Decimotercera hora

«¡No, no y no, no quiero nada!», protestó Kevin, mirando desesperadamente hacia la puerta del Paraíso de los Niños donde, como si estuviera cerrándole todas las vías de escape, se había colocado la dependienta. Pero ¿por qué lo habían encarcelado de nuevo? ¿Cuál era su delito? Maja le dirigió una sonrisa distraída a la dueña, servicial tras el mostrador en el que estaba expuesto lo mejor de los últimos pedidos de «Pitti niño»: jerseicitos de marinero de algodón de rayas horizontales, pantalones de lino y chaquetas con flecos. Luego localizó un esmoquin de gala, que combinó, complaciéndose por su buen gusto, con una pequeña camisa blanca bordada. No podía permitir que Kevin Buonocore se presentara en el Palacio Lancillotti con el chándal de marca, tal vez con el logotipo falsificado, o tal vez auténtico, porque la gente sin demasiados recursos se desangra por sus hijos, y les compra todo lo que piden, probablemente para acallar su sentimiento de culpa por no poder darles la vida que quisieran. Con un chándal, en cualquier caso, descolorido, y más bien sucio, por otra parte. Se ve que nadie está encima de este niño. Es lo que pasa cuando ambos padres trabajan. Pero a Camilla eso no le pasa. Siempre hay alguien que se ocupe de ella. Además, lo que importa es la calidad del tiempo que le dedico. Cuando sea mayor lo comprenderá. No sabría qué hacer con una madre frustrada e infeliz. Cuando me vio en televisión cerca de Hillary Clinton se sintió muy orgullosa de mí. Si al final iba a venir, al menos que Kevin Buonocore estuviera presentable. Es decir, como todos los demás. Estaba tan gracioso, el pobrecito, debido a ese esparadrapo sobre el ojo, a saber lo mal que se sentirá. Tiene un aspecto tan extraviado. «Pruébatelo, Kevin, y dime si la talla te va bien». No estaba segura de la talla. Buonocore júnior parecía más bien rechoncho. Demasiadas patatas fritas. Demasiadas tardes solo delante de la tele. «No», dijo Kevin, preocupado, y luego la tironeó del codo, obligándola a acercársele. Puso su boca sobre su oreja y quería susurrarle: no tengo dinero. Pero cuando rozó con los labios la perla helada de la señora Fioravanti no se sintió con fuerzas para hacerlo.

Miró los pantalones negros del esmoquin y la bellísima chaqueta y la camisa blanca con bordados en relieve y los botines brillantes que la dueña de la tienda había sacado de la caja y los deseó con todo su corazón. Camilla sonreía. Desde que se atreviera a revelarle ese secreto, no había abandonado ese aire triunfante de marisabidilla. Más triunfante ella que él, francamente. A Kevin le parecía que le había conquistado un poco. Y en realidad no tenía muy claro lo que comportaba esa novedad. Pero no había pedido explicaciones, para no darle a entender que era algo que le ocurría por primera vez. Había decidido hacer todo aquello que ella decidiera, así estaba seguro de no equivocarse. La señora Fioravanti se apoyó cansinamente en el mostrador. Tal vez se encontraba mal. Estaba blanca como un quesito. La dueña del Paraíso de los Niños miró teatralmente el reloj. Pero es que, en fin, ya era la una, tenía que cerrar, es más, ya habría cerrado de no ser porque habían entrado ellos —qué terribles son estas madres indecisas, cuántos problemas, qué paliza, pero vamos a ver, ¿va a comprar o no este bendito esmoquin?

Maja cogió de la mano al reluctante Kevin y se lo llevó hasta los probadores. Se vio en el espejo. De perfil, le pareció que ya se notaba. Pero no, eso era imposible, no debía de ser más grande que un meñique. «¿Qué pasa? ¿No te gusta?». «Oh, sí, señora Fioravanti», aseguró el niño, en voz baja. «Pues entonces, pruébatelo, ¿a qué esperas?». «Es que no puedo», murmuró Kevin, desolado, «no tenemos dinero, p-p-papá no pasa la pensión». Camilla se preguntó qué sería eso de la pensión. Hoy con Kevin había aprendido un montón de palabras nuevas: profiláctico, glándula perineal, Beretta y pensión. De sus otros compañeros no aprendía nada. Le despertaba la tremenda curiosidad de saber lo que significaban esas palabras. Sobre todo, profiláctico, tenía un sonido excitante. Profiláctico, profiláctico. ¿Para qué sirve? Kevin dice que su madre lleva profilácticos en el bolso.

