Al sonar el silbato del arbitro, la mujer-yegua lanzó una mirada criminal a las adversarias de camiseta blanca —con los brazos colgando y las rodillas flexionadas tras la red—, en tensa espera. Lanzó la pelota, saltó y la golpeó con todas sus fuerzas con la palma abierta de la mano. La pelota desciende repentinamente por detrás de la línea de tres metros. Valentina se lanza con el puño tendido pero la pelota rebota hacia el altísimo techo del polideportivo y se pierde entre las gradas. Punto para el equipo de las amarillas. Seis amazonas determinadas y terriblemente agresivas —una imagen femenina tan amenazadora e inquietante que a Antonio le había repugnado—. Las chicas de las camisetas blancas se reunieron en círculo, hombro con hombro, gritando —hacia el suelo, aunque tal vez fuera a sí mismas—: «¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos, que podemos conseguirlo!». Entre ellas, Valentina era la más delgada y ante esos gritos marciales vaciló. La mujer-yegua apresó la pelota y de nuevo se colocó tras la línea de fondo. De nuevo lanzó una mirada criminal a las adversarias —mejor dicho, a Valentina, para atemorizarla.
«¡Esmirriá, que tienes dos piernas que pareces una mesa!», gritó un chico con chaqueta de ante que se movía justo al lado de Antonio. Bueno, no era exactamente un chico. Era una percha de casi dos metros de alto. Con cara, no obstante, de niño, casi lampiño —los pocos pelos que le brotaban en la barbilla lo hacían parecer una axila—. Por un instante Antonio meditó sobre si debía hundirle la nariz o no, luego se dio cuenta de que sus piropos iban dirigidos a la enemiga. Ese chico tan alto apoyaba al equipo de Valentina, el AS Esquilino. Un equipillo nacido en el campo de cemento del oratorio de San Vito. Pero que era la cantera del equipo de la universidad, que jugaba en segunda división. A fuerza de gritar insultos cada vez más elaborados y malignos, ese chico tan alto acabó de desmoralizar a la mujer-yegua, que exhaló un saque flojo —la pelota se encalló débilmente en la red.
El muchacho gritó: «¡Venga, Vale, que eres la mejor!». Antonio formó con el chicle una bola grumosa y la hizo estallar, disgustado. ¿Sería su novio? ¿Ya tenía novio Valentina? Con el número 9 estampado en la espalda, los dedos envueltos en tiritas blancas, ahí estaba Valentina. Los pantalones cortos que le dejan desnudas las piernas delgadas como palillos, con una musculatura todavía aproximativa. Su niña. Cuando Valentina lograba marcar un punto, Antonio se ponía en pie de un salto tras la barandilla, aplaudía, gesticulaba y gritaba su nombre, que debido a la pésima acústica, sonaba en eco bajo las bóvedas del polideportivo largo rato. La primera vez, Valentina se había vuelto hacia el público, sorprendida. Dado que en las gradas había, como mucho, cincuenta espectadores, enseguida había localizado a Antonio, que sobresalía entre un puñado de variopintos estudiantes del Virgilio y los amigos del pretil de la plaza Dante, ¿estaría tal vez Jonas entre ellos? Le había sonreído. Luego, en toda la primera parte, no había hecho ni una buena jugada.
¿Quién es ese mandinga?, le había preguntado Miria, aprovechando el tiempo muerto. Mi padre, había contestado de mala gana. Miria lo había mirado de arriba abajo, indiferente por completo a los sermones tácticos del entrenador. Joder, menuda amiga eres, había susurrado, ¿y por qué no me lo has presentado nunca? Valentina tenía la esperanza de que estuviera bromeando, pero Miria hablaba en serio. Si éste es el efecto que provoca tu padre, que no venga más a los partidos —le había sugerido el entrenador—, observando irritado al gladiador con la cabeza afeitada que se sulfuraba en la tribuna. Valentina se había dado de bofetadas, con miedo a que la sustituyeran. Era la primera vez que el entrenador la alineaba con el primer equipo. Por regla general, acompañaba a las mayores y se quedaba inexorablemente en el banquillo. Los sábados o los domingos por la mañana, en campos de suburbios y barriadas que estaban del otro lado del Raccordo Anulare —campos de cemento, al aire libre, carentes de graderías y de público— jugaba con las juveniles, nulidades de su misma edad, sin espíritu de lucha. Al volver al campo lo había saludado, moviendo la mano. Antonio le había mostrado los puños —incitándola a resistir y a demostrar su valía.
