Decimoquinta hora

Te mataré en cuanto aparezcas por esa verja. Te dispararé con la Springfield Armory 1911-A1. La he engrasado con el lubrificante que en cierta ocasión me bebí para envenenarme. Está cargada: siete tiros más uno. Aunque no fuera el tirador que soy, no puedo fallar el blanco. La compré para ti, aunque entonces no lo entendieras y me echaste en cara haber malgastado cinco millones por una pistola que nunca utilizaría. Pero la voy a utilizar, y eso que ni siquiera he acabado de pagarla, sólo los primeros plazos. Una calibre 45 Acp, reglamentaria en los cuerpos especiales americanos de operaciones antiterroristas y de rescate de rehenes. Fue por eso por lo que la quise. El mal te tiene como rehén y yo te liberaré. Te dispararé en cuanto te dirijas hacia el bar Vinicio’s donde todos los días, desde hace seis meses, almuerzas una pizza pequeña sin mozzarella, o un bocadillo vegetal, o un sandwich de atún y tomate. Te dispararé cuando pases por delante de mí y finjas no conocerme. Pero si me saludas, te apuntaré a la espalda y así te respetaré la cara. Te dejaré tu belleza, una vez muerta ya no podrás abusar de ella. No, no basta. Sería demasiado fácil, como en el campo de tiro, contra el fantasma de la silueta. Cuando disparo, tú eres la silueta, tú eres el blanco. No encontraría ningún alivio en ello —lo he hecho ya tantas veces—. Te asaltaré cuando cruces la calle y te pisotearé, y notaré el crujido de tus huesos y no van a poder identificarte, tendrán que mirar los documentos para descubrir que ese bulto despanzurrado en el asfalto eras tú.

Pero tampoco esta fantasía lo apaciguaba. Meditó alguna solución todavía más cruenta. Te empujaré al metro, mientras miras ansiosa en dirección al túnel y por fin sonríes cuando aparece el faro del primer vagón —te empujaré bajo las ruedas mientras todavía sonríes—. No, era insoportable la visión del cuerpo cimbreño de Emma machacado y hecho pedazos en ese túnel que apesta a goma quemada. Entonces Antonio soñó una muerte sin sangre para ella. Te ahogaré en el Aniene, te tiraré al agua desde el Ponte Mammolo, donde te gusta detenerte para mirar cómo corre el río. Esta ciudad es demasiado vieja, tú estás en cada puente, en cada cruce. Todas las calles me hablan de ti. Ya no puedo vivir en Roma. Quiero un mundo joven, quiero vivir en un edificio en el que no hayas entrado nunca, quiero un coche nuevo al que nunca te hayas subido, quiero un paisaje que nunca haya visto contigo.

Pero ese mundo nuevo no existe y, aunque existiera, Antonio no lo buscaría. ¿Con qué fin? No va a sobrevivirle. Por eso no la tirará al río. Es necesario un último contacto de cerca con ella. Con su cuerpo. Te estrangularé, ciñéndote alrededor del cuello las medias de cristal autoadherentes que te has puesto hoy para ir a ver a tu amante. Te estrangularé con mis propias manos. Y no tendré piedad de ti porque tú no la has tenido de mí. Y luego, para extirpar ese mal que anida en tu interior te abriré con mi cuchillo de caza, ése que me pedías para utilizarlo tú misma, para pelarle la fruta a los niños en los picnics. Utilizaré la hoja de corte drop-point provista de desollador con gancho gut-hook. O la sierra con dientes fresados para trabajar bien tanto la madera verde como el hueso. O la tercera hoja del Beretta fieldlight, biselada, de punta cóncava, con el gancho afilado para desollar la presa. Te abriré para liberarte del deseo que humilla tu propia carne. Y luego empuñaré la Springfield Armory, y dispararé la bala que ya está en la recámara, y me reventaré el corazón, y tendremos paz, y estaremos juntos para siempre.

Emma apareció mientras Antonio, aterrorizado por la visión de sus vísceras, volvía a formular hipótesis de un final escenográfico de cruel venganza: rociarla con gasolina en cuanto se encamina hacia la parada del metro, ella sola durante dos kilómetros, expuesta y sin protección del lado de la calle. El bidón lleno ya está listo detrás del asiento. Quiere prenderle fuego, para ver cómo se consume en las llamas y arde en el infierno que le corresponde. Con la bufanda anaranjada revoloteando, el pelo eróticamente recogido en la nuca, bolso violeta en bandolera, chaquetilla de piel sobre el hombro, botas y falda por la rodilla, Emma salía por la verja que separaba la Tiburtina del edificio de cristal y hierro de la empresa, en compañía de un puñado de chicas jóvenes que alborotaban, reían y parecían felices. También Emma se reía aunque, a decir verdad, no parecía feliz, tan sólo aparentaba que lo era para pasar inadvertida. A Antonio le dio pena su esforzada alegría.

Luego se dio cuenta de que ahí estaba él, apostado sobre el capó del Tipo, y dejó de reír. Una morenita con el pelo rizado le preguntó, en voz baja, pero no lo bastante como para que Antonio no la oyera: «¿Ése es tu nuevo hombre?». «Es mi marido», respondió Emma. Las chicas de la central de llamadas se volvieron, con curiosidad, hacia ese Apolo atlético y tenebroso, el marido de esa compañera suya esquiva que nunca había dicho que estuviera casada y que, además, no llevaba alianza. La asaetearon con una mirada en la que se transparentaba una envidia genuina —al estar, probablemente, acompañadas por tíos flojos y lisiados— y se alejaron de allí discretamente. Mi marido. Ha dicho mi marido. De manera que Emma no había hablado de la separación. Tampoco Antonio lo había hecho. Con todos sus conocidos, había seguido actuando como si nada hubiera ocurrido. Que Emma no se había marchado, que ellos dos aún podían ser definidos como una pareja; y los cuatro, una familia. Era una especie de conjuro: hasta que el «asunto» no hubiera sido nombrado, aún no existía de hecho, y tal vez no existiría nunca. El conjuro se había revelado eficaz. Pero a esas alturas el montón de papeles producidos por el tribunal desbordaba los archivos, a esas alturas la sentencia de separación había sido pronunciada. El mecanismo estaba ya cebado. A esas alturas, el «asunto» ya tenía vida propia. Y ya no se podía ocultar.

