Emma se acercó al espejo. Cuando encontró el interruptor de la luz, la guirnalda de bombillitas blancas la iluminó sin misericordia. Ajada. Pálida. Tirando a maltrecha. Es terrible pensar que nuestra vida es una novela sin argumento y sin héroes, completamente inconexa, carente de coherencia, hecha únicamente de pausas y de vacíos, de digresiones sin sentido. ¿Por qué me habré subido a ese coche?, ¿por qué? Estúpida idiota, ¿qué otra cosa podía esperarme de Antonio? Arrancó un toallita de papel del rollo que se humedecía sobre el lavabo. Mi boca, Dios santo. Y no era justo. Hoy no. El viernes por la tarde iba a hacerle compañía al general Ziliani. Estaba convaleciente de un ictus. Le leía novelas de Salgari, que él había devorado cuando era joven. Sus hijos creían que estaba a punto de morir. En cambio, el general consideraba que su voz era enormemente afrodisíaca y había escrito en su pizarrita, con el único brazo que le funcionaba, que prefería seguir viviendo, porque nadie le garantizaba que dejarían entrar en el paraíso a una mujer como Emma Tempesta. A ella le gustaban esas horas serenas que pasaba junto al general, en la penumbra de un edificio barroco del centro histórico, con aquel hombre pequeño y arrugado en la cama, los ojos transparentes de los que rebosaba una felicidad remota e inaprensible. Había tenido que telefonear para decirle que hoy no podía ir. Es terrible decepcionar a alguien que podría morir mañana.
El aseo del cuartel de carabineros olía a lejía. Cuando se levantó la tirita, notó que su sangre coagulada tenía el mismo color que las gotas herrumbrosas incrustadas en el desagüe del lavabo. Un examen desapasionado reveló que la herida de la boca era más profunda de lo esperado. El corte sajaba el labio inferior limpio como una cuchillada. En urgencias le habían dado tres puntos, una tirita y un vulgarísimo informe que, no obstante, tal vez podía servir como prueba. El certificado del Centro de Asistencia Sanitaria daba fe de que Emma Tempesta presentaba un trauma contuso con leve tumefacción en la región cigomática izquierda, excoriaciones, abrasiones en la base del cuello, herida de corte de 3,5 centímetros de largo en labio inferior, por lo que era juzgada como herida laceradocontusa y equimosis variadas que necesitan ocho (8) días para su curación, salvo complicaciones. En cuanto a las causas, el informe se limitaba a señalar: refiere unos golpes. Nada más.
Emma echó la tirita al cubo de la basura. Mojó una servilleta bajo el agua. Se presionó la boca largo rato, porque quizás el frío le impediría seguir hinchándose. A lo mejor, con una capa generosa de carmín, los puntos no se notarían. Si Kevin la besara, le haría daño. Se pintó de nuevo los labios, cuidadosamente. No debía darse cuenta de nada. Él no, Valentina no, su madre no. Nadie. Antonio quería matarla. No sabía qué lo había detenido. Curiosamente, no había tenido miedo; es más, había sentido en su interior una fuerza increíble. Había dejado de tenerle miedo a la muerte el día en que había nacido Valentina —descubriendo que cuando ella ya no estuviera, su hija seguiría viviendo—. Ahora existía ya otra criatura con la que miraba el mundo, otra voz para decir las cosas, otra mente para interpretarlas. Mi vida, pensó, ya no es sólo la mía: es la nuestra.
Se empolvó las mejillas con colorete. Al contacto con la brocha, sintió un dolor lacerante. Prosiguió, suspirando, hasta que le pareció que el morado había desaparecido. No lograba quitarse de los ojos la pistola en la guantera. Y se dijo que ella no tenía derecho a morir. Se lo había jurado a Kevin, esa misma mañana. Tenía derecho a denunciar a Antonio y a protegerse. Mi vida ya no es sólo la mía: es la nuestra.
En la sala de espera, rostros aburridos la miraron con una hostilidad indisimulada dado que estaba allí desde antes que ellos. Esperaban en aquella especie de purgatorio anónimo de la burocracia. Un tipo vengativo quería denunciar a su vecino porque su piano lo estaba volviendo loco. Una señora distraída había perdido su cartera, se quejaba de que había intentado anular su tarjeta de crédito, pero en el banco la habían mandado a los carabineros y, mientras tanto, algún estafador se estaría agenciando sus ahorros. Un negro grande, envuelto en una regia túnica azul, parecía dormir, resignado, con la barbilla apoyada en el pecho. Emma apostrofó al joven carabinero que estaba de guardia en su garita. «Oiga, ya he esperado bastante, es algo urgente». Tenía la esperanza de que el hematoma sobre el pómulo, los tres puntos de sutura, por desgracia visibles como un mal remiendo, y la sangre en la camiseta le habrían dado preferencia. «Tenga paciencia, señora», respondió el centinela, «el mariscal está ocupado, ustedes son muchos y nosotros somos pocos».
Emma abrió la ventana de par en par. En la luz lechosa de la tarde, el sol yacía exánime tras una estrujada sábana de nubes. Bandadas de gaviotas surcaban el cielo como blancas hojas de papel. Los chichones de cemento de las colinas, la deforme excrecencia de las casas. Roma, crecida sobre sí misma como un organismo viviente —un animal en su piel, en sus huesos—. Cada una de las cosas construida sobre otra, el presente sobre el pasado, y el futuro sobre el presente, hasta formar un conglomerado inextricable. Pero la mayor parte de Roma permanece escondida en las profundidades subterráneas y todo lo que aparece es tan sólo el último episodio de una historia estratificada e inaccesible. Cuánto amo a mi ciudad simple y secreta, violada e intacta. Y a ti te gustaría transformarla en un matadero. Te gustaría quitármela. Pero yo no me marcharé nunca de aquí.
Para tranquilizarse, hojeó la Repubblica del tipo vengativo. Tres páginas de anuncios de trabajo: delegados comerciales, agentes intermediarios, directores técnicos expertos en logística, consultores de publicidad, programadores en entorno Oracle, representantes de ventas con una edad comprendida entre los dieciocho y los treinta. No buscaban mujeres con más de treinta y cinco años. A tomar por culo las empresas y los encargados de personal. No voy a quedarme en el paro. Le voy a limpiar el trasero a alguna viuda con Alzheimer. No por nada soy italiana. Y no soy polaca ni filipina. Al menos esto me servirá para algo. Es mi única referencia. Viva Italia.