«Pero, cariño», sonrió Maja, enternecida, «¡qué cosas se te ocurren!, tú no tienes que comprártelo, el esmoquin es un regalo de Camilla». Lo empujó dentro del probador y al ver que Kevin se demoraba, empezó a desabrocharle el abriguito. De manera que el bueno de Antonio Buonocore —siempre tan estricto, tan puntual— no pasaba la pensión de sus hijos. Quién lo habría dicho. Qué sórdido, vengarse con los niños. Pero tal vez fuera una calumnia de la madre para ponerlos en su contra. Los hijos tendrían que quedar al margen de las guerras de sus padres. Pero, en cambio, son sus rehenes. «¿Quién te ha contado eso de la pensión, tu mamá?», preguntó, indignada. Kevin dejó que le quitara la chaqueta del chándal. No sabía qué le estaba ocurriendo. ¿Tal vez lo estaba revistiendo porque era el marido de la homenajeada? Pero tenía que impedir que la señora Fioravanti lo desnudara. Llevaba unos calzoncillos con la goma suelta. Y tal vez en el culo se viera todavía la quemadura del petardo.

«No, se lo oí a la abuela c-c-contándoselo al tío F-F-Fausto», musitó, intentando rechazar el asalto de la señora Fioravanti. «La abuela se pelea con mamá porque p-p-papá no suelta ni una lira, la co-coconciencia no le remuerde y los hijos cuestan mucho y la abuela se gasta toda su pensión. La abuela r-r-recoge su pensión en el correo y nunca dice qué día lo hace por m-m-miedo a que mi madre le pida un p-p-préstamo». «Pero ¿tu madre no tiene trabajo?», se informó Maja, irritada ante el pensamiento de que Camilla, escuchando todas estas cosas, se convenciera de que las mujeres dependen económicamente de los hombres y son incapaces de apañárselas sin ellos. Ella podría apañárselas sin Elio. Con su profesionalidad, con su perfecto dominio de las lenguas comunitarias, podría hacer que la trasladaran al Parlamento Europeo de Estrasburgo, a las Naciones Unidas. No lo había hecho para mantener unida a la familia, y desde hacía años trabajaba únicamente cuando aterrizaban en Roma los ministros de la Unión Europea y las esposas de los presidentes. Pero ahora Camilla era lo suficientemente mayor como para poder soportar algunas separaciones. Tendría que hablar de ello con Elio.

«Trabajo claro que lo tiene», se apresuró a explicarle Kevin, «p-p-pero la abuela dice que está peor pagado que barrer escaleras, con todo el dinero que se g-g-gastó para darle unos e-e-estudios menudo derroche, a la abuela le da v-v-vergüenza que el banco telefonee a mamá para decirle que la c-c-cuenta está en números rojos. Pero n-n-no es c-c-culpa de mamá», añadió, arrebatado, temiendo haberla dejado en mal lugar, «ella tiene ganas de trabajar, pero si la g-g-gente no llama ella no g-g-gana». «¿Qué tipo de llamadas?», indagó Maja, visualizando en ese mismo instante a la esposa de Buonocore mientras susurra por el auricular palabras sucias para excitar a algún maniaco sexual. Era exactamente el trabajo adecuado para una mujer como ella. Por un instante —caprichoso e insolente— la envidió. Los discursos oficiales que le tocaba interpretar eran tan banales. Su vacuidad, aridez e inutilidad la deprimían profundamente y a veces tenía miedo de que la hubieran contagiado, arrebatándole la capacidad de hablar, de decir algo que tuviera algún sentido. «N-n-no lo sé», respondió Kevin. «Mamá n-n-nunca habla del t-t-trabajo. La abuela dice que en su época n-n-no existían algunos trabajos y a ella hablar por teléfono todavía le d-d-da cierto respeto, como si hablara c-c-con los muertos del otro mundo». Maja colgó del gancho la chaqueta del chándal e intentó bajarle los pantalones. Qué cortados y frágiles que son estos machitos. La ginecóloga dice que el mío también será un… Por Dios, hoy no quiero ni pensarlo.

