Vigésima hora

A la entrada del callejón de Bottini, Emma apresuró el paso y se dijo que tenía que darse prisa, porque el partido de Valentina debía de haber acabado ya. Y esta noche quería preparar la cena ella, los niños no hacían más que quejarse de sus congelados. Oh, no es que no le gustara cocinar, es que se le habían pasado las ganas, desde hacía algún tiempo se le habían pasado las ganas de todo. «¿Tú qué opinas?, ¿estoy enferma, profesor?». Sasha movió la cabeza. «No lo sé, yo no soy médico», dijo. El túnel del metro expulsó de repente la carga del último convoy —cientos de pasajeros ajados y con prisas—. Sasha se dio cuenta de que en la muñeca de Emma todavía colgaba el paquete con el reloj que, cuando habían salido de la joyería, se había ofrecido a llevar por él, que ya iba cargado de bolsas. Únicamente ahora, cuando ya era horriblemente tarde, se le pasó por la cabeza que no tendría que haberle pedido que lo acompañara a elegir el reloj de Dario. Había algo indecente en ello —una irritante falta de delicadeza.

«¿Por qué no vienes algún día a escucharme al Heaven or Las Vegas?», se aventuró Emma, «canto todos los jueves. A lo mejor incluso convences a Valentina para que venga». Le explicó que estaba en el centro, detrás de Governo Vecchio. Un pequeño local, a medio camino entre disco-bar y sala de conciertos, habían debutado allí grupos que luego habían alcanzado cierta notoriedad, y siempre había un buen ambiente, le gustaría. «¿Cantas?», dijo Sasha, sorprendido. «Valentina no me lo ha dicho nunca». «Lo sé», dijo Emma, encogiéndose de hombros. Pero cada vez que se subía al escenario, entrecerrando los ojos deslumbrados por las luces, oteaba hacia la penumbra de las mesas y tenía la esperanza sin motivo de que el profesor estuviera en primera fila. Y cantaba mejor, siempre que pensaba que cantaba para él. «Valentina piensa que no vale la pena escucharme». «¿Y vale la pena?», dijo Sasha. «Bueno, no soy Annie Lennox ni Gloria Gaynor, pero lo hago lo mejor que puedo. Y, en cualquier caso, es gratis». «A lo mejor el jueves próximo», se escabulló Sasha —total, sabía que no iría—. El jueves llegaban sus padres: lo iban a ver una vez al mes porque, según decían ellos, él no se dejaba ver, mientras que ellos, ahora que estaban jubilados y se estaban haciendo viejos, querían disfrutar de su hijo. Sus padres estaban convencidos de que no le quedaba tiempo para ellos porque tenía que escribir, porque algún día se convertiría en un gran escritor. Hacían que se sintiera valorado. Y a él le gustaba que fueran a su casa. Pero no más de setenta y dos horas.

«¿De verdad vendrás?», dijo Emma, tendiéndole el paquete con el reloj. La negociación con la dependienta había sido agotadora. Iba desgranando cifras de seis ceros con una indiferencia profesional y con desprecio por el vil valor del dinero, y le había propuesto una multitud de cronógrafos. Un Calatrava Travel Time de Patek Philippe de Ginebra, que indica de manera simultánea la hora de dos usos horarios distintos, con correa de cocodrilo y caja en oro blanco de 18 quilates, sólo veintiocho millones. El Chronométre a Resonance de F. P. Journe Invenit et Fecit, gran prix d’horlogerie a Genève. Un Cintrée Curvex de Franck Muller, en oro blanco, con cristal de zafiro y agujas de pera. El Chronomaster El Primero Zenith, un Bedat&C. de platino, correa en tela de vela, y el Bubble Corum de diseño innovador y futurista, sumergible hasta los doscientos metros, de precio muy razonable. Relojes refinadísimos, cada uno de los cuales costaba bastantes mensualidades de su sueldo de profesor y que Emma, en cambio, había definido, en voz alta y sin que le preocupara que la oyera la dependienta, como idénticos a las baratijas que ella veía todos los días en los puestos a la salida del metro. Al final se había dejado convencer por Emma para que se llevara un TAG Heuer, modelo Carrera, versión esfera negra con correa de piel calada. Tal vez Emma se había quedado deslumbrada porque la dependienta les había explicado que algunas estrellas del cine como Steve McQueen y Paul Newman habían llevado los cronógrafos de la casa suiza. En cambio, probablemente a Dario no le gustaría. Demasiado juvenil, demasiado agresivo. «Sí, vendré», prometió Sasha. Emma se dijo tristemente que los hombres nunca hacen caso de las cosas que les dicen.