Dejó el periódico por ahí. Llamó a Valentina porque siempre hablaba con ella antes del partido. Pero Valentina hacía ejercicios de calentamiento en el gimnasio del Virgilio, excitada por el pensamiento del inminente partido, y fue lapidaria y cruel como sólo los chicos pueden ser. «Mamá, tienes un sexto sentido, siempre me llamas en el peor momento, nos veremos esta noche, adiós».
Cuando el joven carabinero la hizo pasar por fin a la habitación del mariscal, se quedó descompuesta. Todo en aquel cuartel era pequeño, viejo y ruinoso. Las paredes eran grises como si el tiempo hubiera escrito allí su tristeza. Los armarios eran de metal gris; los muebles, de aglomerado. El ordenador del mariscal donde se recogían las denuncias parecía un resto de almacén, lleno de pegotes y superviviente después de mil reparaciones. Hasta la bandera era vieja —una tricolor polvorienta, desteñida, que colgaba sobre la cabeza del presidente de la República Italiana—, él tampoco demasiado joven. Emma se quedó angustiada ante aquel abandono, aquella evidente pobreza. Italia es un país verdaderamente extraño. Todo el mundo era rico. Eran ricos de una manera casi indecente. Tenían coches nuevos y motocicletas nuevas y trajes nuevos y casas nuevas, teléfonos nuevos, gafas nuevas y chismes nuevos e inclusos narices, bocas, pechos y culos nuevos. Pero los tribunales, las salas de justicia, las oficinas en las que había tenido que entrar eran viejas y pobres, los hospitales en los que la habían tenido que tratar eran viejos y pobres y, para terminar, tampoco a los carabineros les iban las cosas demasiado bien. ¿De verdad podrían ayudarla? Sin embargo, no tenía elección. República Italiana. Yo también italiana. Viva Italia. Cuando se sentó frente al mariscal, percibió que lo único nuevo que había —chillón sobre la pared— era un poster que hacía promoción del cuerpo de los carabineros. Un chico y una chica de uniforme, muy fotogénicos, sonreían bajo la inscripción ÚNETE TÚ TAMBIÉN A LAS FUERZAS ARMADAS. «¿De qué se trata?», le preguntaron. Emma respondió, segura. «Quiero denunciar a mi marido».
«Desde que se dictó la sentencia de separación se ha ido volviendo cada vez más agresivo», dijo, esforzándose por adoptar un tono neutro, convincente y distante. El teclado del ordenador empezó a repiquetear. Y toda su determinación la abandonó. Se sintió confundida. Con la cabeza completamente vacía. Porque sólo hay un modo justo de hacer las cosas y cien mil modos equivocados. «Hoy ha perdido el control y ha intentado matarme», dijo, y mientras tanto pensaba qué estoy haciendo. Antonio. Antonio mío. Si lo denuncio, se va a derrumbar. Lo van a suspender. El trabajo es todo lo que le queda. Si digo la verdad, le quito la única posibilidad de recuperarse. Y estos hombres, ¿van a creerme? Investigarán sobre su vida, y sobre la mía, y la mía no les gustará, es tan desordenada e incoherente. Pero si al final, a pesar de todo, lo condenan le van a quitar también los niños. ¿Tengo derecho a hacerlo? Los niños lo necesitan. Qué clase de madre sería si también les quitara esto. Les he quitado todo. Les he obligado a seguirme. He sacrificado su futuro por mi desamor y, sí, también por mi alegría —las ganas de vivir que él no consiguió arrebatarme. ¿No es bastante ya? Después de todo, Antonio no me ha matado. Y a ellos nunca les ha hecho daño. Ni siquiera Dios, cuando dictó sus mandamientos, consideró que fuera necesario recordarle a los hombres que tenían que honrar a sus hijos. Es natural. Es obvio. Es a mí a quien odia. Y yo lo odio también. Nos dejamos vivir, es ésta nuestra condena. Los dos chicos del póster la invitaban a seguir adelante. A tener confianza. ÚNETE TÚ TAMBIÉN A LAS FUERZAS ARMADAS. Pero ella enmudeció.
A los veinticinco años, la carrera de Emma había llegado a un punto muerto y empezaba a declinar. En invierno, grababa algún estribillo en el estudio —hoy esos discos sólo se podían encontrar en las paradas de Porta Pórtese— y en verano iba de gira por provincias, coleccionando estadios polvorientos, fiestas de l’Unith, fiestas mayores, ferias de la sobrasada, de la lenteja, de las judías con tocino. En ese mismo 1986, la carrera de Antonio, en cambio, alcanzó su punto culminante. A finales de un agosto húmedo y sofocante, Emma estaba en la anónima habitación n.° 236 de un hotel de cuatro estrellas de Rímini, dos horas antes del concierto de su quinto o sexto cantante melódico en el Encuentro de la Amistad de «Comunione e Liberazione». Echada en la cama, escrutaba por el recuadro de la ventana el cielo lívido y amenazador, temiendo que se aproximara un temporal que habría estropeado la velada. Con el tiempo, desde el momento en que nadie de ninguna discográfica se había decidido a decirle que tenía talento, que quería apostar por ella para darle una posibilidad, su amor por la música y por las canciones se había debilitado bastante, orientándose más bien hacia los músicos y los cantantes. Inmediatamente después de eyacular desnudo, sudado y aliviado, el cantante melódico encendió un cigarrillo, y ella la televisión. Daban el telediario. De pronto, la cámara encuadró a Antonio Buonocore, precisamente él, con el uniforme azul, rudo y fascinante como —a pesar de todo— permanecía impreso en su memoria. Y como la primera vez que sus ojos se habían posado sobre él, pensó: éste sí que es un hombre… Una periodista le preguntó estúpidamente qué se siente al ser un héroe. Antonio respondió que en modo alguno se sentía un héroe. Soy un policía, explicó, modesto; he cumplido sólo con mi deber, estoy aquí para proteger a los ciudadanos, tienen que saber que el mal nunca vence y que pueden confiar en nosotros. El cantante melódico, asqueado, le sugirió que cambiara de canal, pero Emma emocionada y orgullosa de Antonio como nunca se habría imaginado, dijo que quería oír el caso del que este Buonocore había sido protagonista.
