Decimocuarta hora

A las dos, el tráfico obstruía las venas de Roma igual que una trombosis. Las calles parecían ríos en los que todas las cosas se hubieran quedado varadas. Dentro de los coches, zarandeadas por repentinas sacudidas, miles de personas estaban en movimiento, sin ir, de todos modos, a ninguna parte. Y Aris y Maja —sellados en el Smart de ella, una lata azul y plateada que olía a ambientador Arbre Magique vainilla— eran un glóbulo rojo de entre los millones presentes en esa circulación obstruida, parados y en marcha entre un semáforo y un cruce, desde el paseo Tiziano hasta el del Tiber, de una orilla a la otra del río. «¿Por qué vamos a ver esa casa en el Aventino?», le preguntó Aris. «Es para una amiga mía», respondió Maja, y para cambiar de tema se informó sobre las actividades que se desarrollaban en un centro social. Aris nunca le había hablado de ello.

«Por ejemplo, hemos abierto un ambulatorio médico para extranjeros que no tienen acceso a la sanidad pública». «Qué cosa más noble», comentó Maja. «También damos clases nocturnas de italiano para los inmigrantes». «Eso también está muy bien. Aunque, en mi modesta opinión, deberíais diferenciar entre los que tienen papeles y los ilegales». «Todos somos ilegales», dijo Aris. Maja movió la cabeza. Lo puso en guardia ante una ilusión típicamente juvenil. Una especie de populismo socialmente comprometido y políticamente correcto del que Aris estaba aquejado. Los desheredados, los simples, los denominados oprimidos, no son mejores que los denominados ricos. La idea de que los oprimidos son los buenos y los otros los malos es una hipocresía total —una mentira—. Ella estaba segura de una cosa. Los seres humanos, en su conjunto, son todos igualmente repugnantes, oportunistas y potencialmente criminales. La especie está condenada, siempre es el individuo singular el que puede salvarse. Aris evitó implicarse en una estéril polémica social y se escabulló. Un frenazo los sacudió y Aris se topó con un sobre blanco metido en el cajón de la puerta, entre el permiso de circulación y el disco horario. El sobre —que llevaba el membrete de una clínica privada— iba dirigido a Maja.

«También hacemos cosas más frívolas. Tipo conciertos, fiestas». «¿Y bailes? Por Dios, cuánto tiempo hace que no voy a bailar… Tú no te lo vas a creer, pero yo adoro bailar». Subrayó la palabra adoro con un énfasis que Aris encontró excesivo. Maja se acordó de repente del Camden Palace —una discoteca muy alternativa instalada en el interior de un teatro en ruinas de la periferia obrera de Londres, que había frecuentado con asiduidad—. «¿Qué música se lleva ahora?». «Hiphop. Tecno. Reggae. House», dijo Aris. Ella se había quedado en la onda siniestra. Al final de los años ochenta uno se vestía con encajes y puntillas, con pesadas cruces de plata al cuello y el pelo cortado a cepillo como Brian Ferry. Ella había recorrido trescientos kilómetros en autobús para ir a un concierto de Dead Can Dance. Tocaban unas canciones lúgubres, terriblemente románticas. A saber cómo habrían acabado. «También echamos películas», dijo Aris, preocupado por el silencio distraído de Maja. «Hemos organizado un ciclo sobre vampiros. Mañana ponen Drácula de Bram Stoker, o sea, el de Coppola». «¿Vampiros? ¿Os habéis decantado por el cine comercial?», dijo Maja, sorprendida. Aris practicaba el boicot al cine norteamericano. Decía que la audiovisual es la segunda industria de los Estados Unidos, después de la armamentística, y comoquiera que la economía es el único indicador de verdad de la sociedad contemporánea, eso revela que la audiovisual es un arma potentísima —como la bomba atómica—. Porque el cine de evasión es el lavado de cerebro de los pueblos del imperio occidental. Los Estados Unidos practican el dumping con sus películas, impidiendo a las demás cinematografías desarrollarse y difundir modos de vida alternativos. Está claro, ¿no? Siempre la llevaba a ver películas uzbecas, palestinas y mexicanas —que ella, francamente, encontraba fúnebres, elípticas, incomprensibles—. «Te tengo que prestar un libro de Caleb Cohen. Enseña Psicología de Masas en Berkeley. Ha escrito un ensayo sobre lo perturbador. En síntesis sostiene que los vampiros están marcados por la diversidad —son víctimas de los prejuicios y se les odia porque se les teme, se ven obligados a vagar entre hombres a los que no reconocen como de su propia especie, sin esperanzas de felicidad. Su fuerza reside en el hecho de que la gente no cree en su existencia. Esto hace de ellos revolucionarios en potencia. El principal guionista de las películas de vampiros de los años treinta era comunista».

Maja nunca había pensado en los vampiros desde esta perspectiva política. «Yo no he visto el Drácula de Coppola», dijo distraídamente, «salió el año en que esperaba a Camilla. Me pasé seis meses en cama por amenaza de aborto, pero tú no puedes saberlo, todavía no me conocías». A Aris le parecía imposible que hubiera existido un tiempo en que el nombre de Maja no se correspondiera con su rostro, con sus ojos oscuros, con su flequillo, con su sonrisa. «Es la historia de amor más hermosa del cine de los últimos diez años», dijo, «vaya, me refiero a la del conde apóstata y la dulce y refinada Miria». «Bueno, entonces tendría que ir a verla. No, mañana no tengo tiempo. Oh, bueno, no es cuestión de tiempo. ¿Qué pensarían tus amigos? Que frecuentas a una burguesa, capitalista y, además, vieja».

«Burguesa y capitalista, de acuerdo, pero ¡vieja!», exclamó Aris, lanzándole una mirada tierna e ingenua. «Pero ¡si sólo tienes treinta años!». Lo dijo como si en cuanto cumpliera los treinta y uno —lo que, por desgracia, era inminente— ella fuera a ser desahuciada. Se hizo el silencio. En el paseo del río la columna de coches atrapados en el tráfico se internó en el túnel que pasaba bajo los edificios negros de smog. Aris se preguntó adónde iría toda esa gente. Trabaja, come y duerme, y sólo cuando ya es demasiado tarde se da cuenta de que no ha vivido. Ventanillas cerradas y caras impenetrables al volante. Están todos muertos, y todavía no lo saben. Callaba, preocupado por el olor desagradable a sudor que se desprendía de su indumentaria y se expandía por la atmósfera cerrada del coche. Querría olisquearse —pero tenía miedo a moverse, y que al moverse se expandiera esa mal olor. Se maldijo por no haberse lavado esta mañana. Pero se había despertado tarde y no quería perderse el examen. Vaya un escrúpulo burgués. Abrió la ventanilla. Desde las ventanas de Regina Coeli llegó un fugaz olor a Avecrem y a conserva de tomate. Los detenidos tenían las ventanas abiertas, para atrapar el perfume de la primavera. Cruzó su mirada con la de Maja. Tal vez no estuviera pensando mal de él, a pesar de todo. Era, la suya, una mirada líquida, insinuante, de cervatilla.

