón, qué mentirosa. Pero, al fin y al cabo, si Emma tenía como amante a un profesor, quién sabe, tal vez éste no sería de la misma pasta que los demás, y la quería de verdad, porque Emma no era tan mala, en el fondo tenía un corazón la mar de grande; se casaba con ella y se llevaba colgados a los chavalines y ella podía quedarse con su pensión y volver a disfrutar como una cristiana y no como una gitana. Se sintió en el deber de valorar a la hija. Porque Emma no se valoraba lo más mínimo.

«Emma también es maestra, supongo que se lo habrá dicho, tiene el diploma de magisterio, nada menos, aunque la escuela, esté degenerando un poco últimamente, los jóvenes ya no tienen respeto por los profesores». «No es que haya alumnos difíciles, sino únicamente profesores que no consiguen motivarlos», dijo Sasha, por decir algo. «¡Apaga la tele, mamá!», gritó Emma, abatida por la idea de que Sasha, arqueólogo y futuro escritor, la considerara una teleadicta de baja estofa, teniendo en cuenta que en vez de seguir el Raggio Verde de Michele Santoro miraba ese programa falaz, estúpido y populista destinado al público más inculto. «¡Te juro, Sasha, que nunca veo a Mister Verdad!», gritó. Se oyó un portazo, se volvió a abrir la misma puerta, y de nuevo otro portazo. «El presentador es tan fascinante», dijo Olimpia, para justificarse, y con disgusto pulsó el botón del mando a distancia. En el estudio de Santoro, Silvio Berlusconi contaba algo, con una mueca sonriente apropiada para el feliz resultado de unas elecciones que parecían haber sido ya ganadas. Dario se apagó. Por unos instantes, a Sasha le pareció estar viendo todavía su huella en la pantalla opaca. Pero, mirándolo bien, ése no era Silvio Berlusconi, sino una actriz que lo imitaba, Sabina Guzzanti. El falso Berlusconi se calló y la cámara encuadró la cara de Michele Santoro[5]. «Mister Verdad es un profesional muy serio. He tenido la oportunidad de conocerlo», dijo Sasha. «¡Qué me dice!», exclamó Olimpia, impresionada. «Yo también lo he visto, en Cinecittà, en los estudios. Fui a hacer de público dos veces», añadió, dándose importancia porque este Solari era un licenciado de cierto nivel, no como ese maleante de Buonocore, que era policía, y del sur, por si fuera poco.

«Debe de haber sido una bonita experiencia», dijo Sasha, contento por haber hallado un tema de conversación para mantener con esa vieja cotilla. Extrañamente, el Raggio Verde, ya se había terminado, y en la pantalla aparecían los títulos de crédito. Sasha se preguntó qué se le había escapado. Tuvo la impresión de que allí —en el programa de Santoro— estaba pasando algo, y que se trataba de algo importante. «¿Dónde está Valentina?», repitió Emma. «El profesor quiere saludarla, tiene que marcharse». «¿Siempre se hablan de una habitación a otra?», se informó Sasha, que encontraba que esa forma de conversar era bastante enrevesada. Olimpia se encogió de hombros. Valoró positivamente: el pelo cuidado del profesor, las gafas que daban fe de su cultura, su complexión robusta, prueba evidente del hecho que supiera disfrutar de la vida, la camisa azul pavo real, aunque un poquitín frívola, el perfume de almizcle, aunque un poquitín excesivo, los tejanos desteñidos azul marino, aunque un poquitín ceñidos, como les gusta a ésos, lástima de la corbata, que no lleva, pero es que hoy en día ya no se usa. Pero sobre todo valoró positivamente que conociera al periodista de la televisión. En resumen, la verdad era bien simple. Este profesor joven, tímido y tan educado, era justo lo que Emma necesitaba. Era el hombre que ella estaba esperando. A Olimpia no le entraba en la cabeza que por fin su hija lo hubiera encontrado. Pero a veces hay una recompensa para los sufrimientos, y hay justicia en este mundo. En ese momento se le ocurrió una idea fenomenal.

