«¿Qué te ha pasado en el ojo?», le preguntó Carlotta, «¿estás enfermo?». «Tengo ambliopía», respondió Kevin de mala gana, porque no le gustaba hablar de su ojo. «¿También tienes torcido el que está tapado?». «No, el que está tapado es el ojo sano. El otro es el vago y tengo que hacer que se esfuerce», explicó, por enésima vez. Sólo cuando la explicaba, esa historia le parecía convincente. Cada vez que mamá le cambiaba el esparadrapo, protestaba diciendo que ya no lo quería, total, no creo que funcione. Mamá, no obstante, juraba que dentro de un tiempo, aunque no sabía cuándo, el ojo torcido se curaría y él vería perfectamente. Él preferiría ser ciego y no llevar esparadrapo. «¿Eres amigo de Camilla?», le preguntó el primo de Camilla, un sonrosado cerdito apretujado en su chaqué. «Sí», contestó Kevin. Habría querido especificar que era algo más: su marido. Desde hacía pocas horas, pero para siempre. Así lo habían acordado. De hecho, ya en su casa Camilla no había hecho más que complacerlo, contemplándolo amorosamente con los tiernos ojos de niño, y lo había llevado hasta su habitación —ésta también más grande que la casa de la abuela Olimpia. Y dado que la madre de Camilla no estaba, como tampoco el padre, solo una canguro vieja como la Abuela Pato y tan fea como ella que, pese a todo, iba a lo suyo y chateaba en el ordenador haciéndose pasar por una sabelotodo joven y hermosa, lo había llevado a explorar los misteriosos meandros de su casa.
Se habían asomado al dormitorio de la señora Fioravanti, que estaba increíblemente ordenado y, en comparación con la habitación de mamá, parecía una tienda, con los vestidos todos puestos en fila en el ropero, un bosque de perchas y estantes. Camilla se había puesto un par de sandalias en punta con tacón de aguja y una bata de seda brillante y había dicho: yo era la princesa Althea y tú eras el príncipe Nikor. Kevin no sabía quiénes eran tal vez personajes de alguna historieta que no había visto —o que ella se había inventado— pero se había adaptado. ¿Vale que era nuestra boda y que estaba aquí toda la corte?, dijo Camilla. Vale, dijo Kevin-Nikor, yo había vuelto de la guerra herido en un ojo. De tal guisa, tropezándose con la bata larga y con las sandalias demasiado anchas, Camilla-Althea lo había cogido del brazo y habían desfilado por los pasillos delante de la corte que los aplaudía. Y en un momento dado, con una contorsión inesperada, Camilla le había estampado un beso húmedo en la mejilla, por lo que Kevin se había refugiado detrás de un sillón, porque aparte de mamá, la abuela y Valentina, ninguna otra mujer le había lamido anteriormente la mejilla. Y Camilla le había contado que es un hecho normal, todos los enamorados se besan. Pero cuando le había babeado nuevamente la mejilla, él había cerrado el ojo. En fin, que al margen de esos besos un poco impresionantes, había hecho un gran negocio casándose con Camilla, que además de ser la más guapa de la clase, tenía una casa inacabable, una habitación para los juegos y un montón de pensamientos amables hacia él. Pero desde que la canguro los había descargado en el Palacio Lancillotti, y habían llegado los invitados, y el mago vestido de negro había empezado a hacer desaparecer y aparecer conejitos blancos amaestrados, y cotorritas ventrílocuas; en fin, desde que la fiesta había empezado, Camilla había sido secuestrada por un enjambre de niños rosados como confetis que tiraban de ella de un lado a otro. Por mucho que el heroico príncipe Nikor se deslizara por todo el salón e intentara audaces maniobras para acercarse a la princesa Althea, no lo había vuelto a conseguir.