Un individuo con antecedentes y que pertenecía a un etnia de nómadas residentes, aunque de nombre italiano, había intentado atracar una joyería del barrio de Pinciano. El golpe había fracasado porque la alarma había alertado a una patrulla de carabineros. Se había producido un intercambio de disparos y un cabo había resultado muerto. El ladrón había huido tomando como rehén a la hija del joyero. El coche había sido descrito a todas las patrullas de Roma, pero durante doce horas se perdió el rastro del asesino y de su víctima, hasta que Antonio Buonocore los identificó cuando intentaban abandonar Roma en un Lancia robado. El agente se había lanzado valientemente en su persecución como en una película americana. En el Raccordo Anulare los había alcanzado, acorralado y obligado a detenerse. El nómada le había disparado, pero Antonio Buonocore no había respondido al fuego. Había conseguido convencerlo de que liberara a la chica y de que se entregara a la justicia. La hija del joyero —una treintañera cargada de joyas y visiblemente de escasas luces— al ser entrevistada dijo: Rezaré por el hombre que me ha salvado, nunca podré agradecérselo lo bastante, sin él estaría muerta, es un ángel.
El cantante melódico fue a darse una ducha y Emma telefoneó a Antonio a Roma. No hablaba con él desde hacía tres años. Antonio no pareció muy entusiasmado por la llamada, al contrario, levemente incómodo. Aceptó sus felicitaciones, pero dijo que cualquiera en su lugar se habría comportado así. Emma intentó llevar la conversación hacia lo personal. Antonio le dijo que también su vida privada iba bastante bien, es más, a principios de diciembre se casaba, con una chica de Riace. Ah, dijo Emma. Vamos a celebrar una boda tradicional, explicó Antonio, la ceremonia en la catedral de Stilo y el banquete en un hotel. Doscientos invitados. El pastel de tres pisos. El vestido blanco con las damas de honor. Para Angela es importante, ella cree en estas cosas. También mi madre cree en ellas. De sus seis hijos, soy el único que todavía no se ha casado. Emma se sintió repentinamente deprimida. Siempre se había dicho que su vida sentimental era muy desordenada e infructuosa; si nadie conseguía dejar huella en ella era porque nadie sabía amarla con la dedicación, el celo, la exaltación de Antonio. Únicamente con él había tenido ella la sensación de no ser una del montón. Y, sin embargo, Antonio estaba perfectamente sin ella, y se casaba con otra. ¿Y tú?, preguntó al final Antonio. El cantante melódico le hizo una señal gesticulando para que colgara el teléfono, porque antes de un concierto tenía la costumbre de hablar con su esposa para que le diera ánimos. Yo me siento tan sola, dijo Emma.
Cuando la vio de nuevo lo único que le dijo fue: ¡Ahora eres rubia! Emma ya ni siquiera se acordaba de cuándo había empezado a teñirse el pelo. ¿No te gusta?, le preguntó, preocupada e inmediatamente decidida a teñirse de morena de nuevo. ¿Eso qué importa?, respondió Antonio, es a ti a quien tiene que gustarle. Cuánto ha cambiado, se dijo ella, enternecida. Ese otoño se vieron con frecuencia, clandestinamente. El fin de semana —si no estaba de guardia— Antonio se marchaba a Santa Caterina. Tenía que organizar el banquete y seleccionar la tienda en la que hacer la lista de bodas. Todas las noches su madre le telefoneaba, para poner a punto los detalles del menú y de los recuerdos de boda —y él daba instrucciones, mientras Emma le lamía el pezón y algo más abajo—. También le telefoneaba su padre, un albañil jubilado que hacía poco tiempo que había regresado de Alemania, adonde había emigrado veinte años antes, y le explicaba a su hijo los progresos de las obras. Con sus manos estaba edificando otro piso en el chalé construido para sus otros hijos para que también Antonio, la nuera y los futuros nietos tuvieran una casa para las vacaciones. Todos esos preparativos, esos proyectos a largo plazo, esa familia unida y solidaria, ejercían sobre Emma un efecto magnético y letal. A ella le parecía no haber conocido nunca nada parecido. Hacía tiempo que se había marchado de casa, cada vez que veía a su madre era para echarse en cara cosas tan desagradables que eran imposibles de olvidar. Cuando algún que otro domingo comía con ellos, su padre se retiraba muy pronto a la garita de la portería para escuchar la crónica radiofónica de los partidos de fútbol, y exteriorizaba su apego por ella limitándose a preguntarle cómo estaba de dinero, y si necesitaba un préstamo.
Cuando me case, le dijo Emma una noche, yo también quiero casarme de blanco en la catedral, y yo también quiero un banquete con doscientos invitados en el que se coma durante siete horas seguidas. ¿Me estás pidiendo que me case contigo?, se burló de ella Antonio. ¿Crees que no sería una buena esposa?, le preguntó seriamente ella, que en realidad se lo preguntaba a sí misma. Preferiría no saberlo, dijo Antonio. Emma se encogió de hombros. Nunca podría ser la esposa de nadie más, le dijo. Antonio se quedó tan sorprendido que no se le ocurrió nada que decir. Y en una tibia mañana de diciembre, en la catedral de Stilo, recorrida por un murmullo excitado y algo maldiciente, del brazo de Tito Tempesta, muy aturdido, vestida de blanco, con una coronita de flores sobre el pelo oscuro, en vez de Angela entró Emma. Valentina había llegado poco tiempo después. En ese piso accesorio del chalé, que el padre de Antonio había construido literalmente sobre la blanca playa del Jonio, pasaron doce veranos. Al pensar de nuevo en ello ahora, a Emma le pareció que no se podía ser más feliz. Y las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas, irrefrenables.
El mariscal la observaba con expresión partícipe. Un hombre casado, canoso, de casi sesenta años. Podría ser su padre.
Pero Tito Tempesta había acabado bajo un autobús y ya no podría ofrecerle un préstamo ni nada más. ÚNETE TÚ TAMBIÉN A LAS FUERZAS ARMADAS. Las armas. Los uniformes. La bandera. La gran familia de la patria. Están de su parte. El juicio me lo van a hacer a mí. Dirán que soy una histérica paranoica, una madre perjudicial. Le estoy sirviendo en bandeja de plata la manera de librarse de mí. Acabarán por aceptar sus recursos. Antonio me quitará los niños. Me lo quitará todo. «Venga señora, anímese», dijo afablemente el mariscal. «Ahora está segura. ¿Quiere un vaso de agua? ¿Un té?». «No quiero té, quiero marcharme», dijo Emma secándose los ojos. Intentó en vano reunir fuerzas para levantarse.
