Undécima hora

Hola, keridísimo diario, perdóname si no t he podido escribir.

Kisiera decirt q me han pasado muxas cosas, pero lo cierto es q mi vida está vacía. Voleibol, escuela, voleibol. Todos los sábados he salido con Miria pero son sus amigos. Yo kiero tener amigos, pero los feos no tienen amigos, cuando son amigos de los guapos. X eso sólo contigo soy yo misma, te hablo de todo, + q a mi amigo, + q a mi amiga. No tengo amigos. Estoy marginada.

La abuela me hizo el horóscopo. Dice q tendré un periodo negativo hasta julio, aburrimiento y desgana, sin novedad en amores. Luego, pasiones, felicidad. Eso espero. Si consigo enamorarme, aunque sólo sea en julio, me volveré loca de alegría. Yo kiero ser normal.

Ayer me peleé con mamá xq kiero ir a Brighton de viaje de estudio con Miria y ella dice q no me deja irxq soy demasiado joven. La verdad es q no kiere pedirle el dinero a papá. ¡La odio! Le he dado una bofetada, y luego me ha sabido mal, pero no se lo he dixo.

Soy violenta. Tengo q cambiar.

Mi trabajo le ha gustado alprofe. Me ha puesto un sobresaliente, agotador. Ha leído en voz alta mi frase sobre el taclobo, «la concha más grande del mundo, en cuyas valvas podría acurrucarse un hombre y morir». Hemos bromeado sobre el hexo de q sería más bonito q a uno le enterraran dentro de una concha q de una caja de muertos. Yo le he señalado q se encuentran pocos taclobos xq son víctimas de la codicia de los coleccionistas y, además, x motivos higiénicos y x falta de espacio hoy es mejor q a uno lo incineren. El profe ha dixo q soy un poco oscura no sé lo q kería decir.

Me he dado cuenta de q le tengo afecto. Es algo + q un profesor, la verdad. Hace q a uno le gusten sus clases, y muxo. No consigo hablar con mamá como hablo con el profe. Cuando hablo con él comprendo cosas. No me kiero crear un modelo ideal, xq sería esperar toda la vida a una persona q no existe. Hay q aceptar a la gente como es. Pero yo soy egoísta y me resulta difícil amar los defectos de alguien.

Esta noxe papá ha venido de nuevo. Le he visto, he intentado hablar con él, y ella lo ha exado. No es justo pero no he podido hacer nada.

Le he escrito una canción. ¡Me gustaría tanto dársela!

Canción del masoquista

La mujer se ha marchado

y ya no entiende nada

la mujer a otra parte se ha marchado

y otro amor encontrará.

Él está solo siempre está solo.

Y ya no dice nada.

Un pacto ha hecho consigo

y amigos ya no tiene.

Sale solo.

Pero no saben adónde va.

No lo dirá.

Y dirán que es malo

lo único que ocurre es que está solo

inmensamente solo.

Nosotros, los Buonocore, somos como los números. 2 números relativos se llaman concordes cuando el mismo signo les precede. Yo y papá somos 2 números relativos concordes. 2 números relativos se llaman opuestos cuando tienen un signo distinto y el módulo es el mismo. Papá y mamá son 2 números opuestos.

No sé cuál es nuestro valor absoluto.

He tomado una decisión. Si vuelve a venir, aunq ella no kiera hablarle, yo bajo.

¡Oh, papá, vuelve esta noche también!

Hoy me siento feliz, aunq no haya nada particular para serlo. Es más, hoy es un día nefasto.

Tengo la impresión de q va a volver.

Cuando ella le ha cerrado los postigos en toda la cara, él se ha puesto a llorar en el coche. Kería consolarlo. Yo también lloraba. Hoy me siento sola como él. Mamá nunca va a entender esto.

A veces tengo la esperanza de q ella pierda la cabeza y q se líe con alguien, no importa quién, un kpullo cualquiera, así yo podría volver a estar con él. Lamento pensar en estas cosas. ¿Soy muy turbia? Así soy yo.

Ahora tengo q despedirme, el profe se ha dado cuenta de q estoy con cosas mías. Hablamos del amor q sentimos por nuestros padres. ¿Yo los quiero? ¿Estoy dispuesta a sacrificarme yo misma x ellos? Yo creo q no pero, de todas maneras, los quiero. Debe de ser algo + complicado q amor.

4 de mayo

«Valentina, si no estás escribiendo la Odisea, creo que lo mejor sería que guardaras eso y que lo continúes más tarde», le llamó la atención Sasha, pero no profundizó en sus reproches porque tenía que estar también por los otros veintiséis del Tercero B. En la clase se estaba armando un buen follón debido a que Mataloni dirigía el juego de la menestra, e iba llamando a las hortalizas, y los alumnos se iban poniendo de pie por turnos, y el profe los miraba aturdido, sin entender qué estaba pasando. Permanecía sentado detrás de su mesa, arrugado por completo, con los ojos estupefactos tras las gafitas redondas, el gesto abatido y los calcetines desparejados, porque era un despistado de tomo y lomo, y hoy se había puesto uno negro y otro verde oscuro —lo que, desde que había entrado en clase, había provocado una irresistible hilaridad, que todavía no se había apagado—. «Calabaza», llamó Mataloni, y Rossi se levantó, y se rió. El profe parecía estar completamente fuera de onda. El juego de la menestra que empezaba en sordina, con largos intervalos entre una llamada y otra, y que terminaba con un ¡todos a la olla!, o, lo que es lo mismo, con toda la clase de pie en el mismo momento— era el más cruel de entre los muchos que eran posibles durante la clase, porque demostraba tal grado de pasotismo, de superioridad con respecto al profesor, que cualquiera que se encontrara detrás de la mesa se sentía desautorizado, humillado y consciente de su inutilidad. La profe de mates había acabado sufriendo una crisis nerviosa. A Valentina le fastidiaba que la clase se rebotara contra el profe de lengua —que siempre se esforzaba por motivarlos y, de entre los poemas de la antología, escogía los que permitían una discusión constructiva, por lo menos eso es lo que él decía. Pero este poema de Camillo Sbarbaro sobre el padre no le gustaba a nadie, y de alguna manera había que pasar el rato.