Se apartó bruscamente. «Acaba de desnudarte tú solo, pruébatelo y luego déjame que te vea», le dijo resuelta al niño, que estaba paralizado por la vergüenza de haberle explicado a la elegante señora Fioravanti todo ese asunto de la pensión, de la abuela Olimpia y de mamá contestando al teléfono. Tal vez sería mejor decirle que algunas tardes mamá les hacía compañía a los viejos. Les leía novelas y les pedía que le contaran cosas de cuando eran jóvenes. Los viejos de mamá eran distinguidos. Uno era un cura, y el último, un general, aunque estuviera retirado, de sangre azul, cuyos antepasados le llevaban las zapatillas al Papa. Hubiera sido mejor que le hablara de ese trabajo, pero a esas alturas ya era demasiado tarde.

Maja corrió la cortina del probador. Fingió interesarse por otras piezas del vestuario depositadas en las estanterías, toqueteó un vestidito de tul con flores. Luego lo colocó en su sitio, pero no se dio la vuelta para escapar a la mirada de la dueña de la boutique, que no se había perdido ni una palabra y deseaba ávidamente averiguar de quién estaban hablando. ¿Alguien a quien conocía? ¿Con una doble vida? Qué excitante. De pronto, toda esa historia de la pensión, de las llamadas y de los problemas económicos de la mujer de Buonocore la disgustó. Camilla no debía frecuentar a Kevin. Camilla no debía saber de estas cosas, y de hecho no las sabía —era una niña serena, amada, feliz—. A saber cuántas cosas tristes más le habrá contado este niño. Camilla se habrá sentido impresionada. Pensará que la familia es un infierno de mentiras; y la vida, un vulgar chantaje. Maja contempló melancólicamente la acera, como una invitación al otro lado del escaparate. Quería ir a casa, corriendo. ¿Por qué se encontraba ahí, en una pretenciosa tienda de moda para niños, perdiendo el tiempo con el hijo estrábico de Antonio Buonocore? El niño llevaba ya por lo menos cinco minutos dentro del probador. «Pero ¿qué es lo que te pasa?», casi le gritó, «¿por qué no te das prisa?». Luego, más dulcemente, porque es necesario ser comprensivos con los niños feos, pobres y abandonados por su padre. «¿Estás listo ya, Kevin?».

«Los z-z-zapatos, no», dijo Kevin. Se obstinó. No hubo manera de convencerlo para que se los probara. Lo único que dijo es que llevaba el 33 y que sin duda le irían bien. Maja insistió, diciéndole que los zapatos no se compran sin probárselos uno, pero nada, y al final le dijo a la propietaria que se lo llevaba todo —el pequeño esmoquin, la pajarita, la camisa blanca bordada y también los zapatos—. «¿Se lo lleva puesto?», preguntó la dueña, observando con perplejidad las etiquetas que colgaban del traje nuevo de Kevin. «Sí», respondió Maja, mirando atentamente los números verdes que destellaban en la caja. La suma le pareció espantosa. Esta tienda era vergonzosamente cara. No es posible gastar tanto dinero por un traje que un niño se va a poner tres veces, como mucho. No voy a venir más a esta ladrona explotadora del instinto maternal. ¿Qué día es hoy? ¿Cuánto le quedará en la tarjeta de crédito? Ayer en Prada se había gastado novecientas mil liras en su vestido —era obvio que no podía celebrar una fiesta y presentarse con un vestido que ya hubiera usado—. El talonario de cheques se terminó con el alquiler del Palacio Lancillotti —alucinante—, los payasos y el catering de la empresa y los animadores. Y el pastelero. Menudo problema, estar ya en el límite de la American el 4 de mayo, con todo el mes por delante. Elio se iba a enfadar. Qué va, a Elio no le importaba nada. En estos tiempos Elio sólo pensaba en una cosa. Ella no había comprendido por qué de repente ni el bufete ni los estudios sobre derecho ni los clientes le bastaban. Ahora tenía que dejarlo tranquilo. Pero el 14 de mayo hablaría con él. Después de la reelección de Elio, ella tenía que tomar de nuevo las riendas de su vida, fuera como fuese. Treinta años: ni siquiera la mitad, si las expectativas de vida de una italiana nacida en los años setenta, según las estadísticas, se cumplen. Los próximos treinta iban a ser los mejores. No cometería los mismos errores, ni aceptaría los mismos compromisos. Los próximos treinta años los iba a saborear minuto a minuto. Intentaría hacer realidad todo aquello que había ido aplazando. Ha llegado el momento. Ha llegado el momento.