Papá está aquí. Papá ha venido a verme. Aunque durante meses no había deseado otra cosa que la oportunidad de jugar con el primer equipo, estaba tan contenta de verlo que de golpe el partido ya no le interesaba. Ahora que por fin había obtenido lo que quería, eso ya no era lo que quería, sino simplemente lo que había obtenido. Así que miraba a papá, en vez de mirar la pelota —papá de paisano, guapísimo con un traje de lino de color arena—. Papá, con su cráneo brillante, la perilla en punta, las mejillas sonrosadas por el calor y cada vez que levantaba la mirada hacia las gradas tenía miedo de no volver a encontrarlo. De ver un banco vacío. Tenía miedo de que papá se cansara, que tuviera que volver a guardar las espaldas del honorable Fioravanti, y que se marchase de allí antes de que ella consiguiera hablar con él. Y a saber cuándo volvería a verlo. Ella estaba allí, clavada en medio del campo, obligada a perseguir una pelota, y papá una vez más se desvanecería —y lo perdería.
Pero Antonio esta vez no parecía tener la intención de marcharse. Es más, permanecía en los bancos de la tribuna, relajado e implicado con la suerte de un equipo cuya existencia desconocía hasta una hora antes. Mascaba chicle, se había sacado la chaqueta y se había quedado en mangas de camisa. Y Valentina se dio cuenta de que había ido precisamente por ella. Acabó por acostumbrarse a su presencia, tan insólita, casi incongruente, en ese pabellón. Y entonces consiguió ignorar las dolorosas punzadas que procedían de la herida del ombligo y jugar para él. Cada vez que saltaba bajo la red y remataba la pelota en medio del campo contrario, mientras las compañeras la rodeaban para felicitarla, era a él a quien miraba. Y papá aplaudía —y se exaltaba—, aunque no supiera nada de voleibol.
Como no conocía las reglas, y en realidad se estaba aburriendo mortalmente, Antonio acabó por distraerse. Y el ruido sordo de la pelota de cuero al ser magullada, maltratada y golpeada entre gritos, jaleos y algazaras en el ensordecedor vocerío del polideportivo acabó trayéndole a la cabeza otra pelota, otro partido, otro día. Hoy podía decir que toda su vida había sido determinada por una pelota. Ni siquiera Valentina habría existido nunca de no ser por una pelota.
Una miserable pelota de plástico —en escaques rojos y negros— comprada en un pequeño quiosco en el paseo marítimo de Ostia. Hacía el servicio militar en Cecchignola, por entonces. Después de seis meses de exilio en Macomer, lo habían destinado a Roma, porque al final un tío suyo caritativo había logrado la recomendación necesaria para traerlo al continente. De Roma conocía el cuartel, el metro, algunas tiendas de tejanos que daban al Corso y la escalinata de Trinità dei Monti, en cuyos empinados y resbaladizos peldaños paseaba en una espasmódica búsqueda de amistades. Las chicas romanas se dejaban abordar con facilidad, eran ruidosas y sociables, pero en el momento de concertar una cita, cuando se daban cuenta de que era un soldado, acababan por despreciarlo y le daban números de teléfono falsos o inexistentes. En Roma Antonio se sentía desorientado: no le gustaba, era demasiado grande y demasiado vacía, con esas plazas en las que uno se pierde, esos muros desmoroñados, los edificios raídos, hasta esa luz raída que parece que esté incrustada ahí desde hace siglos. Una ciudad envolvente, que no sabe mantener las distancias, como una mujer demasiado exuberante. Y, al mismo tiempo, indolente, perezosa, una ciudad sin puerto y sin fábricas. ¿Qué hacía la gente en Roma? ¿De qué vivía? En cuanto acabara el servicio militar, Antonio quería regresar a su casa y trasladarse, no sé, a Regio Calabria, a Messina, a Salerno —donde había un puerto, había obras, donde seguro que habría un trabajo para él. Todavía no se imaginaba que acabaría enrolándose en la policía. Tenía un diploma de perito industrial. Le parecía lo más.
