Sasha la reconoció de inmediato. Una imposible bufanda de plumas de avestruz, el bolso de terciopelo violeta, la melena suelta como algas, la boca pintada como un coral. A pesar de que era sólo una molécula en la multitud de desocupados, turistas y gente del arrabal llegada hasta el centro para el trajín del viernes por la tarde, que aparcaba en las aceras del Corso y acampaba delante de los escaparates de las tiendas de tejanos, CD y accesorios musicales, la madre de Valentina Buonocore era inconfundible. Caminaba deprisa, cojeando levemente. De vez en cuando se daba la vuelta, como si alguien la estuviera siguiendo. «¡Hola!», la saludó. La educación, lo primero de todo.
A Emma le costó trabajo verlo bien, tuvo que entrecerrar los ojos. Era miope, y ya no llevaba gafas porque con gafas parecía la mujer desastrada de Antonio, y no la mujer con la que ella se ilusionaba ser. Cuando lo reconoció, le sonrió, sorprendida. Una sonrisa tan radiante —descarada y, pese a ello, curiosamente inocente— que Sasha se sorprendió de que se la dirigiera a él, y se imaginó que lo había tomado por otra persona. Además, iba vestido con un estilo completamente distinto de cuando tenía que ser —para sus chicos y para los padres de éstos— el tímido profesor de lengua, el joven intelectual sacrificado en el altar de la escuela. Iba de colores chillones, todo ceñido y cool. No llevaba las gafitas redondas, sino lentillas. Prácticamente, se trataba de otra persona. Además, llevado por el entusiasmo ante la gran cena de esa noche en las Colinas de Maremma y los tres días en el hotel chic de Saturnia, había saqueado el Emporio Armani de la calle de Babuino: en incómodas bolsas de cartón plastificado se llevaba a casa una camisa y un chaleco nuevo, además de un increíble traje de baño para las termas.
«Soy el profesor de Valentina», sugirió, «el profesor de lengua. ¿Se acuerda de mí? La Bohéme, Ostia Antica, las excavaciones». «¿Acaso cree que es tan poco digno de ser recordado?», se rió Emma, arrepintiéndose de ello dado que los puntos en la boca le hacían daño, «usted se infravalora bastante». De entrada, a Sasha le pareció que había algún elemento nuevo y desagradable en su rostro —pero lo atribuyó al maquillaje. Excesivo. Con esa chaquetilla de piel sintética, ese carmín, ese improbable pelo rubio, parecía que acabase de salir de un burdel. «¿Cómo está?». «Ayer estaba mejor», respondió Emma, anudándose cuidadosamente la bufanda alrededor del cuello. «Qué raro, desde que vivo en Roma nunca me había encontrado a nadie por casualidad», observó Sasha. «Pues entonces, se trata del destino», insinuó Emma, «por lo visto, entre tres millones de personas nosotros tenemos algo que decirnos». «Destino me parece una palabra algo excesiva», dijo Sasha, «pero, de todas formas, podemos charlar. Si tiene diez minutos, puedo invitarla a tomar un café».
Emma parpadeó, incrédula. Su corazón destrozado repiqueteó despreocupadamente. La costilla fisurada mandó un aviso. Y ella se sintió feliz. Con casi cuarenta años, no creía que volvería a sucederle. Le disgustó haberse encontrado con él en un momento así, ese esquivo profesor al que cortejaba tan discretamente desde hacía meses. Debía de tener un aspecto horroroso. Y, en cambio, cómo le encantaría enseñarle lo que era una mujer. Aunque yo no sea nada más que la que soy y él ni siquiera quiera saber lo que es eso. ¿Es posible? ¿Es un sueño? ¿Qué precio tendré que pagar por ello? «Se trata de Valentina», le explicó Sasha, mirando hipnotizado la brillante boca color cereza voluptuosamente entrecerrada. «¿Qué ha hecho ahora?», suspiró Emma, decepcionada. Era llegar y pagar el pato. ¿Qué se esperaba? El profesor no sentía la más mínima atracción por ella. No parecía haberse dado cuenta de que se presentaba a las entrevistas en la sala de profesores con una asiduidad sospechosa. En esos pocos minutos, que Emma dilataba abrumándolo con sus preguntas, Sasha evitaba mirarla, contemplando obstinadamente las tareas de clase —que mantenía en la mesa, entre ellos, como una batería de misiles—. Emma leía, en silencio, las redacciones de Valentina, y no sabía si la turbaban más las palabras de su hija o el perfume envolvente del profesor. Las tres cosas que más quiero en este mundo: ser normal, a mi padre, ser normal. Otra cosa que de vez en cuando quiero es morir. Así, si tuviera que renacer, sería igual que los demás. No le tengo miedo a la muerte; al contrario, me parece preferible a esta vida. Oh, Dios mío, ¿tengo que preocuparme?, le preguntaba. No creo, respondía Sasha. A la edad de su hija, muchos chicos se creen que son una anomalía, y creen que la muerte es preferible a no ser normales. Pero ¿qué es ser normal?, decía ella, sin comprender, Valentina es tan normal. Precisamente por eso es por lo que no me perdona.
«No es nada grave», aclaró el profesor, «lo que pasa es que dentro de poco tendrá los exámenes. Los pasará, sin duda, pero tiene muchas faltas, falsifica los justificantes —con su firma, señora Buonocore. He hablado del tema con Valentina, dice que cuando no viene a la escuela no va a emporrarse ni a robar a las tiendas. Dice que va hasta delante del Parlamento y espera a cuando salen los diputados, para ver si puede ver a su padre; no es muy correcto por mi parte decírselo, señora Buonocore, pero usted no lo sabe y lo cierto es que tendría que saberlo».
Empezaba a refrescar. Sasha se subió la cremallera del chaleco. De piel azul, estrecho de cintura, corto, ceñido. El chaleco evidenciaba el triángulo de su espalda y la deslumbrante dureza de sus nalgas. Emma renunció a esa agradable visión, temiendo que él se diera cuenta. Si el profesor se hubiera dado cuenta de lo mucho que le gustaba, se habría sentido amenazado y habría huido. Y esto tenía que evitarlo, a cualquier precio. Aunque entre ellos nunca fuera a pasar nada, aunque todo fuera a seguir igual, suspendido, como congelado, para siempre, y ella lo sabía y no podía remediarlo. Por ello esbozó una sonrisa circunspecta y dijo que la verdad es que se dirigía a casa.