«Usted que está tan bien relacionado, profesor Alessandro, ¿por qué no le dice a Mister Verdad que haga un capítulo sobre nosotros, y así soluciona nuestros problemas? En cuanto uno ha aparecido en televisión, hay ciertas cosas feas que ya no puede volver a repetir, porque todo el mundo le conoce, ¿no le parece? Estamos metidos en un lío, mi yerno tiene una depresión, la enfermedad del siglo y no tiene cura, me quiere matar a mí, que tengo sesenta años y osteoporosis, que los huesos se me han vuelto tan frágiles como el cristal, yo ya se lo he dicho a los jueces que mi yerno tiene los ojos muy raros y unas ideas muy retorcidas y armas de asalto que no son de juguete, pero los lobos no se despedazan entre sí, no sé si me explico». Se explicaba perfectamente. «Bueno, la verdad, yo no sé con qué criterios elige Mister Verdad sus historias…», vaciló Sasha, indeciso. De manera que el tipo que la seguía era el exmarido de Emma y el padre de Valentina. Esta historia ya la había oído. Y no le gustaba.

«Mire, profesor, hagamos una cosa», dijo Olimpia, acostumbrada toda la vida a apañárselas a base de ir tramando e intrigando, y halagada por el hecho de que ese jovencito educado la llamara señora, algo que no le pasaba nunca. «Yo les doy el número secreto del móvil, que únicamente tienen los chavalines, el Viminale y el abogado Fioravanti. ¿Lo conoce, por casualidad?, es diputado y ahora también se presenta como candidato, ¿usted vota en Roma?, es una buena persona, el honorable, no haga caso a quienes dicen que ha sobornado a los jueces y que él también ha sacado su buena tajada, todo eso es política; y además, ya sabe lo que se dice: quien roba poco va al penal, y a quien mucho roba nada le sale mal; por eso, al final, todos son iguales, no sé si me explico; en fin, que yo le doy el número de mi yerno y usted se lo da al presentador, y le dice que el asunto da para un capítulo bastante fuerte, eso es todo, no tiene que decirle que el número se lo he dado yo, no le diga para nada que ha hablado conmigo, porque mi yerno no puede vernos a nosotros, los Tempesta; una vez zurró a mi hijo Fausto, que se había interpuesto entre él y Emma, por favor se lo pido, no le diga que es amigo de Emma, que si no ése os mata a los dos, que tiene la sangre caliente, es policía y, además, de Calabria, no sé si me explico. Hagamos que Emma formule públicamente una petición, que es tan guapa y queda tan bien en fotografía, y que también lo hagan los niños, hasta los más sinvergüenzas lloran cuando los niños les hacen una petición delante de todo el mundo; en fin, yo no sé cuál es la manera, yo no entiendo de televisión, yo sólo soy portera, díganos usted cómo se puede plantear esta historia, porque si no nos ayuda Mister Verdad nadie nos va a ayudar, Emma y yo no tenemos relaciones, él trabaja en la policía, no sé si me explico, esa gente dice que no es peligroso, pero yo no duermo tranquila».

Sasha asintió. Dudaba de que pudiera ayudar a Emma. Darío diría que esa historia no era adecuada para la televisión. A menos que se manipulara, no se podía solucionar de una manera presentable. Era una historia sin remedio. Hojeó Ana Karenina, que se le había quedado en las manos. Con cierta decepción, se dio cuenta de que Valentina no lo estaba leyendo. Señalando las páginas, garabateadas aquí y allá por una mano infantil, había una hoja de libreta con una serie de números escritos a lápiz. La cuenta de los gastos del mes de abril. Los pagos superaban ampliamente los ingresos. Lo desazonaba hurgar en la modesta guerra cotidiana de Emma con la vida. Y todavía lo desazonaba más la idea de que Emma hubiera empezado a leer esa novela tan sólo porque él se la hubiera recomendado a su hija. No se imaginaba que, para ella, su opinión tuviera tanta importancia. Cerró el libro de nuevo y buscó una mesita donde dejarlo. Y mientras buscaba, y sus ojos sobrevolaban por encima de una alfombra raída y descolorida, y de un arcón sobre el que colgaba una muñeca de trapo, se acordó de la última carta que le había escrito Valentina, y esas palabras lo habían impresionado profundamente. A veces me parece que estoy viviendo entre los zombis, o que yo misma soy un zombi. Tal vez yo no sea normal y tenga un corazón de silicio. Comprendo mejor a ET o al androide Roy de Blade Runner que a las personas que tengo cerca. Me siento más parecida a ellos que a mi madre o a mi padre. No comprendo los sentimientos generados por las relaciones personales de los seres humanos. No comprendo por qué se aman, qué es lo que los empuja a hacerse daño los unos a los otros, cómo pueden odiarse tanto. Tal vez yo no siento las emociones. O tal vez no sé lo que es ser… humano.