«¿Cómo se ha hecho ese, ejem, morado?», preguntó el mariscal para desbloquear la situación, que se estaba empantanando. «Ha sido él. No sé cómo ha sucedido», susurró Emma. «¿Es la primera vez que su marido le causa, digamos, lesiones personales?». «No», dijo Emma. Escuchó claramente su voz diciéndole a un médico de guardia: Me he caído cuando tendía la ropa. Me he caído en la bañera. He resbalado en las escaleras, vivo en un sexto piso, ¿sabe?, no hay ascensor. Se acordó de las noches que Antonio pasaba en los dispensarios, junto a ella. Servicial, inquieto, mostrando una dedicación conmovedora y suplicándole que lo perdonara, porque si no lo hacía se moriría, se colgaría, se arrojaría sobre un cuchillo, como un samurái. Le rogaba que creyera que ella no era solamente su amadísima esposa o la madre de sus hijos, si no su propia vida, y Emma sabía que era sincero. Mientras esperaban al médico le besaba la mano, la frente y el pelo, diciéndole que la amaba más que a nada en este mundo y más que a su propia vida y que nunca había querido herirla o hacerle daño —Emma, amor mío, perdóname. ¿Cuántas veces le había repetido las mismas frases, tal vez las mismas palabras? Se acordó de aquella enfermera del Policlínico, se llamaba Rosa. Había fingido que la creía y, en cambio, le llevó con la comida el folleto de una asociación que ofrecía asistencia legal gratuita a las mujeres maltratadas. ¿Cómo se permite pensar que yo soy una mujer maltratada?, la había agredido ella, indignada, rompiendo el folleto. Tengo un marido maravilloso, soy una esposa muy feliz. Yo también, respondió Rosa, pero yo no me caigo por las escaleras. Es la segunda vez en un año que viene usted a urgencias. Estaba de guardia también en enero. Tenía una fractura en la muñeca, dos costillas fisuradas y una vértebra aplastada. Estaba tan mal que quería morfina. Si hubiera podido, se la habría dado. Aunque usted no necesita morfina, sino un abogado. Emma nunca más volvió a que la curaran al Policlínico.
«Ah, bueno», exclamó el mariscal, aunque quizá no habría querido decirlo. Pero la existencia de antecedentes ayudaba mucho. El caso se presentaba difícil. La rubia denunciaba a un policía —un oficial asignado al servicio de escolta—. «Será muy útil. ¿Cuándo presentó la última denuncia?». «Una, el 13 de noviembre de hace tres años», dijo Emma. «¡Se acuerda de la fecha exacta!», se sorprendió el mariscal. «Era el día del cumpleaños de mi marido», precisó Emma. Se había marchado cuarenta días después. Durante un año todos los miércoles había apostado a los números de aquella fecha —23-12-1998— en la lotería primitiva. No había ganado y se había preguntado incluso si eso no sería una señal del cielo. «¿Se acuerda también de dónde puso la denuncia?», preguntó el mariscal. «En los carabineros del Esquilino, pero retiré la querella». Ayúdame, sálvame, sálvanos —le decían sus ojos, aferrados a su uniforme negro, a su cara paternal y bonachona, a las divisas sobre sus hombros—. «Pero ¿por qué?», suspiró el mariscal, estirando los brazos. «¡Qué podemos hacer por vosotras si no nos ayudáis a ayudaros!». «No podía hacer que lo condenaran», dijo Emma, tan bajo que el carabinero del ordenador ni siquiera lo oyó, «yo lo quería, era mi marido, el padre de mis hijos».
En el año 2001, a día 4 del mes de mayo a las 17.10 horas en las oficinas del mando del cuartel de los Carabineros de Roma centro, ante mí, oficial de la Policía Judicial Brigadier Raffaele Critelli, destinado en el mando arriba indicado, comparece la señora Emma Tempesta, cuyos datos se especifican anexos, la cual denuncia lo que sigue. Con fecha de 4 de mayo de 2001, he sido amenazada y agredida en el automóvil por mi marido, Antonio Buonocore, residente en Roma en la calle de Cario Alberto 17, y del cual me separé el 9 de abril del corriente, leía con voz impersonal el brigadier que había recogido la denuncia. Él mismo me golpeó violentamente el rostro y agarrándome por el cuello con ambas manos tan fuerte que dejó visibles equimosis que reproducen la huella de sus dedos, intentó estrangularme, injuriándome con epítetos ultrajantes, ofensivos e irrepetibles, como «puta» y parecidos; luego gritando (aproximadamente) «éste es el día del juicio», «te dejo tiempo para una oración», «pide perdón» y más cosas, hasta que perdí el sentido; luego intentó matarme, utilizando un cuchillo de caza que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, poniéndomelo en el cuello y provocándome arañazos profundos en la garganta y una herida que necesitó sutura, además de hematomas en el rostro causados por los puñetazos. El carabinero se interrumpió, la miró, como preguntándole, ¿está bien?, ¿prosigo? Emma asintió, aunque en esas palabras de una abominable, impersonal desolación, a duras penas podía reconocer la escena que realmente había vivido. Con posterioridad, y en un estado de gran conmoción, me dirigí a urgencias del Hospital San Giacomo, donde fui tratada de las lesiones que se describen detalladamente en el informe que se alega. Quiero además denunciar que desde que lo dejé, Buonocore me ha privado de fondos con los que poder afrontar la manutención de nuestros hijos, para la que recibo ayuda de mi madre. Por otra parte, quiero manifestar que desde hace meses Buonocore me molesta tanto telefónicamente como haciéndome objeto de repetidas amenazas cada vez que he reafirmado la intención de no volver con él. Por todo cuanto arriba he expuesto, interpongo una denuncia formal y querella contra Antonio Buonocore, para que sea perseguido judicialmente por los delitos de amenazas, injurias, lesiones personales y otros posibles delitos que pudieran identificarse durante el proceso, pidiendo la condena del mismo, sin renunciar a constituirme en parte civil. No tengo nada más que añadir ni que modificar a lo ya dicho.
«No ha escrito que solicito la suspensión de Buonocore del servicio de escolta y la revocación de su licencia de posesión de armas de fuego», lo interrumpió Emma. «Eso no es pertinente para la querella», objetó el carabinero. «Escríbalo», repitió Emma. «Tiene seis pistolas y tres fusiles ¡tienen que quitárselas!». El carabinero lanzó una mirada interrogativa a su superior. El mariscal le hizo un gesto para que la dejara hablar, pero sin modificar el texto. La impresora entró en funcionamiento con un repiqueteo asmático. «Es el mejor tirador del campo de tiro de la policía», prosiguió Emma, átona. «Tengo dos hijos pequeños, no vayan a hacerse responsables de dejarlos huérfanos».