Pero, irresistiblemente, con un movimiento felino, se volvió e inspeccionó a la multitud que bajaba por la calle del Corso, y examinó a cada uno de los viandantes y todas las esquinas de la calle, y entonces añadió con un suspiro que, de todas maneras, podía tomarse un café con él. Sabía tantas cosas sobre su hija. Tal vez podría explicarle por qué había intentado envenenarla. «¿Ya le ha contado esta hazaña? Me echó un dedo de aguarrás en el vino. Por suerte sólo bebí un trago. Cuando le pregunté cómo podía haber hecho eso, Valentina me contestó: pues así. Así, profesor, como si fuera un hecho sin importancia. Ponerle en el vaso aguarrás a tu madre, ya le digo».
Fue mientras hablaba con ella cuando Sasha se dio cuenta de que la madre de Valentina tenía tres puntos de sutura en el labio y un moretón de un cruel color violáceo que afloraba sobre el pómulo, perforando la capa compacta de colorete. Estaba a punto de preguntarle qué le había pasado pero la Buonocore, turbada, se colocó bien el mechón sobre la mejilla, y la pregunta se le quedó en la boca. «¿Quiere que vayamos al Rosati?», propuso Sasha. «Está aquí cerca». «¿Tendrán algo para comer?», comentó Emma, escéptica. «Estoy en ayunas».
He dormido mal. He escuchado en los auriculares las quejas de cientos de usuarios. La compañía telefónica no me ha renovado el contrato. Acabo de denunciar a mi marido. He destrozado su vida por segunda vez. No tengo fuerzas para hablar de los problemas escolares de mi hija le habría gustado decirle. Contigo me gustaría hablar de lo que fuera, pero no de esto, y no ahora. Pero el profesor Solari nunca le había pedido que tomaran un café. Y aunque en los últimos meses ella hubiera ido con Valentina y las «huérfanas» de Tercero B a la Ópera para escuchar la Bohéme, y al Argentina para ver a Mariangela Melato con las invitaciones que el profesor le había proporcionado, nunca había tenido ocasión de estar a solas con él.
Sortearon el silencioso microbús eléctrico y se encaminaron hacia la plaza del Popolo, tan cerca que el perfume intenso de Sasha le provocaba una agradable euforia. En la esquina de cada calle, se detenía por un instante, con el corazón en un puño, y pensaba que tenía que advertirle, y explicarle que no era buena idea, de veras —si Antonio la estaba siguiendo, para el profesor sería peligroso estar cerca de ella—. Pero se sentía demasiado desesperada y egoísta, y no logró privarse de él. Por otra parte, en todo el trayecto no localizó a Antonio entre los transeúntes. No la estaba siguiendo. Si hubiera tenido la más mínima sospecha sobre la existencia de Sasha Solari, hoy no la habría dejado marchar. «Perdóneme, soy tan distraído», intentó arreglarlo Sasha. «Ni siquiera le he preguntado cómo se ha hecho daño». Emma consideró que era más sabio no explicarle a este hombre cómo había sido tratada por otro: en caso contrario, Sasha quizás habría empezado a verla con los ojos de Antonio. «Si tuviera que contárselo a alguien, le preferiría a usted, profesor», le dijo, seductora, señalando una mesita rinconera en el café, bien escondida tras un seto y con una vista incomparable sobre la terraza del Pincio. «Pero qué le vamos a hacer. Ya se lo he contado a otra persona, y se trata de una historia que no vale la pena repetir».
Desde el Rosati, se dominaba la enorme plaza vacía. Un vacío de forma ovalada, que recordaba vagamente una vulva, atravesado por minúsculos viandantes que semejaban espermatozoides en ese espacio tan grande, dominado por un obelisco macizo y granítico. Una imagen que Emma encontró inquietante. Roma se iba cociendo delante de ellos, cálida y rosácea a la luz radiante de la tarde. Ese café, ella lo sabía, era uno de los más famosos de Roma. En las revistas que leía su madre ese nombre aparecía a menudo, allí habían fotografiado a actrices y a presentadores de televisión. Era un sitio caro. Las camareras iban de uniforme, las mesas estaban cubiertas por mantelitos de encaje y las tazas eran de porcelana. Detrás de las plantas que protegían a los clientes del café, las cabezas de los turistas flotaban —como separadas de los torsos— avanzando sin prisas, como si no tuvieran ningún sitio adonde ir, ningún cuerpo al que arrastrar tras de sí. Emma pidió una tostada y un capuchino; el profesor, un té con limón. Ella se tragó de forma preventiva las pildoras para adelgazar, y le dijo clara y rotundamente que le molestaba que la llamaran señora Buonocore, dado que ése era el apellido de su marido, mejor dicho, de su exmarido. Su apellido era Tempesta. Su nombre, en cambio, era Emma. «Un nombre muy literario», comentó Sasha. ¿Literario? «¿Por qué? Era el nombre de mi abuela», dijo ella.
