Duodécima hora

En el aparcamiento de la sala de fiestas había un autocar de sesenta plazas, los restos oxidados de una motocicleta y los coches de la escolta. La chapa se iba caldeando bajo el pálido ojo maléfico del sol. Sentado en el estribo, el chófer masticaba un bocadillo de salami. Ningún cartel, ninguna pancarta permitían intuir que aquél era el autocar de los forofos de Elio Fioravanti: un estrepitoso puñado de parados que, desde que el abogado se había lanzado a la trabajosa fase puerta a puerta de la campaña electoral, lo acompañaban a donde quiera que fuese. Su presencia garantizaba una tranquilizadora dosis de aplausos y de asientos ocupados: no hay nada más desolador, en una eventual conexión televisiva, que la visión de un mísero patio de butacas lleno de filas completamente vacías. Zero consideraba que la idea de su padre era patética, miserable e inmoral. Aunque, todo hay que decirlo, durante treinta días esos parados se habrían hecho con un sueldo. Rodeó el Lancia: el agente conductor de la escolta dormitaba, desplomado sobre el volante. La sala de fiestas —un paralelepípedo gris de cemento armado, desnudo y esencial como un ladrillo— le recordó una nave industrial y, probablemente, lo había sido hasta poco tiempo antes. Zero levantó la cortina que separaba la pista de baile de la caseta de las taquillas y sus ojos fueron traspasados por la luz difusa de una esfera cubierta de cristales que colgaba del techo, rotando sobre sí misma con una lentitud hipnótica. Durante unos minutos se vio cegado por el reflejo, luego la cara de su padre se asomó por entre un bosque de hayas doradas por el sol. No estaba soñando: un proyector escondido quién sabe dónde encendía paisajes en tecnicolor sobre la pared del fondo de la sala de fiestas. El bosque se transformó en un océano, las olas se levantaban y se abatían encrespadas por un fuerte viento.

«Sólo cuando existe armonía en la unidad pequeña, la comunidad más vasta se reconoce en la idea de nación. La familia es la unidad base de la nación, y para que la nación funcione como un organismo sano, la unidad más pequeña tiene que estar en concordancia con la mayor. No se puede destruir el pilar de la familia como entidad educativa, porque es en el ejemplo donde encuentra su significado la primera y más verdadera formación humana…», estaba diciendo Elio, encorvado sobre un mazo de hojas que, debido a la desconsiderada luz de aquella bola flotante, podía leer a duras penas y continuamente tenía que acercar a las gafas para descifrar. «El artículo 29 de la Constitución de la República Italiana dice: La República Italiana reconoce los derechos de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio. Familia como sociedad natural. Recordad estas palabras escritas por los padres de nuestra patria. Si la izquierda triunfara, al final nuestros alcaldes acabarían casando a personas del mismo sexo, y niños huérfanos necesitados del calor de una auténtica familia acabarían por ser entregados o adoptados por aquéllos que han elegido vivir una sexualidad egoísta y contraria a la procreación. Los niños son las víctimas de esta humanidad, de una sociedad desatenta y desordenada en cuyo horizonte se han ido difuminando progresivamente la piedad, la misericordia, la solidaridad, el auténtico sentido de la familia».

Zero avanzó hasta el estrado. Superó filas y filas de sillas. Aparte de los forofos pagados de la claque, en la sala de fiestas había poco más de veinte personas. Todos ellos eran ancianos de pelo canoso que nunca se habían imaginado poder convivir con alguien de su propio sexo y que, seguramente, ignoraban que sus hijos o nietos lo hacían. Los ojos de Zero se cruzaron con la mirada triste del secretario de su padre. Le preguntó qué disparates eran aquéllos. Fabio Merlo se encogió de hombros. «Por suerte sólo falta una semana para el cierre de la campaña electoral», comentó. «El abogado está muy cansado. Me temo que se ha equivocado y está leyendo el discurso que tenía preparado para el encuentro de las dos en el Centro de Padres y Familias del barrio de Pigneto. Esas familias se quejan de las dificultades que tienen para criar a sus hijos sin ayuda alguna por parte del Estado. Piden subsidios para los hijos, cheques de familia para incentivar los nacimientos y combatir el aborto, que se ha convertido en prerrogativa para los sectores menos favorecidos, cosas de este tipo». Zero no reprimió una sonrisa. «Es muy cansado para su padre», lo justificó Merlo. «Hacerse cargo de los problemas de esta pobre gente, conseguir mantener alta la concentración. Su padre es un león de tribuna, lo sabe. Pero aquí abajo se siente un poco como el pez fuera del agua». «Pero la circunscripción electoral es ésta», comentó Zero, despiadado.