Le dijo a la propietaria que lo cargara todo en su cuenta porque había olvidado la tarjeta de crédito y volvería mañana. La propietaria tragó saliva —lívida—, pero no se atrevió a protestar. La Fioravanti se había gastado setecientas mil liras y, a fin de cuentas, tarde o temprano pagaría. Qué miserables las argucias de los millonarios. Qué tiempos. Kevin se pavoneaba, mirándose y remirándose en el escaparate. Parecía estar preguntándose si ese pingüino era él. «Pareces el Principito», dijo Maja, gratamente sorprendida por la metamorfosis. «Oh, sí», aprobó Camilla. Kevin sonrió. Le habría gustado que mamá lo viera transformado de rana en Principito, pero mamá no estaba ahí. Y a la fiesta no iba a venir. Toda su elegancia le pareció inútil. Maja cogió a los niños de la mano. Kevin balanceaba la bolsa del Paraíso de los Niños en la que había metido al tuntún el anorak y el chándal viejo e incluso los calzoncillos, porque esos horribles calzoncillos no debían contaminar el traje nuevo.

Caminaban hacia casa deprisa, porque la señora Fioravanti parecía perseguida por el viento. Camilla canturreaba para sí misma esa extraña palabra —profiláctico, profiláctico— y al final cedió a la tentación de descubrir su significado, recibiendo por toda contestación una mirada consternada de mamá y un comentario resentido: «Eso no son cosas para ti». Kevin iba relajado porque había ganado: no se había quitado los zapatos. No les había enseñado a esas engreídas princesas Fioravanti ese agujero tan grande como el dedo gordo que devastaba sus calcetines, y que mamá no había cosido porque siempre se olvidaba de ocuparse de esas cosas. Luego se le pasó por la cabeza que esta tarde, después de la fiesta, tendría que devolver el esmoquin y mamá no lo vería tan guapo como el Principito y, de repente, se desmoralizó y se sentía como si le hubieran plantado un clavo en la garganta.

Enfilaron una calle solitaria, donde parecía que no viviera nadie. En el mármol blanco del cartel ensartado en el poste de señalización podía leerse: calle de Mangili. Reinaba un gran silencio y únicamente cornejas descaradas se llamaban de una rama a otra. El polen vagaba en nubes peludas como algodón dulce. Ni siquiera parecía que estuvieran en Roma. A ambos lados de la calle, tras las cancelas cerradas y cedros presuntuosos, se erguían villas antiguas, de dos o tres pisos, rodeadas de jardines perfumados. Las villas no eran grises ni desconchadas como todas las otras casas de Roma. Eran pardas, azul celeste o amarillas. La señora Fioravanti se detuvo delante de la más imponente. El revoque era de color rosa pálido. Debía de ser hermoso vivir aquí. Cuando la puerta automática se abrió, Kevin vio a dos mujeres de piedra desnudas, que enarcaban las cejas haciendo un guiño y que con las manos sujetaban sin aparente esfuerzo un balconcillo. La señora Fioravanti hurgó en su bolsa en busca de las llaves. Extrajo un manojo voluminoso que tenía que pesar un kilo por lo menos, meditó en busca de la llave justa, que metió luego en la cerradura de la puerta blindada, olvidándose de desconectar la alarma, que empezó a sonar con gran estruendo. En el vestíbulo había un baúl de madera taraceada y un jarrón chino blanco y azul y una bolsa de piel repleta de palos de golf. El vestíbulo era más grande que el apartamento de la abuela Olimpia. En el pequeño ascensor forrado de espejos, Kevin notó la aguda ausencia de mamá y tuvo que pellizcarse para no llorar.

«¿A q-q-qué hora?», le murmuró a la señora Fioravanti, que se examinaba en el espejo, y se humedecía los labios, y se peinaba el flequillo. «¿Cómo dices?», respondió Maja, distraída, preguntándose con ansiedad si el nuevo y atrevido corte de pelo de Michael la hacía de verdad parecer más joven. Un amenazador muchacho apestoso, con el pelo violeta y un aro en la nariz corrió a su encuentro cuando la puerta del ascensor se abrió y la señora Fioravanti, en vez de gritar asustada ante esa tremenda aparición, se lanzó entre sus brazos. Y allí se quedó, medio desmayada —y no contestó cuando Kevin, compungido, le preguntó: «¿A qué hora tengo que devolver el esmoquin?».