Como premio a su discreción, y a esa palabra —marido— que tan espontáneamente había salido de sus labios, le concedió diez minutos más de vida. Emma apresuró su paso para alcanzar a sus compañeras, pero Antonio fue más rápido, se puso a su lado y la cogió del brazo. Fue asaltado por un embriagador perfume a incienso y a manzana. Champú balsámico, siempre el mismo, desde hacía años. Acaba de lavarse el pelo. Esta mujer, tan apasionadamente fiel a un champú, pero no a su marido. Oh, qué hipócrita, mentirosa, furcia.

«Déjame», susurró Emma, intentando soltarse, pero con un movimiento suave, porque no quería llamar la atención. Todavía se avergonzaba ante la idea de que el vigilante de la empresa, un desconocido cualquiera, descubriera el secreto de su matrimonio. Lo protegía a él, y ella misma. Antonio la mantuvo aferrada del brazo y no soltó su presa. «¿Cómo estás? Te veo bien, Mina». Gentil, cortés, casi ceremonioso. Capaz incluso de desenterrar el apodo de la intimidad. «Pues yo, en cambio, no te veo nada bien», respondió Emma, «¿estás seguro de que no sigues siendo un pastillero? Las anfetaminas están quemándote el cerebro». «¿Podemos hablar como si fuéramos dos personas normales?», dijo Antonio, «¿o tenemos que comportarnos como enemigos?».

Emma miró a su alrededor. La Tiburtina era un canal metálico, coronado por una capa de humo. Sus compañeras habían desaparecido en el bar Vinicio’s, a estas horas repleto de trabajadores de las numerosas fábricas de los alrededores, que se daban empujones delante del pequeño mostrador de bocadillos.

Unos obreros, durante el descanso de la construcción de un centro comercial en la manzana adyacente, iban partiendo una pizza delante de la entrada. No consiguió localizar a sus compañeras. Y, de todas maneras, todo el mundo siempre va a su rollo. Si él se liara a bofetadas aquí conmigo, en medio de la calle, de las mil personas que están pasando en este momento ni una sola se detendría por mí.

El Tipo de Antonio estaba aparcado en doble fila, con las llaves colgando del contacto. En estos dos años, Antonio le había pedido por lo menos una decena de veces un «último encuentro». Empezando con súplicas y promesas y terminando con gritos, lágrimas y amenazas. «¿De qué quieres volver a hablar?», preguntó, cautamente. «De los niños», respondió Antonio, arrepentido. «Ya hemos hablado de los niños», dijo Emma. «Tienes que mantenerlos, ése es tu deber. Puedes verlos, y ése es un derecho tuyo. No has hecho ni una cosa ni otra. Evidentemente, no te interesa. Pero no se puede dejar de ser padre». Antonio aferró con más fuerza su brazo. «Ya sé que me he equivocado, Mina. Dame la posibilidad de arreglar las cosas».

«¿Cómo?», preguntó Emma, sin hacerse ilusiones. No se fiaba de Antonio. Perdonarlo y seguir adelante —ésta es la solución—. Ha pasado tanto tiempo. Y yo soy ya otra persona. Se acabó. Soy libre. «El asunto de la pensión», insinuó Antonio, «te tengo que dar un montón de dinero». El dinero —la palabra mágica para la hija de Olimpia—. Esa vieja sería capaz de desollar a un piojo para quitarle la piel. El dinero, el dinero, nuestros hijos se han convertido en un cheque —puta mentirosa, te pegaré un tiro en la cabeza en cuanto te sientes en este coche.

«Antonio, yo no quiero hablar contigo de dinero», dijo Emma en cambio, cansinamente. «Tú ya sabes lo que tienes que hacer. Si quieres hacer algo por tus hijos, hazlo. Y si no, ya nos las apañaremos sin ti. Ya no te necesito. Y tampoco tu dinero», añadió, con rabia. Y precisamente porque no era verdad, y precisamente porque todavía no quería sufrir el chantaje de la dependencia, le lanzó una orgullosa mirada y le dijo una mentira que significó su primera auténtica satisfacción de la jornada. «Ahora tengo un trabajo seguro, Antonio. Me han contratado».

Antonio vaciló, porque aquélla era la peor noticia que Emma podía comunicarle. El dinero era la única esperanza que le quedaba; la precariedad de ella, su último recurso. Había asistido, complacido, al rápido descenso de Emma por la escala social —de mujer mimada y madre a tiempo completo hasta empleada a tiempo parcial, asistente y colaboradora sin protección, madre cada vez más distraída e inapropiada—. Y sabía que mientras ella siguiera cayendo hacia abajo, eso significaría para él una espiral —por lo menos por la añoranza de cuanto había perdido, al perderlo a él—. La palabra fatal le resonaba en la cabeza. Contratado. Contratado. Por tanto, también su última esperanza moría en este insulso viernes de mayo. Y supo con certeza que Emma ya nunca se echaría atrás. Y él tampoco.

Acarició el sobre en el bolsillo de su chaqueta. Adiós. Acordaos de nosotros tal y como éramos antes, cuando éramos felices. No escribáis muchas mentiras. Tened un poco de respeto. Y de piedad, si podéis. De todas formas, le perdonó su inútil orgullo. Pobre Emma, tan hermosa en su último día como no lo estaba desde hacía años —ignorante, indecisa—, con la bufanda anaranjada agitándose, las manos delgadas que forcejeaban con la cremallera de su bolso: quería abrirlo para fumarse un cigarrillo, pero la cremallera se había atascado. Antonio conocía bien ese bolso violeta, conocía bien todos sus vestidos. «Me alegro por ti», dijo con frialdad. «Te felicito. Pero de todas formas yo quiero arreglar nuestras cosas. Mis hijos han de tener lo mejor. No quiero que crezcan como huéspedes en casa de tu madre. Os dejo la casa. Pero ¿tenemos que hablar de todo esto en medio de la calle?», añadió, como si ello fuera un detalle carente de importancia. «¿Qué somos, un par de indigentes? Por favor, Mina, aquí no, vayamos a casa, vayamos a donde tú quieras». Abrió la portezuela del coche y murmuró: «Sube».