Era un domingo de julio y por primera vez, tras limpiar innumerables veces las letrinas, lavar platos y mondar patatas, le habían concedido permiso. Con otros soldados de reemplazo, desgraciados y solos como él, había asaltado el trenecito que iba a Ostia. El tren se metió bajo tierra, devorando túneles fuliginosos, negros, hediondos, casi asfixiantes —luego, salió de nuevo a la superficie—. Se llenó. Corrió entre barrios deslumbrantes de mármoles y rascacielos y periferias cada vez más despobladas; luego, entre pinos, adelfas y palmeras, superó enigmáticas ruinas milenarias y, al final, se detuvo. Chalés bajos con el revoque corroído por el salitre y hoteles destartalados, con las cortinas de rayas echadas en los porches, como si fueran párpados, se alineaban delante del mar. Había un olor a algas, chirlas y coco fresco. Ostia le gustó de inmediato. Como Emma, por otra parte. En el paseo marítimo, Salvatore había insistido para que se compraran una pelota. Porque ¿qué podían hacer cinco soldados de permiso durante todo el día?
A las once, la playa ya era una extensión de sombrillas, cubos, palas, frisbis, sillitas de plástico, gafas de buceo, colchonetas. Caminaron largo rato bajo el sol abrasador, sorteando cuerpos caldeados, madres presas del pánico que habían perdido de vista a sus hijos y parejas que jugaban a las palas, amenazando la integridad de los bañistas con pelotas de tenis recargadas por el agua. Se colocaron en el único recuadro libre que había entre la orilla y las vallas del establecimiento de baños más cercano. Tras las vallas ondeaba una banderita roja. De vez en cuando, el altavoz que colgaba de una torreta hecha de cañas invitaba a los clientes del establecimiento a los juegos y entretenimientos en los que ellos no podían participar. Se sentían excluidos. Para apartar de sí la sensación de ser unos parias, tanto en la playa como en la ciudad, los soldados se dieron un baño. El mar estaba picado, las olas eran turbias y poderosas, repletas de algas viscosas y filamentosas, la corriente tiraba mar adentro, no era posible nadar.
Deprimidos, se echaron sobre las toallas. Tal vez hablaron de tías, se jactaron de proezas imaginarias o contaron los días que faltaban para licenciarse, pero Antonio no se acordaba de ello. Luego amontonaron los zapatos y las camisetas para formar unas porterías y se dividieron en dos equipos. Dieron algunas patadas al balón, pero sin ganas. Cada vez hacía más calor. Sudaban y, en cuanto se caían, la arena se les metía dentro del bañador, haciendo que les picaran las bolas. Durante su turno como portero, Antonio se dio cuenta de que un grupo de remolones se había amontonado en la orilla. Las chicas, por falta de espacio, se habían echado sobre la arena mojada. No llevaban ni sombrilla ni bolsa para los bocadillos. Llevaban un equipo de música y, pasando de todo, habían puesto un casete de los Clash a todo volumen. Sus cuerpos bronceados: fue esto lo que vio. Cuatro chicas echadas, las unas junto a las otras —piernas y brazos y cabellos y ombligos y pechos—. Con los bikinis del mismo modelo, comprados en los mismos grandes almacenes, del mismo material sintético, brillante. Todas iguales. También los otros les habían puesto el ojo encima. Pero iban acompañadas por unos pavos, era imposible pensar en ponerse a ligar con ellas. Todas eran iguales, o por lo menos lo parecían. Podían ser una amistad de playa. Pero a él le cambió la vida.
¿En qué momento ella fue ella, y dejó de ser un cuerpo sin nombre, brillante por la crema solar, tumbado al sol, idéntico a todos los demás? Fue cuando la muchacha morena —era morena, por aquel entonces— se levantó y se sacudió la arena de las yemas de los dedos, de los riñones y de los hombros, y se dio la vuelta para meter dentro del bolso la pinza de plástico rojo con la que se sujetaba el pelo. La melena le cayó sobre los hombros. La tenía larga, rizada y en desorden, como si hubiera perdido el peine. Antonio estaba driblando a Salvatore y se quedó embobado. Aquella chica era una preciosidad. Perdió la pelota, tropezó, se cayó y encajó un gol. La chica dio unos pasos por el rompiente y se acercó al agua, titubeante. Era alta, esbelta, con las caderas estrechas y las nalgas, marcadas generosamente por el bañador, duras como un melocotón verde. Los tirantes del bikini trazaban una línea oscura sobre la piel morena. Dejó que la ola chocara contra sus tobillos. Se dio la vuelta para llamar a sus amigas, pero éstas no la secundaron. Saltó para evitar la salpicadura de otra ola. Antonio se dio cuenta de que el pecho se le salía de la copa: se le veía una franja más clara, casi blanca. El agua le llegó hasta las rodillas, pero la chica no siguió adentrándose. Tal vez el mar turbio y picado no le llamaba la atención, tal vez se había dado cuenta de que la estaba mirando y quería dejarse admirar.