Sasha se estaba demorando. Aunque casi eran las ocho y Dario estaba a punto de llegar a casa, le sabía mal despedirse de ella de esa forma, tenía la impresión de que debía decirle algo. «Gracias por todo lo que has hecho por Valentina», dijo Emma. «No he hecho nada», protestó Sasha. Ni siquiera he conseguido convencerla de que Siberia no existe. El país de los hielos. A saber si no sería solamente la metáfora de una chica oscura. A veces él también tenía la impresión de que a su alrededor todo era Siberia —el país helado de los no-sentimientos, de las no-palabras, de los silencios—. «Soy peor de lo que parezco», confesó. Ella dijo: «Yo también».

«¿Es tu móvil eso que está sonando, profesor?», le advirtió. Y mientras Sasha se inspeccionaba frenéticamente los bolsillos, intentando recordar dónde lo había metido —y dejaba las bolsas, y le tendía de nuevo el paquete con el reloj, y revolvía en el chaleco, en vano—, Emma intentaba grabar en su memoria todos los detalles de su rostro, porque no estaba segura de volver a verlo. Y le gustaría que le quedara algo de este hombre amable e inalcanzable, comprensivo y distraído —lo que fuera—: Un ticket, un botón, una nota cualquiera. Pero no tenía nada, no le quedaba nada. Y tal vez fuera mejor de esa forma. Creería que todas esas sensaciones, tan intensas, nunca tuvieron un cuerpo, ni un nombre —que perdía un deseo, nada más que un sueño.

«Amor mío», se apresuró a decir Sasha, colocándose el auricular en la oreja, «¿ya has llegado? Estoy a punto de subirme al coche, en diez minutos me reúno contigo». Estaba contento de oír su voz —la prueba de que Dario no era únicamente el fantasma de su deseo, el dios ausente de sus días. A Emma, que le sonreía misteriosamente, le guiñó un ojo con complicidad. «Cariño, tengo un problema», lo interrumpió sin embargo Dario. Se abandonó a un monólogo confuso, incomprensible y, al mismo tiempo, extrañamente desesperado. Y todo por culpa del ladrón que dos semanas antes le había robado el reloj. Su mujer sostenía que todo había sido a causa del susto. Tal vez había perdido al niño, o tal vez era que nunca había existido. En resumen, que el test era negativo. Su esposa estaba muy deprimida. Había tenido una crisis nerviosa. Había buscado a Dario por todas partes, hasta en el estudio, donde estaba grabando. Se había visto obligado a contestarle.

En fin, que la moraleja de todo eso era que en ese momento no se encontraba en casa de Sasha, sino en la suya. Con su esposa. Desde hacía horas no hacían más que hablar de la hija que no habían tenido. Sasha sabía lo que ella pensaba al respecto. La mujer tenía muchos deseos de tener una niña. Pero Dario no tenía ninguna relación con las niñas. Bien pensado, no conocía a ninguna. No habría sabido qué decirle. Si era algo que tenía que suceder de todas maneras, por lo menos que fuera un varón. Sería un padre mejor que lo fue el suyo, un conservador hipócrita y pusilánime, a cuyo funeral se presentó con retraso. Su teléfono había sonado en la iglesia durante la misa fúnebre, de manera que así los presentes habían comprendido hasta qué punto había representado su muerte una liberación para Dario. Pero, en cualquier caso, un hijo te juzga, te condena, te oprime, es una cadena de la que al final acabas por colgarte: y si un hijo tuviera que causarle los sinsabores que él le había causado a su padre, entonces sería mejor que no fuera concebido nunca. Por otro lado, nadie nace con una vocación, y él la de ser padre no la sentía. Ya tenía una bola a los pies. Si se pusiera otra, se ahogaría.

«¿Eso qué significa?», preguntó Sasha, aturdido. «Se lo he dicho todo». «¿La has dejado?», casi gritó Sasha. Le faltaba el aire. ¿Era ésta la felicidad que estaba esperando? Emma lo miraba con atención, los ojos completamente abiertos. Los tenía oscurísimos, casi negros, extrañamente brillantes. «Bueno, no, no exactamente», dijo Dario. «Ha sido una escena tristísima. Por ello estoy intentando aclarar las cosas con ella. En fin, que tenemos que posponer lo de hoy. Nos veremos el viernes próximo en Saturnia. Lo celebraremos de todas maneras. Será lo mismo. Será mejor todavía».