El carabinero le tendió la hoja. Escrito, leído, confirmado y firmado en la fecha y lugar arriba reseñados. La denunciante, Emma Tempesta. Y sobre ellos recayó el silencio. En alguna parte, en la calle, el equipo de música de un coche emitía a toda pastilla la canción del momento: «Luz: Te siento cercano», cantaba Elisa, «la respiración no miente, / en tanto dolor, / no hay nada erróneo, / nada, nada». «Tienen que hacer algo de inmediato», dijo Emma, impaciente. «Tiene tres cajas de munición en el armario. Ha perdido la cabeza, es peligroso». «Nada, nada». «Abriremos una investigación», explicó gentilmente el mariscal, «Hay que determinar la veracidad de sus acusaciones». «¿Qué es lo que tienen que verificar?», gritó Emma. «¡Míreme!». El mariscal evitó darle la razón. Tal vez a pesar del vistoso hematoma esta mujer era una mitómana que acusaba —por venganza o crueldad mental— a un oficial de la policía. La denuncia hacía aguas por todas partes. Emma Tempesta parecía bastante inestable, durante la fatigosa redacción de la denuncia había fumado tres cigarrillos. Preguntada por su profesión, se había negado a explicar cuál era, porque una persona no es el trabajo que realiza. Preguntada sobre si había dado a Buonocore algún motivo para sus violentos celos, había contestado, con sorna, que razonaban como su marido. Buonocore había solicitado la modificación de las medidas dictadas por el presidente del tribunal y que le quitaran la custodia de los niños porque habían surgido nuevos elementos y ¿a qué no adivinaban cuáles eran?, pues que ella había encontrado trabajo y no se preocupa ya de sus hijos y salía con otros hombres. Por suerte el juez no los había creído. Además, la Tempesta no había sabido explicar la dinámica de ese presunto intento de homicidio. Había subido por su propia voluntad al coche de su marido. Y el policía tenía permiso de armas. La pistola podía llevarla sin problemas en la guantera. Nada se lo prohibía. Por otro lado, no había efectuado ningún disparo y ni siquiera había empuñado el arma. Tal vez había intentado estrangularla, o tal vez no. La Tempesta no recordaba cómo habían sucedido los hechos o no quería decirlo; a lo mejor incluso había consentido mantener una relación con su marido —un hecho muy frecuente, en casos análogos. En cualquier caso, si esta mujer decía la verdad, las investigaciones le darían la razón. Unas investigaciones delicadas, que tenían que efectuarse con la máxima discreción. Había unos niños de por medio. No podía prometerle nada más. Salvo la certeza que guiaba cada uno de sus días. La ley es igual para todo el mundo.
Emma apagó el cigarrillo en el vaso de té. Miraba al mariscal como si ahora, estando sentada, pudiera salir, revocar el permiso de armas de Antonio, requisarle los fusiles y las pistolas, impedirle que la persiguiera, que la angustiara, que la agrediera y, a lo mejor, arrestarlo. «¿Cuánto tiempo será necesario?», le preguntó. Una ingenua esperanza brillaba en la oscuridad de sus ojos negros. «El siguiente», llamó el brigadier. Entró un turista americano al que le habían robado la cámara de vídeo en el 64. Emma no se movía. El mariscal pensó que esa mujer, para obtener una sentencia, en el mejor de los casos tendría que esperar tres, cuatro, tal vez incluso cinco años. «Ahora vayase a casa, señora», dijo, «ya la avisaremos».
«Déjalo entrar», dijo la profesora de musculación, colándose por la cancela, «no pongas tantos problemas, es socio». Antonio le dirigió una sonrisa. La arisca policía que se sentaba delante de la mesa, en la garita del círculo, le precisó a la profesora de musculación que Buonocore podría ser socio, pero que si no mostraba el carné de policía no podría entrar. «Déjalo entrar, venga», dijo la muchacha, guiñándole un ojo. Antonio la siguió por el paseo, a la sombra de altos cipreses y centenarios pinos de amplias copas. Los mirlos cantaban. El aire olía a resina y a hierba segada. En el círculo situado en un meandro apartado del Tiber, la ciudad ya empezaba a rarificarse hasta el punto de que ni siquiera parecía estar en Roma. Antonio sintió una gratitud incondicional hacia la muchacha. Sentía, sobre todas las cosas, el terror de quedarse solo. Ya no conocía a nadie, ya no tenía amigos, nadie con quien hablar —se había hecho el vacío a su alrededor, como si fuera un apestado. El círculo deportivo de la policía era el único lugar en el que podía sentirse en medio de los demás, parte todavía de algo. Vivo.
Se metieron en el edificio del gimnasio. El pasillo olía a sudor y a champú. En las cajas de los altavoces retumbaba la voz de Anastacia. I’m outta love. Al oír aquella voz, Antonio sintió escalofríos. Aquella cantante era lo que Emma habría querido ser, y que nunca sería. No sabría decir qué era lo que, en esa voz atormentada y profunda, le recordaba la suya. «Hacía tiempo que no te dejabas ver por aquí», le dijo la profesora de musculación, abriendo la puerta del vestuario. Su tono era dulce, carente de reproche. «He estado ocupado», dijo Antonio. «Lástima», dijo la muchacha, y cerró la puerta a su espalda. En el batiente se leía: PRIVADO.
Antonio recordaba a duras penas su nombre. Tal vez se llamaba Sarah. Era americana. Mientras corría sobre la cinta, se había dado cuenta de que ella lo miraba. Había tenido la impresión de que le gustaba. Habían ido a cenar al restaurante etíope del paseo Regina Margherita. Antonio odiaba la cocina africana, y la china, y la mexicana. Tal vez porque le recordaban los sueños exóticos de Emma. Siempre le había prometido que al año siguiente por Navidad no irían a Santa Caterina, sino que la llevaría a algún país ecuatorial. Una Navidad sin frío ni abetos cortados: con palmeras y el sol en lo más alto. Sarah había enrollado la tortita sobre los trocitos de carne y le había enseñado a comer con las manos. Le había preguntado por su signo del zodíaco. No creo en esas cosas, dijo él. Tú quieres hacer ver que no crees en nada, dijo la muchacha, pero yo ya sé que no es verdad. Al final se enteraron de que los dos eran Escorpio, y de que esto era señal de una gran afinidad. ¿Y Géminis?, preguntó él. ¿Cómo se lleva con Escorpio? Emma era Géminis. No hay entendimiento astral, respondió Sarah. Esto más o menos era todo lo que se habían dicho durante la cena. Había pagado él, y ella se había sorprendido. Sarah vivía detrás de la universidad. Compartía un miserable apartamento de alquiler con otra muchacha extranjera, a la que él no había visto. Habían tenido sexo en silencio, porque la compañera de piso veía el Maurizio Costanzo show en el salón. La muchacha era sosa, musculosa, espontánea. Lo habían hecho dos veces y lo recordaba con agrado. ¿Te quedas a dormir?, le había preguntado ella después. Mientras se vestía de nuevo para marcharse, la muchacha, con una sinceridad que lo había descolocado, le había dicho: me gustaría tener una historia contigo. Antonio no había vuelto a dar señales de vida. No se imaginaba que iba a verla hoy, sino sólo correr sobre la cinta, aumentando continuamente la velocidad y la pendiente —expulsar con el sudor y el cansancio todos sus pensamientos, todos sus remordimientos—. Se subió a la máquina. La alfombrilla se puso en movimiento y Antonio la programó el máximo tiempo permitido. Empezó a correr, haciendo molinillos con las piernas. Corría como si tuviera que ir a algún sitio. O huir de alguien que lo persiguiera. Todavía tenía sangre reseca bajo las uñas. Mantenía la cabeza agachada. No quería mirarse en el enorme espejo de la pared, ni toparse con su propia mirada. He intentado matar a Emma. Y si pensaba en ella, la cabeza le estallaba. Le entraban ganas de destrozar la máquina, los aparatos, su propia cara. Ganas de coger la pistola que había dejado en la taquilla y dispararle a la mujer que estaba sentada en la garita de la entrada, al directivo fláccido que corría en la cinta de al lado, incluso a la profesora de musculación que al otro lado de la sala hacía saltar arriba y abajo en los steps a una docena de esposas de policías de mediana edad.