Emma reapareció en el comedor. Se estaba anudando un delantal de goma en el que resaltaba un plato de espaguetis con tomate. «Déjalo ya, mamá», ordenó, «no quiero que hables mal de Antonio». «¡Ah!, conque hablo mal, ¿no?», dijo Olimpia, dirigiéndole a su hija una sonrisa sarcástica. «Pero ¿qué haces con ese delantal? Pero ¿qué estáis haciendo aquí, con esta vieja zapatilla? Sois jóvenes. Id a hacer el amor a otra parte». «Mamá, te lo ruego», suspiró Emma, con el rostro colorado. Entonces, con toda su calma, Olimpia asestó el golpe.

«La nena no viene a cenar», explicó por fin. «Está con él».

Subrayó las palabras con maldad, porque no era justo que Emma se avergonzara de su mamá. «¡No es verdad!», exclamó Emma. Olimpia asintió, impávida. «Ha llamado Valentina a las siete y media. Dice que volverá al domingo por la noche». «¿Por qué no me has avisado?», gritó Emma. «Qué contenta estaba de ir con su padre», encareció Olimpia. «No te creo», protestó Emma, «Valentina me envió un sms después del partido, decía que habían ganado. Pero no me dijo nada de él». «Si te lo hubiera dicho, ¿la habrías dejado ir?», replicó Olimpia, sabiamente. No, hoy no. Hoy ha intentado matarme. Hoy lo he denunciado. Los carabineros han dicho que ya me avisarán. Pero a él también lo avisarán, y todavía va a ser peor. La abogada le había recomendado que no se fiara de Antonio. Lo consideraba incapaz de dominar la violencia que su mujer engendraba en él. La abogada decía que, para castigarla a ella, para hacer que se sintiera culpable, incluso podría dirigirla en contra de sus hijos. Pero Emma esto no lo creía. Y tampoco lo creían los jueces. Por otra parte, Antonio ofrecía más garantías que ella —era un buen padre, tenía un trabajo óptimo y óptimas referencias por parte de Fioravanti— y ella no quería tensar demasiado la cuerda, por miedo a perderlos. Antonio había luchado como un león para que los jueces se los entregaran a él. Lástima que hubiera renunciado desde hacía tiempo a los fines de semana con los niños. ¿Por qué ahora? ¿Por qué no le había dicho nada? ¿Qué era lo que tenía en la cabeza? Quería arrebatarle a Valentina. Hacer de ella una aliada y pedir de nuevo la modificación de las decisiones de los jueces, ante la novedad sobrevenida de que la chiquilla ya no quería estar con su madre. Era posible. Valentina era su punto débil, su talón de Aquiles. Valentina le perdonaba a su padre lo que fuera, pero a ella, nada. «Ah», añadió Olimpia, acordándose de pronto de la última parte del mensaje, «no esperes a Kevin. Valentina ha dicho que ya se ocuparían ellos de recogerlo en la fiesta de Camilla Fioravanti. Ha dicho que estás libre».

«No», repitió Emma, «no quiero». Se precipitó hacia el teléfono para marcar el número del móvil de Valentina. «Pero dale gracias a Dios de que se acuerde de los chavalines», barbotó Olimpia, «a ése la conciencia no le remuerde cosa alguna, va pa dos años que estos críos parecen huérfanos, menuda familia esta, digo». «No contesta», dijo Emma sorprendida. Valentina nunca apagaba el teléfono, siempre estaba perdiendo el tiempo con los SMS, con los tonos y Dios sabe con qué más, y aunque a ella esos sonidos metálicos la ponían de los nervios y tener que pagar la recarga de la tarjeta cada semana la ponía furiosa, también estaba contenta porque por lo menos siempre sabía dónde estaba, y tenía la ilusión de que la mantenía bajo control. Sasha miró los planetas del sistema solar. Se había visto metido en una crisis familiar que no le concernía. Y la otra, la suya, le estaba prohibida. Valentina lo saludó desde un marquito de plata de imitación colocado sobre el televisor. Pelo castaño, los mismos ojos brillantes que su madre, la misma boca con los labios carnosos y oscuros, pero una expresión completamente distinta, enfurruñada, severa, sin sonrisa. Le habría gustado tener una chiquilla así. Si hubiera sido su hija, esa chiquilla habría sido feliz. «Es su fin de semana», concluyó Olimpia, chancleteando en la cocina, aliviada porque ahora Emma se marcharía con su profesor y ella podría cambiar de cadena y ver cómo Mister Verdad arreglaba la historia de aquel cura. «Se lo ordenó el juez, que los tuviera; y también el psicólogo, es su padre». «No puede desaparecer y regresar cuando le apetece, eso los desestabiliza, no es justo», dijo Emma. En la cocina, una olla se cayó. Emma apretó el auricular contra su oreja. Durante un minuto, escuchó la voz del disco de Omnitel repitiéndole que el número marcado no estaba disponible.