Sasha levantó los ojos al cielo. Los edificios de la plaza de Spagna se cernían sobre él. Por detrás de la cruz esquelética de una iglesia flotaba una medialuna exangüe. Las palmeras filiformes proyectaban sobre el empedrado una sombra tan delgada como un pelo. Las puntiagudas antenas se levantaban sobre los tejados como lanzas de guerra. Vio una gaviota que ascendía hacia lo alto sirviéndose de las templadas corrientes de ascensión. Luego, sólo la cenefa de una nube arrastrada por el viento, y el cielo se quedó completamente vacío, descolorido y gris. Las explicaciones no le bastaban. Dario no debería haberle hablado a su mujer de los hijos no nacidos, sino de él. «Pero es que yo quiero verte ahora», protestó. Mañana no existe, mañana es una palabra que no conozco, que no he aprendido.

«No puedo, cariño», murmuraba Dario, dolorido. «El momento es crítico. Se lo he explicado todo. Casi todo. Está de un humor de perros. Me da pena, ya sé que eso no es bonito, pero es la verdad —pena—. Lo mínimo que puedo hacer es acompañarla a Génova, a casa de su hermana». «Déjala que vaya ella sola, tiene que aprender a vivir sin ti», dijo Sasha. Lo mismo sucede con los alumnos: cuando crecen, tienen que olvidarse del profesor que los guió. Pero Dario se sentía culpable: por culpa del ladrón, de la esposa que desde hacía años cada mañana, a escondidas de él, en determinados días del ciclo se encerraba en el baño y orinaba en un vaso, metiendo dentro una varita de plástico, esperando a que la ventanita se pusiera rosa, algo que nunca había sucedido. Por la hija nunca concebida, por las penosas mentiras a las que se había agarrando para que no se derrumbara de una vez el edificio deteriorado de su vida. Se negó. Su voz se convirtió en un susurro. «Cariño, lo siento mucho». Ahora. No mañana. Ya. Estoy cansado de esperar. Tengo treinta y tres. Y tú casi cincuenta. ¿Tendremos suficiente con mañana? El tiempo se reduce —tenemos tan poco.

«Tengo que colgar, está a punto de volver», dijo Dario. «Te quiero». «Yo también te quiero», dijo Sasha, pero sus palabras sonaron desdichadas, extrañamente desnudas, y Dario se había marchado. Lo había dejado solo. Un vendedor ambulante que huía con su saco de bolsos falsificados ante la llegada de los guardias urbanos lo golpeó, haciéndolo vacilar. Desde una ventana abierta, le llegó la sintonía del telediario de las 20 horas. Bandadas de golondrinas histéricas, desesperadas por el inminente final del día, bullían volando bajo sobre los tejados de los edificios y las antenas de televisión. Su desolado chirriar le dio la clara sensación del vacío cercano y de su júbilo perdido. Emma estaba delante de él, con la tarjeta del metro en la mano, el pelo que antaño había sido negro, y luego rubio, y ahora tenía el color del trigo quemado; las piernas largas, la falda corta, y la estola de plumas de avestruz alrededor del cuello, con la que no logra, pese a todo, ocultar las contusiones y los morados. «Yo también he tenido un día horroroso, profesor», le dijo —porque lo sabía todo. «Pero, como puedes ver, he sobrevivido».

En ese momento, como respondiendo a una secreta sincronización, las farolas de toda Roma se encendieron. Una estela de luz serpenteó por entre los tejados. Una hilera de bombillas de cristal, colgadas de unas farolas de hierro colado, se materializó de repente en la plaza, amarillas sobre el fondo crepuscular del cielo. Eran de nuevo visibles ahora los edificios y las cúpulas, las antenas y las colinas —y la fuga de las casas—, que cerraba por todos los lados el horizonte. El sol se estaba poniendo. Estaba cayendo la noche.