Sasha se aclaró la voz, obstruida por el cansancio, intentó restablecer el orden, sin ningún éxito. Como si pudiera huir, e ir más allá del aula, de la escuela, hasta alcanzar la cúpula de Santa Maria Maggiore o el cielo, se volvió hacia la ventana. La luz solar hería los ojos y hacía arder el aire denso. Había un montón de gente paseando, en el exterior, por las calles del Esquilmo. Él, en cambio, estaba inmerecidamente encerrado en aquella cárcel. La mañana se estancaba en una mermelada de palabras, burocracia, preguntas, apelaciones para que guardaran silencio. El siroco llevaba hasta el aula polen, pétalos y polvo. Por las ventanas abiertas entraba el estruendo del tráfico y un olor a asfalto caliente, pizza de tomate y humo de los tubos de escape —el olor de Roma—. Del patio de la escuela ascendían los botes del balón; las primeras clases tenían educación física. Intentó consolarse pensando en los tulipanes azules. Pero Dario todavía estaba lejos, en su otra vida. Y ahora estaba esa clase insolente, veintisiete chavales de catorce años exaltados, indiferentes a la gramática, a la historia de los hombres, a la poesía italiana: versos que a ellos no les decían nada, tan sólo eran sonidos, como tantos otros en la estridente cacofonía del mundo. Indiferentes a cualquier cosa que no les concerniera, y nada parecía concernirles. A lo mejor, con catorce años él también había sido así, pero ya no se acordaba de ello, nunca pensaba con nostalgia en el pasado, la infancia es el infierno, y él ya se había librado de ella. Era esto, y no otra cosa, lo que lo situaba en una posición de superioridad. Pero en clase el tumulto alcanzó el nivel de alarma. Si la directora estaba en su despacho, lo oiría. Sasha tenía algunos roces con aquella bruja.

«Chicos», protestó, de mala leche, «yo ya comprendo que estar sentados cinco horas tras el pupitre no resulta fácil, pero os aseguro que tampoco a mí me resulta fácil». «¡Pero a usted le pagan!», gritó Zuccari desde la última fila, «¿a nosotros quién nos paga?». «No sois tan interesantes. ¿Os creéis que alguien iba a pagar para gozar de vuestra compañía?», bromeó Sasha, incautamente. Entonces Mataloni llamó en voz alta: «¡Hinojo!», y Abate se levantó, y todos se rieron[4].

El profe se quedó, por un instante, petrificado tras su mesa, luego dijo como idiotizado: «Sacad la antología». Pero ya la habían sacado, precisamente estaban leyendo a Camillo Sbarbaro cuando habían empezado con la menestra. Valentina percibió que hacía como que no había oído nada, pero tenía la frente perlada de sudor. Las gotas se condensaban en las sienes, y se prendían de las raíces del pelo. Un reguero le cayó lentamente por la mejilla, hasta que se deslizó por el cuello de la camisa. En enero, los padres de Mataloni habían encabezado una especie de revuelta contra el sustituto de lengua italiana. Habían escrito una carta a la directora y recogido firmas, y se habían dirigido al Ministerio de Educación, porque según ellos el profe no era digno de enseñar en una escuela pública, daba un mal ejemplo y corrompería a los chicos, transmitiéndoles un vicio que hay que tratar como una enfermedad. Los padres en rebeldía habían convocado una reunión, y mamá también había ido. Había capitaneado el bando a favor del profe. En su opinión, se trataba de habladurías, de chismes. ¿Quién había hecho circular esa historia? ¿Acaso el profesor Solari había molestado a alguien? ¿Cómo era posible que se crucificara a un docente por su presunta orientación sexual? Por el contrario, Solari era un educador óptimo y, es más, mamá consideraba que era una suerte que los chicos pudieran estudiar con un hombre. De esa forma se relacionaban con una figura masculina que no era la del padre. Y además porque no sólo desarrollaba aquella tontería de programa, sino que también organizaba, a su costa y por puro altruismo, un montón de actividades extraescolares que a esos chiquillos les abrían su cerebrito pequeño como una pelota de tenis, y repleto de tonterías. Los padres de Mataloni replicaban que el profe no era, claramente, un misionero de la cultura, al contrario: invitaba a los estudiantes a los museos, al teatro y a su casa, para escuchar música clásica con fines delictivos. Vaya, que habían discutido de lo lindo. Mamá había vuelto a casa muy alterada, diciendo que la bestialidad de la gente es comparable únicamente a su repugnante idiotez. De todas maneras, los padres de los tíos ya no habían dejado ir a sus hijos a las actividades extraescolares. El profe nunca había sabido nada al respecto. Pensaba que no lo llevaba escrito en la frente. Pero ella lo sabía y, desde entonces, cada vez que el profe proponía llevarlos al teatro para ver Hamlet o los invitaba a su casa para ver en vídeo las películas del neorrealismo, se sentía incómoda por él.