«Antonio ha desconectado el móvil», le dijo a Sasha, como si él pudiera remediarlo. Volvió a ver la pistola en la guantera. La desesperación de Antonio cuando ella se había bajado del coche y él la había perseguido y, al no querer detenerse ella, le había roto el bolso. Habían caído a los pies del obelisco al Duce, y él la había abrazado y besado en el pelo, en las manos y en la boca ensangrentada, y le había suplicado —vuelve conmigo vuelve conmigo Emma vuelve conmigo vuelve conmigo no puedo vivir sin vosotros. Ella se había liberado de su abrazo, se había levantado de nuevo y, desde un autobús parado en el semáforo, las miradas de los pasajeros se habían posado sobre ellos y ella sentía en su boca el sabor de su sangre y de la saliva de él, y Antonio le retorcía el brazo, la abrazaba con fuerza y le hacía daño y repetía vuelve conmigo vuelve conmigo vuelve conmigo Emma. Y ella había pensado éste es mi hombre cuántas veces lo habré besado nunca podré odiarlo y qué será de mí si ahora me voy de nuevo con él y era imposible saber de dónde había sacado las fuerzas para decirle se acabó, Antonio. En ese momento él le había soltado el brazo y la había mirado con una mirada fúnebre, de agonía, y cuando por fin un taxi se detuvo para recogerla, ella se había dado la vuelta y Antonio se había quedado quieto bajo el obelisco blanco, hecho un obelisco de piedra él también, como si estuviera muerto, y seguía mirándola. Marcó frenéticamente el número que había sido el suyo. Pero en la calle de Cario Alberto no respondía nadie. Antonio no los había llevado a casa.

«No quiero que los vea hoy», dijo, quitándose el delantal y dejándose caer sobre el sofá cama del comedor. Mis niños. Dios, ¿por qué no se lo habré impedido?, ¿por qué no lo han detenido?, ¿por qué no estaba con ellos? Cálmate. Todo va bien. Los adora. Mis niños. Cerró los ojos. No quería llorar delante de Sasha. No quería llorar. No quería estropearlo todo. ¿Por qué ahora? ¿Por qué? Sasha miró la portada de Ana Karenina, molesto. No sabía qué hacer. No sabía lo que puede sentir uno por un hijo. Cómo se puede intentar protegerlo del mundo y de nosotros mismos. Querer a un hijo. Unos sentimientos de incapacidad y de omnipotencia que nunca conocería. Tenía que decirle que todo iría bien, asegurarle que si el tribunal había determinado que Antonio Buonocore era un padre responsable y digno de criar a sus hijos, evidentemente sería así. Pero no lo creía y a esta mujer no quería mentirle.