Luego se callaron, y el silencio se podía palpar. Sasha intentó desesperadamente acordarse de por qué motivo le había parecido importante hablar con esta mujer a la que no conocía de nada y a la que dentro de un mes no vería más, precisamente cuando tendría que haber salido pitando hacia su casa y prepararse para la llegada de Dario. Que no iba a ser un día como otro era evidente desde la llegada de los tulipanes azules. Pero la sensación había sido confirmada al recibir un email completamente imprevisto que Dario le había enviado después del almuerzo y que él había leído y releído, perplejo. Asunto: Proposición indecente. Cariño —escribía su amante—, estoy a punto de grabar con un cura que se ha casado. Su emisión va a suscitar un follón de la hostia. Si perdemos las elecciones, me van a cancelar el programa y van a ponerme en una lista de proscritos. ¿Huirías a Holanda con un periodista en paro de cuarenta y nueve años? Tenía cierto talento, pero luego se hundió en la miseria intentando resolver los asuntos del corazón de los demás. Piénsatelo. Mister Verdad. Siempre firmaba así. A saber si de veras creía ser el personaje al que había dado ese nombre y, finalmente, también tanto de sí mismo. Sasha no veía con gusto su programa asaltado por una tenaz sensación de estar descolocado. Porque Mister Verdad, que hablaba en la pantalla, y sonreía, e intentaba piadosamente resolver los tormentos de los hombres, en realidad no estaba en la pantalla de la televisión, ni en el estudio de grabación sino quién sabe dónde. Era la sombra de Dario, su fantasma. Durante toda la tarde no había hecho más que rumiar sobre esas palabras, preguntándose si de verdad existía alguna posibilidad concreta de que su existencia estuviese a punto de cambiar radicalmente. Mientras entraba y salía de los deprimentes probadores de las boutiques, estaba seguro de que la respuesta era afirmativa. Pero con el paso de las horas esa convicción se iba debilitando, y ahora le parecía que esas palabras eran sólo una irónica, casi burlona, rendición ante la realidad. Y de repente se vio asaltado por una arisca intolerancia hacia esa mujer que picoteaba su tostada en silencio, abstraída por quién sabe qué pensamientos —pero también hacia Dario y hacia sí mismo—. Mientras la señora Buonocore o Tempesta hincaba el diente a otra tostada —estropeando así el efecto sin duda nocivo de las píldoras para adelgazar que deberían haber atenuado su sensación de hambre— él sentía cómo huían de él el furor y la esperanza por completo, hundiéndolo en un profundo pesar.
Desde hacía diez años vivía una vida mutilada. Su vida y la de su amante se encontraban para una cena, o una noche robada a la rutina de un matrimonio que Dario se obstinaba en considerar feliz. Algunas veces, llevando consigo una maleta, como si llegara después de un largo viaje, Dario se instalaba en el estudio de Borgo Pio. Destronaba a Godot, que acogía al intruso erizando el pelo y maullando de despecho, para luego desaparecer, ofendido, hasta su partida. Dario diseminaba los calcetines y las camisas sobre los sillones, dejaba el cepillo de dientes en el vaso del cuarto de baño y durante dos días vivían libres con la intimidad y las costumbres de un matrimonio. Cada uno de ellos tenía sus ritos, su idiosincrasia, su manera de levantarse de la cama cada mañana. Y todo era familiar, y verdadero. Pero los sábados Dario volvía junto a su mujer. Sasha odiaba los sábados. Y los domingos, Semana Santa, Navidad y Fin de Año. Había sabido esperar. Paciente, confiado, convencido de que tarde o temprano la empalagosa comedia de su matrimonio se acabaría, que Dario hablaría con su mujer, o que no lo haría —eso, ¿qué importancia tenía?—, pero que, fuera como fuese, la dejaría y se instalaría en su casa. Vivirían juntos y compartirían el cine, las navidades, las vacaciones, los amigos. También la vejez, el sufrimiento, la enfermedad, todo lo que la vida te depara —no sólo los momentos felices de la espera y de la pasión, que no son, pese a todo, la vida, sino únicamente su destilado, su caricatura.
Pero Dario no lo había hecho. Siempre lo posponía. Con una excusa —al principio— y luego ya ni siquiera eso. Y ahora ya no era un oscuro y descuidado cronista de una televisión privada y de ámbito local, sino Mister Verdad, al que la gente reconocía por la calle y al que pedía que resolviera sus problemas. Cada vez más metido en su papel, cada vez menos libre, y cada vez menos deseoso de liberarse. Y Sasha ya no tenía veintitrés años, como la noche en que lo había conocido en un sucio soportal de Venecia, adonde Dario había ido a entrevistar a un skin nazi que le había pegado fuego a un mendigo. Ya no tenía el cuerpo esbelto de Tadzio ni el pelo largo por los hombros. Ahora había ganado peso y se le caía el pelo —que por la mañana encontraba, frágil y roto, sobre la almohada—. Llevaba gafas y ya no tenía esperanzas. Se estaba haciendo viejo sin haber sido joven de verdad.
Y lo cierto es que estaba harto de la mentira, del disimulo, de la cobardía. Harto hasta la saciedad de la monogamia, de la fidelidad —harto de plegarse a las conveniencias, a las circunstancias, a la razón—. Le entraron ganas de rayar la carrocería del BMW de Dario con las llaves de la casa en la que nunca viviría.
De aceptar una sustitución en algún pueblo de la Liga Norte en el Véneto, para verse obligado a dejarlo. De ligarse a algún rumano menor de edad en Valle Giulia y llevárselo a casa. Pero, más todavía, deseaba telefonear a la mujer de Dario, pedirle una cita y decirle que estaba con su marido desde que éste era un don nadie, y que había dejado su ciudad, a sus amigos, a su familia, para estar junto a él. E invitarla esta noche a su fiesta de aniversario —diez años, una duración respetable—. Hoy ni los matrimonios, ni los automóviles, ni la celebridad duran tanto. Habría deseado ser loco, e irracional, y depravado. Y en vez de eso estaba en una cafetería escenográfica con la madre de Valentina Buonocore, que había sido su mejor alumna, pero ni siquiera ella podría darle un sentido a un año inútil y malgastado.
Sin embargo, como si tuviera que representar su papel hasta el final y no pudiera hacer otra cosa, con tono profesoral y pedante se apresuró a decirle que Valentina —aunque fuera muy bien en lengua— revelaba una disposición poco común para las ciencias. Emma Buonocore o Tempesta dijo que no lo sabía. No sabía nada sobre su hija. Como, por otra parte, su hija no sabía nada sobre ella. Es decir, sabía las cosas que no importan. Las cosas que los demás saben sobre nosotros: el nombre, la edad, el oficio, el estado civil, a veces la dirección. Dado que Sasha tuvo la atroz impresión de que Emma Buonocore o Tempesta quería aludir a lo que ella misma sabía sobre él —es decir, nada—, añadió que la familia tenía que animar a la chica para que continuara sus estudios, a pesar de la crisis de la escuela y de la universidad. Crisis de la que a esas alturas ya se había formado una idea muy clara, aunque la verdad es que nunca se había imaginado que acabaría dando clases en una escuela de secundaria, por cuanto siempre había estado convencido de la inutilidad y, es más, del carácter nocivo de la escuela, que en su opinión no tenía otro objetivo sino el de obstaculizar el desarrollo y el crecimiento de los jóvenes. Y en vez de enseñar qué es la vida y de ayudarles a atraparla y a vivirla, se encargaba de truncársela, transformándola en un amargo, un tormentoso fiasco.