«Vamos a leer a Saba», dijo Sasha, hojeando desesperadamente la antología. «Profe, ¿quién es ese Saba? Nadie de tercero llega hasta ahí, ¿para qué vamos a leerlo?», protestó Festa. «¿Quién quiere leer?», lo ignoró Sasha, y comoquiera que nadie salía en su ayuda, dijo: «Valentina, ¿quieres salir tú?». La Buonocore era su preferida en ese terrible Tercero B. Una chiquilla inteligente, receptiva, incluso profunda. A veces Sasha tenía la impresión de que estaba dando clase sólo para ella. De no haber sido por ella, lo mejor para él habría sido cerrar la lista de clase, salir y dejarlo todo. Era atroz pensar que, a esas alturas, su vida fuera ésta —perder horas, días, meses, años, explicando historias y hechos de los que nadie quería saber nada—. La certidumbre de estar perdiendo su vida sembrando en el viento, sin construir nada así.

«¿Qué tengo que leer, profe?», dijo Valentina, haciendo desaparecer el diario bajo el pupitre. Se encaminó lentamente, con desgana, hacia la mesa, sin dirigirle ni una mirada. «Lee el tercer soneto de su Autobiografía. Página cuatrocientos». Últimamente, hasta Valentina lo defraudaba. A menudo estaba distraída, ausente. Siempre había sacado notas muy altas —casi todo sobresalientes—. Ahora, en muchas materias llegaba a duras penas al suficiente. En las evaluaciones del cuatrimestre, las otras profesoras habían cargado la mano para estimularla. Decían que era culpa del deporte, a la chiquilla se le había puesto en la cabeza que quería ser una campeona del voleibol y ya no estudiaba. No obstante, a él, durante una excursión a Asís, la chiquilla le había contado lo de la separación de sus padres. Decía que no lograba dormir porque le parecía que tenía que esperar despierta a que su padre regresara del trabajo, y entonces permanecía con el oído atento a todos los ruidos del edificio, y cada vez que el ascensor se ponía en marcha, el corazón se le subía a la garganta, aunque racionalmente sabía que no podía ser él. Cuando era pequeña, siempre tenía miedo de que no volviera. Era policía, y ella temía que un día un ladrón le disparara en plena calle. En cambio, no le había disparado nadie, y aun así su padre no había vuelto. Sasha no creía haber logrado consolarla. Le había dicho que, desde el momento en que echaba tanto de menos a su padre, tal vez debería hacérselo saber, y buscarlo —en fin, telefonearlo—. Sin duda alguna su padre también notaba su ausencia. La chiquilla respondía que su padre se había olvidado de ella y de su hermanito —aunque ellos no tuvieran ninguna culpa.

Ese diálogo le parecía ahora el derrelicto de una época ya lejana. Durante meses, había vagado por un laberinto con sus estudiantes, sin acercarse ni un paso al centro, y sin encontrar la salida. Al principio, los había considerado como una ocasión. Esos chicos turbulentos y, no obstante, abúlicos, e ignorantes y, no obstante, ávidos de todo, eran el material humano más interesante con el que se había encontrado, y con el que probablemente se encontraría en los años venideros. Le gustaría descodificarlos como si fueran un pueblo desconocido —descubrir los criterios con los que elaboraban las informaciones, el misterioso funcionamiento de la formación de las conciencias—. Y alcanzarlos, posiblemente, donde se escondían —no apagar en ellos la luz—. SILOGISMO. Los profesores estropean a sus alumnos. Los chicos están abiertos a toda clase de experiencias —había escrito después de su primer día de clase—. Si tus estudiantes permanecen cerrados al arte, a la poesía y a la inteligencia, recuerda que tuya será la culpa, y tuyo el fracaso. DECÁLOGO. Con humildad, paciencia, dedicación, sensibilidad, alegría, establezco como metas abatir el muro de incomunicación que los separa de mí, entrar en la dimensión existential de una inteligencia inexpresada y liberarla, restituyéndola a este mundo. Quería obtener a partir de esa experiencia un relato, que publicaría en la revista literaria en la que colaboraba desde hacía tiempo con reportajes de contenido social y narraciones inspiradas en el nuevo realismo americano. Y luego lo ampliaría y transformaría en una novela. No le interesaba la escuela, sino la juventud esos años leves, libres y, al mismo tiempo, terribles, suspendidos sobre el mismo umbral de la identidad y de la vida.

Se sentía capaz de narrar a Valentina Buonocore y a cualquier otro. Notaba que poseía las cualidades indispensables: la lucidez, una visión del mundo, la compasión, el estilo, el don de poder vivir apartado del resto del mundo y, no obstante, dentro de cada uno. Por eso había tolerado las injerencias de la directora, las dudas de los padres y las insinuaciones sobre su competencia. Había soportado escepticismo e ironía, porque tenía una misión y él siempre había sido incapaz de encontrar una para sí mismo. Por eso, a los treinta y tres años, mientras sus colegas se sacaban unas oposiciones a la universidad y cosechaban asesorías editoriales y reseñas, él se había quedado atrás. Material humano objeto de su libro y de su relato: Valentina y sus compañeros sólo habían sido eso. Sasha transcribía sus diálogos, una charla carente de centro y de consistencia, en la que afloraban, como un eco distorsionado, conceptos que el mismo Sasha había expresado, o que los chicos habían escuchado en televisión, en la radio, o en la familia, y que repetían sin comprender siquiera. Conservaba los emails que le escribían, tomaba nota de sus gestos, sus jergas, sus ocurrencias.