Había respirado la tensión de Emma. Había visto cómo el morado le teñía de violeta el pómulo. Y mientras conducía hasta la casa de la madre de ella, no había hecho más que vigilar por el espejo retrovisor si un Fiat Tipo verde los estaba siguiendo. La Boccea se iba haciendo cada vez más caótica; de vez en cuando se volvía hacia Emma y le preguntaba: ¿sigo recto? Emma asentía. Los faros blancos hurgaban en la penumbra, más allá del capó, y todo un mundo real y desconocido iba tomando forma a su alrededor. Iban pasando las vallas publicitarias, las plataformas con los postes amarillos de las paradas de autobús, los pinos, las lápidas con flores, como altares, delante de los guardarraíles, las travesías, las débiles farolas, los edificios estrambóticos que se cernían sobre la calle. Y de pronto Emma había dicho: párate aquí, no vengas hasta casa, Antonio podría estar en el aparcamiento. No quiero que te pase nada. Y Sasha había aparcado, aunque en ese punto estaban en una zona muerta entre dos barrios inacabados, y ni siquiera había acera: a la derecha de la calzada, sólo había una franja de tierra en la que crecían ortigas y zarzas espinosas. Emma había bajado, había cerrado enérgicamente la puerta y el golpe seco con que la portezuela se cerró fue como un punto después de una frase larguísima. Se había marchado por esa oscura calle, encaminándose hacia un altísimo bloque que despuntaba contra el cielo oscuro sin volverse. Durante unos minutos lo había precedido, iluminada por la luz blanca de la farola como una aparición. Pero la última farola de la calle estaba fundida y el crepúsculo se la había tragado. Y él la había alcanzado porque si Antonio la esperaba en el aparcamiento, bajo el bloque, él no podía dejarla sola. Ni siquiera él quería que le pasara algo. Los había acompañado un balido triste y quejoso —ovejas, indudablemente—. En el aparcamiento, entre los coches encajonados en la explanada que había frente al vallado oxidado, no estaba Buonocore. Tampoco en el zaguán del bloque, ni en el rellano.

Tal vez ha llegado el momento de darle algún sentido a este día. Porque estoy aquí, al fin y al cabo, y son las nueve, y me gustaría hacer algo por ella, dado que no puedo hacerlo por mí mismo. Con delicadeza, le puso una mano sobre el hombro y la atrajo hacia sí. Emma escondió el rostro en su camisa. «Mis niños», murmuró. Sasha hizo tintinear las llaves del Peugeot. «Vamos a buscarlos», dijo.

En la plaza Navona, iban caminando con Valentina bajo su brazo y Kevin, renuente, unos pasos atrás. La noche de Reyes los llevaba siempre hasta allí. Pero este año no habían venido. Y tampoco el año anterior. Antonio recordaba la plaza repleta, el corro de puestos alrededor de la isla ovalada que estaba sobreelevada, los caramelos envueltos en cintas de plástico transparente colgando de los techos de chapa de las casetas, los calcetines rojos llenos de carbón dulce, los Papá Noel que se dejaban fotografiar junto a sus trineos de cartón piedra, las banderas de Italia que ondeaban sobre los carromatos de los vendedores ambulantes y, en el centro de aquel pandemónium, cerca de la fuente, el tiovivo con sus caballos mecánicos, girando lentamente mientras por el altavoz sonaba a todo volumen la lambada. En cambio, en una noche de un día laborable cualquiera, sólo había turistas que hacían fotografías con flash a la Fuente de los Quattro Fiumi —nunca había sabido cuáles eran esos ríos— o que bebían una cerveza en las mesitas de los cafés —nunca se había sentado en esos cafés—. A Emma le habría gustado probar el helado de los Tre Scalini. Emma, Emma, Emma —todos los rincones de esta ciudad gritan tu nombre—. Cuántas cosas no hemos hecho, cuántas ocasiones hemos perdido.

Se sentaron en los Tre Scalini y pidieron unos inmensos helados en brillantes copas de plata con tres bolas de colores, como bombillas. Frambuesa, chocolate y sandía. Kevin, que por miedo a perderlo se había atado el globo de la fiesta de Camilla, chupa la cucharilla, mientras la nata le dibuja unos bigotes sobre el labio superior y Valentina picotea el barquillo. Y hablan de la fiesta de Camilla, que ha sido fantástica —había payasos, magia, conejitos blancos, marionetas, juegos de manos, búsqueda del tesoro, hemos ganado nosotros, pero me he dejado el regalo olvidado en el sofá, ojalá Camilla me lo guarde—. Las nubes lamen los campanarios gemelos de la iglesia de Sant’Agnese, aunque de todas formas no va a llover, y el tiempo se detiene, y son, sencillamente, ellos tres, juntos, de nuevo.