De hecho, Sasha se había licenciado en arqueología romana y había participado con entusiasmo en las campañas de excavaciones en Líbano, Siria y Turquía. Pero luego había cometido el error de abandonar la arqueología porque, a partir de un determinado momento, ya no podía sentir pasión alguna por esos cacharros polvorientos que pertenecían al pasado y le parecía que, por el contrario, su deber era intentar vivir en el presente, por muy banal e insignificante que a veces pueda parecer la contemporaneidad. En fin, que tenía que ser contemporáneo de sí mismo. De manera que había regresado a Italia que es, por otro lado, reconozcámoslo, una colonia que incluso carece de importancia estratégica desde que cayera el muro de Berlín. Es una periferia, bastante degradada, por si fuera poco —desde el punto de vista cultural, obviamente—, en la que todo talento y todo auténtico impulso expresivo son reprimidos, y ahogados, y achatados en una uniformidad que sirve de consolación. De todas maneras, Italia seguía siendo su país, el hedonismo de los años ochenta —del que no había podido disfrutar—, el territorio de su infancia, el boom económico de los años noventa —cuyos beneficios no había sabido aprovechar—, el de su juventud, y la era Berlusconi —que como muchos otros italianos no había deseado, sino sufrido— se estaba preparando para ser la de su madurez. Y es con esta italianidad del presente con la que es necesario rendir cuentas.
«A mi madre le encanta Berlusconi», dijo la señora Buonocore o Tempesta, chupando distraídamente la cucharilla, «dice que la pone de buen humor. Piense que mi padre estaba afiliado al Partido Comunista. Coleccionaba los carnés, los tenía todos desde 1956. Yo nací en tiempos de los camisas negras, decía, quiero morir cuando sea presidente del Gobierno un comunista. Casi lo consiguió, pero casi. Murió la semana antes de que D’Alema jurara el cargo. Estaba bien, sano como una manzana. Siempre tuvo mala suerte, mi padre». Y de nuevo se hizo el silencio.
Sasha le dijo que había empezado a escribir sobre los problemas sociales para un periódico véneto, pero que había hecho unas oposiciones para tener contentos a sus padres, quienes no creían que consiguiera nunca vivir de la arqueología o del periodismo. Se había sacado el examen de capacitación pedagógica, pero no la cátedra, con el resultado de que ahora no era verdaderamente ni un profesor, ni un arqueólogo, ni un escritor. Las clases le iban mermando día a día el deseo de escribir, mientras que la escritura en cambio es precisamente deseo, sobre todo; y las cosas que escribía desde que subía a la tarima e intentaba transmitirles a los chicos el secreto de la literatura le parecían ahora inertes y amorfas. Inútiles, en resumen, hasta el punto de haberlo llevado al convencimiento de que escribir es un acto tan arqueológico como la excavación de una ciudad romana. Pero Sasha sabía que no existe nada más, y que la literatura —incluso dirigida a su inevitable fracaso— es lo único que permite soportar esa perversa locura que es la vida. En cambio, no había sabido crear ni obras ni teorías. Y ahora pasaba de los treinta años, cuando en el pasado había estado convencido de que a esa edad ya habría escrito algo decisivo. O, lo que es lo mismo: Foscolo había empezado Jacopo Ortis a los dieciocho años, D’Annunzio había publicado El placer a los veintiséis, y Tasso a los treinta y uno había terminado la Jerusalén liberada.
Le decía cosas que nunca se habría imaginado que le diría con tal de no dejarle margen, porque tenía miedo de que Emma Buonocore o Tempesta quisiera saber las cosas que los demás no pueden saber, y le preguntara si estaba casado, si tenía novia o si vivía con alguien, y cómo era que no tenía hijos. Pero Emma no se lo preguntó. Lo miraba sin interrumpirlo, sonriéndole con los ojos iluminados por un hilo de innoble melancolía, y él, de golpe, se dio cuenta de que lo sabía todo. Y esto le proporcionó alivio, y disipó su malhumor y los proyectos de autolesionarse, y Holanda le pareció cercana y posible, y la imagen de Roma rosácea y cálida delante de ellos, una promesa de felicidad futura.
Y se sintió feliz, por sí mismo, por Dario, y por la inminente velada.
«Eso es una chorrada, perdone si se lo digo», comentó Emma, con una franqueza a la que no estaba acostumbrado, porque las personas a las que conocía nunca habrían soñado con llevarle la contraria. «Eran otros tiempos; hoy en día, para la mayoría de la gente sería lo mismo morirse a los treinta años que no haber nacido. Yo sólo empecé a comprender quién soy a los treinta y siete años. Y además, no creo que Italia tenga algo que ver con el hecho de que usted sea o no un escritor. Depende de usted, y no del lugar en el que viva. A lo mejor su libro lo escribe usted esta noche, a los sesenta años, o nunca. Lo que tiene que hacer únicamente es dejar de fijarse objetivos y de hacerse pajas mentales con las dudas. Viva, escriba, y ya está».