A la atención del hon. abogado Elio Fioravanti

4 de mayo

Distinguido abogado:

Disculpe su señoría mi caligrafía, pero es que me apoyo en las rodillas. No se sorprenda de que le escriba, pero no me resulta fácil hacer amistades. El hecho es que confio en su señoría y sé que hará lo necesario para respetar mi voluntad.

Después de mi muerte y la de mi esposa, le pido a su señoría que se haga cargo de la tutela de nuestros hijos, Valentina y Kevin, hasta la mayoría de edad de Valentina. Su señoría es una persona importante y tiene muchos contactos, así que tendrán la vida más fácil. Opóngase absolutamente a que sean entregados a la madre de mi esposa, porque es una mujer vulgarísima, entrometida e ignorante.

Le ruego a su señoría que se ocupe de que los niños obtengan la pensión de oficial (he trabajado en Orden Público durante veintiún años y he recibido una mención; utilice su señoría su buen hacer, aunque me falten algunos años para llegar a la pensión, su señoría tiene buenos contactos y yo no puedo esperar).

Mis bienes son:

—El apartamento de la calle de Cario Alberto 17, de mi propiedad, aunque no haya acabado de pagar el préstamo (faltan cerca de cien millones, mire bien en su conciencia, para su señoría es calderilla).

—Un Fiat Tipo del 92 (cerca de 150 000 kilómetros recorridos, la carrocería está abollada en la puerta delantera, pero el motor está bien).

—Cinco pistolas de fabricación italiana y extranjera (1 Springfield Armory 1911-Al, mod. Mil Spec cal. 454Acp; 1 Taurus mod. PT 92, calibre 9x21; 1 Bernardelli mod. H&H, piel rugosa lisa; 1 Sig Sauer semiautomática P230 inox. SI, calibre nueve corto; l Mauser Luger de tiro con cañón pesado cal. 22 Ir); 1 revólver Smith&Wesson Mod. 19, cal. 357 magnum, con cañón de tres pulgadas y acabados bruñidos de 1956.

—Tres fusiles, que son 1 Lzhmash semiautomático mod. Tigr, calibre 7.62 x 54 R con visor en anclaje regulable; 1 Remington 11-87 mod. 1100, calibre 12/89 semiautomático con cañón liso; 1 AK 47Kaláshnikov con culata plegable —que poseo, no obstante, de forma ilegal.

Las armas las he tratado siempre con mucho cuidado y están en óptimas condiciones, cualquier armero se lo podrá confirmar a su señoría. Véndalas para pagar la compra de mi tumba, me gustaría ser enterrado en el cementerio de Santa Caterina, y que coloquen allí también a mi esposa Emma.

En la lápida quiero que escriban esto: «Surcaremos los mares como el arado / hasta el hielo del Leteo recordando / que la tierra nos costó siete cielos».

Son versos de un poeta ruso, pero no me acuerdo de quién eran.

Dejo el Fiat a mis padres, a los que sigo queriendo, y a quienes les doy las gracias por todo, con la esperanza de que me perdonen. Les pido que celebren una misa por mí durante diez años todos los días 4 de mayo.

Me interesa subrayar que me encuentro mentalmente sano y que el hecho de haberle acompañado esta mañana a esa iglesia me ha iluminado. Tengo en mi interior la paz de los justos.

Yo deseaba hacer en esta vida dos cosas. Proteger a los demás y mantener el orden.

Yo he cumplido con mi deber. He servido al Estado con mucha pasión, pero el Estado no me ha servido a mí.

Yo no quiero el divorcio. Y, sin embargo, esto a nadie le importa. Por eso, yo tengo que hacer la ley. No puedo aceptarlo, teniendo en cuenta que la familia es la obra más noble de la vida de un hombre, que, de no ser así, pasa sobre la tierra como un guijarro, sin dejar ni fruto ni descendencia; y fue su señoría quien lo dijo una vez que estuvimos hablando al respecto, tal vez se acuerde de ello.

Hemos fracasado, por ello mi deber es borrar de esta tierra todo rastro de mí y de mi esposa, porque somos un grandísimo error y ambos tenemos la culpa de ello. Pero sobre todo, ella, porque es una mujer egoísta e ingrata, y yo que he vivido con ella doce años, más los de cuando éramos novios, lo sé. No obstante, se lo perdono todo, y la entrego al amor de Dios.