Con una lancinante nitidez, Aris la vio de nuevo en el día de su boda. La esposa de coral en la plaza del Campidoglio. Y vio de nuevo a su padre vestido de gris, radiante, con Camilla acicalada como damisela babeando sobre su chaqueta y lavándole las gafas con la lengua. Elio distribuía besos a los amigos, a los socios y a los clientes del bufete y también a Ornella, para entonces ya primera señora de Fioravanti —a la que, si bien el asunto había sido considerado por todo el mundo como de mal gusto, había querido como testigo de sus segundas nupcias—. Y se vio de nuevo a sí mismo esquelético a sus diecisiete años, con tejanos y camiseta negra estampada con la verde hoja de marihuana, con el pelo ya largo por la espalda, manteniéndose apartado, apoyado en el pedestal de la estatua de Marco Antonio, y apretando en la mano el puñado de granos de arroz que no había lanzado a los novios. Y cuando Maja lo había llamado, él se había acercado y polémicamente había dejado caer el arroz entre las solapas de su chaqueta y lo había visto desaparecer en el canalillo de sus pechos. Y Elio lo había fulminado con una mirada y, agarrando a una del brazo izquierdo y a la otra el derecho, había empezado a posar con las dos señoras Fioravanti. La primera, la madre de Aris, cuarenta y seis años, pelo teñido de rubio camello y mentón volitivo —su compañera de universidad—, también ella abogada, su socia: a esas alturas, su hermana ya. La segunda, menuda y grácil como Audrey Hepburn, el pelo castaño corto, con flequillo y ojos de cervatilla —joven como Elio habría deseado volver a ser—. Aris —el hijo malogrado de cuyo nacimiento, educación, gustos, todo, su padre se arrepentía— se había negado a conocerla durante casi dos años. Desde el día en que, de punta en blanco, sin ningún aviso previo que pudiera hacer presagiar la catástrofe, Elio había hecho la maleta y se había trasladado a un aparthotel en el barrio de Trieste. Más bien de manera sumaria, les había explicado a Ornella y a él que tenía una novia. Nunca le había pasado nada parecido y tampoco se habría imaginado que un día iba a pasarle. Pero había pasado, y no se trataba de una locura senil, sino de una ocasión para poner en tela de juicio su vida. De renacer, en definitiva. Quería el divorcio, para casarse con ella.

A la misteriosa novia del padre de Aris éste se la había encontrado unos años después, en el hospital. Había pasado media hora hipnotizado tras el cristal de la nursery, contemplando pequeños mamarrachos con cabezas parecidas a naranjas, alineados en hileras de cestitas de supermercado. Le parecían todos idénticos pero, sin embargo, uno de esos mamarrachos —con el cráneo lanuginoso y extrañamente oblongo— era una recién nacida y, por muy absurdo que le pareciera, esa recién nacida era su hermana. Elio estaba despeinado, excitado y jovial. Y, no obstante, lloraba insensatamente. «¿No te parece estupenda?», repetía, «¿no te parece estupenda?». Insistió en explicarle que no se trataba de un preservativo agujereado, ni de una argucia de su joven compañera. La niña no era la causa de su separación de Ornella. Maja y él ya hacía tiempo que estaban juntos, a esa pequeña habían ido a buscarla. ¿Y yo?, habría querido gritar Aris. ¿A mí también fuisteis a buscarme? Su padre la había colocado en sus brazos. Camilla olía a polvos de talco y a leche. Era lo más frágil e indefenso que había visto en su vida. Y, sujetándola patosamente en brazos, al final se había asomado a la habitación de «esa tía»: era así como llamaba a Maja por entonces.

Había ramos de rosas, lirios y orquídeas por todas partes, en la mesilla y junto a las paredes. Había un olor a flores y a medicinas. Estaba la madre de ella, una señorona en traje chaqueta, con la nariz esculpida por el cirujano plástico y la piel innaturalmente tersa en los pómulos. Con voz estridente le repetía a todo aquel recién llegado que nunca le permitiría a la pequeñita que la llamara abuela, dado que era una sorpresa un poco amarga verse convertida ya en abuela a los cuarenta y cinco años (tenía casi sesenta). Estaba el padre, una escoba con el pelo de un negro sospechoso, vestido con un traje color marfil extremadamente caro: un cónsul de una estupidez impresionante, de permiso de su destino en Malasia. Había una nube muy excitada de amigas, mujeres jóvenes guapas y bien vestidas, de palique, que intentaban tranquilizar a la puérpera sobre el hecho de que en tres meses volvería a estar tan delgada como antes. Y luego la había entrevisto a ella en la cama, apoyada en las almohadas. El rostro abatido bajo el flequillo de pelo negro, un gotero colocado en el brazo. Parto por cesárea —sin un mínimo de discreción, la señorona repetía en voz alta que su hija había afrontado con valentía un embarazo difícil, explayándose en detalles desagradables acerca de fibromas uterinos y contracciones abortivas—. Estaba aturdida todavía por la anestesia. Ven, entra, Aris, le dijo, con una sonrisa. Y, aunque nunca la hubiera visto, él había tenido la impresión de que Maja estaba esperándolo.

«¿Sabes?», le estaba diciendo, absorta. «Tenía la edad que tú tienes ahora cuando conocí a Elio. Y pensaba lo mismo que tú sobre muchas cosas. Tú no puedes imaginarte cómo era yo entonces, pero acababa de llegar de Cambridge. Con una licenciatura en filosofía —el misticismo femenino, Hildegard von Bingen, imagínate—. Sólo me interesaban los misterios del espíritu, de los sueños y de la muerte. Era gótica. Siempre me vestía de negro. Como Morticia. Incluso llevaba las uñas pintadas de negro. Fíjate, nos conocimos en la presentación de una guía dedicada a los cementerios. Elio era amigo del editor. En un momento dado, no recuerdo cómo fue, empezó la conversación. Yo pensé: pero ¿a qué aspira este vivales? Hizo algunos chistes. Yo no los encontré divertidos. Apostó a que yo no era una chica tan triste como parecía, y que me haría reír. Yo le dije que aceptaba la apuesta. No creí que lo lograra nunca. Me invitó a cenar. Vi que llevaba una alianza y le contesté que podía llevar a su esposa a cenar. Él me dijo que ya lo había hecho. No sé por qué fui. Era feo. Pero aquella mata de pelo invitaba a pensar en un artista. Tenía la esperanza de que fuera un director de orquesta. Me llevó al Fungo del EUR —el restaurante panorámico en el último piso de esa especie de rascacielos. De hecho, sigue siendo el único que hay en Roma—. El restaurante había vuelto a abrir hacía poco. Se veía toda Roma, desde allí arriba en trescientos sesenta grados. Las calles, las casas, los monumentos, las iglesias. Roma por todas partes. Y era infinita. Me quedé con la boca abierta, parecía que tuviéramos la ciudad a nuestros pies. Mis padres habían celebrado allí sus bodas de plata. Yo tenía un objetivo: ser diferente a ellos. No frecuentaba lugares como ése. Y la gente que iba allí me horrorizaba».

«¿Por qué me cuentas estas cosas?», le preguntó Aris, turbado. Miraba fijamente el semáforo en rojo —la sombra violácea de las nubes que acariciaban las ruinas de los palacios imperiales en el Palatino—. Quién sabe, tal vez porque tenía la esperanza de que viera en ella a la muchacha que había sido, y que tal vez, en alguna parte, aún existía. En ese momento, si la hubiera besado, no lo habría rechazado. A veces, cuando estaba a su lado, la atravesaba este pensamiento completamente incorrecto —incluso lograba visualizar la escena, sentir el pinchazo de la bola de metal de Aris en su lengua—. Esa fantasía luego se desvanecía, desaparecía, como algo vergonzoso. Esta vez se demoró un rato más, dejándole sobre los labios un extraño ardor. Pero tampoco esta vez Aris se había dado cuenta. Había seguido mirando la sombra de las nubes, ignorándola. Y luego se habían quedado en silencio, como si ya no supieran qué decirse. Y ahora ya habían llegado, y ya estaban en el Aventino.

«¿Quieres que te acompañe dentro o te espero en el coche?», le preguntó Aris, apagando el motor. «Ven», le dijo Maja. El edificio, de los años cuarenta, era un cubo gris, rodeado por un jardín de glicinas y mandarinos —las ventanas refulgían cada vez que el sol hendía las nubes. En las persianas bajadas del apartamento de la planta baja había colgado un cartel verde con el rótulo de SE VENDE. A pocos metros, del otro lado de la calle, estaba el portón siempre cerrado de la misteriosa Villa del Priorato de Malta. Colocando el ojo sobre el minúsculo agujero abierto en la cerradura, se encuadraba la cúpula de San Pedro. No recordaba por qué, pero ese lugar era definido como el ombligo de Roma. Mientras manipulaba el antirrobo, se topó de nuevo con el sobre blanco. Maja había bajado. Iba hacia un tipo con americana y corbata, barriga protuberante y necesitado de un trasplante de pelo, que la esperaba en la acera con una carpeta en la mano. Aris no pudo evitar echar un vistazo al membrete del sobre. SECCIÓN DE GINECOLOGÍA. «¿La señora Riva?», dijo el agente de la inmobiliaria, consultando los nombres de la lista.