Sasha se dijo que las mujeres o bien caen de golpe, como una planta, o te despellejan, como una piedra. Emma Buonocore o Tempesta pertenece a la segunda categoría. Fue entonces cuando, por detrás de los setos que ocultaban las mesas del Rosati, Emma vio el rostro bronceado de Antonio, que espiaba en la cafetería. Se levantó de un salto, y miró a su alrededor, y como no había más que clientes y camareros, se arrodilló e intentó esconderse tras la silueta maciza del profesor y la maceta que contenía una planta con flores de plástico. «¿Ocurre algo?», exclamó Sasha, sorprendido. «¿Me está mirando?», preguntó ella, en un susurro, agazapándose contra él. Y Sasha se encontró encajonado tras la mesa, con el pelo de ella en sus manos y su cara dramáticamente cerca de los botones de sus tejanos. «¿Quién?», dijo, apurado. Tuvo la impresión de que los clientes de la mesa de al lado estaban a punto de llamar a la Policía de Buenas Costumbres. Avergonzado, sonrió a la camarera almidonada que se acercó a preguntarles si deseaban tomar algo más. «Una ración de pastel», dijo. «¿Qué pastel?», dijo la camarera, fastidiada. «¿De crema, de chocolate, una sacher, un hojaldre?». El pelo de la señora Buonocore o Tempesta le hacía cosquillas en los dedos. Su mirada se cruzó con la de un tipo de piel oscura que examinaba la lista de precios colgada encima de las cristaleras. «Uno con una perilla como la del Che Guevara», musitó Emma. El tipo no se correspondía con la descripción. Era un turista con la cámara fotográfica al cuello. Debió de juzgar demasiado caro el café, porque se marchó. «Quédese tranquila, no hay nadie», dijo Sasha. Emma se levantó, pero no volvió a sentarse. «Será mejor que vuelva a casa», dijo, «lo siento, me habría gustado quedarme aquí con usted para hablar de la crisis de la escuela y de Italia».
Sasha se preguntó si la madre de Valentina pretendía tomarle el pelo. Se preguntó si tendría la costumbre de tomarle el pelo también al hombre de la perilla a lo Che Guevara que acababa de partirle un labio. Pagó el té, la tostada y el capuchino, dejó mil miserable liras de propina a la camarera y recogió del suelo el bolso de Emma. Se dio cuenta de que tenía el asa rota y cuando ella tendió el brazo para cogerlo, la estola de plumas se quedó enganchada de la silla y Sasha se dio cuenta de que su camiseta estaba manchada de sangre. Apartó la mirada, la cogió de un brazo y la condujo por entre las mesas, hacia la salida. Emma se mordió los labios, porque por nada del mundo le diría que la soltara —aunque el brazo le dolía, y cada centímetro de su piel le dolía, como si la hubieran azotado.
Sasha se acordó de cuando había visto el tatuaje en el chiringuito del establecimiento balneario de la costa de Castelfusano, el sábado de Pascua, donde todos juntos, en una maraña de bidones y cajas de cerveza, se estaban sacando la arena de los bolsillos y los zapatos. Emma Buonocore o Tempesta se había sacado el jersey de cuello de cisne con indiferencia y con él había vestido a su hijo, que estaba empapado porque había estado rodando por la orilla. Había puesto a secar el jersey del niño bajo el secador de aire caliente para las manos, y Sasha se había fijado en las dunas doradas que se asomaban tras los encajes del sujetador negro, pero sobre todo se había fijado en la gran A azul que destacaba en el hombro derecho, tatuada sobre su piel. La inicial de mi gran amor, había dicho Emma, esas tonterías indelebles que se hacen a los veinte años, ahora me toca enamorarme de uno que tenga la misma inicial, y Sasha se había ruborizado, porque no sabía si ella sabía que su nombre era Alessandro.
Cuando estuvieron en el centro de la inmensa plaza vacía, se ofreció para acompañarla a casa tal vez porque no lograba librarse de las buenas maneras que le habían inculcado sus padres. O tal vez porque, contagiado por la inquietud de Emma Buonocore o Tempesta, le parecía percibir de verdad la presencia amenazadora del tipo de la perilla a sus espaldas. Aunque nunca se había peleado a puñetazos con nadie, le agradó imaginarse que sería capaz de enfrentarse a él, de neutralizarlo y de defenderla. Dijo que tenía la sensación de que no podía dejarla sola. Es decir, tenía el deber moral de impedir que pudiera pasarle algo. Emma se dijo, sorprendida: qué amable es, perdería todo ese tiempo conmigo, y ni siquiera le caigo simpática. «He dejado el coche en el aparcamiento de la calle de Véneto. ¿Dónde vive usted?», le preguntó. «Pues imagínese una periferia de las que hablaba usted bastante degradada, desde el punto de vista cultural, obviamente», respondió Emma, sarcástica. Sasha encajó esto también. Nunca lograba adivinar cuál era el humor de esta mujer ocurrente, agresiva y voluble. Había momentos en que parecía divertida y serena y luego, repentinamente, sin un motivo plausible, se revolvía con rabia, casi con ferocidad. «Pues entonces la acompañaré hasta la parada del metro», insistió. Él tenía que pasar un momento por la calle de Condotti, si ella cogía el metro en Spagna, lo mismo le venía de camino. Emma sonrió, porque no sabía si estaban hablando de chorradas o si estaban creando un código con el que cifrar los significados más profundos. «No tendrías que mimarme», le dijo, «no vaya a ser que me acostumbre». Ni siquiera se dio cuenta de que lo había tuteado.
«Es un problema quedarse sin empleada», se solidarizó inmediatamente la madre de Guendalina, dejándose caer sobre el sofá, que se la tragó con un crujiente bostezo. «Yo también me encuentro en esta situación y es terrible». «Pero ¿qué me dices?», se sorprendió la madre de Cristian, «¿otra vez?». «Hemos tenido que cambiarla, la cosa no funcionaba», suspiró la madre de Guendalina, «ya no se encuentran empleadas del hogar como las de antes». «Maja, si quieres», intervino solícita la madre de Lorenzo, «puedo recomendarte a una cuidadora eritrea; trabaja muy bien, se ha quedado sin trabajo porque su vieja se murió de repente, de un infarto, fíjate qué mala suerte, estaba sanísima; es de confianza, es hermana de mi…». «¿Eritrea?», preguntó Maja, dudosa. «Pero ¿entiende el italiano? Elio y yo queremos personal que hable bien nuestra lengua, Sidonie ya le habla a Camilla en francés, si la empleada del hogar tampoco conoce el italiano, al final su vocabulario…». «La verdad es que tienes razón», convino la madre de Carlotta, atrapando al vuelo la ocasión para inmiscuirse, dado que hasta el momento no le habían hecho caso, «no cojas a una extranjera, los niños nos están creciendo un poco imbéciles, en serio, las extranjeras no te entienden cuando les hablas, tienen costumbres extrañas; y además nunca sabes lo que les van a enseñar, los eritreos también son musulmanes». «Perdona, pero los eritreos son cristianos», se expresó de nuevo la madre de Lorenzo, «ésta habla perfectamente el italiano, fue a colegios italianos. Eritrea formaba parte del imperio, ¿no?»; luego concluyó con su lección de historia porque el camarero estaba repartiendo los pastelitos a las madres de los pequeños invitados.