Algo fluido golpeó a Sasha en la cabeza y se derramó por la sien. Al tacto, era grumoso como un moco. Una paloma diarreica lo había honrado con sus atenciones. Por un instante le pareció ser el objetivo del desprecio universal —y Emma—, el gentío que lo zarandeaba, las farolas, los escaparates, los coches que esperaban a los turistas delante de la Barcaccia, desaparecieron en la penumbra del túnel que se los tragó. Remontaba el gentío como si fuera una corriente. Si pudiera olvidar las palabras, las promesas, las mentiras. A lo largo de las paredes de la galería, los paneles de publicidad lo atosigaban con sus halagos. Y por encima de él, colgado sobre la bóveda desnuda de la galería, repleta de hilos eléctricos y de fluorescentes, a intervalos regulares le exhortaba un cartel, azul como las señales de tráfico. Era una flecha. RESPETEN EL SENTIDO DE LA MARCHA, insistía un rótulo cada diez pasos. Porque aquí abajo y tal vez en todas partes las personas tenían que respetar las reglas de la circulación. En el lado izquierdo de la galería, por donde caminaban los pasajeros en dirección contraria, del otro lado de la línea amarilla que separaba el linóleo en dos carriles, le exhortaba otra inconfundible señal de tráfico, blanca y roja: DIRECCIÓN PROHIBIDA. Hay direcciones prohibidas. RESPETEN EL SENTIDO DE LA MARCHA.

Emma evitaba mirar al profesor. SPAGNA SPAGNA SPAGNA, decían los carteles sobre las paredes del túnel. Un país en el que nunca había estado. Y al que le habría gustado ir con él. Pero en cambio, sus caminos estaban a punto de separarse VIA VENETO VILLA BORGHESE flecha a la izquierda; A LOS TRENES, seguir recto. El gentío se apresuraba hacia los trenes. Pero Emma no se puso a la cola y se guardó en el bolso la tarjeta del metro. «Si no tienes nada mejor que hacer», fue lo que dijo con ese descaro que a él siempre le había faltado, «ahora aceptaría que me llevaras a casa». VIA VENETO VILLA BORGHESE APARCAMIENTO, flecha a la izquierda. A LOS TRENES, seguir recto. Y la letanía de las estaciones de cada día, durante todo el invierno, FLAMINIO, LEPANTO, OTTAVIANO-SAN PIETRO, CIPRO-MUSEI VATICANI, VALLE AURELIA, BALDO DEGLI UBALDI, CORNELIA… Sasha dijo que la oferta seguía en pie. No quería quedarse solo. Quería que alguien se ocupara de él y llenara ese vacío que se abría por delante de él. De manera que abandonaron el túnel y giraron hacia la izquierda. DIRECCIÓN PROHIBIDA. Direcciones prohibidas.

La llevó hacia las escaleras mecánicas. Peldaños y peldaños de acero que se alzaban hacia arriba sin descanso, chirriando. No veía el final de aquella escalera vertical. Subir. Subir hacia la salida en el día del funeral de las mil ilusiones. «No te invito a cenar», le dijo Emma, dándose la vuelta e inclinándose hacia él de repente, con un incontrolable impulso de limpiarle la sien con una pluma de la estola, «mis hijos siempre han sido agresivos con los hombres que han cometido el error de acercárseme». «¿Muchos?», dijo Sasha. Se encontró con su rostro a la altura de su ombligo. Lo llevaba descubierto porque, desde hacía algún tiempo, las mujeres, por muy jóvenes o adultas que fueran, como si tal cosa, y como si el ombligo no fuera el signo más íntimo de nuestra mortalidad, lo mostraban de día y de noche. Llevaban camisetas reducidas, demasiado estrechas o demasiado cortas, o pantalones demasiado bajos en las caderas, y demasiado anchos. El ombligo de Emma. Una cavidad perfectamente circular. Una concha. Un pliegue más oscuro que la piel del color del melocotón en la que destacaba como el agujero de un proyectil. Un orificio vivo que le recordó, en ese mismo instante y con la misma intensidad, una oreja y un esfínter. La pluma de la bufanda de Emma se le quedó pegada a la mejilla. «Menos de los que me habría gustado y más de los que eran necesarios», dijo Emma. «¿Y tú?».