GINECOLOGÍA. Aris tragó saliva. Anatomía recóndita. Estudiada en las enciclopedias. Atisbada en las imágenes disuasorias que el médico del consultorio había dibujado en la pizarra del aula magna del Tasso durante la ocupación, para el curso de educación sexual, ideado por los chicos para quienes la geografía del cuerpo humano era bastante más útil que la terrestre, o que las clases de física y de griego. Su competencia geográfica no había progresado mucho desde aquellas clases, siendo aprehendida en algún que otro rápido frotamiento y en alguna historia en la que su implicación emocional frisaba en el cero. Una trotskista suiza a la que había conocido durante las manifestaciones de Seattle contra la OMC había intentado demostrarle que la penetración sigue siendo un acto de liberación y la relación sexual el último bastión de la libertad individual en un mundo masificado. Pero problemas de lubricación, de erección, de orgasmo, de sincronía, molestias hidráulicas, olores feroces, aullidos, no lo habían convencido de que fuera preferible a la masturbación. GINECOLOGÍA. Lo fulminó un pensamiento horripilante. Tal vez Maja tiene una enfermedad, y ha tenido la presencia de ánimo de no hablar de ello con papá para no inquietarlo durante la campaña electoral. GINECOLOGÍA. ¿Enfermedades venéreas? ¿Quistes? ¿Cáncer? ¿Sida? Villa Stuart. Aris empezó a preocuparse. No por nada, Villa Stuart era la clínica de los Fioravanti. Donde el abuelo se había operado de la próstata y a papá le habían hecho una biopsia cuando temía tener un cáncer de estómago. Habría querido pedirle explicaciones pero Maja ya estaba entrando en el edificio, pisándole los talones al agente de la inmobiliaria. Y además, lo habría malinterpretado. Y Aris no permitía que ni uno solo de sus gestos o palabras aludiera a sentimientos o intenciones que Maja se habría visto obligada a rechazar, y que tendrían como consecuencia su inevitable separación. Aunque tal vez habría sido lo mejor, era ridículo continuar así.

«¿El chico va con usted?», preguntó, pasmado, el agente de la inmobiliaria, cuando Aris hizo su aparición en el atrio. Juntos, eran improbables. Ella, acabada de restaurar por el mago Michael, con el vestidito de Prada comprado para la fiesta de Camilla en el Palacio Lancillotti, porque no tendría tiempo de regresar a casa y cambiarse. Él, con la misma sudadera que llevaba desde hacía casi un mes, los pantalones manchados con pintura de aerosol y el aro en la nariz. «Sí», respondió Maja, con una sonrisa impertinente. «Su opinión para mí es vinculante». No parecía enferma. Al contrario, estaba radiante, menos evanescente, más carnal, con un nuevo corte de pelo y una expresión insólita, casi infantil. «Resulta difícil comprar en el Aventino», decía servil el agente de la inmobiliaria. «Quien tiene una casa aquí la conserva. ¿Conoce usted este barrio?». «Nací en él», respondió Maja, con un leve toque de altanería. El ombligo de Roma. Luego me marché a Inglaterra, y luego llegó Elio, y fuera lo que fuese lo que estuviera buscando, no lo encontré. No había vuelto al Aventino desde entonces. La chica que creció aquí ya no existe.

Aris miró gravemente el perfil de Maja. Oh, no puede ser una enfermedad grave. No tiene que sufrir, no podría soportarlo. Yo puedo enfermar. ¿Para qué sirvo? El mundo no se daría cuenta de mi ausencia. Me llorarían —oh, sí, qué tragedia, morir a los veintitrés años—. Todos pensarían en las muchas cosas que podría haber hecho. Mamá y papá añorarían para siempre a ese juez que no llegaría a ser; Meri y Poldo, al comandante que no soy. Maja, al abogado de los pobres que no seré. Y así no deberían ni darse cuenta de que no seré nada de todo eso, y no se quedarían decepcionados. Pero ¿quién podría sustituir a Maja? Las demás mujeres son más profundas, más inteligentes, más necesarias —pero para mí no existen.

Maja siguió al agente de la inmobiliaria por la penumbra del apartamento. El vacío hacía que sus pasos resonaran. Tal vez tendría que decírselo antes si está gravemente enferma, luego pensará que siento piedad por ella. Yo no siento piedad por ella, yo la amo. Aunque se haya casado con mi padre —la amo tal y como es—. Porque tiene treinta años y ha tenido tiempo para darse cuenta de lo que no importa. Por su forma de caminar, nerviosa, deprisa, como si fuera a perder un tren. Por el cuidado con el que trata las cosas, porque sabe que pueden romperse. Porque está presente incluso cuando te ignora, por la malicia que anida en la oscuridad de su pupila, por su falta de entusiasmo y su austeridad, y por todo lo que no sé de ella. Porque tengo veintitrés años y prefiero conocerla hoy que transformarme en el hombre del que podría enamorarse mañana. El agente de la inmobiliaria había levantado las persianas. Un gran salón completamente vacío se llenó de luz.

Fuera quien fuese la persona que allí había vivido, no se había quedado mucho tiempo. El revoque de las paredes había sido pintado hacía poco, el parquet de tablas de arce blanqueado estaba brillante, como si nadie lo hubiera pisado. Los marcos recién restaurados, con las empuñaduras de acero satinado que parecían no haber sido tocadas nunca. Maja abrió la puerta ventana que daba al jardín. Un alto seto de rosas escondía la calle. Pero por detrás del muro se entreveían las copas de los cipreses de la Villa, inclinados por el viento. El mandarino —colmado de frutos arrugados que parecían bolas de Navidad— rozaba con sus ramas los cristales de la ventana. El ombligo de Roma. El centro de mi vida. «Como verá», aprovechó el agente de la inmobiliaria, «el domicilio es de prestigio. Los propietarios acababan de reformarla, tienen que trasladarse por cuestiones de trabajo. Les urge vender, por eso el precio es negociable». Maja se preguntó ansiosamente qué estaba haciendo ahí. «La instalación eléctrica cumple la normativa», prosiguió el agente de la inmobiliaria, levantando las persianas de la habitación de matrimonio, luego en el cuarto de baño y luego en todas las ventanas de la casa. «Hay alarma antirrobo, aire acondicionado, calefacción autónoma, la cocina es de Are Linea, con horno eléctrico e isla con encimera —no la han utilizado nunca».

«El sobre», dijo Aris, agarrándola por un brazo. «¿Qué sobre?», respondió ella, distraída en la contemplación de las estanterías de acero de la cocina. Brillantes, ni un rasguño siquiera. Parecían un espejo. «El sobre de la clínica, en el coche». Maja se sonrojó. Lo había recogido anteayer. No quería llevarlo a casa antes de hablar con Elio. Y todavía no quería hablar del tema con él. Lo había dejado en el Smart y se había olvidado por completo. Debería haberlo escondido. «Venga a ver el cuarto de baño», se inmiscuyó el agente de la inmobiliaria, «tiene hasta bañera de hidromasaje». «Nada, unos análisis», dijo esquiva Maja, dándole la espalda. El color del revoque, en las paredes del baño, recordaba la pulpa de una naranja siciliana. «¿Qué análisis? ¿No te encuentras bien?». «¿Tú qué crees?», bromeó Maja, dilatoria. Abrió el grifo cromado del lavabo. En el apartamento no había agua. «Y entonces, ¿para qué te haces unos análisis?», insistía Aris. La idea de perderla le cortaba la respiración. El agente de la inmobiliaria miró de reojo el reloj. No se preguntaba cuál sería su relación. En su carrera, había vendido casas a parejas de todo tipo. Ya no se asombraba de nada. Ninguno de los dos, no obstante, le parecía estar en condiciones de poder comprar una casa como ésa. Le estaban haciendo perder el tiempo. «Espero un hijo», dijo Maja bruscamente. Y luego no le dio oportunidad de decir nada y alcanzó al agente de la inmobiliaria que la esperaba, impaciente, en el umbral del dormitorio.