«Que conste de entrada que no soy racista, pero es mejor una blanca», sentenció absorta la madre de Guendalina, hundiendo la cucharilla en el pastel y, en cuanto se dio cuenta de que estaba relleno de nata, depositando luego desdeñosamente el plato en la mesita, sin darse cuenta de que aplastaba el bolso de mano de Maja —un elaborado bolsito de Gucci en piel imitación de pitón—. «No quiero que Guendalina crezca con una persona de color; no es por racismo, al contrario, yo creo que los negros son bellísimos, una raza verdaderamente superior, piensa en Carl Lewis, Denzel Washington, Naomi Campbell, pero es que podría provocarle una crisis. De identidad, quiero decir, al fin y al cabo ella es blanca». Maja se preguntó cómo podría mover el plato sin llamar la atención: tenía miedo de que el bolsito acabara manchándose. No por nada, se trataba de un modelo creado para ciento cincuenta ejemplares y estaba destinado a ser de princesas, estrellas del pop y esposas de sultanes —lo había podido obtener únicamente gracias a su amistad de hacía décadas con la directora comercial.
«Las mejores son las polacas», dijo suavemente la madre de Matilde, «mi párroco podría…». «¡Ah, no!, las polacas no, no coja a una polaca, señora Fioravanti», dijo una mujer cuyo nombre en vano intentó recordar Maja, ya le había sido presentada y no podía preguntárselo de nuevo, «se lo desaconsejo, yo tuve a una ucraniana: comía ajo, apestaba». «De todas maneras, yo creo que Ucrania ya no está en Polonia», observó Maja, hincándole el diente a una cereza que desgraciadamente sabía a plástico. No estaba contenta con el catering. En modo alguno. Con lo que le había costado, unos canapés pringosos de mayonesa y un jamón seco como una suela de zapato, una auténtica estafa. Esperemos que, por lo menos, los animadores sean buenos, me han asegurado que son los mejores de Roma. El mago sabía lo que se hacía, en efecto. Sus trucos con los conejitos y las cotorras han dejado a los pequeños con la boca abierta. «Más bien está en Rusia, ¿no?», dijo la madre de Carlotta, distraída de inmediato por un merengue. «Mi polaca es una buena empleada», gimió la madre de Matilde. «Pero se viste mal, se compra los zapatos en el mercadillo, es muy desastrada, querida», insinuó la madre de Guendalina con una sonrisa ácida, «en mi opinión, tendrías que buscarte a otra que se presente mejor, no es por meterme donde no me llaman, pero da mala impresión». «Ah, no me importa, plancha las camisas como mi abuela, las otras no saben planchar, tal vez sea porque en sus países no tenían plancha». «Pero ¿cómo?, ¿de verdad no tienen planchas?», se sorprendió la desconocida, ¿quién demonios era?, «¡pero si en Italia las tenemos desde hace cien años por lo menos! En el mercadillo de beneficencia del Parque dei Principi compré una plancha de hierro, del siglo XIX —la utilizamos como florero». «En cualquier caso, mi polaca sabe hacer de todo: lava, quita el polvo…; mi casa es un espejo, las otras que tuve eran muy sucias; por otra parte, cuando vas al extranjero te das cuenta de que los pueblos subdesarrollados no se preocupan por la higiene, viven en medio de la basura».
«Debe de ser un hecho religioso», descubrió pensativa la madre de Carlotta, «¿te acuerdas en la India cuánta suciedad? La pobre Lucrecia pilló una hepatitis tremenda, todavía no se ha recuperado». «Yo no comprendo cómo alguien se puede ir de vacaciones a la India», despotricó una mujer hasta entonces silenciosa, lanzándole a Maja una mirada sombreada de verde. Avejentada, con el pelo veteado de blanco —¿una abuela, tal vez? O no, tal vez era una mujer cínica y espabilada que había tenido a su primer hijo a los cuarenta años, no como ella, que a los veinticinco ya tenía a Camilla. Esta mujer había disfrutado de la vida, había esperado hasta el último óvulo y había hecho bien. A saber quién sería. «¿Por qué los europeos tienen este masoquismo», criticó la cínica, «de ir de vacaciones a sitios donde la miseria se le pega a uno encima? La miseria no es pintoresca, es horrorosa. Es mucho mejor la Polinesia, allí no existen los pobres. O como mínimo las Bermudas, aunque ahora ya no son tan exclusivas. Nosotros este verano vamos a hacer un crucero en velero a las Tonga. ¿Y vosotros, Maja? ¿De nuevo a vuestra villa en la Maremma? Bueno, lo entiendo, es una tontería tirarse doce horas de avión para ir a parar a las Mauricio o a las Andamán cuando uno es dueño de un paraíso que está en la parte trasera de casa». Maja asintió. La villa, oh, Dios mío, la sumió en el desánimo la idea de encarcelarse con Camilla en esa lujosa villa en el Tirreno, a la sombra de las ruinas etruscas de Cosa durante los próximos tres meses. Los meses del embarazo, de las vitaminas, de la amukina, de las ecografías. Los meses de la deformidad, de la incertidumbre, de los miedos.
«¿Cuándo van a formar gobierno?», se informó una señora con cara de perro carlino, a la que nadie había dirigido la palabra porque todas, incluida Maja, habían creído que era una canguro. «¿Un mes después de las elecciones? Entonces tendréis unas vacaciones cortas, he visto que en los sondeos os va bien». «Muy bien», asintió Maja, «estamos por lo menos cinco puntos por encima». En realidad, hacía ya tiempo que no lograba interesarse por las ceremonias de la carrera de Elio. Años atrás, cuando Elio se lanzara a la política, había alimentado secretamente la ambición de convertirse en la primera auténtica primera dama de Italia —la única nación occidental que había enviado por el mundo a abuelas de familia y compañeras partisanas, amas de casa y réplicas de Raquel, incluso a amantes pechugonas, pero no a una mujer moderna, que pudiera representar a las italianas del 2000. Una jacquelinekennedy joven, cosmopolita, hermosa y universitaria, digna de ser protagonista de las revistas y de convertirse en embajadora honorífica de la Organización Mundial para los Refugiados, de viajar en el avión presidencial así como de patrocinar la causa de la abolición de las minas antipersona.