Cuando Elio acabó trabajosamente de leer, su discurso fue recibido por un silencio definitivo y abrasador como un escupitajo. Desde la platea de forofos se elevó un aplauso desconcertado. La cara de Elio —blanca como los polvos de talco— ahora se confundía con las montañas nevadas. Uno de los presentes dijo en tono polémico que en aquel barrio lo que necesitaban eran farmacias, guarderías, calles, comunicaciones públicas, farolas, antenas —aquí la tercera cadena no se ve, y eso no será por casualidad— y el honorable viene a hablarnos de la sociedad natural y de los derechos del embrión. Vale que el embrión tenga su derecho a nacer, pero se supone que un cristiano ya nacido también tendrá derecho a sobrevivir con dignidad, ¿o no? Elio apoyó las hojas sobre la pequeña tribuna, hizo ademán de meterlas en el maletín y su mirada recayó sobre el discurso para los comicios en el barrio de Torre Gaia. 1: SANIDAD. Explicación anteproyecto ley sobre ampliación de las clases de fármacos gratuitos. Abolición del ticket sanitario. 2: GUARDERÍAS. Explicación proyecto creación de guarderías en empresas y fábricas. Se dio cuenta, con horror, de que no lo había leído. ¡Familia! ¡Había hablado de los derechos de la familia! Se vio asaltado por esa penosa sensación de desnudez que nos provoca haber hecho un soberano ridículo.

Reordenó las hojas, se sacó las gafas, hizo ver que las limpiaba, volvió a colocárselas en el puente de la nariz y, durante unos instantes, permaneció callado. Tenía que improvisar, fuera como fuese, y salvar la cara. La experiencia madurada en sus años como parlamentario lo había enriquecido con la valiosa capacidad de maquillar la más pobre falta de ideas con un discurso chispeante y bien urdido. Miró a su alrededor en busca de inspiración —una idea, habría pagado millones por un retazo de idea con la que relacionar su disertación sobre la crisis de la familia con la áspera realidad de sus oyentes, inválidos y pensionistas—. Su mirada vagó por encima de ese auditorio ofendido y hostil. Las paredes rosas de la sala de fiestas y la bola acristalada le recordaban las discotecas de los años sesenta. OPTIMISMO. SUEÑOS. Sus pupilas se encendieron tras las gafitas —un destello—. Cogió aire y se lanzó.

«Vosotros ya no tenéis una discoteca aquí. Vosotros no tenéis ni un cine, ni un teatro, ni un auditorio, no tenéis nada de nada. Los locales de ocio son un privilegio de los centros históricos, y las periferias se convierten en lugares adonde uno sólo va para dormir. En el caso de que la coalición de la que me honra formar parte volviera a gobernar, podríamos por fin llevar a cabo grandes obras públicas y desbloquear la financiación para sanear los suburbios urbanos. Entre las iniciativas de nuestro programa está precisamente la exención de impuestos de aquellos capitales que se destinen al ocio. No sólo de pan vive el hombre. Para mantener la economía es necesario gastar, consumir», comentó, «de otra manera, la producción se estanca y nos vamos haciendo más pobres. Y la oferta tiene que salir al encuentro del cliente, y no el cliente al encuentro de la oferta. En resumen, para no hablar oscuramente, que contemplamos el derribo de las casas colmena y de los bloques torre. Una herencia del urbanismo popular estalinista que quiso la izquierda en los años setenta. En su lugar, construiremos pequeñas ciudades modelo, rodeadas por jardines y juegos acuáticos, grandes parques de diversión y centros comerciales con cafés, cervecerías, restaurantes y, sobre todo, multisalas de cine dotadas con todas las comodidades. Porque las películas nos enseñan a vivir, amigos. Sí, es exactamente así. ¿Sabéis?, cuando yo era un chiquillo iba al cine todas las tardes. Iba ahí para soñar. Mi padre era ferroviario». Pausa efectista. Ojos encadenados a los espectadores. «¿Qué os pensabais, no sé, que era médico?, ¿abogado? Nada de nada, era un simple ferroviario. Eramos muy pobres».