Aris se revolvió, como si le hubiera asestado un puñetazo en la cabeza. Oh, no, esto no. En 1998 se había inscrito en la Asociación para la Extinción Humana Voluntaria. Una tarde, mientras holgazaneaban muy cerca en los sillones repletos de pelos de la mansarda, lamidos e importunados por la áspera lengua de Mabuse, tras un serio intercambio de opiniones sobre los sistemas extremos (la decadencia del pensamiento occidental, la tragedia de la globalización), Maja se vio con la valentía de decirle que a veces en su vida se abría algo así como una falla, una fractura, y que entonces tenía la impresión de ser una criatura inconsistente, gelatinosa y sin forma como una medusa, a merced de la corriente. Y Aris, en vez de enojarse al descubrir esas ideas en la mujer que para él era la imagen misma de la consistencia y de la estabilidad, se había sentido honrado ante tanta confianza. Le había correspondido explicándole el asunto del fundador de la AEHV, un americano que se hacía llamar Les U. Knight y que propugnaba la peligrosidad de la especie humana, la cual tiene que extinguirse para salvar al planeta tierra de sí misma. Si todos los hombres dejaran de procrear, en el espacio de dos generaciones —pongamos en el 2090—, el planeta volverá a ser libre como al principio de los tiempos. Quien haya estado en el Sáhara y haya contemplado su desnuda, pura y trascendental belleza puede comprender lo que volverá a ser la tierra, cuando el hombre la haya abandonado —la imagen misma de la inmortalidad de la materia—. La asociación no predicaba el suicidio ni el exterminio en masa sino únicamente la reflexión y la autoconciencia. La inscripción era libre. Aris tenía el carné número 26 950. Maja no había encontrado tan delirante el razonamiento del caballero americano. Aris se había alegrado de ello. Ellos dos se entendían. El problema es que se habían encontrado demasiado tarde, o demasiado pronto. Como la tierra y el hombre.

¿Por qué se lo he dicho? ¿Por qué? Maja rozó con las yemas de los dedos la superficie áspera del guardarropa —un trabajo de carpintería de calidad, en nogal tanganika—. No se lo había dicho ni a su madre, ni a su padre, ni a sus amigas más íntimas. Ni siquiera a Elio. Quería decírselo, la había hecho feliz descubrirlo —hacía años que lo intentaban—, no por nada ambos deseaban una familia numerosa y tenían miedo de que ya no fueran a conseguirlo. Pero, extrañamente, todas las veces que había tenido la ocasión, las había dejado pasar porque era como si, al decírselo, le entregara no tanto al niño como su futuro y a ella misma. Siempre había aceptado las cosas tal y como vienen, flotando en la superficie de la corriente, y en cambio ahora pensaba que es un error dejarse arrastrar por los acontecimientos, las cosas que no han ocurrido cuando las deseábamos ya no tienen que ocurrir. Al fin y al cabo, tenía ya treinta años, y una única vida, y le pertenecía. Elio, en todo esto, tenía poco que ver. Pero ahora que ya lo había dicho, el hecho estaba allí, frente a ella en su enormidad definitiva, y le pareció que por primera vez era consciente de ello.

«¿Quiere ver la habitación de invitados o de los niños?», dijo el agente de la inmobiliaria. Aris la miraba con doloroso pesar, como si lo hubiera castrado en ese momento. «Claro», asintió Maja. El agente lanzó al chico una mirada inquieta. Quería concluir la visita cuanto antes, a las dos y cuarto tenía otra cita. Aris estaba consternado. Maja, dándole una noticia tan importante con total irresponsabilidad y falta de consideración hacia sus sentimientos. El agente de la inmobiliaria, mirando el reloj y temiéndose que de un momento a otro llegaran los otros clientes. El sol, dibujando arabescos de luz sobre el parquet —las paredes inmaculadas de esta casa tan hermosa y tan vacía—. Cuando Maja pasó por delante de él, Aris le dio la espalda y se encaminó hacia el salón. Un hijo, no lograba pensar en otra cosa. Si tiene otro hijo permanecerá encadenada a Elio durante toda su vida. Todas sus reflexiones, todos sus proyectos, serán sólo palabras. Maja no lo va a dejar nunca. Fantasea con grandes cambios, sus treinta años, su próxima vida, así, sólo por hablar, sólo para hacerse la ilusión de que existe una vía de escape. Los meses han ido pasando, uno tras otro, y yo no he sabido aprovechar la ocasión. Y ya no queda tiempo, la he perdido.

Salió. Vagó, desorientado, arriba y abajo por un pasillo blanco, confundiendo el pulsador del ascensor con el timbre de la casa del portero, perseguido por una turba de mujeres embarazadas —patos bamboleantes, espectros gordos e indefensos—. Una visión que siempre le había parecido desagradable. Aris aborrecía las consecuencias de las relaciones sexuales: enfermedades venéreas, infecciones, ladillas y niños. Prefería bastarse a sí mismo. Como en todo lo demás. Incluso a Maja la amaba en abstracto como a un ídolo benefactor al que nunca tocaría. La única vez que tomó en consideración seriamente la idea de tener una relación sexual con ella había sido después de haber leído en un libro la teoría del matrimonio como metáfora de la propiedad privada. Como consecuencia de dicha teoría, el adulterio es la metáfora de la revolución, o del comunismo.

Mientras pasaba por delante de la garita del portero, se encontró con la pareja de las dos y cuarto. Dos tipos de unos cuarenta años; él, con gafas de sol de marca; ella, con ojos saltones de rana y los dientes un poco equinos. «¿Es éste el apartamento que está en venta?», le preguntaron. Aris no respondió. Los siguió, como un autómata. Maja rozaba las paredes del salón con la punta de los dedos, le señalaba algo al agente de la inmobiliaria —se movía por esas habitaciones como si estuviera en su propia casa—. Por un instante lo atravesó una intuición que le provocó un espasmo muscular. No existe ninguna amiga. Estamos aquí por ella. Su elección me concierne. Por eso ha querido que estuviera yo aquí. Es una declaración, la promesa de un vínculo cada vez más fuerte, sólido, verdadero.

Actuar, de inmediato, con la misma inconsciencia de esta noche. Hacer estallar la bomba y romper en mil pedazos la existencia de todos ellos. ¡DA EL BOMBAZO! Revolución. Llévatela. Tienes un cheque por veinte millones en el bolsillo de la sudadera. Los hermanos no saben que mi padre me lo ha dado, y él seguro que no se lo diría. A Barcelona nos vamos a ir juntos. Él hará que nos busquen pero ¿qué más puede hacer? Somos bien libres en este mundo. Maja encontrará un trabajo. Ya no hará de intérprete para un despreciable ministerio. Hasta ahora las palabras para ella han sido una mercancía. Nunca ha tenido que decir nada tan sólo repetir. Nunca le han pedido que pensara. Hará lo que quiera. Yo pintaré. Organizaré la subversión mundial del sistema. Bueno, ni eso. No haré nada. Viviré para ella. Pero enseguida rechazó ese sueño improbable, porque la primera cualidad de un anarko es la lucidez mental, y la valoración objetiva de la realidad. Y aunque, algunas veces, con frecuencia creciente en los últimos meses, había tenido la impresión de escuchar el sonido de los verdaderos pensamientos de Maja, y las palabras que nunca había dicho, siempre se había repetido que se trataba de una miserable ilusión. El nunca le había dicho lo que quería decirle, y ella había hecho lo mismo.