«¿Te has olvidado el regalo, Kevin? Yo te voy a hacer uno. Más bonito». Pero la persiana de Berté ya está echada, y el rótulo, apagado. En las estanterías de la tienda, hay juguetes tan complicados como artefactos valiosos. Todos los regalos que no les he hecho a los niños —todos los pensamientos que no les he dedicado—. Emma me ha exiliado físicamente de su crecimiento. No he visto el momento en que Kevin aprendió a escribir su nombre. No estaba cuando Valentina se hizo mujer. Queda tiempo todavía. Mis niños están conmigo. Los compensaré por las pérdidas que han sufrido, que he sufrido yo. Reparación. A Kevin —para hacerle olvidar la caridad interesada de los Fioravanti— le prometió que le compraría una mountain bike. «¿Cuándo?». «El lunes». «Cuesta un ojo de la cara, papá», le hizo notar Valentina. Antonio sonrió. El dinero ya no tenía ningún valor. Eran trozos de papel —hipótesis. Notó una sensación de libertad desconocida. Valentina le preguntó qué iban a hacer con el Tipo. «Si no haces que te quiten enseguida los cepos, la guardia urbana te va a desplumar». «No nos amarguemos la noche peleándonos con los urbanos», dijo Antonio, encogiéndose de hombros. Volveremos a casa a pie, no tenemos prisa. Nadie nos persigue. No he cometido ningún delito. Nadie puede encausar las intenciones.

Pasearon por las callejuelas del centro mirando de reojo los escaparates, iluminados a pesar de que las tiendas ya estaban cerradas, deteniéndose a admirar el obelisco de la plaza del Pantheon, la columnata repleta de japoneses y vendedores de postales. A pesar de la hora, se encontraba abierto porque se estaba llevando a cabo una visita guiada nocturna. En la cúpula del templo había un agujero a través del cual aparecía un círculo azul oscuro partido por la mitad por la estela de una nube —el cielo—. «¿Por qué han dejado un agujero en el medio?», preguntó Kevin. Antonio no supo qué responderle, era un pésimo guía. Además, ni siquiera había entrado nunca al Pantheon. Los domingos, Emma llevaba a los niños a las catacumbas, a las basílicas y al Foro Romano. Él no los acompañaba nunca. Nunca tenía tiempo y además las cosas viejas le producían tristeza. «No lo sé, Kevin», admitió. «No todas las cosas tienen un porqué». Pero aquel agujero en la cúpula le parecía un desgarro en la ilusión del cielo. Le parecía un ojo, una pupila —pero ¿qué miraba?, ¿hay algo que ver en el infinito?—. Bajo la columnata le propuso a Kevin comprarle un globo de plástico dorado, con forma de lagartija —o tal vez fuera un cocodrilo—, pero Kevin lo rechazó: prefería el suyo, el rojo, que le recordaba a Camilla y ese extraño día que estaba terminando. De vez en cuando movía la muñeca y lo agitaba: el globo flotaba en alto, por encima de su cabeza, rojo y ligero.

Dieron siete vueltas alrededor del elefante de la plaza de Minerva. «El elefante es un animal social», comentó Valentina, «tiene una gran memoria y puede vivir setenta y cinco años, como un ser humano». Antonio nunca se había sentido interesado por el mundo animal. «La madre elefante es muy afectuosa con su pequeño y lo cría con mucha atención», prosiguió Valentina, «la familia base de los elefantes es una hembra adulta con sus hijos hasta los catorce años de edad». «Lo sabes todo sobre los animales» observó Antonio aturdido. «Mamá me ha comprado la Enciclopedia de la naturaleza», dijo Valentina, mordiéndose después los labios porque habían pactado que hoy no la nombrarían para nada, a ella. «Me gustan las ciencias. En ciencias he sacado la nota más alta». «¿Quieres ser guardia forestal?», le preguntó, a pesar de que aquello no tenía sentido. «Genetista», precisó Valentina. «Los que estudian la clonación, ¿te acuerdas de la oveja Dolly?, y las células estaminales, y que descubren cómo curar las enfermedades incurables». «Tendrás que ir a la universidad», dijo Antonio. Rozó con los dedos las probóscides de piedra, la cola, las anchas orejas, las patas que parecían estar a punto de moverse —una obra de arte barroco de imitación de la naturaleza—. Tampoco había visto nunca esto. Cuántas cosas he ignorado. Y vivo en Roma desde hace veinte años. Pero ¿qué es Roma? Es la ciudad a la que Emma me encadenó. Roma se deja amar igual que una mujer, porque te gusta, porque estás bien con ella, porque te comprende, te acoge y te responde. Porque, a pesar de los defectos y de las carencias que hacen que su belleza sea irregular, dicha belleza a tus ojos supera todas las demás. Me casé con Roma igual que me casé con Emma. Una belleza de la que he disfrutado, pero que nunca me ha pertenecido.