No conseguía quitarse de la cabeza la sangre en la garganta de Emma. Quería gritar su nombre, tan fuerte que reventaran los cristales. Cómo era posible que esa mujer despiadada que hacía menos de una hora se había lanzado en mitad del tráfico para parar un taxi fuera la misma dulce y joven esposa que pasaba sus días en un oscuro apartamento de Torre Spaccata. Esperándolo a él, en compañía de la pobre música de la radio y de una niña de pocos meses —un ser misterioso, inmerso en un sopor animal, blando de crema, cálido, ávido, mudo—. La dulce esposa que, cuando él por fin regresaba, salía corriendo a su encuentro dándole la exaltante certeza de que era el centro del universo. Porque sabía que en esas largas horas de soledad Emma preparaba el almuerzo y la cena, barría, quitaba el polvo, fregaba el suelo y los platos, cuidaba amorosamente a la niña, hacía todo lo que podía para que la vida de su no menos amoroso marido fuera lo más parecido a un oasis de paz. La esposa que en la práctica lo había abandonado todo, excepto vivir, por él; que, creyendo que a él le agradaría, incluso había vuelto a ser morena. Tal vez quería complacerle, ser aprobada, apoyada, alabada. Ser la mujer que él deseaba que fuese. Qué te ha pasado, qué te han hecho, adónde ha ido a parar esa mujer, mi mujer.
Empapado de sudor, Antonio se echó sobre el banco de abdominales. Replegó ochenta veces las piernas, lastradas con espinilleras de acero cada vez más pesadas. Luego levantó el contrapeso. Después de todo, todavía estaba en forma. Pero los músculos le dolían como si fueran a lesionarse. El instructor se le acercó y lo observó, sin encontrar nada que corregirle a su postura. Antonio levantó pesas hasta el que cansancio le nubló la cabeza y su cuerpo duro como el mármol se le hizo extraño, y únicamente cuando le pareció que ya se había calmado, y que había hecho el vacío dentro de sí mismo, se levantó, atravesó el gimnasio desierto a esa hora de la tarde y se metió en la sauna. Tras unos minutos, el ojo de buey se empañó por completo y él tuvo la impresión de que había quedado fuera del mundo. La muerte debe de ser así. En cierta ocasión —llevaban casados dos o tres años— Emma le dijo que su existencia soñada era tan irreal que tenía la sensación de estar ya muerta. Y no era en modo alguno una sensación desagradable. Esa no vida se había llevado consigo todas las ambiciones, todas las inseguridades, todas las decepciones. Esa desmemoriada serenidad del cuerpo, esa repetición cotidiana, la ausencia de futuro, era exactamente lo que los demás llaman felicidad.
Antonio permaneció echado sobre el banco de la sauna, mientras su cuerpo transpiraba la rabia, el cansancio y el dolor que goteaban por los poros sobre la toalla, sobre las tablas del suelo. Se habría quedado horas, allí adentro, tal vez hasta perder el conocimiento, tal vez para siempre. Pero cuando la puerta se abrió, y dos sarasas musculosos y desnudos como gusanos fueron a echarse sobre los bancos, charlando, se preguntó de quién serían familiares, y cómo habrían conseguido obtener el carné, y se largó de allí. Permaneció bajo la ducha helada hasta que empezó a temblar. Luego se vistió de nuevo y se encaminó hacia la salida. Ya no tenía sangre bajo las uñas. Estaba limpio, nuevo. Y se sentía bien.
En el paseo se cruzó con la profesora de musculación. Ya no llevaba el chándal. Pantalones militares de camuflaje y una cazadora tejana, con el pelo rubio suelto por los hombros iba tirando como podía de una maleta con ruedas. «¿Te marchas?», le preguntó, por pura cortesía porque Sarah había sido amable con él, aquella vez. «Mi curso ha terminado, en mayo no hay gente suficiente para pagarme a mí también», respondió ella, despidiéndose con un gesto de la arisca policía de la garita, «regreso a América». «¿Ahora?», dijo Antonio. «Ya he llamado a un taxi, tengo un tren para el aeropuerto dentro de media hora». De pronto, Antonio se dio cuenta de que si aquella muchacha lo dejaba, él se quedaría solo consigo mismo, y con Emma. «No te gastes todo ese dinero. Te acompaño», dijo. Sarah sólo dijo: «Si te apetece…».