«¿De qué trabaja tu padre?», preguntó Carlotta mientras el mago metía en una caja a los conejitos amaestrados y las cotorritas ventrílocuas. Cuatro animadores vestidos de payasos saltaban y gritaban que ahora tenían que formar dos equipos porque empezaba la búsqueda del tesoro —bregando duramente porque los setenta niños, maravillados por los conejitos y las cotorritas, no obedecían e iba creciendo en los salones una algarabía peligrosa para la integridad de los frescos y del valioso parquet. «Es po-po-policía», balbuceó Kevin, con dificultad, porque toda alusión a la existencia de su padre lo empujaba hacia un estado de pánico que le producía retortijones de estómago y le trabucaba las palabras en la boca. Además, miraba angustiado los equipos que se iban formando, colocándose los niños a la derecha o a la izquierda a medida que los hubieran llamado por su nombre en voz alta. Sabía que pronto se quedaría solo en medio del salón, porque nadie lo elegiría. «¿Policía? ¿Y cuánto gana?». «Yo qué sé», respondió Kevin. «¿Qué coche tiene?», preguntó Lorenzo, quien había aprendido de su madre, aunque ésta, pese a todo, no podía saberlo, a medir el valor de las personas según el valor de su automóvil. «Un Tipo». «¿Un Tipo? ¡Pero si ya no lo fabrican!», exclamó Lorenzo. «Mi padre dice que los Tipo dan asco, los construyen en Sicilia y la mafia roba todas las piezas y los pegan con cartón». Su padre tenía un Mercedes. Era tan largo que nunca encontraba aparcamiento.
«El mío tiene un Toyota», se inmiscuyó un chico mayor, con el pelo de paje y los ojos azul flor de lis, «los coches japoneses son los mejores». Kevin no lo conocía y lo juzgó fascinante. Deseó ser su amigo. «El Tipo es un buen coche y tiene un g-g-gran po-po-portaquipajes», farfulló, «y no es tan viejo, me acuerdo de cuando se lo compró». «Será que lo compraría de segunda mano», comentó el chico de ojos azules, que ya no sentía interés alguno por Kevin, y fingía interesarse por el bufet donde calentaban las pizzas pequeñas para no dejar ver que estaba preocupado porque él tampoco había sido elegido. «N-n-no es verdad», protestó Kevin. «Claro que es verdad. Los policías ganan poco dinero. Mi padre dice que no es justo pagar de manera tan miserable a los servidores del Estado», dijo Lorenzo. También su padre era un servidor del Estado, era juez en el Tribunal de Apelación. «Mi p-p-padre tiene un montón de p-p-pistolas», dijo Kevin, mendigando miserablemente su atención. «¿Y cómo lo sabes?», dudó el chico de ojos flor de lis, estrujando una patata frita. «Las he visto».
Las caras acaloradas de tres chiquillos se volvieron hacia él. Aprovechándose de aquel destello de atención, Kevin se aventuró a describir la colección de Antonio. Papá tenía interés en que conociera las pistolas. Se las dejaba tener en sus manos. Las armas son cosa de hombres. Kevin se moría de miedo, pero no se lo decía porque papá se ponía contento cuando él se mostraba interesado por las armas —significaba que de verdad era hijo suyo—. Cosa de la que, quién sabe por qué, a veces papá no estaba seguro, y cuando se peleaba con mamá empezaba a gritar que quería hacerse el test del adeene porque a saber de qué espermatozoide de qué hijoputa había salido este blandengue tartaja que vivía en su casa. El espermatozoide, le explicó Valentina, es el renacuajo que navega por la barriga de las mujeres para encontrar el huevo: es así como nacen los niños. A fuerza de escuchar repetidas veces esa historia del espermatozoide navegante, Kevin había empezado a pensar que a lo mejor era verdad, y el asunto no le disgustaba demasiado. Tal vez su padre auténtico, el propietario del espermatozoide, sería más amable, con mamá y con él. Pero, desde que se fueron a vivir a casa de la abuela Olimpia, ese padre alternativo tampoco se había dignado aparecer.