Pero éste —como muchos otros, por desgracia— se había revelado como un sueño pueril y destinado a no cumplirse, que se había disuelto como la sal. Elio no llegaría ni a presidente ni a ministro, y no porque no hubiera sabido elegir bien los apoyos y las amistades, ni tampoco por lo del pelo poco telegénico y los dientes torcidos —siempre se podían arreglar—, sino simplemente porque era demasiado inteligente para llegar a ser alguien de verdad y demasiado estúpido para fingir que no lo era. Como mucho —si era capaz de esquivar las insidias y las trampas sembradas en su camino— seguiría siendo lo que ya era: la sombra de otro, su pararrayos y su consejero.
Y Maja ahora sólo deseaba ser ignorada por los fotógrafos y no aparecer en los periódicos a su lado. Aunque esta indiferencia, este desencanto, la inquietaran igual que una traición.
«La religión no tiene nada que ver», estaba diciendo otra, con ojos como caldosos, hipertiroideos, a la que Maja recordaba muy animada en la última cena electoral de Elio —la inscripción costaba un millón por cubierto— y a la que sonrió por eso mismo, aunque le molestara su voz bronca. «Yo tengo una tunecina limpísima, te la recomiendo, los tunecinos prácticamente son italianos, lo único es que son musulmanes, ésa es la única diferencia». «Ah, no, yo una musulmana no la quiero, es una religión que da miedo, están atrasados, tratan a las mujeres como en la Edad Media», exclamó escandalizada la madre de Guendalina. «De todas maneras, en Ucrania son católicas también», intervino Maja, aunque sólo fuera por decir algo, de otra forma sus huéspedes pensarían que la conversación ya no le interesaba. O peor, que las ignoraba —el pecado más grave en un ambiente en el que el sentimiento jerárquico de la exclusión era el único que no estaba atrofiado. Pero no estaba muy segura, ¿eran ortodoxas, quizá? «Bah, la religión no tiene tanta importancia, fíjate, las sudamericanas también son católicas y no te las recomiendo para nada, yo nunca más cogeré a una sudamericana, no tienen ganas de trabajar, a lo mejor es porque los indios fueron convertidos en esclavos, y les ha quedado esta aversión por el trabajo, este odio por el patrón blanco. Yo tenía una peruana, las peruanas son las peores; bueno, pues cuando teníamos invitados servía la mesa no te digo con qué malas maneras y qué falta de cortesía, la verdad es que nos avergonzaba, y cómo miraba a nuestros amigos, con odio, mira, odio de verdad, teníamos miedo de que nos matara a todos con el gas. Por la noche, Guido se levantaba para comprobar que no hubiera abierto las espitas, vaya, que tuvimos que echarla». El dramático relato de la señora de voz bronca fue seguido por un silencio comprensivo y solidario ante el peligro que había corrido esa familia.
«Mi madre tiene una ecuatoriana que no suelta ni una palabra de italiano, y eso que ya hace dos años que está aquí, no ha aprendido nada, ni siquiera es capaz de contestar al teléfono», dijo la madre de Guendalina, que estaba agobiada por su madre y por eso agobiaba a su hija, una arañita petulante a la que Camilla detestaba, pero a la que Elio había rogado que invitaran porque su padre era un pez gordo del Tribunal Supremo y por eso algún día podía serle útil. «No veas tú para lograr que la aceptara, mi madre dice que parece un mono y que le da cosa, sabes, nació en el 32, ha visto cómo cambiaba el mundo, poneos en su lugar, gente que nunca había visto a un negro y ha tenido que aprender a considerarlos como a iguales, ahora ni siquiera se puede decir negro, es peor que una palabrota. Gritaba que no quería que la tocara ese mono, no te digo lo que tuvimos que sufrir para convencerla; al final casi la obligamos, no podíamos ocuparnos de ella, te enviamos a una residencia, le dijimos, y al final ella se quedó con ese mono, que es tan buena, la pobrecita».
Maja se esforzó por sonreír, pero todas esas charlas le habían provocado un horrible dolor de cabeza y deseó ardientemente una aspirina. Oh, no, no podía tomársela. Dios mío, Dios mío. No debí decírselo. Dentro de unas semanas, un mes, Aris se habría dado cuenta él solo. Lo he estropeado todo. «Las chilenas son más educadas», comentó la madre de Lorenzo, «no son campesinas, vienen de la ciudad, Chile es un país civilizado, como Francia, mi hermana tiene una chilena que en Bogotá trabajaba de dentista; en Chile hay una crisis económica». «¡Ah no!», exclamó disgustada la madre de Carlotta, esposa de un honorable de un partido que ya se había disuelto, pero que seguía siendo influyente, «los chilenos son comunistas, ¿os acordáis de los años setenta?, los Intillimani, todos aquellos ponchos, el pueblo unido, las banderas rojas, querían expropiar la propiedad privada; y pensar que ahora quieren juzgar a Pinochet, qué rápido gira la historia, todos huyeron a Italia, se manifestaban, pedían dinero, ¿te acuerdas, Maja?, no, tú eres demasiado joven, fue algo terrible, yo nunca cogería a una chilena». «También hay crisis económica en Argentina, nosotros hemos invertido en obligaciones argentinas porque rinden el doce por ciento, las argentinas italianas quieren repatriarse, casi todas son italianas, podría buscarme a una argentina italiana», sugirió la madre de Matilde. «Los argentinos son como los napolitanos», atajó la madre de Lorenzo, que, por otra parte, a Maja le parecía recordar que estaba casada con un napolitano, «los napolitanos son tan divertidos, piensa en Totò, en Massimo Troisi, pobre, se ha muerto tan joven; pero los argentinos se parecen a los peores napolitanos, como Maradona, eso mismo, es gente que no tiene ganas de trabajar».