«Es una respuesta que comparto», se rió Sasha, apoyándose en el pasamanos de la cinta transportadora que ascendía perezosamente por la galería interminable, excavada por debajo de la Villa Medici para horadar las entrañas de la ciudad. VIA VENETO VILLA BORGHESE. Discurriendo entre tapias anaranjadas, el tapiz de metal se movía, bajo sus pies, con una lentitud exasperante. Los arrastraba pero aparentemente era hacia ninguna parte, dado que no podía verse el final de la galería. Cuando Emma dio unos pasos, para abreviar el recorrido, porque no tenía paciencia, le pareció que ya casi no tocaba el suelo —que se liberaba, suspendida y leve, por encima de ese día. Sasha rozó con la punta de sus dedos la boca de ella. «¿Te duele?», preguntó. Emma respondió: «Ahora no». Y ya no existían Antonio, la compañía telefónica, los carabineros, Olimpia, Valentina, que no quería que fuera al partido, ni tampoco Kevin, que se divertía en la fiesta de Camilla Fioravanti, a la que la madre de ésta no le había pedido que lo acompañara. Un famoso psicólogo, en cuyas opiniones Emma confiaba ciegamente, había dicho en un programa de entrevistas que para amar tenemos que embarcarnos en todos los proyectos que se nos presenten, sin preguntar nada, llenos de confianza en el presente, en el futuro. Y aunque se tratara de un deslumbramiento, aunque no existiera luego ni conquista ni posesión, la felicidad es precisamente vivir así, no querer ser nada más que lo que ya somos. La cinta transportadora se convirtió en la alfombra voladora de Alí Baba. Elévate. Elévame. Llévame fuera de aquí. Y si hubiera emprendido el vuelo de verdad, no le habría parecido nada extraño.

El aparcamiento estaba lleno. Las bandas amarillas y azules de las plazas para los coches dibujaban caminos fosforescentes en la oscuridad. Emma no había estado nunca allí. Creía que únicamente los turistas y la gente de provincias utilizaban los aparcamientos subterráneos. Los romanos prefieren arriesgarse a cometer una infracción con tal de acercarse a las calles donde están las tiendas. Pero Sasha era veneciano, o quién sabe de dónde. Y los romanos habían cambiado. Había coches por todas partes. Coches que entraban, que salían, maniobrando, coches aparcados desde días atrás. Y a ella le gustó el aparcamiento subterráneo. Le hizo pensar en las metrópolis en las que no había estado aún y en las que tal vez nunca estaría. En los tiroteos, las emboscadas y las citas clandestinas. Tenía inevitablemente algo de siniestro. Esa velada empezaba a gustarle. Buscaron largo rato el Peugeot oscuro de Sasha, rodeado por decenas de otros coches oscuros. El aire espeso, saturado de gasolina, mareaba. Sasha desactivó el seguro y los faros encendieron la oscuridad un instante.

«No te pierdes nada, soy una pésima cocinera y el menú lo ha elegido Kevin, carne rebozada y patatas fritas, ya ves tú», dijo Emma al abrir la puerta. El coche de Sasha olía a menta. Los asientos estaban forrados de tela blanca. En el equipo, el fantasmagórico amante había dejado puesta Eternal Caballé. La funda del CD enumeraba las arias: Vivi ingrato a lei d’accanto. Io sono l’umile ancella. Sempre libera. Mon coeur s’ouvre a ta voix. Sasha se sentó al volante, se llevó los dedos a los ojos y se quitó las lentillas. Con un gesto de liberación que le proporcionó gran placer, las tiró por la ventanilla. Se puso las gafas, como si pretendiera hacerle un desplante a alguien. O a sí mismo. Emma encendió el equipo. La voz de Montserrat Caballé rebotó contra los cristales cerrados. Ella no había conocido nunca a ningún hombre que apreciara los gorjeos de una soprano. Qué voz, la de la Caballé, no puede compararse a la mía —el maullido de una gata en celo, según la opinión poco lisonjera de Antonio—. Antonio. Tal vez lo haya borrado de mi vida hoy del todo. Se esforzó intentando descifrar las letras de las arias —que, a pesar de todo, dado que la Caballé pronunciaba con cierta desenvoltura el italiano y el francés, se le escapaban. Pero eso de mon coeur s’ouvre à ta voix alcanzó a comprenderlo. Sasha le dio el paquete con el TAG Heuer de Dario. Emma lo apoyó sobre sus rodillas, delicadamente, como si fuera de cristal.

«Qué lástima, soy un animal omnívoro», dijo Sasha, enfilando la salida del aparcamiento. «Como de todo. Carne y verdura, pescado y legumbre». Emma se preguntó si con esa declaración de gustos anfibios quería insinuarle algo muy distinto. Mon coeur s’ouvre a ta voix. Se estudió ansiosamente en el espejito del parasol. Se lamió el labio herido, lo palpó con la lengua. Decidió concederse una tímida esperanza.