Incluso había pasado las navidades descifrando la criptografía de una carta oscura y desconsolada de Valentina Buonocore mientras las familias celebraban una festividad que nunca le había incumbido, y su amante cortaba la anguila en casa de los suegros, atrapado en un rito del que no era capaz de evadirse. Estudiaba el lenguaje de Valentina, catalogaba sus metáforas, apuntaba aquellas desquiciadas secuencias verbales con un rigor —y una pasión— que nunca había conocido. Ya había escrito unas doscientas cuartillas, y luego se había quedado bloqueado. Ahí estaban los chicos y sus padres. Pero seguía faltándole la historia que pudiera mantener todo aquello en pie. Además, con el paso de los meses, ya no había podido ignorar la violencia, la obscenidad y el despotismo que se esconden en el acto mismo de estudiar y de narrar, en nombre de la literatura, a un ser humano carente por completo de defensas, frágil y completamente inerme. De manera que había acabado por abandonar el libro. Se había limitado a vivir junto a su material humano, pidiéndole que lo ignorase. Que hiciera como si él no estuviera allí —sintiéndose, al mismo tiempo, un espía, un tramposo y un traidor, pero también el guardián, el padre y el hermano de aquellos chicos.

Y ahora esa novela que tenía que haberlo convertido en un escritor, yacía en una caja de zapatos, junto a un montón de escombros: artículos de periódico sobre la afasia de los adolescentes, tarjetitas de amor que las alumnas le escribían a escondidas y le dejaban en su casillero, pulseras de hilo que le regalaban a su regreso de las vacaciones, fotocopias de un ensayo de sociología sobre la crisis de la familia, una horrible corbata de rayas que, en opinión de Valentina, por el contrario, a él tendría que gustarle puesto que el profe era el único tío que conocía que podía ponerse una corbata sin parecer un viejo o fuera de onda. Y un punto de libro en piel de manera que cada vez que el profe lee un libro se acuerda de Valentina Buonocore, de Tercero B. Le parecía que ese amasijo informe pero que no carecía de sentido ni de historia, representaba a Valentina y a sus compañeros mucho mejor que sus palabras.

«Lee, por favor», la invitó —o tal vez se lo estaba rogando—. Saba, cuántos años pasados con sus poemas, cuánta simpatía por su cálida vida, por su serena desesperación, por su ligereza, sus fulminantes apólogos, sus secretos. Era el único escritor italiano que a Sasha le hacía feliz enseñar a sus estudiantes. Valentina permanecía de pie, delante de su mesa, con la antología entre las manos. Una chica como miles de otras, con la cola de caballo, la camiseta de rayas de colores que deja ver las clavículas y los brazos demasiado delgados, y los tejanos con la cintura tan baja que la goma de las bragas se asoma por encima del cinturón. Una chica confundida e insegura —una huérfana.

«Mi padre fue para mí el asesino», empezó a leer Valentina. La clase se reía.

Después de dos horas escuchando por los auriculares las quejas de los clientes, la cabeza le zumbaba como un enjambre de abejorros. Los ojos le ardían: en la pantalla del ordenador brillaban tan sólo unos números verdes. Buscó una escapatoria pero las paredes no ofrecían ninguna distracción y, más allá de su cubículo, la terminal de sala visualizaba otros números, todavía más inquietantes: las informaciones estadísticas generales referidas a los principales indicadores del tráfico y de las operaciones, así como el nivel de tráfico por grupo de operadores y el tiempo medio de espera de respuesta. Dos minutos. 15 llamadas en cola para los 16 operadores de la sala. «Buenos días, le habla Emma», enunció deprisa, como le habían enseñado durante la formación, «¿en qué puedo ayudarle?». Escuchó el problema del usuario. Afrontó el enigma cifrado en los números impalpables de la pantalla. Intentó ser persuasiva. El usuario empezó a gritar. Emma le explicó que era inútil que la tomara con ella por el mal funcionamiento del servicio, ella no podía hacer reclamaciones, no disponía de papel, tal sólo podía verificar los datos. Tuvo la impresión de que el usuario no se daba cuenta de que ella estaba allí, viva, que era de verdad, sino que la consideraba una emanación del ordenador —una entidad inmaterial, inorgánica—. Y, en cierto sentido, lo era. «El sistema informático está constituido a partir de plataformas de software que predeterminan y dirigen todas mis operaciones hasta en los más mínimos detalles», explicó, dulcemente. «Los procesos no pueden ser modificados por una mera operadora. Lo siento». La ayudante apareció por detrás de la pared móvil. La vigilaba. Los vigilaba. Su rendimiento era constantemente monitorizado. «4 minutos, número 7», le señaló con los dedos, «no te pongas a charlar, tienes como máximo cuatro minutos para entretener al cliente, one call solution, acuérdate». Que te den por culo, le deseó Emma. Entretener a los clientes, menuda expresión se han inventado los pelmazos de la empresa. No soy una puta.

De las mamparas de aglomerado que separaban su cubículo de las otras operadoras sentadas en su misma isla, de vez en cuando se filtraban voces excitadas, y risas. Hay alegría, hoy, en la sala. Le gustaría conocer el motivo, y compartirlo. Pero Emma no tenía confianza con sus compañeras, mucho más jóvenes que ella, por regla general estudiantes que habían cogido ese trabajo como operadoras para pagarse la matrícula de la universidad, con la idea de que la dedicación exigida por el teléfono no las distraería de los estudios. Y aunque era verdad que, intelectualmente hablando, la dedicación exigida era escasa, a pesar de todo era extenuante y, por lo que ella sabía, ninguna se había licenciado todavía. Cuando el reloj señaló las once, tenía tal dolor de cabeza que se permitió descolgar el teléfono y acercarse hasta la máquina de café. Los objetivos de la empresa se lo reprochaban desde lo alto de las paredes.