Zero se quedó estupefacto por la convicción de su padre, por la sinceridad apasionada de su voz. Si no hubiera sabido que el abuelo Fioravanti —por otro lado, todavía bastante en activo— era un economista apreciado, él también se habría creído que era un humilde ferroviario. En ese momento, hasta el mismo Elio probablemente estaba convencido de que era hijo de un ferroviario. «Pues bien, yo quería cambiar nuestro destino», prosiguió, animado por el silencio respetuoso que se había hecho en la sala de fiestas, «en fin, no ser tan pobre como él. Pero únicamente eran sueños —nunca habría creído que podía lograrlo si no hubiera visto tantas películas. El cine americano cambió mi vída. Y también podría cambiar la vuestra, y la de vuestros nietos. Contemplad ese final feliz a la americana para vuestras vidas. Tened el valor de soñar».

Recicló la parábola de Ronald Reagan: más o menos refería que un chico, al encontrar un montón de estiércol en su habitación, y mientras los demás gritan: ¡Qué asco!, él exclama, muy contento: ¡Qué bien, hay un pony por aquí cerca! Y esto significa que es necesario ser siempre optimista en esta vida. Luego, como dudaba de haber convencido a esos viejos artríticos —obligados por sus irrisorias pensiones a reducir sus gastos a la mera subsistencia— de que tenían que gastar su dinero en un centro comercial o en unas multisalas de cine, o creer en la promesa de un nebuloso futuro mejor, recurrió a las historietas de su repertorio, ya ampliamente ensayadas, que se apoyaban en miedos atávicos y debilidades del ser humano. Relató la de la vaca cabreada con el tábano, severa metáfora del ciudadano que es molestado por los impuestos, así como la del ruso borracho que una mañana, al despertarse tras una buena turca, se convence de que ha soñado con setenta años de comunismo. Al cabo de un rato se reían también los pocos que habían ido hasta la sala de fiestas y se habían tragado su discurso sólo para esperar, con la paciencia de Job, el momento en que se sentarían a la mesa para el brunch (¿qué demonios sería eso?), gentilmente ofrecido por el candidato. Cuando la voz se le ponía ronca, y se hacía opaca hasta reducirse a un gorgoteo, cuando la garganta se resecaba, cuando un golpe de tos estropeaba el efecto de su última ocurrencia, Elio se tragaba un vaso de agua y volvía a empezar. Sudaba, gesticulaba, borboteaba, se confundía, movía la melena desgreñada, se reía. Zero se avergonzó de la descarada exhibición de su padre. Se dio cuenta de que estaba dispuesto a lo que fuera para borrar la pésima impresión debida a la metedura de pata del discurso equivocado y para ganarse veinte votos. O incluso menos. Probablemente, ya ni se acordaba del motivo por el que se encontraba allí. Ya estaba, y quería seducir, ser amado. Para gustar a esa gente a la que nunca más volvería a ver se pondría a cantar, a bailar, a cocinar —lo que fuera.

Sí, pensaba, yo no sólo voy a vivir de manera distinta a como has vivido tú, sino de manera completamente antitética. Me voy a convertir en tu opuesto, en tu negativo. Tú no puedes vivir sin el consentimiento de los demás, y yo para los demás quiero ser un desafío y un puñetazo en pleno rostro. A ti te gusta la actividad pública, y yo voy a huir de ella. Tú querías que yo tuviera un papel público, y yo voy a ser únicamente un opositor. Tú crees en el éxito, en la carrera y yo ni siquiera sé lo que son. Tú buscas la notoriedad, yo prefiero que nadie sepa mi nombre. Tú tendrás funerales de Estado y yo moriré anónimo, en alguna perdida calle de Roma, cuyo nombre tú nunca habrás oído, o en la periferia de cualquier ciudad. Tú haces que el sueldo te lo pague el Estado, y yo al Estado no lo reconozco, yo desprecio y rechazo esa paga del Estado. Tú concedes limosnas, yo las aceptaré, porque aunque donaras todo cuanto posees, nunca devolverías a los demás lo que les has robado. Tú has vivido de favores, los favores que has prodigado y los que a ti te han prodigado, yo no tengo ni deudas ni créditos que pagar. A ti te gusta el derecho, yo lo detesto y hoy he hecho mi último examen. A ti te gusta el mar únicamente porque puedes sobrevolarlo con tu lancha motora, y mermarlo con tu fusil acuático; yo nunca he tenido en la mano un fusil, nunca atravesaré ningún pez, es más, yo también me considero un pez —silencioso, invisible, libre y secreto—. A ti te gusta la ropa de marca, porque sólo una firma te convence de que eres elegante, yo voy vestido con harapos. Tú nunca has leído un libro que no te fuera útil, yo únicamente los leo si no pretenden enseñarme nada. Tú crees que estudiar significa licenciarte, yo buscaré comprenderme a mí mismo y al mundo al cual me has invitado. Tú crees en Dios, yo ni creo ni creeré. Ahora predicas la felicidad familiar que nunca supiste encontrar, tú que desperdiciaste por dos veces la ocasión oportuna, y yo voy a hacer propaganda de las nuevas familias, a las que tú no conoces, en las que los niños no tienen un padre y una madre y algunos hermanos, sino padres y madres y hermanos y hermanas en aquellos a los que aman.