Más o menos cada tres meses, a mamá le cambiaba el humor, en cierto sentido resucitaba de su letargo y del sueño de la princesa dormida; igual que en los tebeos, se transformaba en una especie de hada: en resumen, que empezaba a salir con alguien. Se pasaba las horas en el cuarto de baño, tiñéndose de rubio el pelo con unos emplastos vegetales que compraba en la herboristería, pintándose las uñas, depilándose con cera tibia soluble en agua que se pegaba por todas partes, y probándose toda la ropa de la maleta. Cuando, por fin, salía, él y Valentina espiaban desde la ventana al hombre que se había hecho merecedor de tantas atenciones y que venía a recogerla por la noche. El hombre en cuestión era, por regla general, una decepción horrorosa. Había venido un dentista con un Jaguar, que había durado desde Semana Santa hasta el 15 de agosto; un mecánico con una nariz tan alargada como una estalactita, que había durado dos meses; varios músicos que habían durado menos aún y desde hacía algún tiempo ya no venía nadie. Pero ninguno de ellos se parecía a él ni de lejos, y nunca le había sido presentado nadie como padre. «Pues mi padre tiene la Beretta n-n-noventa y dos, y la eme doce con veintidós balas en el cargador, que es una ametralladora automática, y éstas las necesita para el trabajo, la a-a-ametralladora es para cuando t-t-tienes que disparar sin detenerte», explicó. «Y cuando trabaja también lleva el espray de gas p-p-paralizante y un arma blanca, que es un cuchillo que le sirve para matar en el cuerpo a cuerpo. Y l-l-luego, cuando no trabaja tiene la Tauro, que es completamente negra, y una Mause larga de tiro con el cañón pesado, y una Sprinfil americana con culata de madera que la usan el Efe-be-i y los cuerpos especiales antiterrorismo; y además tiene el k-47, el viejo kala, bueno, el que se llama calasnicof». El primo de Camilla, Carlotta y el chico de ojos azules parecían tener curiosidad y Kevin se sintió con ánimos para continuar. «En fin de año, cuando v-v-vamos al pueblo de mis abuelos, mi padre dispara a las gaviotas en la playa. Y siempre las mata, tiene buena puntería, como Mel Gibson. Mi padre dice que Arma letal es un cuento chino, pero él dispara de verdad». Se calló de repente, porque los ojos de cervatilla de Camilla se asomaron por detrás del hombro de Carlotta, y no le gustaba hablar de su padre el pistolero delante de ella, que era tan sensible y no quería matar ni siquiera a los mosquitos que a principios de mayo ya revoleaban alrededor de su villa. Pero a esas alturas ya no podía detenerse, porque si lo hacía los otros le darían la espalda y lo dejarían plantado en medio del salón. «¿Y ha matado a alguien?», preguntó Lorenzo, cuyo padre enviaba a la cárcel a las personas que mataban. «Claro», garantizó Kevin. «A un montón de gente». No era verdad, pero los chiquillos se quedaron impresionados. Kevin había triunfado.
Pero tuvo que secarse las manos en las solapas del esmoquin, porque un insensato temor se le había alojado en el cuerpo. Mientras hablaba, le volvió a la cabeza esa sensación de estar ahogándose que lo hacía correr hacia el sofá y subir el volumen de la tele. Y de pronto se había acordado de la última vez que había visto el Kaláshnikov, y no era Fin de Año, y papá no podía tenerlo porque estaba prohibido, puesto que es un arma de guerra y que en Italia no hay guerra, pero de todas maneras él lo tenía porque prefiero estar tranquilo y saber que la guerra no va a entrar en mi casa. El Kaláshnikov es tan largo como un arpón. Papá lo tenía apoyado contra el estómago de mamá, que estaba arrodillada en el porche y le decía ¿qué quieres hacer?, ¿quieres disparar?, dispárame pues, acaba de una vez, por lo menos no te veré nunca más. Y él permanecía de pie delante de la chimenea, mirando el Kaláshnikov hasta que Valentina lo cogía para arrastrarlo hacia la cama, aunque él no quisiera moverse antes de asegurarse de que mamá estaba muerta.
Los tres chiquillos pensaron que el nuevo amiguito de Camilla —hijo de un policía que poseía un montón de armas cuyos nombres ya daban miedo y que mataba a la gente, no como Mel Gibson— era un conocido electrizante. Y cuando les tocó a ellos elegir, lo llamaron en voz alta y le pidieron que entrara en su equipo para la búsqueda del tesoro. Su nombre —«Kevin, Kevin»— hacía eco en los salones del Palacio Lancillotti, y rebotaba por las paredes con frescos, y por los techos artesonados, y recaía sobre él como una lluvia de oro.