El elefante estaba frío. Parecía auténtico, y era un bloque muerto de mármol. «Pues claro que tendré que ir a la universidad», se rió Valentina, «de hecho, he elegido el bachillerato científico». «¿El instituto?», preguntó Antonio. «¿Ya vas al instituto?». «¡Papá, voy a ir en septiembre! He presentado la preinscripción en el Righi». Antonio le dio a ella, y al elefante, la espalda. Ni siquiera sé a qué curso va mi hija.

Embocaron callejas sembradas de añicos de botellas, de las que se elevaba un hedor a orina rancia. Sus sombras trepaban por las paredes. De repente, Antonio tuvo la sensación de que esas sombras eran lo único que quedaba de ellos, y de él. Luego desembocaron delante de Montecitorio. Había dejado cientos de veces en aquella plaza al honorable Fioravanti. Cientos de veces lo había esperado, en el coche azul, bajo la lluvia. No tenía la más mínima idea de lo que hacía en el Parlamento. Al abogado le gustaba repetir que se había dedicado a la política por amor a los italianos. Antonio sabía que eso era mentira, pero Fioravanti contaba las mentiras con tal convicción que al final uno se acababa convenciendo de que eran preferibles a la verdad. En los carteles electorales, con sus gafas y su melena, tenía una cara simpática y honesta, inspiraba confianza. Aunque no se la mereciera, le había regalado esta tarde con los niños, y él le estaría agradecido para siempre. Le dirigió un saludo. No te enfades, abogado, tú no lo sabías, no podías saberlo. El edificio del Parlamento estaba a oscuras. Le pareció que era falso, como una escenografía. Ya nada le parecía real —ni Roma, ni la noche, ni los niños, ni siquiera él mismo.

En la plaza Colonna, Kevin se quedó parado delante de los escaparates de Romastore. Botas con tacos, balones firmados, banderines rojoamarillos, banderas. Y la camiseta número 10. La del capitán rubio, Totti. «¿No te habrás hecho ahora romanista, verdad?», dijo Antonio, que siempre había sido juventino. «No se puede cambiar de equipo, Kevin. En la vida uno puede cambiar de lo que sea, de todo, pero de equipo, no». Y tampoco de mujer, habría querido añadir. Kevin no le contestó. Miraba la camiseta de Totti subyugado. Costaba ciento cincuenta mil liras. Prácticamente inalcanzable. «¿La quieres?», preguntó Antonio, rascándole la nuca. Kevin se estremeció, porque papá no lo tocaba nunca. Parecía que hacerlo le causara impresión —como si fuera un reptil—. Sin darse la vuelta, Kevin movió la cabeza. Apoyó sus manos contra el cristal dejando allí la huella grasa de sus dedos todavía pegajosos debido al helado. «¿Eres bueno jugando a pelota?», le preguntó Antonio. «Así, así, papá», susurró Kevin, «siempre me colocan en la portería». Se esperaba una colleja, porque papá, en cambio, era el artillero del equipo de los escoltas, y el pichichi en los torneos de la policía. Recibió una caricia en la cresta erizada por el gel. ¿Quién se acordaba ya del cromo? Seguro que papá le compraría la camiseta roja de Francesco Totti. Hoy todo el mundo le compraba todo lo que quería. Hoy tenía una especie de lámpara mágica, como la de Aladino. Formulaba un deseo y se hacía realidad. Se había metido de lleno en un cuento —todo era fantástico y perfecto. Pero ¿a qué hora iba a pasar la carroza de calabaza que lo llevaría de vuelta a casa?

«Papá», dijo Valentina, «si tenemos que dormir en tu casa tienes que comprarnos un cepillo de dientes. No lo hemos traído». Antonio notó cómo se le aceleraba el corazón, se le cerraba como un puño y le pesaba en el centro del pecho como una piedra. Se preguntó cómo iba a encontrar el coraje. Dónde, las fuerzas. «Claro», dijo. Se encaminaron hacia la farmacia del Tritone, pero cuando llegaron a ella la persiana metálica ya estaba encadenada a la acera con un gran candado. A esas horas, todas las tiendas estaban cerradas a cal y canto. «Venga, no pasa nada, os los compraré mañana», minimizó Antonio, palpándose el corazón —tenía la impresión de que podía caérsele de la camisa, como si fuera una moneda, y que si eso ocurriera, no se daría ni cuenta.