«No», dijo Emma. Nunca te quedes a solas con él —nunca—, acuérdate de lo que te recomendó la abogada. No te dejes llevar por la compasión —no tienes nada de lo que compadecerte—, le han concedido el derecho a verlos los fines de semana, si no lo ha hecho ha sido su decisión, tú no se lo has impedido, aunque lo hubieras querido: es su padre, los adora. Pero ya no te adora a ti, te odia. No te fíes. No tiene nada que decirte, no tiene dinero para darte. Nunca te quedes a solas con él. «Sube», casi le suplicó Antonio, empujándola hacia el coche. «No», insistió Emma, a pesar de que dudaba porque no quería hacerle ver que le tenía miedo. Y la verdad es que no lo tenía, no a pleno día, en una calle como la Tiburtina, por la que pasaban cientos de camiones, y que ahora estaba siendo atravesada a gran velocidad por el coche de línea de Roma —detrás de las ventanillas atisbó caras indiferentes, testigos opacos de su abyección—. Este hombre nervioso, con las pupilas dilatadas y las manos temblorosas, seguía siendo Antonio. Y aunque se hubiera convertido en un extraño para ella, como si nunca lo hubiera conocido, nunca se hubiera casado con él, nunca lo hubiera amado, por las noches soñaba con él. Por las noches, sin que lo hubiera previsto, sin que lo quisiera, hacía el amor con él —como había hecho durante años— en el tipo aparcado a la sombra del Verano. Notaba la palanca del cambio de marchas contra su muslo, y veía nítidamente su mano presionando la ventanilla empañada. Y el rostro de Antonio bajo ella, abandonado sobre el reposacabezas, dichoso. Y lo sentía dentro de ella —rápido, duro, regular y generoso—. Se avergonzaba de ello, porque en esos sueños amaba a un Antonio que ya no existía desde hacía años, o únicamente en algunos instantes, en esos pobres sueños confusos y disipados de inmediato.

Miró insegura las revistas amontonadas en el asiento. La portada brillante de Men’s Health estaba dominada por la fotografía de un torso masculino desnudo, lampiño y musculoso, al que Antonio antaño se había parecido y al que, en su imaginación, aún se parecía. Antonio las barrió con premura para hacerle un sitio. Parecía dueño de sí mismo. Tal vez, como el juez y la asistente social le habían conminado a hacer, había empezado de verdad a visitar al psicólogo y a tratarse su depresión. El tratamiento le había sentado bien, había vuelto el Antonio de otros tiempos.

El chico de cuando tenía veinte años, el soldado de reemplazo, el campeón de judo y, más adelante, el agente de policía que la acompañaba de uniforme a las prácticas en un colegio de primaria, y por las noches se presentaba a la salida de las clases de canto, a las que ella asistía sin que sus padres lo supieran. Antonio era la única persona en el mundo que sabía que ella no iba a ser maestra, había estudiado únicamente para aquietar las ambiciones de su madre, que había querido hacer de su hija esa mujer pequeñoburguesa y respetable que ella no había logrado ser. Emma, por el contrario, desde que a los quince años fuera elegida Miss Mar en Ladispoli, sabía que había nacido para el escenario. Antonio estaba orgulloso de que su novia tuviera talento. Cuando llegues a ser una estrella, decía, yo dejaré la policía y me convertiré en tu mánager. Iremos por todo el mundo y ganaremos un montón de dinero. Y tú serás famosa. Los enamorados se creen que la eternidad está a la vuelta de la esquina.

Emma se sentó en el Tipo. Pudo ver de refilón que detrás del asiento de Antonio había un bidón de gasolina y se preguntó para qué sería, pero luego se distrajo, conmovida al ver sus casetes —los éxitos de Loredana Berté, Diana Ross, Celentano, Antonella Ruggiero—, que seguían en la repisa del salpicadero. En el parabrisas, todavía estaba el adhesivo que había pegado ahí años atrás Valentina: MAKE LOVE NOT WAR. En el Tipo flotaba un olor a colillas rancias y a sexo. Emma se sorprendió de ello, porque no se imaginaba que Antonio fuera con otra. Aunque quizá, buscando compañía, había subido a una puta. Le pareció un progreso alentador. Cuando Antonio se sentó al volante, dirigiéndole una mirada tórrida, Emma se dio cuenta de que la falda le dejaba completamente al descubierto las rodillas. Durante veinte años le había repetido que sus rodillas eran una zona profundamente erógena. «Llévame a la plaza Farnese», dijo, «el general me espera a las tres y media y no quiero hacer esperar a un anciano, su tiempo es distinto al nuestro». Antonio sonrió y puso el motor en marcha.

Puesto que no veía llegar el momento de quedarse a solas con ella —no tenía la más mínima intención de llevarla a casa del general y pensaba con frenesí en las callejuelas desiertas de detrás del Foro Itálico—, empezó a adelantar los coches en caravana hacia el centro. Los automovilistas que iban en sentido contrario tocaban el claxon y le hacían luces con las largas para informarle de que circulaba contra dirección. Antonio sintió un arrebato de odio hacia la Tiburtina, esa calle alienante, genérica, sitiada por las fábricas, por las empresas de informática, las naves, construcciones horribles, una calle en la que eran horribles hasta los árboles y las flores, donde Emma, pese a todo —esta Emma nueva, que había nacido después de que se hubiera marchado su Emma—, lograba ir tirando cada día desde que ya no vivía para él. Y a esas alturas odiaba también Roma, esa ciudad hembra de formas redondas, una ciudad materna, hecha de cúpulas floridas como senos y de pórticos abiertos de par en par como piernas —cuyo signo, como el de las mujeres, es el vacío: el inquietante vacío romano que todo lo mina es una enfermedad incurable. Odiaba Roma tanto como a Emma y como a sí mismo.

«¿Por qué pensaba tu amiga que yo era tu nuevo hombre?», preguntó distraídamente, colocando bien el retrovisor. «No lo sé», respondió Emma, mirando fijamente por delante de ella la doble línea continua que separaba las calzadas. «Apenas nos conocemos, sólo estamos sentadas en la misma isla». Tuvo la sensación de que había cometido un error al subirse al coche, pero necesitaba que alguien la llevara y Antonio se lo debía. Era él quien había destrozado la moto. Y, sin moto, en llegar desde la Tiburtina hasta la casa del general tardaba más de una hora. Y en el centro siempre había gente. No como aquí, donde nadie va caminando —todo el mundo encajonado en sus coches, mirando la matrícula del que te precede. «¿Cuánto tiempo hace que estás con este nuevo hombre?», se informó Antonio. Seguía sonriendo, como si la cosa no fuera con él. Pero Emma conocía esa sonrisa desde hacía veintiún años, y ese tono fatuo y ligero que adoptaba cuando de verdad sufría.