Durante el camino, la muchacha miraba ansiosamente los semáforos, el atasco interminable, el mapa de Roma en el Tuttocittà. El Tiber dibujaba una sinuosa ese entre los dos bloques amarillos de las orillas. Luego toqueteó los casetes de Emma en el salpicadero y Antonio soltó una imprecación contra un inocente motorista para evitar así decirle que no los tocara. Sarah le pidió que pusiera Celentano —un artista al que había conocido aquí, en Italia, y que le gustaba mucho— pero Antonio dijo que el equipo no funcionaba. Sentía en la garganta un nudo sólido, algo que le impedía tragar. Habría querido aparcar en Ponte Milvio, bajar hasta los muelles solitarios del río, por donde únicamente iban los ciclistas y los corredores de maratón, y hacer que la americana le contara cualquier tontería —si había estado bien en Roma, qué había hecho después de que la perdiera de vista—. Y quedarse allí hasta que llegara la noche, y entonces ya sería demasiado tarde para lo que fuera, y no podría hacer nada más que volver a su casa. Pero la muchacha tenía miedo de perder el tren, y él tenía miedo de decirle lo que eran esas manchas en el asiento —ese líquido de color óxido que estaba penetrando en el tejido de los pantalones de camuflaje—. Y al mismo tiempo tenía un deseo irresistible de hablarle de Emma, de contárselo todo. De explicarle lo feliz que había sido con Emma y que después, sin embargo, algo había ido deshaciéndose. Pero ¿cuándo? ¿Y por qué? Ahora no lograba recordarlo. Le parecía todo tan lejano, tan insignificante. Quería hablarle de las dudas, de las obsesiones, de la sordidez. Decirle que su matrimonio se había convertido en un proceso y luego en una condena infligida continuamente, de Antonio a Emma, y de Emma a Antonio —cada uno de ellos ideando, tal vez sin saberlo, la manera más refinada y dolorosa de torturar al otro—. Emma floreciendo de nuevo tras años de monotonía, brotando tras el nacimiento de Kevin con una explosión de formas y colores: con el recién nacido en el portabebés, sin decírselo, empezó a frecuentar a sus amigos músicos y los locales en los que tocaban —dándole motivos para creer que había algo inconfesable en esas amistades. Empezó a hacerse la despistada con los compañeros de Antonio, e incluso con sus superiores. Antonio escuchaba sus llamadas telefónicas, espiaba en su ropa interior, descubriendo con una desolación indescriptible sus míseras, patéticas mentiras, y mandándola tres veces al hospital. ¿O habían sido cuatro? Tenía que hablar ahora mismo, inmediatamente, sin demora, de esos años de investigaciones y peleas, insultos e interrogatorios, humillaciones y subterfugios. Le habría gustado que quien lo escuchara fuera el cura de la comunión de Valentina, o el abogado Fioravanti, o su padre, el albañil, sólido y paciente como una roca. Pero tan sólo estaba esa muchacha sana, y fresca, y joven, con los pantalones de camuflaje que se estaban manchando de sangre.
«¿Eres católica?», fue todo lo que logró preguntarle. «No, protestante», respondió Sarah. «¿Eso qué significa?». «Es bastante difícil explicarlo con dos palabras», sonrió la americana. «¿Crees en Jesucristo?», dijo Antonio, que no lograba desterrar de su campo visual la flor de sangre en la parte inferior del muslo de la muchacha. «Claro», dijo Sarah, un poco sorprendida. «Yo también», dijo Antonio. «Jesucristo es la verdad y la vida. Eterna es su misericordia». Y ya la barrera del aparcamiento de la Estación de Termini se levantaba, la luz verde indicaba PLAZAS LIBRES. Y la amenazante marquesina de cemento armado —abarquillada como tras un seísmo— salía a su encuentro, ya estaban en el inmenso vestíbulo de las taquillas, rodeados por una multitud de maletas, turistas, mochilas, viajeros habituales. Era viernes. La gente se iba de fin de semana. O regresaba a casa. Únicamente Antonio no tenía ningún sitio adonde ir. Ya no tenía casa. El apartamento de la calle de Cario Alberto se parecía más bien a una caja vacía, y fuera el que fuese su contenido, ya no estaba allí.
El tren para el aeropuerto salía del andén número 26, en una zona aislada de la estación. Pasaron por delante de los quioscos, del puesto de policía, del carrito con agua mineral y del amasijo de carritos portaequipajes. A Sarah le habría gustado coger uno, pero Antonio se lo impidió. La maleta ya la llevaría él. Faltaría más. «¿Es que ya no trabajas?», dijo Sarah, lanzándole una mirada interrogativa. «Me he tomado unos días de vacaciones», respondió Antonio, «tengo agotamiento nervioso». «Entonces, ¿por qué no te vienes conmigo?», dijo la muchacha. «Podemos comprar el billete en el aeropuerto. Ya sé que no eres de la clase de personas que hace las cosas sin programarlas por completo, pero hazlo por una vez». Antonio siguió arrastrando la maleta de Sarah y no dijo nada. América. Nunca se le había pasado por la cabeza poder marcharse a algún sitio distinto. Que para él existiera otra ciudad. Vio el tren al final del andén. Azul y verde, como un juguete de niños. «Mis padres viven en Maine», dijo Sarah, «en la frontera con Canadá. ¿Has estado alguna vez allí?». «No», dijo Antonio. «Me da miedo volar. No me gusta el avión». «Eso se pasa», lo animó la muchacha, con una sonrisa. «Es un miedo que no tiene sentido. Pero hay que desearlo». «Tú eres americana», dijo Antonio, «te crees que las cosas funcionan como tú deseas que funcionen, pero no es así». Desconcertada, Sarah timbró su billete en la máquina de validar amarilla. El tren salía dentro de cinco minutos, no tenía mucho tiempo. Una muchacha rubia, musculosa, sana. La piel clarísima, punteada de pecas. Una muchacha de veintiséis años, recta y sencilla, como a él le gustaba.
Antonio la ayudó a subir la maleta a bordo. «Los italianos sois amables con las mujeres», dijo Sarah, riéndose. «Me habría gustado tener un novio italiano, pero no he tenido suerte». Se demoraba sobre el estribo, rodeada por la maleta, el bolso, un pequeño baúl de plástico que tal vez contenía su neceser. «Bueno, pues entonces, adiós», dijo, insegura. Cuando se volvió, Antonio la siguió por el vagón. Caminaron hacia la cabeza del tren, pasando de un coche a otro, él unos pasos atrás, con la mirada clavada en la mancha de sangre de la parte inferior del muslo derecho. Emma tenía veintiséis años cuando nació Valentina. Emma. A saber dónde estaría ahora. No volvería a verla. Nunca más. Y no había nadie más en este mundo que lo conociera como ella. Sin ella, ni siquiera él se conocía a sí mismo. Cuando Emma lo abandonó, no sólo era la ausencia de ella lo que había sufrido. No sólo la ausencia de los niños. Sino también la ausencia de sí mismo. Se había convertido en un hombre diferente al que creía ser él. Un hombre como millones de otros, un hombre incapaz de cualquier cosa, sin pasado, sin futuro.
Sarah escogió un asiento al lado de la ventanilla. En el coche no había más viajeros. «¿Por qué no te vienes?, en serio», dijo de nuevo Sarah. «Tú me gustas de verdad, Antonio. No me voy con el primero que pasa, aunque tal vez fuera esto lo que pensaras». «He intentado degollar a mi mujer», dijo Antonio, colocando la maleta de ella en el compartimiento que había sobre los asientos. La muchacha lo miró, aturdida abriendo por completo sus ojos azules. «Tenía que decírselo a alguien», se disculpó Antonio, «de lo contrario, me volvería loco». «No te creo», dijo Sarah. «Eres tan bueno». «¿Qué te hace pensar eso?», se rió Antonio con amargura. «Te conozco», dijo ella. «Yo no me equivoco nunca».