Cenaron en el McDonald’s de la plaza de Spagna, apretados en una mesita esquinera, bajo una luz abundante que ponía de relieve el falso bronceado de papá —utilizaba una crema especial porque se ponía nervioso incluso estando quieto para tomar los rayos UVA—. Devoraron hamburguesas repletas de ketchup y regadas con Coca Cola. Se quemaron los labios con los pastelitos de manzana ardientes. Ahora ya no era ese extraño, agresivo y con los ojos raros, que se los había llevado a rastras del polideportivo y de la fiesta. Ni tampoco el padre episódico al que no sabían cómo afrontar cuando, en el primer año de la separación, se introducía en su vida como un tornado: los llevaba al zoo y a las montañas rusas del parque de atracciones, al guiñol del Pincio, al Gianicolo para ver los disparos del cañón del mediodía, hasta el Toys’R’ Us de Romanina para escoger los juguetes —os compraré todo lo que queráis, todo— y que pagaba y que siempre estaba callado, salvo cuando se encendía de repente para vomitar insultos terribles dirigidos a mamá puta descerebrada que le había destrozado la vida, que lo había asesinado. No, de nuevo era papá, con su habitual forma de gesticular, excesiva y teatral, con su habitual actitud de fanfarrón de yo me encargo de todo, no hay problema, estoy aquí. Era una noche como cualquier otra. Papá nunca le había puesto el Kaláshnikov a mamá en el corazón, nunca se había liado a patadas con ella —ése era el extraño que había desaparecido de repente en la plaza Navona, era el gemelo malo que, no se sabe cuándo, había ocupado su lugar—. El hombre que estaba sentado a la mesa, que se inclinaba hacia ellos porque con aquel follón no lograba oír sus voces, era, por el contrario, el mismísimo papá, que se estaba atracando de tarta de manzana —le volvía loco— y se informaba sobre cómo iba la escuela, y el equipo de voleibol, y los chicos de Valentina. No podía creer que Vale, tan guapa, todavía no saliera con ninguno. Papá se reía —porque a ella le daba vergüenza explicarle que ella no consideraba que fuera guapa, de ninguna manera, sino más bien un callo, un verdadero adefesio y, de hecho, ningún chico le había pedido nunca que saliera con él. Papá protector y bravucón que se informaba sobre si alguien en estos años los había tratado mal, porque de ahora en adelante él le arreglaría las cuentas. Y entonces Kevin se olvidó de callar. No le dirigía la palabra desde hacía años y, en cambio, su lengua clavada al paladar de repente se soltó.

«En mi cole hay uno que es malo», empezó. «Se llama Anzalone». «¿Te has peleado con él?», se informó Antonio. «Sí», respondió Kevin. «Tienes que castigarlo». «Okay», aseguró Antonio. «¿Qué quieres que le haga?». «Tienes que bajarle los pantalones y meterle un petardo en el culo», explicó Kevin. El milagro había ocurrido: ya no tartamudeaba. Antonio se rió, sorprendido por la crueldad de su regordete pingüino ciego. Pero también se sintió orgulloso. Así que Kevin no era el mariquita invertebrado que él se temía. Era su hijo. Y se le parecía. Tenía su mismo pelo negro, rizado y duro. Y el mismo carácter susceptible. Como él, Kevin no olvidaba una ofensa. Y exigía venganza. «Así se hará», asintió. Y para sellar ese pacto de alianza, chocó los cinco sobre la palma de su hijo, golpeándola con fuerza. El ojo vivido de Kevin que estaba clavado en él expresaba una gratitud y una confianza incondicional tales, que Antonio sintió un fuerte calor y la piedra que estaba entre sus costillas fibriló. Dónde la fuerza. Dónde. Furtivamente, con la Coca Cola se tragó dos pastillas. Con la certidumbre de una justicia superior. Con el pensamiento en ella. Es por ella por quien voy a hacerlo. Y ella estará condenada para siempre.