Lo conocía desde el primer verano. Hacían camping en Lipari. Estaban en la tienda, desnudos, echados de espaldas, mirando las estrellas tras la mosquitera. Antonio le había preguntado el nombre. ¿El nombre de quién?, había respondido Emma, sin comprender. El nombre del primero. Cuando hicieron el amor por vez primera —en el coche, la cama a la que seguirían siendo fieles incluso cuando tuvieron una casa y un colchón— Antonio se había dado cuenta de que no era el primero, pero el asunto no le había parecido importante. Tampoco ella era la primera. Lo importante era ser el último. A los veinte años pensaba eso. Ah, se había tranquilizado ella, ¿y eso qué importa? No lo conoces. Pues claro que lo conozco, vociferó Antonio, con una voz metálica que ella no se había imaginado que tuviera, he entrado en el mismo agujero, en la práctica, he follado con él. ¿Qué has dicho?, se revolvió ella, ofendida por su vulgaridad. Antonio no era vulgar. Todo lo contrario, era muy atento. Apasionado. ¡La cubría con rosas! Hacía que el dj de Radio Stereo le dedicara almibaradas canciones de amor. El silencio hostil fue dando paso poco a poco a las peticiones de perdón, al principio vagas, luego apasionadas, para terminar Antonio zahiriéndose, diciéndole que no sabía qué le había pasado —nunca había pensado decir algo parecido—. Te quiero muchísimo, Mina. Luego empezó a lamerle los labios, los dedos, los senos, e hizo el amor con una delicadeza, una atención para con ella que nunca había mostrado, y Emma pensó que ya había pasado todo. Pero, de repente, mientras ella abría la cremallera del saco de dormir y se disponía a echarse, Antonio empezó de nuevo. El nombre, el nombre. Quería saber el nombre de ese tío. Sólo el nombre, nada más, luego la dejaría en paz. Pensando que así acabaría de una vez —tenía sueño, estaba despierta desde el amanecer—, Emma se lo dijo.

Se llamaba Manlio. Qué nombre más tonto, comentó Antonio. Y ella resopló, porque no le gustaba que insultara al hombre al que ella le había entregado su virginidad. Su silencio ofendió a Antonio, que quería saber quién era, ¿el compañero de pupitre? ¿Un estudiante de magisterio lleno de granos, el único gallo rodeado de treinta gallinas? No, le explicó Emma entonces, satisfecha, era el sustituto de religión. Lo sabía todo sobre las herejías. Yo a los dieciséis años preparaba una tesina sobre el genocidio de los cátaros. ¡Hiciste que te desvirgara un cura!, se echó a reír Antonio. Pero mientras se reía, divertido, una visión repugnante se materializó en la tienda, más real que la Emma somnolienta y desnuda que reñía con el saco de dormir: Emma a sus dieciséis años, estudiante virgen e inocente debajo de un viejo mugriento, corrupto e hipócrita como todos los curas. No era cura, precisó Emma, con una sonrisa nostálgica, era teólogo. Y no era viejo. Tenía veintisiete años. Luego se mordió el labio, porque lo había defendido con demasiada energía, y ahora Antonio estaría pensando que él todavía le importaba algo, cuando todo había terminado hacía tiempo. Pero ¿a ti qué te importa?, susurró, besuqueándole la oreja, entonces no te conocía.

De todas maneras, Antonio quería saber si ese teólogo era un rival temible, hasta el punto de provocar en ella añoranza. Quería saber cómo era, si era feo, porque está claro que a nadie que no sea feo se le ocurre estudiar religión. Y ella, que había nadado durante todo el día, y bailado todas las canciones del verano, y que lo único que quería era dormir, se lo dijo. Era altísimo, delgado, con un aire ascético, parecía Jesucristo. Tenía los ojos verdes y llevaba barba. Es el hombre más inteligente que he conocido. Antonio visualizó a su rival: un falso profeta que había engatusado a una ingenua virgen de dieciséis años. Deseó toparse con él y arrancarle los testículos a mordiscos. Gritó que un profesor no puede llevarse a la cama a una menor, que eso era un crimen, un delito. Emma cometió otro error. Lo defendió. Dijo que la verdad es que Manlio no quería hacerlo. Era un hombre de rectos principios morales. Había sido ella quien le había escrito una carta para declararle su amor.

Y así fue como Antonio descubrió a una Emma desconocida. Sentimental y con iniciativa, hasta el punto de ofrecerse a un tío reacio. ¿Y qué más? Pues que Manlio había sido trasladado a otra escuela y por eso ya no era su profesor. Seguían viéndose porque ella estaba fascinada por su cultura, y él le hacía descubrir esos libros que hablan sobre el misterio del alma, y de Dios, y de la vida. Le había regalado el Banquete de Platón y Siddharta, el Libro tibetano de los muertos y las Poesías místicas de Rumi, El Paraíso perdido de Milton y luego también los rusos, Marina Tsvietáieva, Pasternak, Mandelstam —grandes poetas—, porque con ellos se puede entender todo lo referente a los hombres, las mujeres, el amor, aunque no se crea en ningún dios, sino que se cree en el ser humano. Se habían besado y luego había pasado. ¿Cómo había pasado? Pues cómo quieres que sea, fue algo natural. Natural pensó Antonio, pasmado ante el hecho de que Emma encontrara natural que un hombre se fuera a la cama con una mujer. ¿Cómo había ido? Normal. ¿Y cómo es cuando no es normal? Es excepcional, respondió ella, intentando una nueva maniobra de distracción a base de besos y caricias. ¿Qué quiere decir normal?, se liberó Antonio, para entonces destrozado ya al comprender que su novia, con diecinueve años recién cumplidos, tras su sonrisa despreocupada era ya capaz, en cambio, de establecer jerarquías, comparaciones, clasificaciones. Antonio se arrepintió de haberle hecho recordar al teólogo. Por primera vez, trastornado, se vio como acaso lo viera Emma: ella, que algún día se convertiría en una estrella de la canción italiana, más erótica que Patty Bravo, más rebelde que Loredana Berté, más ambigua que Alice, se encontraba lastrada por un exmilitar de reemplazo, obligado a pedir reengancharse en las fuerzas armadas, porque con su mediocre diploma de perito industrial no lograba encontrar ningún trabajo. En cambio, Emma había tenido un teólogo. Un licenciado en las ciencias de Dios. Y podría tener a quien quisiera. En cualquier momento. Incluso mañana mismo.