Cuando Elio se calló definitivamente —agotado, completamente afónico—, los pensionistas lo rodearon, exponiéndole sus menudos problemas que él, lo juraba por su niña, se tomaría muy en serio y llevaría a conocimiento de su amigo candidato a la alcaldía. «Me he comprometido asiduamente con los temas de asuntos sociales, y si me permitís que regrese al Parlamento», prometía, «contribuiré a que se superen los graves retrasos de la legislación en materia de familia y sociedad». La rueda había empezado a girar de nuevo y ya está de nuevo intercambiando rápidas ocurrencias, chistes viejos, promesas. Ya está de nuevo estrechando manos sudadas, ya está de nuevo deshaciéndose en sonrisas, fichando a los presentes, anotando a los ausentes, memorizando nombres, exhumando otros de las alcantarillas de la memoria. Con un viejo que le dijo que era el presidente del equipo de fútbol del barrio, se quejó de que ya no tenía tiempo ni para ir al estadio: desde que estaba en el Parlamento había tenido que renunciar a sus placeres personales. Bueno, casi a todos. Jugaba a rugby, alardeó, el rugby es un deporte educativo, una gran lección de vida. Explicó que cuando era joven le gustaba el choque físico, rudo pero leal, con el adversario. Ahora, ese amor por el choque rudo pero leal con el adversario lo había llevado él hasta la política. Era un luchador. Capaz de hacer daño, pero respetando las reglas del juego. Zero ya le había oído decir esas palabras decenas de veces —en las entrevistas, en televisión, durante la cena. Un ahorrador informadísimo le preguntó cuáles eran las previsiones del honorable para la economía; ayer en Bolsa tuvimos otro jueves difícil, el MIB 30 perdió el dos con cuarenta y cinco, el ENI más del cuatro y Alianza incluso el dieciséis; esto es un desastre, ¿es posible que todo sea culpa de los ataques subversivos del Economist? «Los extranjeros derrotistas podrán decir lo que quieran», reaccionó Elio, mecánicamente, como el perro de Pavlov. «Italia es un país sano, la economía se recuperará». Zero se asomó por entre los pensionistas y le tironeó de la manga. «¿Qué haces aquí?», lo apostrofó Elio, que no se alegró nada de verlo. Un pianista dotado de un sorprendente talento entonó una canción de Fred Bongusto y la organización dijo a los asistentes que podían ir pasando al bufet, porque ahora sí que había llegado la hora de comer.

«He tenido una idea», dijo Zero. «Ahora no», respondió Elio, secándose el sudor de la frente. Estaba agotado. Lo había dado todo. Tregua —le bastaría con un instante para recargarse. Desapareció detrás de una cortina. Zero intentó seguirlo, pero un tipo musculoso, con perilla y la cabeza afeitada, situado entre las sombras, lo interceptó, sujetándolo por un brazo. Elio se dio cuenta de ello, pero no perdió el tiempo explicándole a Buonocore que ese chico tan folklórico era su hijo. Necesitaba hablar con el presidente, sólo su voz podía darle fuerzas para seguir soportando a esa gente. Ahora que ya la había conquistado, había dejado de interesarle.