Pero fue en ese momento cuando se vio de nuevo con la pelota a sus pies y aprovechó la ocasión. Así era él, no se lo pensaba dos veces. Chutó con violencia, pero no a la portería, sino hacia ella. Le dio de lleno. La pelota rebotó en el agua. Ella lanzó un gemido, se llevó la mano a la cadera, se sacudió la arena pegada, tal vez profirió un insulto hacia ese jugador maleducado —mejor dicho, conociéndola es probable que lo hiciera—, pero a Antonio no le gustaba recordarlo y lo había olvidado. Se acordaba de la chica con la mano en la cadera dolorida y la pelota de cuadros suspendida sobre la cresta de una ola, y a los pavos del grupo que discutían amenazadoramente con sus compañeros, invitándolos a ir a otro sitio a jugar a pelota y a no molestar a sus chicas. Los soldados reaccionaron belicosamente: esos tíos no eran más que estudiantes, como acabaran a hostias, no habría color. Antonio se dirigió a recuperar la pelota, pero cuando estuvo a su lado, se detuvo. Era tan hermosa. Aún no tenía dieciocho años. Perdóname, le dijo, ha sido sin querer. ¿Te he hecho daño?
Ella entrecerró los ojos y juzgó al desconocido. ¿Qué vio? Un tío de veinte años. Un campeón de judo, atlético, de ancha espalda, de abdominales esculpidos. Pelo corto, un mechón oscuro erguido sobre la frente. Rasgos decididos: nariz de navajo, labios carnosos, ojos negros inteligentes. Y entonces respondió: No. La pelota de cuadros, llevada por la corriente, iba mar adentro, pero él no se movió. Me llamo Antonio, dijo. Ella miró la pelota que flotaba sobre la espuma, luego lo miró a él. No dijo nada y se lo dijo todo. Sonrió y se adentró entre las olas y él la siguió. La amaba desde ese mismo instante. Cuando Emma, sin saberlo siquiera, lo había elegido, él había salido de la gran nada, del anonimato de la especie que nos hace a todos iguales. Al elegirlo, le había dado posesión de sí mismo. Pero ahora que ella se había marchado, ahora que ya no la tenía, él era de nuevo uno de tantos y había perdido su historia, sus recuerdos, sus sueños. Sin ella, ya estaba muerto.
El campo estaba vacío. Las chicas de blanco se abrazaban delante del banquillo, chillando. Sorbían una bebida verde de botellas de plástico con boquillas como de biberón. El arbitro descendía cautamente de su trono. El partido había terminado. Antonio se levantó, aturdido. Pensar en Emma lo hacía sufrir como si fuera una enfermedad. Era una enfermedad. Pero, sin embargo, ni siquiera intentó dejar de hacerlo. No quería que el dolor lo abandonara. Cuando se había quedado solo —amputado de ella, igual que de un brazo o un pulmón— se había dicho que si hubiera cumplido con su deber, como un soldado, entonces la pesadilla habría cesado. Todos los pecados habrían sido perdonados; todas las culpas, redimidas. Por otra parte, el dolor era la última, la metamorfosis extrema del amor. Se sentía vivo cuando Emma le hacía daño —en el recuerdo, en el deseo, en la nostalgia de cuanto había existido y que ahora parecía no haber existido nunca, como si no hubiera sido más que una ilusión. Si no le hubiera quedado, innegable, el dolor, incluso podría haber creído que todo había sido un sueño, o un pretexto suyo para vivir. Pero, en cambio, mientras siguiera sintiéndolo, tenía la prueba de que Emma existió, de que existía, de que le amó, de que la estaba amando todavía.