Quiso saber cuántas veces se la había tirado el teólogo. Tenía la esperanza de que hubiera ocurrido una única vez: ya ves tú lo que puede saber un teólogo del cuerpo y de la carne de una chica. No lo sé, no me acuerdo, se rió ella, es una pregunta idiota, es como preguntar cuántas veces he ido al mar. Antonio sintió una descarga eléctrica chamuscándole el cerebro. Todo, a su alrededor, se apagó. Para Emma, por tanto, era lo mismo. Y si no se acordaba de ello, eso significaba que había ocurrido un montón de veces. La decepción fue tan grande que la golpeó en la cara con un revés que, no obstante, como Emma se había vuelto de lado para no ver sus ojos inyectados en sangre, ojos amenazadores, ojos desconocidos, dementes, sólo le dio de refilón. Emma, de un salto, como una gata, se puso en pie. Como me toques otra vez te parto la cabeza, lo amenazó con una chancla de playa. Abrió el cierre de la tienda. Era noche entrada. En la roulotte más cercana lloraba un niño. Antonio le arrebató la chancla de las manos, la persiguió por todo el camping, y por toda la playa y cuando, al final, el mar —frío y negro a esa hora de la noche— le impidió seguir huyendo supo que: el teólogo era un pecador como todos los hombres el teólogo era capaz de hacerlo tres veces seguidas el teólogo le había proporcionado cierto placer —al principio Emma afirmó que no era tan intenso como con Antonio; luego, no obstante, tras agobiantes y tortuosos apremios, acabó admitiendo que se había corrido y no una, sino varias veces, es más, casi siempre. En resumen, que él se había hecho estúpidamente la ilusión de haberle hecho descubrir el orgasmo, mientras que ella ya lo había descubierto con el teólogo, aunque se negara a llamar a la cosa por su nombre, y se atrincheraba tras esa palabra rimbombante y vaga: placer.

Al finalizar las vacaciones en las islas Eolias, Emma había descubierto que cuando amas a alguien tienes que sufrir no solamente por él, sino también a causa de él, y Antonio conocía a Emma mucho más íntimamente de lo que ella habría imaginado que se llegaría a conocer a sí misma. Lo sabía todo acerca de aquella historia con el teólogo, se sabía de memoria sus versos preferidos, que ambos recitaban: Surcaremos los mares como el arado / hasta el hielo del Leteo recordando / que la tierra nos costó siete cielos. Conocía sus coitos tan líricos como agitados, sabía dónde lo habían hecho (un poco por todas partes, incluso en la portería de los padres de Emma) y durante cuánto rato, y en qué postura (la mayoría de las veces, él debajo, ella encima). Sabía incluso que Emma había estado frecuentándolo carnalmente durante trece meses, hasta que se había enamorado del batería de un grupo de rock del instituto de secundaria científico Pasteur, y lo había abandonado para salir con ese batería, que se llamaba Daniel. Tenía dieciocho años, llevaba el pelo largo como el batería de Duran Duran, estaba circuncidado porque era judío, lo que originó una larga disquisición dado que Antonio no sabía exactamente lo que quería decir estar circuncidado, así como una descripción cada vez más precisa, hasta que el hecho quedó claro, con la consecuencia de que la visión de un miembro descapullado introduciéndose impúdicamente en la carne de Emma le provocó el primero de los muchos ataques de colitis de su vida. Se la había follado casi siempre deprisa —era rápido, nunca más de diez minutos—, lo que la obligó a confesar que nunca había logrado correrse. Lo que le hizo descubrir que a ella no le había gustado eso de no correrse y que cuando se disponía a practicar el sexo esa muchacha impúdica sólo pensaba en gozar en casa de los padres del batería en la cama de los padres, porque era amplia, también en su cama —pero era estrecha y estaban incómodos—, también en el garaje, una vez en el aseo de la escuela, casi siempre de pie para no quedarse embarazada. Nunca se había corrido ella, de todas formas lo amaba, luego él la había dejado, ella había llorado mucho, había jurado que no volvería a enamorarse, luego lo había conocido a él, a Antonio.

Menuda ingenuidad creer que el pasado pertenece a los demás, cristalizado en una dimensión que ya está establecida para siempre. El banal pasado de Emma —en el que ni siquiera había vivido— pertenecía ya a Antonio. Un abismo miserable quedaba detrás de ella, y si daba un paso en falso en la dirección equivocada, se la tragaría. Y únicamente él podía impedir que se perdiera. Tenía que protegerla. Y permanecer a su lado vigilante, con la sangre en ebullición, dispuesto a defenderla. Porque Emma —pasada, presente y futura— ahora le pertenecía.