«En el fondo, tampoco es tan cara», comentó Maja, en tono ponderado, porque percibía su desilusión y su resentimiento, «el mercado inmobiliario está a la baja. Sería una buena inversión. La Bolsa ha rendido mucho, el índice está en positivo desde hace un montón de tiempo, podría aligerar la cartera de valores y realizar». Aris apoyó la cabeza contra la pared, oprimido. «Cada uno invierte su dinero como quiere. Yo no tengo dinero, pero tengo tiempo, y tendría que invertirlo mejor. Tenía una cita en el Barco Ebrio. Hay un amigo mío, un ilegal, como tú dices, lo estoy ayudando a vivir con dignidad, ¿sabes a qué me refiero?». Se dio cuenta de que se estaba acalorando, la temperatura de sus palabras alcanzó el nivel de alarma, pero no consiguió dominar su rabia. «No, ¿qué sabrás tú de estas cosas? Tú vives en un mundo perfecto; le prometí que lo acompañaría a la obra, a ver al que contrataba, para reclamar el dinero que le deben, porque a un ilegal, si no quieres pagarle, si te molesta, no le pagas, lo echas, total, habrá otros cien listos para ocupar su puesto: éste es el país en el que vives». Luego se le quebró la voz en un borboteo y habría deseado comerse su propia lengua. No tenía el propósito de acusarla de ser lo que era, ni de habérselo arrebatado a sus amigos para implicarlo en esa comedia —pero ya lo había dicho. Y Maja lo miraba fijamente, ofendida, y el árabe habría ido él solo al encargado de contratar. Y esto también era injusto, miserable, inútil.

«Nada va a cambiar, Aris», dijo Maja, conciliadora. «¿Nada?», casi gritó él. «Ya ha cambiado todo». Ella se sonrojó como si la hubiera abofeteado y se inclinó para firmar en el cartapacio de Gabetti. Le parecía que podía permitirse un sueño, un juego inocente, fingir, durante unas horas, que era libre —sin consecuencias. Eso era: tal vez, en otra vida, a los treinta años Maja Riva se habría montado ella sola una casa y habría venido a vivir aquí.

Esa otra vida discurría ahora junto a la suya y no le parecía menos real, menos verdadera. «La casa me gusta», le explicó al agente de la inmobiliaria, que había permanecido imperturbable durante su disputa, «resulta extraño, al entrar he tenido la sensación de que ya era mía». «Son cosas que pasan», se apresuró a confirmar el otro, en voz baja para que no lo oyera la pareja de las dos y cuarto. «¿Quiere que fijemos otra cita para volver a visitarla el lunes?». «Sí, no, ya llamaré», dijo Maja. Miró una última vez las paredes blancas del salón, la ventana, el mandarino, y su otra vida se quedó tras el portón que se cerró a sus espaldas.

«¿Te vienes conmigo a la fiesta de Camilla? A ella le hace mucha ilusión. Y a mí también», intentó arreglarlo Maja, deteniéndose junto al Smart. Esa visita había sido un gravísimo error. Le gustaría borrar la hora que acababan de vivir. «No», dijo Aris, «odio a esos niños. Me dan asco sus padres, y vuestros amigos. Me dais asco vosotros también». No me volveré como los demás. Id a donde os plazca. No me importa. No quiero. Porque yo no soy como vosotros. Todo vuestro dinero —vuestras casas, vuestros coches, vuestros trajes, vuestras ambiciones— no significan nada para mí. Cero. No quiero tener nada —tampoco a ella. No iré al Palacio Lancillotti. No me la llevaré de aquí. No le diré lo mucho que la he amado, ni la vida que habría deseado vivir junto a ella. Ya ni siquiera quiero volver a verla. «Haz lo que quieras», dijo Maja, resentida, y se metió en el Smart, sin darse la vuelta.

Correteando con el ciclomotor, arriba y abajo por la calle de Cavour, con el casco desabrochado bajo la barbilla, para darse importancia, dando gas y acelerando para adelantar a Fabricio, que está haciendo caballitos con su burra de 50, y tocando el claxon para que les dé un ataque a esas engreídas de Paola y Giorgia, que lamen un helado en el pretil de los jardines de la plaza Dante. El ciclomotor es de Miria, porque Valentina no tiene ciclomotor, mamá no se lo ha comprado —dice que es demasiado pequeña y que dos ruedas, en Roma, donde nadie respeta las normas de circulación, son demasiado peligrosas—. Pero hasta febrero Emma tenía moto, y llevaba en ella a la mofeta, y ella tampoco respetaba las normas de circulación. En los jardincillos la atmósfera se iba deteriorando, la comitiva se iba desbaratando. El hambre disolvía la caterva y ya no quedaba nada ni por hacer ni por decir. Valentina completó otro periplo a la plaza aunque sólo fuera para practicar un poco más. Casi echó al suelo a una vieja en el paso de cebra. «Te vas a matar», dijo la vieja, cordialmente, «no eres más que una niña, la vida es demasiado hermosa para desperdiciarla». Hablaba así porque era vieja y ella había ido tirando. A los catorce años la vida no tiene nada de hermoso.

Valentina tocó el claxon, para que Miria cortara el rollo, pero su amiga seguía confabulando con un chico altísimo, de casi dos metros, con el pelo cortado a lo beatle. No era uno de la escuela, ni siquiera del polideportivo. Cuando enviaba a Kevin solo para casa, Valentina comía en casa de Miria, la lanzadora del equipo, y luego charlaban durante horas encerradas con llave en la habitación, echadas en la cama, en bragas —o a veces sin ellas—, con el equipo de música a toda pastilla, se sacaban mutuamente los puntos negros y se examinaban desapasionadamente las piernas para determinar si antes del partido necesitaban una depilación a la cera con urgencia. Luego pasaban a los pies desnudos, que mantenían suspendidos en el aire, y se reían porque las chicas, incluso las guapas, tienen los pies feos. Los pies de Valentina son increíblemente largos —con los dedos esqueléticos—, por lo que va a ser altísima: ya supera el metro setenta y tres. Luego se pintaban las uñas con esmalte azul. Otras veces se quedaban balanceándose sobre el pretil, o aparcaban delante del instituto de Miria, donde estudiaba el bachillerato turístico, en la calle de Panisperna, o bien bajaban hasta la calle del Corso y se iban a escuchar las novedades a las Messaggerie Musicali. Pasaban horas en ese megastore con los cascos en las orejas, y ella de verdad escuchaba las canciones, mientras que Miria únicamente lo fingía, aunque mientras tanto iba mirando a su alrededor, por si había alguien a quien conociera. Hoy, de todas maneras, Miria se había fijado en aquel chico altísimo, y cuando hacía eso, ya no existían ni el partido, ni Valentina, ni nada.

Miria llevaba el pelo a cepillo, teñido de rojo, y tenía un rebaño de tíos detrás que le iba babeando. Los sábados Valentina salía con su comitiva, generalmente solían pasar el rato en el pretil de la plaza Dante, pero a veces se metían en fiestas de gente a la que no habían visto nunca ni conocían de nada. Era Miria quien le había hecho descubrir a Marilyn Manson, la había ayudado a meterle una bola a mamá para poder ir al concierto en el Palacio de Hielo de Marino. Unos cinco mil exaltados, extenuados, un aquelarre que había provocado un buen cirio: después del concierto habían detenido incluso al genial Marilyn, bajo la acusación de haber inducido a tres posesas a cometer un homicidio. A Emma, Valentina le había colado una bola inmensa, porque mamá nunca le habría dado permiso para ir al concierto, o habría querido ir ella también. Pero, de todas maneras, ya no le decía nada de nada, porque mamá la consideraba una niña todavía, mientras que ella ya era mayor.