Valentina se separó del grupo de sus compañeras y corrió gradas arriba. «¡Papá, papá, papá!», gritaba, como si tuviera que convencerlo de que no se escapara. Cuando estuvo a su lado, le saltó al cuello, como hacía cuando era niña. Una niña crecida —pero niña, de todas formas—. Catorce años en marzo y yo no estaba para su cumpleaños. Antonio besó cabellos sudados y una mejilla que sabía a polvo y a sal. También Emma, ese día, sabía a sal. Valentina se le parecía dolorosamente, no fue capaz de mirarla. «¿Me esperas? Me doy una ducha, cinco minutos y vuelvo». «No», dijo Antonio, «ya te la darás en casa». «¿En casa?», se sorprendió Valentina. «Te vas a quedar conmigo hasta el domingo», dijo Antonio. Valentina lo escrutó, sorprendida. «Empieza a pensar qué te apetece hacer esta noche. Tiene que ser una velada especial». «¡Oh, papá!», exclamó Valentina, «decide tú mismo, a mí todo me parece bien». Luego se le apareció el rostro de mamá, el rostro cansado y pensativo que tenía esta mañana en el metro. Parecía importarle mucho pasar el sábado con ella. ¿Acaso esto era una traición? ¿Qué es una traición? Valentina nunca había traicionado a nadie. «¿Y qué ha dicho mamá al respecto?», se previno. «Estamos de acuerdo», mintió Antonio, «está contenta. Me pareció que tenía asuntos pendientes para mañana, no sé, tal vez había quedado con alguien».
Valentina se arrancó los esparadrapos de los dedos. Mentirosa, mentirosa, mentirosa. ¡Ostia! ¡El mar! El picnic. Todo chorradas. Lo único que quería era librarse de nosotros. ¿Por qué seguiré creyéndome lo que me dice? Ésta es la última vez. Cómo me gustaría ir a vivir con papá. ¿Por qué el juez no me lo preguntó? ¿Y si ha venido por eso? Contempló con nostalgia a los chicos del grupo que se apiñaban delante de los vestuarios y entre ellos reconoció al altísimo Jonas, el químico de diecisiete años que todavía se acordaba de su vestido rojo y que a lo mejor había perdido la cabeza por ella. Lo saludó con la mano. Tal vez Jonas le sonriera, pero estaba demasiado lejos y no logró verlo. Miria la esperó durante unos minutos en el campo, luego cogió la bolsa y se metió en los vestuarios donde sus compañeras cantaban, excitadas y triunfantes porque habían aplastado a esas yeguas del Polideportivo del Virgilio, enemigas de siempre, y a las que nunca habían derrotado. Bajo las duchas habría bromas y cánticos de guerra. Las chicas del AS Esquilino esperaban una victoria desde hacía meses: eran las últimas del grupo, a punto de descender. A Valentina le supo mal no poder saborear el premio a sus letales golpes, no tomar parte en los festejos, envuelta en el calor animal de los vestuarios —olor a zapatos, pies, axilas, alcanfor, pelos, cansancio. Un olor reconfortante. Su olor, el de sus compañeras—. De la vida de siempre y de la que le parecía haber sido expulsada. Y todavía más le disgustó no conocer al larguísimo Jonas, con su pelo a lo beatle. En fin, qué se le iba a hacer. Lástima que papá hubiera venido precisamente hoy. Pero ahora estaba aquí, y el resto carecía de importancia.
Seguida por Antonio, que mascaba furiosamente chicle, Valentina bajó las gradas y recuperó la bolsa, abandonada sobre el banquillo que se había quedado ya vacío. «Me alegro de conocerte», dijo el entrenador, estrechándole la mano a Antonio, «Valentina me ha hablado mucho de ti». «¿De verdad?», comentó Antonio, sin entusiasmo. ¿Quién sería este gordito sudado, que tenía tantas confianzas con su niña? Recelaba de un tío de treinta años que se pasa el tiempo con doce menores que siempre van con las piernas desnudas. «Fui yo quien descubrió a Valentina en el equipo de alevines», dijo el entrenador, para complacerlo. «Valentina es un fenómeno. Apostaría algo a que el año que viene la seleccionan para el equipo nacional». «Ya veremos», dijo Antonio, vagamente. Valentina se puso los tejanos, prestando atención a que su padre no viera el plástico brillante del ombligo, ni las tiras de las bragas. Tuvo la impresión de que su padre no se creía, de ninguna manera, que el año próximo ella jugaría en la Nacional y le disgustó. «¿Nos vemos mañana?», dijo el entrenador. «El Roma Volley juega a las seis. Hemos quedado a las cinco en el Acuario». «No, mañana no, no voy a venir al partido», susurró Valentina. El entrenador comprendió. Los padres separados son un coñazo, siempre estropean los fines de semana de sus hijos. «Pues entonces, hasta el lunes», le recordó. «Entrenamiento a las siete». «El lunes», prometió Valentina. Luego, como si fuera un conjuro, pronunció, cruzando los dedos: Con la lluvia o con el viento, / en Esquilino entrenamiento. El lunes —pensó Antonio—. No habrá lunes para mí.