Emma se quedaba a dormir en su casa con frecuencia, en un estudio que daba a las vías del tren, en el séptimo piso de un edificio de diez plantas en el Alberone, a cuya comisaría acababa de ser destinado Antonio. Mira que no podemos vivir juntos, la cosa no está bien vista, un policía lo mejor es que esté casado, le advirtió Antonio. Emma dijo que antes de casarse quería empezar a ganar algo con los discos, así tendrían más dinero. Había crecido en una casa en la que el dinero nunca alcanzaba, y ella quería tener una vida distinta. Y pasando por completo de lo que podrían pensar los compañeros de Antonio, lo esperaba en el estudio cuando él llegaba después de un turno de noche, descompuesto. Con todo el trabajo que tienes, le decía, acunándolo, tratándote con ladrones, asesinos y criminales…, si después de una jornada así no podemos ni irnos a la cama, ¿qué clase de vida es la que estamos llevando? No hicieron nuevas amistades, perdieron las que ya tenían. Ella encontraba pesados a sus compañeros, y deprimentes a sus esposas, cuyo único tema de conversación eran los hijos. Ellos, por su parte, la encontraban a ella demasiado competitiva, belicosa y desinhibida para sus gustos. Antonio encontraba a los amigos de ella demasiado estudiosos, y ellos lo encontraban celoso y posesivo, y tenía una influencia castrante sobre el carácter espontáneo y extravertido de Emma. Además, Emma empezó a salir de mala gana con quien fuera, si era en su compañía, puesto que Antonio la sometía al interrogatorio que soñaba efectuar en la comisaría de policía, y que entretanto probaba y perfeccionaba con ella: si ese tipo podía gustarle, cualquiera que tuviera un poco de pelo en los sobacos parecía gustarle, y por qué negaba estar interesada en ese tipo, incluso le había dicho algo al oído, él se había dado cuenta, era un policía, no se le pasaba nada por alto. Emma respondía invariablemente, apasionada —ah, sus ojos llenos de sorpresa, y amor, e inocencia—, que no había sonreído a ese tipo porque había pasado la velada ocupándose de él, porque lo amaba a él, y los otros tíos podían extinguirse, porque a ella no le importaban lo más mínimo. Y Antonio habría querido creerla, pero no podía hacerlo, a veces se sentía tan herido por sus respuestas perentorias que se liaba a bofetadas, la conminaba a que confesara —no había nada malo en que le gustara otro, pero tenía que decírselo—, la sinceridad era fundamental, yo te acepto imperfecta como eres; incluso a ver cómo cambias a eso yo lo llamo vivir. Si confesaba él la perdonaría, pero tenía que decirle la verdad. Luego, comoquiera que ella no conseguía decirle esa verdad, él empezaba a gritar, pero en un tono seco y ofensivo, para que Emma no intuyera el poder inmenso que tenía sobre él, protestando que no se merecía sus subterfugios ni sus mentiras, porque nunca había amado a nadie como la amaba a ella, su primera mujer auténtica, quería vivir para ella, y protegerla, y hacer todas las cosas con ella, y por ella, mientras que ella, en cambio, lo había decepcionado —oh, era solamente una chica cualquiera, voluble e inestable como todas las mujeres, y que no lo amaba de verdad, no era capaz de ello—. Y entonces, conmovida por un amor tan desmesurado, Emma le rogaba que la creyera, que no la considerara como a las demás, ella tampoco había amado a nadie como lo amaba a él. Y mientras decía eso la expresión de su rostro se iba haciendo tímida, y sumisa, y casi apenada, y todavía lo excitaba más, y lo empujaba a ser todavía más agresivo. Y ella lo perdonaba porque tenía miedo a ser malinterpretada, o despreciada, o abandonada, y lo abrazaba, y se reconciliaban, y aquellas disputas furibundas acababan en cópulas todavía más furibundas, que los dejaban rendidos, aturdidos y felices de amarse tanto.

En esa época el técnico de estudio de una discográfica presentó a Emma al director, quien consideró que la chica tenía una presencia escénica interesante y una voz discretamente entonada. Le propuso un contrato para grabar el disco de un cantante que tres años antes había ido a San Remo, aunque había quedado en decimosexta posición: tenía que participar como corista. A pesar de la paga, escasísima, y del hecho de que el cantante en cuestión interpretara una música insulsa y geriátrica que la contrariaba (ella veneraba a Billie Holiday, Aretha Franklin y Ella Fitzgerald), Emma aceptó para adquirir experiencia. Desapareció en la sala de grabación, pero a Antonio no le dijo nada —de inmediato se preguntaría inútilmente por qué—. Cuando Antonio se enteró de lo del disco, ya todo estaba hecho. El incomprensible —sospechoso— silencio de Emma molestó bastante a Antonio, quien de todas maneras no quería que ella pensara que él obstaculizaba su carrera y se mostró generoso y comprensivo porque, a pesar de todo, soñaba con un futuro a escala mundial para Emma. Su novia llegaría a ser una estrella. Todo el mundo la adoraría como él la adoraba ya y él esperaba confiado este triunfo.

La proliferación de nombres masculinos en su agenda, retrasos injustificados y sospechosas llamadas telefónicas convencieron a Antonio de que Emma se veía con frecuencia y, sin que él lo supiera, con los técnicos de estudio y los músicos colaboradores. Discutían durante horas, a veces se liaban a bofetadas y se arañaban hasta sangrar, gritaban hasta que ella lo dejaba plantado, pidiéndole al primer camionero con que se cruzaba que la llevara. Y todavía lo enfureció más el hecho de que Emma, después de cierto tiempo, dio muestras de no querer siquiera convencerlo de lo infundado de sus acusaciones —al fin y al cabo, tengo veinte años y aunque no sea Kim Bassinger, me defiendo, y si a los hombres les gusto no es culpa mía. El problema, querría gritar Antonio, no es que tú le gustes a los hombres, sino que los hombres te gustan a ti. Una vez se había bajado del coche mientras él arrojaba por la ventanilla el bolso, los zapatos, las gafas y los cigarrillos y había sido tan insensible a su sufrimiento que había vuelto a casa descalza. Cuando Emma grabó el tercer disco, Antonio empezó a parecerle no ya el amante apasionado y el cómplice de la vida satisfactoria que la esperaba cuando su talento fuera reconocido, sino un policía fanático y asfixiante que, en realidad, nunca la ayudaría a convertirse en lo que ella soñaba ser, es más, se lo impediría. Y todas esas preguntas vulgares, esas sospechas vulgares, la vigilancia ácida y asidua, las machaconas acusaciones de infidelidad y de traición que antes la habían herido pero, también, gratificado, acabaron únicamente por aburrirla.

Ese verano el cantante melódico salió de gira. Necesitaban a una chica de coro para los estribillos, basados invariablemente en la repetición de la palabra «amor». El cantante no colocaba una canción en la lista de éxitos desde hacía diez años y la discográfica invertía en él lo menos posible pero, en fin, dado que la Tempesta tenía esa sonrisa y ese culo y esas tetas sugerentes y, en resumen, en el escenario era agradable de ver (el productor dijo exactamente eso y Emma deseó ser fea y jorobada para que únicamente su voz tuviera el derecho a ser considerada como hermosa) la contrataban, aunque existieran en el mercado coristas mejores, negras, sobre todo. Emma firmó el contrato sin consultárselo a Antonio, y sólo la víspera de la partida lo avisó de que ese año no pasarían las vacaciones juntos, porque se iba de gira. Antonio le dijo estupefacto que tenía que negarse a ir de gira con una banda de tíos que pasaban ya de los cuarenta años, frustrados por el fracaso y que, por eso mismo, eran unos salidos para quienes el sexo era todo cuanto podía hacerlos sentir vivos todavía, tíos que consideraban inevitable y esencial para su supervivencia tirarse a esa corista joven y fresca como una mañana de primavera, y ella acabaría por contentarlos, porque así estaba hecha ella —tenía esa tendencia a decir siempre que sí—. Emma replicó que ella conocía a los músicos, no debía juzgarlos mal por el hecho de que no hubieran triunfado, el éxito no significa nada, lo que tiene valor es la dedicación, la pasión, el amor, esa gente sólo pensaba en la música, como, por otra parte, ella también; que ahora tenía veintidós años, y que tenía que adquirir experiencia, porque ésa era la vida que había elegido: cantar y cantar; y que estaba dispuesta a sacrificar todo lo demás, incluso su amor por las mejores vocalistas del soul, con tal de convertirse en una cantante de verdad; en resumen, que el sábado se marchaba para Catanzaro, daban un concierto en el Lido, cantaría delante de miles de personas, soñaba con esa oportunidad desde hacía años.