«¿Qué, nos vamos?», dijo de nuevo. «Pero ¿qué te pasa?, ¿estás lobotomizada?», musitó Miria, moviendo furiosamente los párpados maquillados como si quisiera darle a entender algo. «¿Conoces a Jonas?», le soltó. «Es el hermano de Yuri». Yuri era el penúltimo chico de Miria. Según sus explicaciones, besaba bien, su saliva tenía un buen gusto, era prudente, utilizaba preservativo, era capaz de ponerle la piel de gallina. Valentina no se acordaba de por qué lo había dejado Miria. Miró sin interés al chico altísimo que estaba plantado junto a su amiga. Iba vestido de manera distinta a los demás. Llevaba una chaqueta de ante de rayas y unos ridículos pantalones de cuadros medio rotos que hacían que pareciera un payaso. «No», respondió. «Nos vimos en la fiesta de Assia», dijo Jonas, dirigiéndole una sonrisa cohibida. Tenía los ojos de color regaliz, con estrías verdes. «Pues no, no me acuerdo», dijo Valentina. No había sido una fiesta excitante, como ella se esperaba, se había quedado todo el tiempo sentada en un sofá, sola y tristísima, igual que un perchero, mientras que a su alrededor todos se divertían dándose el lote. Nadie ligaba con ella. Al final, para animarse un poco se había hartado de sangría y había vomitado durante toda la noche. La abuela le había hecho beberse agua con limón y le había dicho que no hay nada peor en este mundo que una borrachera triste. Parecía saber de lo que hablaba. La abuela no se lo había dicho a mamá porque entre su hija y su nieta, siempre se ponía de parte de ésta. «Llevabas un vestido rojo», dijo Jonas. Valentina se sorprendió de que el chico se acordase. Pero debía de ser mérito del vestido. Era de mamá. Con una abertura fenomenal en la espalda, que llegaba hasta el hueso sacro. Le iba ancho: había tenido que estrecharlo con diez agujas. Ella tenía la esperanza de que con un vestido como ése se sentiría mejor; por el contrario, se había sentido peor todavía —nunca se había sentido menos atractiva—. Miria se había alejado para cotillear con Giorgia, la había dejado plantada con ese chico desconocido que no era del grupo y que no conocía a nadie más. Valentina no sabía qué decir, y él tampoco. Se metió las manos en los bolsillos. Manoseó el móvil, pero no le había llegado ningún mensaje. Valentina se quedó sentada en el ciclomotor, con las manos sobre el manillar, sin mirarlo. Y unos minutos después, Jonas dijo adiós y se marchó.

Miria la empujó hacia atrás en el asiento, y lanzó el ciclomotor calle de Merulana abajo. «¿Qué dices?», gritó Valentina. «Mira que eres torpe», gritó Miria, para imponerse al ruido del tubo de escape y del tráfico. «Pero ¿es que se puede ser más negada que tú?». «¿Cómo dices?». Miria giró por la calle de Labicana y se detuvo delante del portal de un edificio estilo umbertino, tan confortable como un cuartel. Vivía en el tercer piso.

La madre de Miria se estaba echando una siesta en el sillón, delante de la tele encendida en el programa veinte mil de La Rueda de la Fortuna. Roncaba. No la despertaron. De su caótico armario, Miria sacó el uniforme del equipo, las rodilleras y las zapatillas. El padre estaba viendo un partido de fútbol argentino en el dormitorio. «Voy a dormir a casa de Vale», le gritó Miria, «volveré mañana a la hora de comer». «Pero es que en mi casa no hay sitio», le advirtió Valentina, sorprendida. «Pero si no voy a ir, me voy con Paolo a Campodimare. Total, mi madre no va a telefonear. Se deja camelar como si nada. Está agilipollada». «¿Quién es Paolo?», dijo Valentina. Luego se fueron al baño, juntas. El ruido que hace una virgen al mear es distinto del que hacen las mujeres que practican el sexo. A Miria se lo había enseñado su padre, quien había descubierto así que su hija había empezado a ir con chicos. Valentina pensaba que debe de ser bastante molesto tener un padre que escucha el borboteo de tu pipí. Su padre nunca habría hecho algo parecido, apostado detrás de la puerta. O tal vez sí. Su padre olía las camisas, las medias y hasta las bragas de mamá, porque decía que notaba olor a semen. Pero en aquella época, Valentina aún no sabía lo que era el semen.

Observándola, sentada en el váter, Miria le señaló la compresa y le dijo que en el partido, con los pantaloncitos ceñidos, la cosa esa se iba a ver. Le aconsejó que se pusiera un tampón. Se preocupaba por su amiga inexperta. Los tíos que van a ver el partido se fijan en si una jugadora está indispuesta o no. «¿Tú estás loca?», gritó Valentina. «¡No me entra!». «Pues entonces ponte un o. b. mini, está hecho para las vírgenes, yo los uso desde hace años». «¡Pero si tú hace años que no eres virgen, Miria!», protestó Valentina. Lo sabía todo acerca de la desfloración de su amiga, porque Miria se lo había contado en el autocar, durante un desplazamiento para preparar a todo el equipo de voleibol. La desfloración había acaecido en el gimnasio de la escuela, durante la hora de gimnasia. Algo patético, porque él tampoco lo había hecho nunca —de ahí su consejo para las amigas, que la primera vez lo hicieran con un adulto—; y de ahí su preferencia por los mayores de edad. El primero no sabía dónde tenía que meterla, y casi casi confundía un agujero con el otro. ¿Y cómo había sido? ¿Mucho dolor? Nada de nada. Como una hoja de papel que se rompe. Una jeringuilla de sangre, nada más. Él había eyaculado en cuatro minutos. Placer, cero. Pero para la cuestión de los tampones había sido un auténtico avance.

Miria abrió el armarito y ondeó un proyectil. Sacó el envoltorio con los dientes. Emergió un minúsculo dedal de algodón prensado. «¿Estás segura?», dudó Valentina. «El himen es elástico, se repliega, deja pasar un dedo incluso», aseguró Miria. Valentina se fiaba de la opinión de su amiga. Varias veces se habían sentado delante del espejo, comparando sus respectivas aberturas, para verificar que ninguna de ellas tuviera alguna malformación que impidiera o estropeara su futura actividad sexual. Las comprobaciones habían culminado con resultado tranquilizador: ambas las tenían normales. Pese a todo, Valentina continuaba dudando de que en una hendidura tan estrecha pudiera entrar un órgano masculino tan grande como una mazorca. «¿Y si me desvirgo?», preguntó, dudosa, dándole vueltas en sus manos a ese dedal de algodón. «Mejor que mejor, así te ahorras un engorro. Ojalá me hubiera desvirgado un o. b., en vez de Oberdan». Luego se echaron a reír convulsivamente, porque Oberdan era la versión larga de o. b. —en todos los sentidos.

El dedal de algodón presionó sobre una pared que Valentina ni siquiera sabía que tenía. El cuerpo es, la verdad, una mina extraña. A saber por qué gozan tanto las mujeres haciéndose rellenar por los hombres. Todo eso de gimotear, ensartar, gemir, a ella únicamente le parecía ridículo. Mamá y papá no lo hacían. Los padres nunca follan. El dedal de algodón impactó contra un obstáculo infranqueable y se bloqueó. Completamente encajonado. «No puedo», dijo, suspirando. «Me hace daño». «A la que hermosa quiere aparecer, alguna cosa le tiene que doler», le reprochó Miria, haciendo un garabato con el proyectil ensangrentado, que atravesó el cuarto de baño, se coló por la ventana abierta y desapareció en cualquier parte, tal vez sobre la acera de abajo. La examinó en el espejo, con desencanto. «He tenido un flash. Voy a hacer que pongas aún más cachondos a los tíos», dijo.