«Eh, tú, ¿qué te has creído?», gritó Antonio. Estaba contento de que ese gamberro le diera la oportunidad de descargar la tensión que se le acumulaba en el cuerpo. Hacía un buen rato que había pasado el mediodía y el honorable aún no le había dicho si le concedía permiso para dejar el trabajo. No es el procedimiento regular, Buonocore —remoloneaba— y yo soy un hombre de leyes. ¡Como si cuando le convenía no se olvidara de ello! Ese permiso era de vital importancia, cojones. Y si ese maniquí melenudo, vanidoso y egoísta no se lo concedía, él se lo tomaría de todas maneras. Porque fuera como fuese no iba a pasar el resto del día con el honorable. Con ella. Con Emma, o nada. Fue dando empujones a ese gamberro mugriento, y dado que éste, estupefacto, reaccionó, liberándose, dando voces e intentando nuevamente alcanzar a Fioravanti, lo interceptó amarrándolo por el aro que llevaba en la nariz y lo arrastró hacia la puerta de emergencia. «¿Qué haces? ¿Estás loco?», se quejó Zero, cegado por el dolor, con miedo a que el aro le desgarrara la nariz. Cayó al suelo. El policía lo empujó hacia fuera. Zero rodó por la gravilla, y cuando intentó levantarse, todavía incrédulo, el policía le asestó una patada en la espalda, con un gesto acrobático, de artes marciales, que lo dejó por los suelos, sin aliento. «Nunca más vuelvas a intentar ponerle las manos encima al honorable, garrapata asquerosa. Como lo intentes, te mato», lo amenazó. Era bastante convincente.

Zero buscó protección bajo las ruedas del autocar. El policía lo agarró por un pie. La zapatilla deportiva se le quedó en la mano. El otro agente —joven, con cara de frailecillo— se precipitó sobre él, cogiéndolo por el codo. «¡Déjalo ya, Antonio, ya basta. Tienes que controlarte, coño, has perdido la cabeza!». Antonio intentó liberarse de su colega, lo empujó, lanzó otra patada al cuerpo acurrucado bajo el autocar, ya no veía nada: sólo una masa de carne inerme —indefensa—. En ese momento, volvió a ver el aparcamiento de la discoteca, y a Emma de rodillas en un charco, detrás de la moto, con las manos levantadas protegiéndose la cara y hasta la boca le subió un regusto a sangre.

Hecho un ovillo en tierra, Zero lanzó una mirada amargada al rudo guardián de su padre. Un pedazo de hombre moreno completamente rasurado, con una espesa perilla triangular, una nariz considerable y la mirada exaltada. A pesar del dolor que le paralizaba la espalda, no logró odiarlo. Un pobre esclavo, devoto del patrono, y ni siquiera por gratitud, o por amor, sino sólo por deber. Por un sueldo y por un uniforme. ¿Cuántos años tendría? Llevaba alianza. Estaba casado, seguro que tenía hijos. Este trabajador, padre de familia, sin vacilar se pillaría para sí mismo la bala que iba destinada a su padre, habría saltado sobre la mismísima bomba. Este hombre no conocía la duda sólo la obediencia. Por su padre, moriría. Y eso no valía la pena. Su padre era una simpática nulidad. Sintió pena por el policía.

Llegó hasta allí el secretario de Elio. Trastornado, incrédulo. Para ayudarlo a levantarse, le tendió la mano: a Zero le pareció que estrechaba un estropajo mojado. El policía, alelado, blandía la zapatilla deportiva, como si fuera un arma impropiada. Parecía disgustado pero Zero no habría podido decir si lo disgustaba él, o si el policía estaba disgustado consigo mismo. «Buonocore, ¿no lo ha reconocido?», le decía Merlo, aterrorizado ante la posibilidad de que la culpa del incidente recayera sobre él, «es su hijo, cuando el honorable se entere, va usted a tener problemas…, tiene que pedir disculpas inmediatamente». Pero Antonio nunca pedía disculpas y, además, a esas alturas se encontraba ya más allá de las represalias y del miedo. Si Fioravanti quería presentar una denuncia en su contra en el ministerio, que lo hiciera, ya no le importaba nada una mierda. Depositó la zapatilla hedionda sobre el césped, encendió con desdén un cigarrillo y, sin fijarse en los carteles de PROHIBIDO FUMAR que había en las paredes de la sala de fiestas, entró y se colocó detrás de la personalidad.

Recortado sobre un puzzle cambiante que representaba ora islas caribeñas, ora praderas, ora abismos marinos, una barrera de coral visitada por peces de libreas chillonas, siguiendo una conversación sobre la apertura de la farmacia de barrio con la presidenta del comité para no disipar la impresión favorable causada por sus historias con las prisas por huir hacia el próximo compromiso, Elio se reía intentando olvidar que, por tercera vez desde que se había despertado, la voz impersonal de Elsa Benelli le había repetido que, sintiéndolo mucho, el presidente estaba en una reunión. Se reía, pero la angustia lo desbordaba. Era él quien, en el vientre rosado de una sórdida sala de fiestas, estaba estropeándose las cuerdas vocales para hacerse con un puñado de votos, tragándose ensaladilla rusa y lasaña al horno para demostrar las bondades del brunch ofrecido a sus electores, y quien de aquí a las tres comería en otros cuatro sitios, fingiendo en todas y cada una de las ocasiones que era la única. Se rellenaría como un odre, se estropearía el hígado, tendría que tragarse toneladas de Alka Seltzer, meterse los dedos en la garganta y vomitar en el váter de la sede de algún sindicato, y todo era inútil: el presidente lo había dejado caer. Lo había sacrificado.