Antonio le dijo que si se marchaba entonces era que él no le importaba lo más mínimo y que nunca lo había amado y que no veía la hora de tirarse a todos aquellos músicos; era una gran decepción para él que quería vivir con ella toda la vida y darle hijos y envejecer junto a ella y morir luego a los noventa años de felicidad en la misma cama; y no era así, se había equivocado: su amor era una puta y ya está. Emma protestó diciéndole que era injusto, que lo amaba, quería vivir con él, tener hijos con él, envejecer con él, morir de felicidad a los noventa años, y no quería tirarse a nadie, ella sólo pensaba en cantar, y él lo sabía —en fin, que se pelearon, él gritó, imprecó, amenazó—; ella se resistió, porque todavía pensaba que la gira por Calabria, Sicilia y Apulia con el cantante melódico era su oportunidad para llegar a ser una cantante de verdad, y no una corista contratada únicamente debido a sus largas piernas, por su culo y por sus pechos, que ella debía a los genes de su madre, mientras que la voz únicamente se la debía a sí misma. Antonio, aterrado ante la idea de perderla de verdad —porque si ella se marchaba, y tenía éxito, nunca se quedaría con él—, suplicó, protestó, sollozó, se puso de rodillas, le besó las manos. Pero Emma parecía inamovible, es más, de pronto se echó a reír, todo eso era ridículo y ella ya tenía bastante, y dijo que todo había terminado y lo abandonó.

«No salgo con nadie, Antonio», le dijo. Hizo votos para que el siguiente semáforo estuviera en rojo, porque tenía que bajarse del coche, fuera como fuese. Se había equivocado al aceptar hablar con él. Ni los niños, ni la pensión, ni las entrevistas con el psicólogo ni las condiciones que los jueces le habían impuesto para ver a los niños: a Antonio nada de eso conseguía interesarle. Sus pensamientos se habían ido enredando en torno a ella —qué hacía, con quién se veía, cómo se vestía. Sin ella no puedo vivir, había declarado ante el juez, durante la instrucción. Desde que se marchó mi vida ya no tiene sentido. No tengo ganas de hacer nada, me olvido de comer, no duermo, ya no soy yo, ya no soy nadie. Es la única mujer de mi vida. La conozco mejor que a mí mismo. Si le conceden la separación, me suicido. Para demostrar que hablaba en serio, después de la vista había ingerido una botella de aceite lubricante para las armas. En realidad no quería morir, no había nadie que quisiera morir menos que Antonio, lo único que quería era obligarla a volver. Le habían practicado un lavado de estómago y prescrito terapia con un psicólogo. Ella no había vuelto. Y él había empezado a espiarla. Telefoneaba hasta treinta veces al día, al trabajo y a casa.

Muy pocas veces hablaba. A menudo se limitaba a colgar cuando oía su voz. Desde hacía algún tiempo, cuando no protegía a Fioravanti, la seguía. Su rostro bronceado, sus negros ojos inquietos aparecían por entre la multitud repentinamente en los grandes almacenes, en el supermercado, en el autobús, en el vagón del metro. Aparecía por un instante, y luego se desvanecía, dejándole una sorda inquietud e incluso el temor a tener alucinaciones.

El semáforo estaba en rojo, pero él se lo saltó. Enfilando a toda velocidad el paso subterráneo, metió la quinta y enfiló la circunvalación que ceñía a Roma como un anillo demasiado apretado. «¿Has vuelto con el dentista? ¿Qué valores tiene un profesional que se folla a su secretaria? Es patético. Y además está casado. No deberías ir con un hombre casado. No deberías romper una familia». «Ya basta», dijo Emma. Debería haber negado con más convicción, pero no lo logró. Además, aquello era asunto suyo, y Antonio no tenía ningún derecho a inmiscuirse. Volaban por entre los edificios del Tiburtino. Antonio esquivaba autobuses y taxis, conduciendo habilidosamente por entre los coches con la arrogancia que había aprendido en los cursos de conducción de la policía. Antaño a Emma le divertían aquellas temerarias gincanas. En cierta ocasión recorrieron el paseo del río en sentido contrario, desde Castel Sant’Angelo hasta Castel Giubileo —eran tan jóvenes—. «¿Se trata de ese general tan viejo que podría ser tu padre? ¿Confías en hacerle cambiar su testamento?». «Lo intento», lo provocó Emma, sarcástica, «tiene diez apartamentos en Roma, y sólo dos hijos». «¿Quién lo hace mejor, un viejo de ochenta años con Viagra o un profesor de salsa sin ella?», preguntó Antonio con tono fatuo, sin mirarla. «No me hables del profesor de salsa».

Giró la cabeza y sus ojos se posaron en una fila de carteles electorales pegados de manera ilegal durante cientos de metros en las barreras acústicas de la circunvalación: carteles anaranjados en los que un tipo con gafas y el pelo crespo y canoso sonreía bonachonamente invitándola a confiar en él. Por un instante le pareció que lo conocía, un hombre tranquilizador, paternal. —VOTA, VOTA, VOTA—, leyó, y nada más. Siguió mirando esa cara porque de algún modo tenía que librarse del recuerdo del aparcamiento de la sala de baile, en la calle de Giustiniana, sumido en la niebla de una noche de febrero. Un oscuro aparcamiento en el que Antonio, surgido de la nada, había agredido al profesor de salsa con el que ella había bailado toda la noche. Los había obligado a bajarse de la moto, la había destrozado con una maza y luego, cuando le pareció que ya había asustado bastante al profesor, se había abalanzado sobre ella. La había arrastrado de los cabellos por entre los charcos y los coches aparcados. De la sala de baile, donde sonaba esa música del Caribe que era ideal para la diversión del martes de carnaval, no salía nadie, y el profesor había desaparecido porque a fin de cuentas la conocía de pocas horas, no le importaba nada, ahora que sabía lo mucho que le costaría llevársela a la cama. Antonio se lió a bofetadas y puñetazos con ella, porque quería saber qué coño tenía esa especie de bailarín negro que no tuviera él. Y puesto que Emma sabía que ninguna de sus respuestas lo calmaría, no decía nada, e intentaba arrastrarse bajo las ruedas de los coches. Pero Antonio no había dejado de golpearla hasta que de la sala de baile salieron los amigos del profesor de salsa y le advirtieron que la policía estaba a punto de llegar. Y ella había gritado ¡no!, y él había dicho la policía soy yo. Y lo mismo que aquel martes de carnaval, no existía una respuesta adecuada para calmar a Antonio. Ni la verdad ni una mentira bastarían.