Subió una familia de franceses. Se instalaron en los asientos cercanos. Dos hijos. Un chico y una chica. Antonio pensó de nuevo en Kevin y Valentina. No debo buscarlos. No debo volver a verlos. No podría dejárselos a ella. La chica francesa balanceaba la cabeza, moviendo las manos sobre el mando de un juguete electrónico, que producía sonidos metálicos. Intentó acordarse de cuántos años tenía Valentina. «Maine es bonito», dijo Sarah, «la naturaleza es salvaje, hay muchos bosques. A ti te gusta la naturaleza, me lo dijiste aquella noche». No me acuerdo de lo que te dije aquella noche, pensó Antonio, probablemente tan sólo deseaba hacerme el interesante. «Si estás de vacaciones», dijo Sarah, «¿por qué no te vienes? Mis padres tienen una casa grande, cerca del río. Puedes ir a pescar, a caminar por los bosques, hacer lo que quieras, no es necesario que estés forzosamente conmigo». «No puedo», dijo Antonio. «Entonces será mejor que te bajes», dijo Sarah, «el tren está a punto de partir».
Antonio no se movió. Se perdió en los ojos azules de la muchacha. Si me bajo de esta mierda de tren, se acabó todo, pensaba. «¿Dónde está tu mujer?», dijo ella. «En el hospital, supongo», respondió Antonio. «Estaba mal. Perdía mucha sangre. No ha querido que la acompañara». Pasaron dos empleados del tren. Con sus uniformes verdes y azules, del mismo color que la pintura del tren y de los asientos. Hablaban de fútbol: el más joven se apostó una pizza con su compañero, empedernido hincha del Juventus, a que el Roma ganaría el campeonato. «Cinco veces», se acordó de repente. «Sólo cinco veces en doce años. ¿Acaso merezco la pena de muerte por eso?». El tren empezó a vibrar bajo sus pies. De los climatizadores salió de pronto un soplo de aire frío. «Sostiene que ni a los asesinos en serie hay que llevarlos a la silla eléctrica. Pero a mí no me ha concedido ni siquiera el Tribunal de Apelación. Me ha asesinado a sangre fría». «Antonio…», intentó interrumpirlo la muchacha. «En un momento dado se ha desmayado. Yo estaba contento. Quería que muriera», subrayó, satisfecho. «No, seguro que no querías», dijo Sarah, cogiéndole la mano. Antonio se la llevó a la boca y apretó los labios. Qué sabrá esta chica de mí. Qué habrá visto en mí, a alguien que ya no existe. Qué puedo ofrecerle a esta chica. Mi vida está destruida. Ya no tengo fuerzas, ni sueños, ni esperanzas. No tengo nada que ofrecerle. Ni siquiera he sido capaz de llegar a inspector. Tengo cuarenta y dos años y todavía soy un simple oficial de policía. No he sido un buen compañero. No he sabido ser un punto de referencia ni un ejemplo para mis hijos. Podía haber llegado a ser alguien y ella me lo ha impedido. También Emma podía haber llegado a ser alguien. A ser famosa. Yo se lo he impedido por miedo a que me dejara. Y me ha dejado igualmente. Las cosas han ido así.
Antonio se lanzó hacia la salida. Sarah le gritó a sus espaldas nos veremos en septiembre, cuando empiecen de nuevo los cursos regresaré a Roma, pero él no se dio la vuelta. Bajó al andén. Las puertas automáticas se cerraron y el empleado en el andén agitó la mano en dirección hacia la locomotora, para dar la señal de salida. Al final del andén, el semáforo estaba en rojo. Sarah daba golpes con el puño tras la ventanilla. Estaba diciéndole algo, pero Antonio no lograba oírla. Su boca se movía. Le pareció que estaba a punto de llorar. Sintió pena por ella. Apoyó su mano en el cristal y la muchacha —desde el otro lado— hizo coincidir la suya encima. El semáforo se puso en verde. Permanecieron así —con las palmas adheridas y, sin embargo, separadas por el cristal polvoriento—. Luego el tren se puso en marcha. Su mano había dejado sobre el cristal una aureola brillante, como un aliento. Por unos instantes, Antonio corrió junto al tren, la muchacha, el avión, los bosques de Maine y la frontera con Canadá, las mil pecas sobre la piel de ella. Luego el tren aceleró y Antonio llegó hasta el límite mismo del andén. Cientos de vías corrían paralelas en la gran explanada de la estación entre vagones de mercancías abandonados, semáforos, ruinas, edificios blancos y torres de las que nadie sabría decir para qué servían. Y en el mismo instante en que el tren verde y azul desapareció hacia Porta Maggiore, la muchacha dejó de existir para él, desapareció la posibilidad de elegir, de cambiar de idea, de vivir otro día, de otro modo, otra vida.
«Valentina no está», le dijo la madre de Emma. «¿Dónde está?», gritó Antonio al móvil, para imponerse al estruendo de un tren. Atravesaba entre el gentío, mirando aunque sin verlos los grandes carteles electrónicos luminosos de las salidas y las llegadas colgados al fondo del andén. «Hoy tiene partido», gritó la vieja. «¿Qué partido?». «Tendría que darte vergüenza, no sabes nada de tu hija», comentó Olimpia. Antonio le dio una patada a una botella, lanzándola hacia las vías. La bruja se merecía una muerte atroz, dolorosa, entre torturas inenarrables —echarle a la cara una botella de ácido clorhídrico, obligarla a tragarse matarratas, crucificarla en la pared con una pistola de clavos, agujerearla con el fusil de asalto—, pero luego pensó que lo peor para la vieja sería dejarla con vida.
«¿Dónde está?», gritó Antonio. «Tu hija no tiene dinero ni para comprarse las zapatillas de voleibol. Se lo he prestado yo», especificó Olimpia. «Si esto es un padre, pobre Italia». Y luego añadió, orgullosa: «Valentina es buena, no ha salido a vosotros, es una campeona». «¿Dónde está?», gritó de nuevo Antonio. Olimpia enmudeció. Quizá se estaba preguntando si debía decirle la verdad o colgarle el teléfono en los morros. En el andén de al lado, el Eurostar se separó de los topes, lento como en un sueño. El tren del aeropuerto debía ya de estar fuera de Roma.