Ahora lo veía todo con una claridad atroz. Maja había intentado ponerlo en guardia, pero él no le había hecho caso. Por eso no le habían confirmado en la circunscripción de primera clase en la que, en las elecciones del 94, había triunfado modestamente, con cuarenta mil votos de ventaja y el cuarenta y siete por ciento de los sufragios. Mi circunscripción, maldita sea, donde caminaba sobre terciopelo y de donde volvía hasta Montecitorio en una carroza. La gente me conocía, a mí, que he nacido en Tomba de Nerone —conozco cada uno de los agujeros de Casia—, por Dios. Y me enviaron hasta esta maldita circunscripción de sexta clase: en la práctica, era como ir a la guerra con la excusa de que yo tenía el don de gentes, la popularidad; que la maruja tampoco ha nacido en Roma. Putadas. En el Casilino nunca ha salido nadie, es zona roja —todos son bolcheviques—. Éstos de aquí nos colgarían de una farola, si pudieran. Y yo, como un gilipollas, me fié de ellos. Y lo cierto es que me han enredado. Me han jodido. Levantó el vaso. Brindó por los pocos pero afortunados presentes, de los que juró acordarse. Tragó heroicamente otro bocado. Mayonesa en estado puro. Colesterol asesino. Sacrificado. Tirado, como una zapatilla vieja. Pero yo no voy a darles la satisfacción de que me dejen K. O., antes me mato. Me subo a la torre y me lanzo al vacío. Hago una salida de escena grandiosa, digna de los varones ilustres de la antigua Roma, gente capaz de cortarse las venas y esperar la muerte charlando sobre la inmortalidad del alma, capaces de clavarse un puñal en el corazón, de echarse a las llamas. Catón Uticense. Cicerón. Séneca. Yo no voy a subir esa escalera romana. Nunca. Aquí se requiere el gran gesto. Demostraré a la plebe que me asesina que yo también soy un antiguo romano.

«Papá», dijo Zero, con voz aflautada, sentándose a su lado. «¿Qué quieres?», le gruñó. Una técnica preventiva comprobada. Cuando Aris lo llamaba papá, significaba que venía a darle un sablazo. No le dio la satisfacción de ahorrarse la súplica. Era lo único que podía llevarse de aquella sala de fiestas. Para un político, no hay nada más desolado que unos comicios electorales. Una vez has acabado con vida unos comicios, estás preparado para afrontar cualquier vileza. «¿A qué debo el deshonor de tu presencia?». Zero se tocó la nariz con cautela —la fosa nasal le ardía como si le hubieran metido un tizón encendido—. Titubeó, consciente del hecho de que su padre no lo había podido ver desde el día de Navidad, y de que habían pasado más de cuatro meses. Por si fuera poco, no se había portado bien durante el cotillón que Maja había organizado como si fuera una cumbre de Naciones Unidas. Había bebido demasiado, había discutido con la apestosa viuda fascista de un ministro, había hecho trampas con las cartas por el placer de estropear el juego, había besado a Maja en el cuello en la cocina ante la mirada de la pía Navidad y se había marchado antes de medianoche, siendo objeto de una censura generalizada. Contempló unos instantes el rostro con el ceño fruncido de su padre —brillante de sudor, amoratado—. Observó, hipnotizado, cómo pringosos bocados de ensaladilla rusa desaparecían en su boca. Encontró admirable su esfuerzo por hacer los honores a la comida. Luego, cuando se dio cuenta de que ya era la una menos veinte, se decidió a desembuchar. Sin preámbulos. Se inclinó hacia él y le dijo: «Necesito dinero».

«¿No has recibido el cheque?», se informó Elio, burocrático como si fuera un cajero de banco. En consonancia con el acuerdo de divorcio amistoso al que llegó con Ornella, desembolsaba a su hijo puntualmente dos millones al mes. Una suma más bien respetable para un estudiante que tenía todos los gastos pagados. «Sí, claro, pero es que no se trata de mí», dijo Aris. «Es para unos amigos». «¿Los conozco yo a estos amigos?», dijo Elio, con tristeza. Zero movió la cabeza. Elio tragó y contempló, desolado, el aro que brillaba en la nariz de su hijo. ¿Qué tengo que hacer con este chico? ¿Qué puedo hacer? Este horrible extraño —este soldado que pertenece a una tribu que me ha declarado la guerra.