No se crea todo lo que digan sobre mí, porque yo siempre lo he hecho todo por su bien y el de nuestros hijos. No se crea ni siquiera lo que digan sobre Emma, y acuérdese de nosotros como antes de hoy, cuando fuimos felices.

Le doy las gracias por las molestias que se va a tomar en mi nombre, pero me lo merezco, después de los años que he estado siempre detrás de su señoría; en cualquier caso, ha sido un buen trabajo para mí protegerle, aunque pienso que no hay nadie que quiera matarle de verdad, porque cuando uno quiere matar a alguien de verdad, lo hace, y ni nada ni nadie va a poder impedírselo.

Le deseo mucha suerte a su señoría en las elecciones, espero que regrese al Parlamento y haga derogar las circulares sobre las restricciones de la posesión de armas de fuego, que en Italia soy muy retrógradas.

Cordialmente suyo

Antonio Buonocore

Oficial de policía

Antonio escribió la carta sentado en el coche azul, mientras el abogado honorable Fioravanti intentaba conquistar a los comerciantes del Casilino, en la sede de la asociación. Compró el sello (correo urgente, 1200 liras) y el sobre (150 liras) en el estanco de la Barriada del Finocchio, mientras Elio telefoneaba al presidente y discutía con la secretaria señalándole que tenía razones muy serias y urgentes para hablar con él de inmediato. A Romeo, que le preguntó qué demonios estaba escribiendo —nunca lo había visto con una pluma en la mano—, le explicó que se trataba de una cuestión de propiedades. Cuando alguien se muere, si las cosas no están claras siempre hay un montón de problemas y al final los que salen perdiendo son los honrados, y los niños. El otro le preguntó, distraídamente, quién se había muerto. «Dos a los que conocía muy bien», respondió Antonio, sin darle a la frase demasiada importancia, por lo que Romeo siguió poniendo cruces en las casillas de la lotería primitiva y le preguntó si quería participar en ella. Antonio respondió que sí.

Luego releyó la carta y la corrigió mientras esperaba al honorable bajo la sede de la agrupación Padres y Familias del Pigneto. En realidad, Fioravanti ya le había dicho que podía ausentarse, pero Antonio quería hacer su trabajo hasta el final, y asegurarse de que lo dejaba en buenas manos. Además, quería dejarle una buena impresión, porque de otro modo tal vez no aceptaría la tutela de los niños, y a los niños también quería él dejarlos en buenas manos. Todo tenía que quedar en orden aunque ya no volvería a ser él quien lo asegurara.

A la segunda lectura le pareció que la gramática cojeaba y que había algún punto oscuro, le parecía que no había explicado bien las razones de su gesto, pero pensó que de todas maneras nadie las comprendería de verdad y que, en cualquier caso, no sabría hacerlo mejor, porque nunca se le había dado bien lo de escribir, al contrario que a Emma, quien lo inundaba con cartas de amor y le copiaba versos de los poetas rusos, franceses y alemanes, en la época en que se amaban como nadie se amó nunca, mientras que él, para demostrarle lo mucho que ella le importaba, no sabía encontrar las palabras, sino que hablaba con los hechos. Y ahora también. Por eso metió la hoja en el sobre y lo pegó con saliva.

En el buzón de correos de Torre Gaia había pegado un adhesivo blanco y azul. Decía que las cartas eran retiradas a las 11 y a las 17. El correo urgente es entregado en veinticuatro horas. El abogado Fioravanti recibiría la carta mañana por la tarde, como muy tarde el lunes por la mañana. Antonio confiaba en el servicio de correos italiano y en el honorable. Estaba tranquilo, todo saldría como estaba previsto. Fioravanti aceptaría la tutela de Valentina y de Kevin. Y él dormiría junto a Emma durante toda la eternidad. Y si hay algo, del otro lado; si existe una nueva vida, no la desperdiciaría.

Pero mientras metía el sobre por la ranura, lo deslumbró como una visión la imagen de Emma. El recuerdo de todas las cosas. Y el ínfimo resto de cierta esperanza. Esta mañana, al teléfono, la voz de Emma había temblado. ¿Y si ella, sin saberlo siquiera, todavía lo amaba? ¿Y si por un milagro, por un arrepentimiento, quién sabe, y si todo se aclaraba, y si volvían a estar juntos, qué diría entonces el honorable Fioravanti? Siempre le quedaba esperar a la recogida de las 17. Así, en vez de echarla en el buzón de Torre Gaia, metió el sobre en su bolsillo. Era la una y cuarenta.