1. PROPORCIONAR ACCESO A UN SERVICIO EN EL QUE CONFIAR Y DE ELEVADA CALIDAD.

2. MEDIR EL NIVEL DE SATISFACCIÓN DE LA CLIENTELA.

3. PROPORCIONAR INDICADORES RESPECTO A LOS PRODUCTOS Y A LOS SERVICIOS PRESTADOS.

4. PROPORCIONAR INDICACIONES PARA LA ADECUACIÓN DE LA EMPRESA AL MERCADO.

5. ORIENTAR LAS POLÍTICAS DE MERCADOTECNIA DE LA EMPRESA.

La pausa para el café no estaba contemplada.

La operadora del cubículo 9 —una morenita con la que había hecho hipótesis acerca del estado civil del joven jefe de sección, ese que tenía cara de anuncio publicitario y, por eso mismo, era ardientemente deseado por la mayor parte de las telefonistas, todavía solteras e ignaras de las desventajas del matrimonio— se tragó con una mueca de fastidio el contenido de una tacita de plástico y le preguntó, de buen humor, si había recibido el mensaje. «¿Qué mensaje?», exclamó Emma. «Oh, bueno, no sé», se apresuró a decir la otra, dándose cuenta al instante de su error. Tiró la tacita de plástico al cubo y se escabulló a su sitio antes de que Emma pudiera hacerle ulteriores preguntas. Mors tua, vita mea aquí las cosas funcionaban así. Emma, perpleja, metió la moneda en la máquina y, como no ocurría nada, le asestó una patada. La tacita empezó a llenarse. Unas pocas gotas negras, de aspecto venenoso, destilaron por la espita. Cuando la operadora del cubículo 13 pasó por delante de ella —impregnada de nicotina, debido al cigarrillo que acababa de fumarse a escondidas en el baño— la interceptó y, aunque tuvo la nítida impresión de que la otra había intentado evitarla, le preguntó si había recibido el mensaje. «Sí, por suerte», respondió la chica, «no sé qué habría hecho, en caso contrario. Ya tengo reservado el restaurante para el banquete. Me caso dentro de un mes». Emma sintió una punzada entre las costillas como si fuera una premonición. No se habían soldado bien, después de la fractura, y ahora funcionaban como un barómetro —indicaban que se acercaban lluvias, o problemas—. Se tomó deprisa el café. «Exactamente, ¿qué ponía?», preguntó, esforzándose por parecer indiferente. «¿No lo has recibido?», empezó a sospechar la número 13. Emma movió la cabeza. «Ya verás como lo recibes hoy. Con la voz que tú tienes, eres la única que satisface a los clientes, aquí dentro», le aseguró. Pero no la miraba. Contemplaba los cables de alta tensión que colgaban como una telaraña, al otro lado de las cristaleras. «Te lo ruego, dime una cosa, ¿qué ponía?», insistió Emma. Y la número 13 accedió. «La empresa tiene el placer de informarme de que me han renovado el contrato para otros seis meses».

Emma se acercó a la ayudante de sala, presa de malos, muy malos presentimientos. Le pidió permiso para consultar su buzón de correo electrónico. «No tienes ningún mensaje de parte de la empresa», respondió la misma, «vuelve a tu sitio. El tiempo de espera no puede superar los dos minutos». Se colocó de nuevo los auriculares. ¿Qué significaba esa historia? ¿Que no iban a renovarle el contrato? El suyo se terminaba el 14 de mayo. Faltaban diez días. Trabajaba para la compañía desde hacía diez meses. El diciembre pasado incluso se había ofrecido para el día 25. Había pasado una Navidad triste y malhadada con los auriculares puestos, mientras los niños desenvolvían los regalos en la casita de su hermano en Ladispoli y hasta se lo habían echado en cara, Kevin se había negado a hablarle durante dos días, ofendido. Nunca se había cogido ningún día de baja por enfermedad. Ni siquiera para acompañar a Kevin al oculista. Nunca le habían tenido que llamar la atención. Nunca había armado bronca. Nunca había hecho huelga. Nunca había firmado peticiones contra la nueva cadena fordista de la comunicación. Nunca se había afiliado al sindicato. Había ocultado con cautela sus ideas y además, aunque las había tenido, a esas alturas ya no era así. Había renunciado a todo cuanto no podía permitirse, y las ideas habían sido eliminadas, como las vacaciones, la peluquería, el coche, los zapatos nuevos, los vestidos nuevos, el cine.

Por lo que ella sabía, la empresa iba bien. Por lo menos, eso es lo que decían los telediarios. La compañías telefónicas de medio mundo habían tenido unos beneficios asombrosos en los últimos años. Claro está, no faltaban agoreros que hablaran de la inevitable reestructuración y se preveía que en los años venideros el desarrollo se detendría. La nueva economía corría el peligro de deshincharse si la vieja ya no funcionaba, y los títulos en la Bolsa empezaban a desplomarse. Pero no entendía de estas cosas, y además, ¿qué tenía ella que ver? Hasta lo había dicho la número 13 —aquí dentro ella era la única que funcionaba—. Y los cumplidos entre colegas no hay que despreciarlos. Había competencia incluso para hacerse con una llamada. Pero las otras habían recibido el mensaje de confirmación, y ella no. Tenían que renovarle el contrato, fuera como fuese. Era el único ingreso fijo con el que podía contar. Los otros trabajos eran demasiado precarios —con ellos pagaba a duras penas los libros de texto de Valentina—. Sonó el teléfono. Bendijo ese sonido estridente, cacofónico —que, no obstante—, le permitía incrementar su rendimiento. «Buenos días, soy Emma», trinó, casi con alegría, «¿qué puedo hacer por usted?».