Y era verdad que Aris le había declarado la guerra. Lo habían llamado a la comisaría, el día en que se había verificado que el vándalo Zero, apresado en flagrante delito mientras embadurnaba con pintadas injuriosas y llamadas a la revolución mundial las puertas metálicas del fast food Planet Hollywood en la plaza Barberini, respondía en los documentos al nombre de Aris Fioravanti. Era información confidencial, naturalmente —porque el honorable Fioravanti siempre había sido sensible a las peticiones de la policía—. Los daños a la propiedad han sido siempre un delito serio, castigado con penas de reclusión de hasta un año. Artículo 635 del Código Penal. Pero el chico, por esta vez, se las apañaría con una buena reprimenda y no sería denunciado. No obstante, lamentaban tener que ponerlo en guardia: Aris corría peligro de meterse en serios problemas. Mire qué clase de mensajes va dejando tirados por toda la ciudad.

NO AL MCMUNDO. COMPRAS COSAS QUE NO NECESITAS. ERES OBEDIENTE. ERES UN CONSUMISTA. COMPRAS BASURA QUE NO NECESITAS. COMPRAS UN PAR DE ZAPATILLAS DE DOSCIENTAS MIL LIRAS SÓLO PORQUE RONALDO LAS LLEVA.

¡DESOBEDECE!

DERROCA AL MCMUNDO. DI NO A LA SOCIEDAD UNIVERSAL DEL CONSUMO.

El chico iba con malas compañías, frecuentaba un grupúsculo anarcocomunista, escondido tras el apodo de Zero difundía en Internet materiales que estaban al borde de la subversión y de la apología del delito. Elio les había dado las gracias a los policías por su sensibilidad y luego, en la tranquilidad de su estudio, se había leído el texto de ese delirante Zero, de cabo a rabo. Esas palabras tremendas aún se las sabía de memoria.

Escogí no ser dueño de nada ni siervo de nadie. Yo creo que otro mundo es posible, pero no será donde el Estado sea bueno y fuerte, sino donde no haya ya más estados; ni tampoco será donde haya líderes, no será donde los oprimidos estén mejor, sino allí donde ya no existan ni oprimidos ni opresores. Lo que yo puedo hacer para crear ese mundo es luchar contra las políticas electorales, el sistema de partidos, la democracia representativa —porque al utilizar la palabra democracia como una fórmula de propaganda, se adueña del poder y se lo quita de las manos al pueblo— y las alternativas reformistas —porque su objetivo es realizar cambios únicamente superficíales para mantener el sistema tal y como es. Buscaré compañeros y cómplices, y si no los encuentro actuaré yo solo. Y si a nada tuvieran que llevarme mis acciones, me limitaré a unirme al caos. Con este fin, me voy a dedicar a la lucha de clases, al sabotaje, a la destrucción de la propiedad y a la desobediencia civil; y difundiré la cultura de la resistencia, con el fin de que el Estado y todos sus representantes sepan que en ningún momento ni en ningún lugar van a estar seguros.

Ahora ese extraño agresivo e intransigente estaba sentado a su lado, bajo la luz enloquecida de la bola de cristal, y se palpaba la nariz enrojecida y dolorida, e incluso pretendía que le diera dinero para ayudarle a él y a los suyos —quienes, tal vez, algún día, le pegarían un tiro—. Aris, con el pelo violeta, con las trenzas erizadas como el predicador de alguna religión desconocida. Aris, agujereado por anzuelos de pesca, aros y cadenas de metal, irreconocible y, de hecho, desconocido —determinado, y solitario, y salvaje, oliendo a hierba y a perro, a tierra y a una obstinada pureza—. Pero es que este extraño sigue siendo mi chico, mi único chico.