Mientras zigzagueaba por entre los coches que se dirigían a la mezquita y a los campos de deportes de Acqua Acetosa, hacía chirriar los neumáticos y desembocaba por los túneles de Monte Mario, Antonio insistía, con los ojos inquietos que poco a poco se iban inyectando en sangre: el nombre de su nuevo hombre, quería saber su nombre, sólo eso, tenía el deber de decírselo, habían estado casados durante doce años, tenía derecho a saber qué hombre se estaba follando a la madre de sus hijos, tenía ese derecho.

«No hay nadie», repitió Emma, esforzándose por permanecer calmada para no ponerlo nervioso, «ya no quiero salir con nadie», pero como Antonio sabía que no era verdad y le palpitaban las venas de las sienes, y pronto estallaría, y ella estaba cansada de todo eso, y se había jurado a sí misma que nunca más se dejaría tocar por él, porque había cambiado, y se había liberado de los sentimientos de culpa y ya no se miraba con sus ojos, lo agarró del brazo e intentó girar el volante, para obligarlo a detenerse, gritando para, para, quiero bajarme.

Antonio no se detuvo, conectó esa sirena que no tenía derecho a conectar pero total la ley soy yo, enfiló a toda velocidad la pista que bordeaba la Farnesina, se lanzó al paseo del río y arremetió, como si quisiera aplastarla, contra la oxidada bola de Pomodoro. Y dado que Emma seguía tironeándole para obligarlo a detenerse, se liberó de ella con un codazo. Emma se tapó el rostro con las manos y vio que estaban manchadas de sangre. Antonio frenó bruscamente, haciéndola chocar contra el parabrisas. El motor se caló. «Perdóname, yo no quería», dijo —mientras, al bajarse de la elevación de mármol, el Tipo se encallaba en la base que rodea al obelisco del Dux, asustando a una congregación de gaviotas—, «lo siento, amor mío, perdóname». Hurgó en el bolsillo de la chaqueta buscando un pañuelo, no lo encontró, abrió la guantera. Emma notó el olor a aceite rancio, de lubricante, vio la Springfield Armory 1911-A1 —su preferida, la única que guardaba en la caja fuerte de detrás de las Ninfeas de Monet. Antonio agarró un paquete de kleenex que había comprado esa mañana en el semáforo, por compasión, a un pobre viejo indio, cerró de nuevo la guantera, escondiéndole la Springfield, pero sabiendo que ella la había visto, sabiendo que ahora sabía que aquélla era su última cita.

Le tendió un pañuelo de papel. Emma forcejeaba con la manija de la puerta, pero no podía abrirla porque Antonio había activado el cierre de seguridad a prueba de niños. Se inclinó hacia ella, respiró el olor tan bien conocido de su cuerpo, y del champú balsámico al melocotón, y ese olor lo excitó y lo trastornó. Le presionó el pañuelo sobre la boca, con ternura, con rabia, con dolor, repitiendo perdóname, yo no quería, amor mío, no quería hacerte daño —y eso era y no era, al mismo tiempo, verdad—, porque no era así como debían suceder las cosas. Emma aceptó el pañuelo, aunque sólo fuera para taponar la sangre que desde el labio se le deslizaba por la barbilla y por el cuello y goteaba sobre la camiseta —se la mancharía—, el general se daría cuenta, qué vergüenza. Cerró los ojos para olvidarse de Antonio, que estaba echado sobre ella, tan cerca que el peso de su cuerpo la aplastaba; Antonio, que la estaba observando con odio, un odio en el que, pese a todo, también había piedad hacia ella, y hacia sí mismo, y hacia ese pobre amor humillado y destruido. Luego, puesto que la hemorragia no se cortaba, echó hacia atrás la cabeza y al hacer aquello, tal vez sin saberlo, o tal vez sí, le ofreció la garganta. Y Antonio se sintió atravesado por una descarga eléctrica, porque el momento podía haber llegado mañana o dentro de diez años, y en cambio el día del fin del mundo había llegado ahora.

Empuñó el cuchillo de caza Beretta fieldlight de acero fundido de tres hojas, para cortar el hueso y desollar a la presa, y se lo puso sobre la garganta, donde la yugular latía como un corazón. La hoja penetró en la carne, pero él permaneció hipnotizado ante la visión de ese cuello blanco atravesado por una delgada raya roja —el cuello de una mujer que ya no era joven—, en el que asomaban ya dos líneas horizontales, ligeras, pero que dentro de unos años serían profundas, deshonrosas arrugas. Se quedó mirando el cuello blanco, las líneas horizontales imperceptibles, la raya vertical de sangre, y pensó que tenía que hacerlo también para salvarla, para impedir que se convirtiera en una bruja fracasada como su madre, salvarla de la traición y de la vejez, de la decadencia y de la infelicidad. Pero ese signo leve del tiempo que había transcurrido, del tiempo que los había unido, lo conmovió profundamente, y la visión de la hoja de acero que arañaba la piel de ella le dio escalofríos. Metió de nuevo el Beretta fieldlight en el bolsillo y se abrazó a Emma, y la palpó por todas partes, y la besó abriéndole los labios con la lengua, y ella no opuso resistencia, al contrario, tuvo la impresión de que se le abandonaba, que se abría como un caparazón, y era exactamente así como tenían que ser las cosas. Mientras las manos se ceñían alrededor de la garganta, él puso su cabeza sobre el cuello blanco, la boca sobre esa raya roja, y dejó que la sangre le corriera entre los labios, porque era de Emma y amarla era el riesgo final —había cruzado el umbral—, a esas alturas vivía más allá de cualquier cosa, y encontrarla era como morir.