Desde el salón contiguo se acercaron amenazadoramente gritos excitados. Un tropel de niños se desparramó por la habitación. Perseguían a uno de los payasos —el más bajo, con una gruesa nariz caída y una trompeta en la mano—. Luego hallaron una nota metida en una columna y prosiguieron la búsqueda del tesoro escaleras abajo. Maja deseó que los animadores hubieran calculado bien el número de los invitados y que hubiera regalos para todos —vencedores y vencidos—: Los pequeños no soportan perder. Y la verdad es que tampoco los mayores. «Nosotros estuvimos en Venezuela hace diez años, cuando Cario era responsable de las instalaciones petrolíferas», prosiguió impertérrita la madre de Matilde, que quería hacer saber que su marido era un directivo del ENI, «son de buena casta, las chicas son estupendas, todas parecen bailarinas de samba; por desgracia, no es fácil encontrar venezolanas en Italia». «¡Bah! Las sudamericanas en lo único que piensan es en bailar», comentó afligidamente la que no era canguro y con cara de carlino, que tenía el aspecto de haber sufrido mucho debido a esta habilidad para el baile de las sudamericanas —«la samba, la rumba, el merengue, todo ese meneo…, pero cuando hay que trabajar ya no las ves. Las mejores son las filipinas, nosotros tenemos una desde hace diez años, es excelente, no sé lo que haría si nos dejara, ahora se ha traído a los niños; nosotros no estábamos de acuerdo, pero al final la ayudamos a preparar los papeles, qué queréis, hay que ser humanos, tendrías que ver qué monos, con los ojos almendrados y la piel de bronce, pero no quiere dejarnos, de ninguna manera, dice que los niños se quedarán con su hermana. Tengo la esperanza de que así sea, porque Alessia y Giulia le han cogido mucho afecto y para ellas sería un trauma perderla». «Yo he tenido una mala experiencia con las filipinas», sentenció inexorable la madre de Guendalina, «tenía una que en cuanto se quedaba sola llamaba a su marido a Manila, no veas tú qué recibos, le pusimos un candado al teléfono, pero era muy hábil, lo desenroscaba, tuvimos que despedirla».
Por Dios, ya basta, estaba a punto de ponerse a gritar Maja, ¿por qué habría soltado esa frase sobre Navidad, que la había dejado para regresar a Caracas? ¿Por qué? Porque no tenía nada que decirles a estas señoras, ése era el porqué. Porque no era como ellas, aunque fingía serlo. O tal vez lo había sido, pero ahora ya no lo era. Las odiaba. Si hubiera podido, se habría liado a patadas, arrojándolas escaleras abajo. Pero no podía. Nunca se puede decir lo que se piensa. Intercambiamos entre nosotros chistes y mentiras —como en el teatro—. Sería mejor ser sordos y mudos. Peces, como dice Aris. Había mencionado a Navidad por decir algo, por no estar callada, y no pensar en el apartamento delante de la Villa de los Caballeros de Malta, en el perfume del mandarino, en el ojo que encuadra la cúpula de San Pedro, en el gran salón donde le gustaría extender la alfombra de coco y colgar sus batik y los cuadros de los aborígenes australianos que, como desentonaban con la decoración de la pequeña villa, Elio y ella habían guardado en las mansardas. Pero, sobre todo, en Aris, al que no conseguía sacar de su conciencia, y seguía apareciéndole por detrás de los rostros de muñeca de las madres de los invitados, y la miraba severamente sin sonreírle, desde la esquina del salón donde, de todas maneras, no estaba. Aris, a quien nunca he mentido, quien me conoce verdaderamente. El único ante quien no me da vergüenza mostrarme tal y como soy, en mi monstruosa frialdad. Que tal vez ahora me odia y me desprecia. Aris —qué chico más valiente, utópico, intransigente, ojalá siguiera siendo así como es, ojalá el tiempo no hiciera de él un individuo árido, mezquino y desencantado como todos los demás—. Aris, quien la había esperado mientras ella jugaba a ser cliente del agente de la inmobiliaria —y luego, cuando se había negado a subir al coche, le había dirigido una mirada melancólica y distante. Como si todo hubiera terminado, terminado, Dios mío.
Pero las señoras estaban aterrorizadas por el inesperado silencio que se habría cernido sobre ellas si la conversación hubiera decaído. Aterrorizadas de tener que hacerse frente, explayarse, escucharse pregonar las alabanzas, las cualidades, la inteligencia, la pericia en la danza, en la equitación, en el lenguaje del respectivo hijo o hija o de ambos, cosa que proporciona mucha alegría al progenitor en cuestión, pero extremadamente aburrida para los demás. Querían desentrañar el problema hasta que lo solucionaran: querían, debían ayudarla, o por lo menos fingir que lo hacían, y cada una de ellas quería llevarse el mérito de encontrarle la empleada del hogar. Maja se echó las manos a las sienes. Dios mío, Dios mío —quería gritar—. No quiero estar aquí. Quiero marcharme. Tengo que hablar con Aris. Tengo que aclarar las cosas. Necesito la verdad como el aire que respiro. ¿Dónde estás, chico mío? No quiero una empleada del hogar, no me importa lo más mínimo, pasaré sin ella, esperaré a que regrese Navidad, os lo ruego, os lo suplico, callaos.
Y por fin el equipo capitaneado por Camilla reapareció en el salón siguiendo al payaso que sujetaba la caja del tesoro. El segundo payaso tocó gloriosamente la trompeta; y el tercero, el bombo. Y mientras los vencedores extraían de la caja pequeños regalos en papel rojo y los payasos repartían a los pequeños desilusionados regalos envueltos en papel azul, poco a poco los payasos, los vencedores y los vencidos soplaron en las trompetas en un ensordecedor concierto de pedorretas. El tipo con zancos que había aparecido de repente empezó a soplar enormes pompas de jabón, grandes como zapatos, gatos, pelotas, y todas las conversaciones se apagaron ante aquella magia pasmosa, y ese día no fue encontrada la empleada del hogar de la señora Fioravanti.