«¿Es para tus perros?», preguntó, fingiendo no entender que, por el contrario, se trataba del Barco Ebrio —esa abominable madriguera, ese cubil de haraganes, drogatas, vándalos y saboteadores de la propiedad ajena—. «Tengo que cuidar de ellos, papá, enferman a menudo, a Mabuse tengo que hacer que le quiten los molares, le ha salido un absceso. ¿Sabías que los perros tienen enfermedades dentales?», dijo Aris. Elio movió la cabeza, ignaro. «Estoy pensando en buscarme algo en el campo, para cobijarlos a todos, en casa ya no caben más. El sábado encontré otro, lo habían tirado al Tiber, encerrado en un saco lleno de piedras, para que así se fuera antes al fondo». «¿Y cómo lo salvaste?», dijo Elio, fingiendo interesarse por la suerte del enésimo perro callejero roñoso que había sido recogido por su hijo. Perro callejero que suscitaría la piedad y el amor de Camilla —quien tanto deseaba tener uno en casa— mientras que él siempre había detestado los perros, estúpidos cuadrúpedos vulnerables y serviles como los seres humanos, a los que se parecen, a veces, más que los seres humanos se parecen entre sí. «Lo recuperé con un arpón», explicó Aris, sorprendido por su interés. «Se había quedado encallado en el arco del Puente Sublicio. Lo arrastré hasta el muelle. Está enfermo, lo abandonaron porque es viejo y tiene las patas paralizadas. Le he construido un carrito, una tabla con ruedas, y así puede moverse. Está muy gordo y tiene un carácter muy alegre. Voy a llamarlo Falstaff». Elio se quitó las gafas y las limpió con la servilleta. «Es hermoso lo que haces con los perros», dijo, mirando a Aris con su mirada de miope —inerme. No quería ganarse su reconocimiento. Ya no quería nada más de su hijo. Lo único era que no acabara muerto entre los matorrales del paseo del río, con una aguja clavada en un brazo. Que no acabara en la cárcel. Que comiera bastante, que encontrara a alguna chica guapa, que fuera feliz. Por lo menos, un poco. «¿Cuánto necesitas?», dijo, haciendo que apareciera del bolsillo de los pantalones náuticos el talonario de cheques.

Zero titubeó, inseguro. Las gafas le habían dejado a su padre a ambos lados de la nariz dos profundas marcas rojas. Sin ellas, sus fijas pupilas parecían insólitamente opacas —casi apagadas—. Entonces se atrevió: «Veinte», dijo sonrojándose. Le parecía una cifra monstruosa. Nunca había visto veinte millones juntos. Elio firmó con un único trazo, sin discutir. Zero se mordió los labios, porque había sido demasiado fácil —habría podido pedir treinta, hasta cincuenta incluso, y su padre habría firmado de todas formas—. Las cifras, con tinta oscura, destacaban en la hojita azul del Crédito Italiano. Liras: 20 000 000. Firmado, Elio Fioravanti. Zero se repetía desde hacía tiempo que uno no puede elegir a sus padres. Uno es entregado a ellos, como si fuera un regalo o un disgusto. Como mucho uno puede evitar parecerse a ellos, puede evitarlos. Pero ni siquiera eso había hecho él.

Juró que hoy veía a su padre por última vez. No quería tener nada más que ver con él. No volver a ver nunca más su nariz de pinocho, nunca más escuchar sus historias, sus promesas, sus patrañas.

Y a pesar de todo no conseguía apartar su mirada de esa cifra —ejercía una atracción casi magnética—. Se preguntó qué haría en su lugar otro estudiante de veintitrés años. Se compraría un coche. La moto de trial. Poldo se marcharía a dar la vuelta al mundo. Durmiendo en su saco de dormir y pidiendo a los camioneros que lo llevaran, podría estar por ahí hasta que le salieran canas. Otro se compraría una guitarra, un piano de cola, una cámara de vídeo y una fotográfica digital, un ordenador sofisticado para grabar su música. Sólo en ese momento se dio cuenta de que lo más repugnante de esa hojita azul no era la firma del titular de la cuenta corriente, sino el nombre del beneficiario: Aris Fioravanti. Hasta hoy, él también había sido Aris Fioravanti. No había sabido librarse de él. Había anidado en su interior, y también ese otro era su enemigo. Pero yo no soy ese otro. Yo soy yo. Este dinero no es mío. Nunca ha sido mío. Yo escupo sobre vuestro dinero. En ese momento, tuvo miedo de que Elio cambiara de idea, o de que se diera cuenta de lo que había hecho.

«¿No vas a darme la alegría de comer conmigo en esta acogedora sala de fiestas?», dijo Elio, colocándose las gafas en la nariz. «No, papá», respondió Zero, levantándose, «tengo una cita». «Comprendo», comentó Elio, con amargura. «Cualquiera es más importante que tu padre». Zero asintió, agarró el cheque y lo hizo desaparecer en la sudadera.