«Puedes hacer muchas cosas», dijo el hombre. Aunque la voz llegaba desde lejos, perturbada, dominada por las interferencias del tráfico, lo reconoció de inmediato. «Oh, te lo ruego, Antonio», susurró, «no puedes llamarme aquí». «No eres amable, te estoy haciendo un favor. Así te hago ganar dinero». «No necesito tus favores», susurró, con la esperanza de que la ayudante de sala no la estuviera vigilando. «Pero ¿acaso no se trata de que cuanto más retienes al usuario al teléfono, más te pagan, como las putas?», se rió Antonio, burlón. «Tienes cuatro minutos», exclamó Emma, «¿qué quieres?». «¿Cuatro minutos?», se rió Antonio. «No me gustas tanto como para poder satisfacerme en cuatro minutos». Luego, allá donde estuviera, pasó un camión de bomberos o una hormigonera, y por un momento lo perdió. Emma se mordió los labios. No tenía ningunas ganas de bromear con él. «Si vuelves a acercarte a casa de mi madre, te denuncio», lo amenazó. El principal objetivo de la empresa —punto 6: ELIMINAR LOS TIEMPOS IMPRODUCTIVOS— la conminó desde lo alto de la pared. «Te equivocas», dijo Antonio. «Hoy va a cambiar todo. Tenemos que hablar».

«Ya te he dicho que no», lo interrumpió Emma, exasperada. «¿A qué hora sales del trabajo?», dijo Antonio, irritado, porque quería empezar desde el principio, no había dicho nada de lo que pretendía haber dicho, o no de la manera que quería haberlo hecho, y estuvo tentado de colgar. Todo era por culpa de su voz. Lo confundía. Le hacía hervir la sangre. Quería decirle te echo de menos, la casa se me está cayendo a trozos sin ti, yo me estoy cayendo a trozos, ayúdame, Emma; y en cambio lo que dijo fue: «¿Tan ocupada estás en pasártelo bien que no puedes dedicarle ni una hora a tu marido?». «Por Dios, no empieces», suspiró Emma. Por un momento, interceptó la mirada curiosa de su compañera de al lado, asomándose por detrás de la frágil pared divisoria. Los teléfonos callaban. En la sala del centro de llamadas reinaba un silencio de acuario.

«¿Qué dice el psicólogo?», musitó, con cautela. «Ha sido él quien me ha aconsejado que me pusiera en contacto contigo», mintió Antonio, que no se había presentado ni siquiera una vez al psicólogo, ni sabía tampoco qué cara tenía. En el momento de la sentencia de separación, desautorizando las peticiones de Emma y de su abogada feminista, que quería prohibirle ver a los niños o al menos obligarlo a hacerlo en algún centro integrado en los servicios sociales, el juez le había concedido permiso para verlos un fin de semana de cada dos, sin límites —con la condición de que se sometiera a terapia psicológica—. Pero a Antonio no se le había pasado por la cabeza en ningún momento contarle sus cosas a un mercenario. «El psicólogo», mintió, «dice que es importante para mi equilibrio restablecer una relación normal contigo». «¿Estás mejor? ¿Ya puedes dormir? ¿Te cuidas?», preguntó Emma, con una solicitud de la que al instante se arrepintió. «¿Acaso te importa mucho?», se ofendió Antonio. Si la hubiera tenido delante la habría machacado —pero, por suerte, bastantes kilómetros los separaban, sentado en el capó del coche azul, en el garaje de un edificio, mientras el honorable Fioravanti, en la sede de la Federación Nacional en el barrio de Nomentano, intentaba convencer desesperadamente a unas cuarenta amas de casa desgreñadas de izquierdas, que ya habían vendido el voto a la competencia, de las bondades de su programa electoral. «¿De qué tienes miedo, amor?», dijo. «Lo único que quiero es verte».

Ya está, ya lo había dicho. Emma, sorprendida, fingió no haberse dado cuenta, y protestó con cierto acaloramiento que a ella de verdad le importaba que él estuviera bien. «Si lo que quieres es restablecer una relación civilizada, me alegro, pero tienes que darme tiempo a acostumbrarme a esa idea». Civilizado, entre ellos, hacía ya mucho tiempo que no existía nada. Sólo un minuto más para el cliente. De no hacerlo así, no podría respetar la norma de quince llamadas por hora. «Ven a casa esta noche», insistió Antonio de repente acariciante, insinuante. Un Antonio difunto desde hacía mucho tiempo, y a esas alturas ya olvidado. «Nos preparamos una buena cena, nosotros dos, ¿te acuerdas?, solos, como antes de los niños, ya verás como todo ha pasado, ahora ya estoy bien». Y mientras Emma titubeaba, con los auriculares presionándole las orejas, preguntándose si creerle o si desconfiar de él una vez más, porque una vez más estaba intentando engatusarla, la ayudante de sala le tocó en el hombro. «Ésta es la hora punta», le advirtió, «tienes dos llamadas en espera, resuelve el problema del cliente y corta». Emma asintió. Nada de mensajes, nada de renovar el contrato, nada de conversaciones clarificadoras con Valentina. Antonio pasa la noche armado enfrente de casa y ahora como si tal cosa pretende colarse de nuevo en su vida y ella no consigue impedírselo. «Tengo que colgar, Antonio», susurró, «luego te llamo». «No, no puedes llamarme luego, el honorable casi ha terminado», protestó Antonio.

Pero Emma colgó, y por un largo instante permaneció inmóvil, con los auriculares en las orejas escuchando la lacerante señal de la línea desocupada. Nunca tengo tiempo para las cosas importantes. ¿Qué clase de vida es ésta? ¿En qué trampa he caído? Tal vez todas estas cosas podrían ser distintas, si hubiera obrado de diferente manera. Pero ¿en qué me equivoqué, y cuándo y dónde? ¿En qué momento se perdió la esperanza de los mejores años, la época de los vestidos nuevos, y del coche nuevo y del dinero en la cuenta y el amor? Estaba segura de que todo aquello iba a durar. ¿Cómo es posible que hayan desaparecido el deseo, las nostalgias? ¿Cómo es posible que haya desaparecido todo aquello? ¿Cómo es posible que sucedan estas cosas?