La tienda parecía cerrada. El rótulo estaba apagado. Miria aparcó el ciclomotor delante de la puerta y tocó el timbre. En el cristal estaba escrito USE YOUR BODY, PAINT YOUR SKIN. Abrió un chico que tendría algo más de veinte años, con los brazos tatuados como Axel Rose. Miria lo besó en la boca, tanto rato que Valentina, azorada, fingió primero estar ocupada con el casco, intentando meterlo en el baúl, y luego ya no supo adónde mirar. Miria le dijo algo en voz baja, y Axel Rose se rió. Era idéntico, clavadito al cantante de Guns N’ Roses: tenía el pelo rubio largo y llevaba una cinta en la cabeza. Se trataba, de todas maneras, de ese Paolo que tenía una casa en Campodimare. Bajaron al local que estaba en los bajos. Por los tragaluces se veían los zapatos de los transeúntes. Era un lugar ascético, desnudo, con un sofá, una mesita que tenía un catálogo de estampados y una especie de jaula de plástico y cristal que parecía la del ambulatorio de la ASL. En las paredes, no obstante, había fotografías de gente famosa, tipo David Beckham, que se había hecho tatuar los hombros, las manos, las nalgas, e incluso algo que parecía ser un pene. Eran tatuajes muy elaborados, la piel parecía una hoja de papel de dibujo en la que se hubiera desahogado un pintor bajo el efecto del éxtasis. Había uno que llevaba una nave sobre el tórax, otros que se habían hecho grabar en la espalda y en los bíceps serpientes, dragones, mujeres desnudas, espadas, sirenas, samuráis. Miria le dijo que Axel Rose le había tatuado la mariposa del pecho, le había hecho un daño de la hostia. Pero era fantástica, rosa shocking, un color estupendo. Paolo sabía manejar la aguja, era the top en su campo. La gente venía hasta de Sicilia para hacerse tatuar por él. «Pero yo a tu amiga no la puedo tatuar», le advirtió Axel Rose, examinando a Valentina de pies a cabeza, «es demasiado joven. Con los menores de dieciocho necesito la autorización de los padres. Si no lo hago así, me meto en un lío». «¡La Virgen, pareces mi abuelo! Vale es una chica discreta, no va a ir por ahí explicándolo. Hazle una golondrina en la nalga. Así se verá cuando juegue a voleibol». «No puedo hacerme tatuajes, mi madre no quiere», objetó Valentina. «Vale», la conminó Miria, «tienes que rehacer tu look. Eres demasiado normal, pareces una monja».

Valentina se sonrojó. Axel Rose le preguntó si le daba miedo el dolor. «No, para nada», respondió, porque no quería que ni Miria ni el chico que tenía veinte años por lo menos la tomaran por una miedica. Pero lo cierto es que tenía un miedo horroroso. Porque, aunque nunca se había roto nada, ni herido, sabía lo que era. Ella había acompañado a mamá al hospital cuando tuvo dos costillas fisuradas y fractura de muñeca. Tenía diez años. En urgencias, antes de que visitaran a mamá estuvieron cinco horas esperando, sentadas en el pasillo, mientras iba pasando gente en camilla —gente que había tenido un accidente de coche o un infarto—. Valentina nunca se había dado cuenta de la cantidad de gente que enferma, se hiere o muere en un día en Roma. Me estoy volviendo loca, dadme un poco de morfina, le había pedido mamá a una enfermera. Ésta había dicho que la ley no lo permite y Emma se había aguantado el dolor. Era una roca. No había llorado, ni en casa ni en urgencias. Aquello le había provocado a Valentina una gran impresión, suscitando su respeto.

«Pues entonces te hago un piercing del que tu madre no se dé cuenta. Sólo lo va a ver tu novio». «Yo no tengo novio», dijo Valentina. «¡Ya lo creo!», se rió Miria, «estás ciega, ¿tú no has visto cómo te miraba?». «¿Quién?», exclamó Valentina, sorprendida. «¿Te gusta? Es el último modelo», dijo Axel, mostrándole un trozo de metal que parecía un alfiler roto. «Cuesta cien mil liras». Valentina lo cogió, aunque no sabía qué hacer. «La banana te la regalo», dijo Axel Rose, «es de acero quirúrgico, no provoca infecciones». «Quítate la camiseta», dijo Miria, «que te lo va a colocar en el pezón. Tarda poco rato, yo ya me lo he puesto». «Por Dios, no», dijo Valentina, poco convencida. «¿Tú sabes hacer la firma de tu madre?», dijo Axel Rose, tendiéndole una hoja de papel impresa en ordenador. «No quiero problemas. Yo te hago un favor sólo porque eres amiga de Miria, pero no sé nada, la firma falsa la has puesto tú». Valentina rellenó diligentemente el modelo impreso.

Roma a… 4 de mayo El/La abajo firmante… EMMA TEMPESTA BUONOCORE Autorizo a mi hijo/a… VALENTINA A efectuarse un piercing.

Firmado… Emma Tempesta Buonocore.

«¿Cómo es que tiene dos apellidos? ¿Es noble?», dijo Axel Rose. «No, es que está separada», respondió Valentina.

«La madre de Valentina es una tocahuevos», suspiró Miria. Pero ¿qué madre no lo es? La suya tenía una tienda de alimentación en la calle del Statuto. Pero quería echar el cierre porque los chinos habían abierto por las inmediaciones todos esos almacenes, supermercados, bazares, o lo que fueran esos antros misteriosos, y le robaban la clientela con su competencia desleal. Su madre siempre repetía que ese barrio que había sido el corazón del pueblo de Roma ahora parecía Chinatown. Uno se siente aquí extranjero, rodeado, como en Fort Apache. Hablaba siempre de cómo era Roma antes, de lo muy diferente que era en sus tiempos. Era la mujer más pesada de la tierra.

Axel Rose cogió a Valentina de un brazo, la condujo hasta el box e hizo que se tendiera sobre un camastro cubierto por una sábana de papel. Abrió un armario y extrajo un frasco de alcohol y un par de guantes de látex. «Muy bien, la vida es un desafío», sentenció Miria, solemnemente, «tienes que probarlo todo, para saber lo que te gusta y lo que no. Tú, por ejemplo, que nunca te mojas, ¿hay algo que te guste?». Valentina pensó en Marilyn Manson, quien —con un recién nacido crucificado superpuesto— aullaba sobre la pared del comedor de casa de la abuela —encima del sofá cama—. Pero es de subnormales enamorarse de los cantantes. «Me gusta el voleibol. Los animales. Las ciencias». «No, eso no, niña», la interrumpió Miria, «no me refería a eso. ¿Quién te gusta?». Valentina movió la cabeza y juró que no le gustaba nadie. Miria podía no creérselo, pero era la verdad. Valentina no era normal. Era un zombi. Estaba convencida de que vivía en Siberia, un mundo de hielo, donde todo está congelado, esterilizado. Al profe se lo había confesado, escribiéndole una carta durante las vacaciones de Navidad. El profe la había invitado a tomar una tarta de requesón con leche de almendras en Dagnino, la pastelería siciliana de las Galerías Esedra, para intentar comprender la historia esa de Siberia. Había pasado dos horas maravillosas con él. Pero no había sabido explicarle nada más que Siberia es un planeta donde no se siente nada —ninguna emoción, ningún dolor—. «Quítate la camiseta», empezó a impacientarse Axel Rose. «Me da vergüenza», dijo Valentina. «Venga ya», susurró Miria, «es amigo mío, ahora salgo con él».

Miria había salido con una docena de chicos desde que Valentina la conocía. Siempre se lo había contado todo, hasta los más mínimos detalles. Hasta el sabor de su semen. Asqueroso, parecido a un queso ácido. Valentina se avergonzaba cuando se encontraba con alguno de esos chicos. Nunca había visto semen. Sabía que los tíos lo expulsan por el rabo, pero porque lo había oído. Miria decía que te lo refriegan contra las amígdalas y quieren que te lo tragues, pero eso es duro. Valentina nunca, nunca jamás, le chuparía el rabo a ningún tío. Sólo pensarlo le revolvía el estómago. Cuando se quitó la sudadera y luego la camiseta de tirantes, se dio cuenta de que Axel Rose examinaba con ojo clínico su sujetador push-up que aumentaba generosamente en tres tallas sus limones, que tenían forma de higo entumecido a causa de su azoramiento. Miria comentó que sus tetas estaban todavía escasamente desarrolladas. Pero no había de qué preocuparse, todavía podían crecerle en los tres años siguientes. Ella a los quince todavía estaba plana como una anoréxica. Depende de la constitución. ¿Cómo es tu madre? Todo depende de eso.

«Las tiene grandes», respondió Valentina, mirando alarmada a Axel Rose, quien iba trasteando con unos hierros, pinzas y ganchos que parecían instrumentos de tortura. «¿Cómo cántaros, como globos o como peras?», insistía Miria. Valentina dijo: tipo Herzigova. Por la mañana, mientras compartían sus lavados corporales, se quedaba deprimida comparando sus llanuras con las formas escultóricas de mamá, que se retorcía en la bañera, intentando interceptar el caprichoso hilo de agua que salpicaba por el teléfono de la ducha. Mamá estaba feliz y dichosa en su cuerpo como un gusano dentro de la manzana. No sentía ni fastidio ni incomodidad. Y no veas, era una especie de estatua suave y con la piel aterciopelada como el melocotón. A ella, no obstante, le habría gustado que se cubriera como una monja, y se avergonzaba cuando por desgracia al menos una vez por trimestre, —aunque sólo lo hiciera para no pasar por ser una madre desconsiderada— Emma iba a la escuela a hablar con los profesores, y subía las escaleras y recorría el pasillo contoneándose porque llevaba tacones altos y al mismo tiempo tenía que correr porque llegaba con retraso, justo tres minutos antes del final del horario para las entrevistas. Pasaba por delante de las aulas vaporosa, perfumada, contoneándose toda ella, y sus compañeros de clase se quedaban con la boca abierta, y la contemplaban babeando, ni que hubieran visto a Pamela Anderson. Ella habría preferido que mamá fuera como todas las demás, desaliñada, fláccida, un poco apagada.

«Qué suerte tienes», comentó Miria, «los tíos sólo miran las tetas de las tías. Son todos mikrocéfalos». Axel Rose le dio una colleja y Miria estalló en una carcajada salvaje, como un relincho. «Tú ríe, ríe, que el que ríe último…», dijo Axel. «Total, a ti ya no te van a crecer más. Pero a ella no se lo puedo hacer. Los pezones no están todavía lo bastante expandidos». Valentina contempló con desprecio su tórax esquelético. Prácticamente, un espantapájaros. Ya me creo que nadie se fije en ti. Ni siquiera te puedes hacer un piercing. «Tranquila, te lo voy a hacer en el ombligo», la consoló Axel Rose, «luego, si te gusta, el año próximo, cuando lleves una talla cinco te hago el otro». Le pasó un algodoncito empapado en alcohol por los abdominales. «Se nota que eres deportista», comentó, complacido, «estás dura como el mármol». «No juega», precisó Miria, «sólo es reserva».

Valentina cerró los ojos. Su barriga estaba tensa como un bongo. «Arrea, que a las cinco tenemos que marcharnos», lo incitó Miria, desapareciendo detrás del tabique del box, «tenemos partido». «¡Eh, que soy un profesional!», se resintió Axel Rose, «no me metas prisas, no vaya a pillarle una vena y se me desangre». Valentina sintió un escalofrío. Señor, haz que dure poco. Dame fuerzas. En algún recoveco de detrás de la caja, Miria encendió el equipo de música y subió el volumen. Era un casete de Metallica. «¡Duele!», gritó Valentina, cuando la aguja le traspasó la piel. Sintió como si una pared se desgarrara, luego un fuerte calor. El dolor fue agudo e intenso pero sorprendentemente breve. No sintió ganas de llorar. Axel Rose le dijo que no se moviera, porque aún no había terminado. De entrada, tenía que hacerle otro agujero, porque, de otro modo, la banana no se sustentaba. Un borbotón de sangre cayó sobre la sábana de papel, manchándola. Valentina miró a David Beckham en el poster de enfrente. A ella no le gustaba David Beckham, a ella no le gustaba nadie. No era normal. Ningún dolor, ninguna emoción —sentimientos—, cero. Siberia. Axel Rose se afanaba con su ombligo. Agujas, pinzas, algodón, alcohol —la herida quemaba—. Había algo clavado dentro de ella. Y la sangre seguía manando. Si lo descubría, mamá se iba a enfadar. Pero qué podía hacer ya. A esas alturas, ya estaba hecho.

«¡Eh! ¡No bromees! ¿Te has desmayado? Y si te lo llegas a hacer en la lengua, ¿qué habría pasado?», decía Miria abofeteándole en broma las mejillas. Cuando Valentina abrió los ojos de nuevo, el cierre de acero traspasaba el ombligo —y brillaba a la luz de la lámpara. «Ahora te voy a dar una crema que cierra las suturas. Póntela dos veces al día, todos los días; si tienes suerte, en dos meses se te habrá cicatrizado; si no, necesita un año. Si ves que va soltando un liquidito, no te preocupes, es normal. Es una herida. Por un tiempo, sería mejor que no jugaras a voleibol. Y ten cuidado con la arena y el agua de mar este verano. Si se te infecta, te vienes y te lo quito», dijo Axel Rose, lavándose las manos en la pileta. Sólo en ese momento Valentina se dio cuenta de que nunca lo había hecho. Axel Rose taponó la herida con algodón. La sangre estaba coagulándose. Un ardor, y nada más. Eso era todo.

«En fin, ya veo que Jonas no te gusta. Lástima», dijo Miria. «Tenía tantas ganas de conocerte». «¿A mí?», se sorprendió Valentina. Permaneció inmóvil, como le había ordenado Axel Rose, contemplando en el espejo del techo las gomas negras del tanga, todavía ancladas en las caderas, y esa especie de pastilla de acero en el ombligo. Daba una impresión muy guay. «Yuri dice que Jonas se fijó en ti en la fiesta de Assia, que se le fue la olla al verte». «¿A mí?», se pasmó Valentina. «¿Y por qué no?», se rió Miria. «¿Acaso estás tullida? ¿Te falta un trozo? Este Jonas es una especie de genio, estudia cuarto de ciencias, le obsesiona la química, juega a básquet, en mí opinión, estáis hechos el uno para el otro». «¿Cuarto de ciencias? ¡Qué mayor!», comentó Valentina insegura al tiempo que halagada porque un chico del instituto se hubiera fijado en ella, que iba todavía a tercero de secundaria. «¡Qué va!», la corrigió Miria, excitada porque le gustaba apañar emparejamientos entre sus amigas, y Valentina era ingenua y pura como un recién nacido. «Tiene mi edad, es perfecto». «Lo traté mal», dijo Valentina, contrita. «Le voy a mandar un mensaje para que se venga al partido», la tranquilizó Miria.

Y mientras ella permanecía echada de espaldas, y Axel Rose encendía las luces de su establecimiento y pasaba un trapo por el suelo que estaba lleno de pelos y de manchas de sangre, Miria cogió un estuche de su bolso y empezó a maquillarla con la mascarilla y la sombra de ojos, para hacérselos más grandes, porque si Jonas muerde el anzuelo y viene al partido, luego nos vamos todos a la heladería, y que salga el sol por dondequiera. Valentina reflexionó, absorta. Los planetas descubiertos hasta ahora están a una distancia de cientos de años luz de la tierra. El diámetro de nuestra galaxia es algo menos de cien mil años luz, aproximadamente. Un año luz es algo menos de diez billones de kilómetros. Emplearíamos cien mil años sólo para llegar a Alpha Centauro, la estrella más cercana. Un mensaje enviado por nosotros a otra hipotética civilización del espacio podría alcanzarla cuando nuestro mundo haya desaparecido en un holocausto de millones de años. Existen millones de planetas y rocas cósmicas que podrían albergar la vida. Valentina pensó que la probabilidad de que dos razas inteligentes puedan concertar una cita en la historia galáctica es ínfima. No obstante, los astrónomos esperan ese acontecimiento particular que demostrará que no estamos solos en el universo.