El reloj que estaba encima del mostrador de las operadoras marcaba las 11.17. Le quedaban por delante más de tres horas de agonía. Y no podía esperar. Tenía que saber. Le pidió a su compañera de al lado que atendiera ella sus llamadas, y la chica se sorprendió de aquello, porque obligadas a disputarse los usuarios, las operadoras no se hacían favores. Por eso allí dentro no habían nacido amistades. A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Emma atravesó la sala. Con los auriculares en las orejas, la chicas se balanceaban en sus asientos, clavadas en sus cubículos, bañadas por la luz fría de los fluorescentes —interminables tubos de cristal colgados a dos metros de altura por encima de los escritorios—. Los teléfonos sonaban. Las voces se entremezclaban. Había pasado seis meses aquí dentro. Seis meses escuchando a los demás. Sin que ni uno solo la escuchara a ella alguna vez. Se encaminó hacia la habitación del jefe de sección y, aunque no tuviera derecho a una pausa y no tenía una cita concertada, ignoró a la secretaria, atareada con los caprichos del fax y llamó a la puerta, con decisión. No esperó a que la invitaran a entrar.

El jefe, que hablaba por teléfono con la novia, le lanzó una mirada estupefacta. «¿Qué quiere?», la apostrofó groseramente. No recordaba el nombre de la operadora número 7. Tal vez no lo había sabido nunca. «Tengo que hablar con usted», dijo Emma. En la oficina del jefe, inundada por el sol, un ficus exuberante extendía sus hojas de un verde clorofila hacia la Tiburtina. En el calendario, la imagen para el mes de mayo era una catedral barroca, tal vez española. El jefe no le hizo ninguna indicación para que se sentara, pero de todas formas Emma se sentó, porque es inaceptable hablar con un superior mientras se está de pie. Los hombres sentados siempre están en una posición de ventaja. De pie están los acusados, los escolares, los soldados. Sentados, los profesores, los jueces, los generales. El jefe era joven. No tenía ni treinta años. Ojos inexpresivos de color agua, traje azul, corbata de seda y camisa azul cielo de Fellini. Ninguna manifestación ulterior de actividad cerebral. «¿Qué puedo hacer por usted?», le preguntó, exactamente igual que como a ella le habían enseñado a preguntarle a los clientes. «Es por lo del contrato», dijo Emma, decidida. Siempre había sabido apañárselas. Había tenido que enfrentarse a monigotes como ése e incluso más temibles mil veces. No podía dejarse intimidar por ese novato. «Ha llegado a mi conocimiento que las cartas de renovación ya han sido enviadas».

El jefe tamborileó con la estilográfica sobre el anaquel de cristal. La escrutó, molesto por la iniciativa de esa humilde subalterna. Se quedó sorprendido al constatar que se trataba de una rubia notable. Algo ajada, tal vez, pero sin duda alguna desperdiciada en un puesto de telefonista, de la que, como mucho, los usuarios sólo podrían apreciar el timbre de su voz. Se lo confirmó. «La empresa ha decidido poner en marcha una estrategia de comunicación más moderna y más eficaz. A partir de esta primavera, los trabajadores a los que se renueve serán informados directamente desde los ordenadores». «¿Y los demás?». Emma, firme. El jefe exploró con sus inexpresivos ojos la anatomía de la empleada. Carnosos labios de color cereza, una delantera opulenta. Lástima no haberse dado cuenta antes. Aunque tal vez sea una suerte: las relaciones personales están severamente prohibidas por el reglamento de la compañía. Por un polvo como ése, uno se juega el puesto. «Los demás no recibirán el mensaje».

«¿Me está usted diciendo que me he quedado sin trabajo?», dijo Emma. Habría querido decirlo con una voz dulce, humilde y sumisa, pero en cambio lo dijo con un tono agresivo, como si quisiera descuartizar a ese monigote que no llegaba a los treinta años y que echaba a la calle a una madre de familia. Un niño de papá, licenciado en Económicas, con algún master hecho quién sabe dónde, sin la más mínima idea de lo que significa sacar adelante a dos hijos estando una sola, y buscarse un trabajo a las puertas de los cuarenta —cuando lo primero que te preguntan en las entrevistas de selección de personal es: ¿está usted casada?, ¿tiene hijos? Como si el tener hijos nos hiciera ser minusválidos e inútiles. Lo que, en cierto sentido, no deja de ser cierto, porque ningún trabajo, ni siquiera el que ha soñado durante toda su vida, podría competir con Kevin y Valentina. Cuando un viejo amigo le había propuesto salir de gira con un grupo bastante decente de smooth jazz, ella renunció a hacerlo, porque esa gira la habría llevado demasiado lejos. Había buscado un trabajo diurno, y a tiempo parcial. Fue acumulando una deprimente cantidad de negativas hasta que, al mantener la entrevista con el jefe monigote de este replicante más joven, le había garantizado que no estaba embarazada, y que no tenía hijos. Había tenido que borrar a Kevin y a Valentina, a pesar de que ellos eran el único faro que ofrecía un rumbo a su confusa vida, y su única luz.

«No», respondió el monigote, vagamente. «Sólo que los demás no recibirán el mensaje». «¿Ya han sido enviados todos los mensajes de renovación?», preguntó Emma. Su voz chirriaba como una uña sobre una pizarra. El joven jefe, molesto por la descarada franqueza de la operadora, se levantó para darle a entender que tenía que marcharse antes de que esa conversación tomara unos derroteros desagradables. «Es probable, pero no soy yo quien se ocupa de eso», la previno, esforzándose en seguir sonriendo. No habría sabido decir por qué era, pero tenía miedo de que esa mujer orgullosa y agresiva le clavara el abrecartas en el corazón. «Se lo ruego», susurró ella pese a todo, con una voz quebrada que nunca se habría esperado, «no puedo permitirme perder este trabajo. No me haga esto, siempre he trabajado bien, incluso me propusieron pasar desde atención al cliente a la sección comercial, nadie se ha quejado de mí… No estoy sola, yo tengo, no puedo, a usted tal vez setecientas mil liras al mes le parecerán una nimiedad, en cambio…».

«Yo no soy quien decide qué operadores son los no renovados», dijo eufemísticamente el jefe, atrincherado detrás de su escritorio, mientras la sonrisa de circunstancias se le marchitaba en la boca. La mujer no se movía. Lo contemplaba con una fijación tan embarazosa y tan desesperada que él se sonrojó. También porque ahora su caso estaba muy claro. Lo recordaba perfectamente: se había hablado del tema en la reunión de recursos humanos de no hacía ni cinco días. Esa especie de miss de callejón, la operadora número 7, se llamaba Emma Tempesta, había nacido en Roma en 1961, adjuntaba un diploma de maestra con notas mediocres, un curriculum ridículo y prácticamente carente de experiencias profesionales. Por regla general, la compañía prefería contratar a mujeres más jóvenes, licenciadas o a punto de licenciarse, que luego se casan o se buscan un trabajo mejor —y por eso están aquí sólo de paso, y sin la pretensión de que las contraten después. Pero esta mujer tenía una voz idónea y, en el test de aptitudes, había revelado poseer el don más solicitado en la empresa: la capacidad de escuchar. Su rendimiento era más bien elevado y, a pesar de todo, Emma había sido sacrificada. Las razones eran exquisitamente personales. La compañía prefería personal más joven y más flexible, al que ofrecer un contrato de formación. De menor coste, incluso, que el contrato con el que había entrado en la empresa la mujer. Lo sentía por ella, pero ¿qué podía hacer? El mercado del trabajo funcionaba de esa manera.

Rodeó a la operadora —petrificada en la sillita de las vistas, la espalda erguida, las piernas cruzadas, los ojos clavados en él, como si esperara la concesión de alguna gracia— y se encaminó hacia la puerta. La abrió, porque esa mujer tenía que salir de una vez —es más—, no debería ni haber dejado que entrara. La regla número 5 del manual del directivo impone que no debe recibir a ninguna subalterna en la oficina sin testigos, para no incurrir en una eventual denuncia por acoso. Pero Emma no se movió. Poco a poco pareció ir deshinchándose en la sillita. La orgullosa dignidad se quebrantó. El jefe permaneció unos instantes de pie junto a la puerta —luego, con delicadeza, la cerró de nuevo—. Emma estaba llorando. Sollozaba, en silencio, secándose las mejillas furtivamente con los dedos. De vez en cuando se sorbía la nariz, con un resoplido quedo. Los sollozos se hicieron cada vez más frecuentes; la respiración, entrecortada. Gruesas lágrimas manaron sobre las medias —por un instante brillaron sobre el nailon, y luego se apagaron.

El jefe había sido instruido para la gestión de recursos humanos, había aprendido palabras y conductas de utilidad, simulado varias situaciones críticas, pero nunca se había encontrado ante un caso de ese tipo, y no recordaba las instrucciones. Tampoco Emma Tempesta le prestaba atención. Lloraba, en silencio, como si él no existiera. Y la verdad es que tenía que fingir que no existía porque nunca habría deseado sentirse humillada delante de él. Se habría arrastrado, habría suplicado, le habría hecho una mamada, si se lo hubiera pedido pero nunca, nunca jamás, habría querido parecerle una mujer frágil, una víctima por la que sentir malestar o, como mucho, compasión. «Señora Tempesta, estoy seguro de que con su titulación podrá usted encontrar un trabajo más cualificado y mejor retribuido en algún colegio privado», la animaba amigablemente el jovencito. «Ya verá como lo que le parece una catástrofe acabará siendo, por el contrario, un progreso importante para su vida». Emma se secó los ojos con el dorso de la mano. Necesitaba urgentemente un pañuelo. «A veces», volvió a animarse el jovencito, acordándose de una útil cita del manual, «uno descubre que las derrotas son nuestros mejores éxitos».

Emma agarró el pañuelo de papel que el jefe le tendía y se sonó ruidosamente la nariz. Y poco a poco fue recuperando su dignidad. Se recompuso. Irguió la espalda, se secó los ojos, se arregló el pelo, peinándoselo en la nuca con un nudo insinuante. Se puso en pie, y se dio cuenta de que era más alta que aquel tontaina, un insignificante enanito de un metro sesenta. Dejó el pañuelo empapado en el escritorio, pasó por delante de él, ignorándolo igual que si fuera un sofá, contoneándose sobre sus botas con ese andar vaporoso e indiferente que tanto turbaba a los hombres. Abrió la puerta y no se preocupó de cerrarla a sus espaldas. Atravesó la sala, se sentó en su cubículo, se colocó los auriculares y, puesto que el marcador indicaba que había tres llamadas en espera, respondió.

II A. Descripción. Mi papá.

Mi papá es abogado y nunca está en casa porque esta muy atareado con una comisión del parlamento donde escriben las leyes.

Es un trabajo importante y yo prefiero el berano, cuando vamos al chalé de Ansedonia y estamos juntos desde la mañana a la noche. Al colegio no viene nunca a recogerme.

Alomejor sufre por nosotros, pero tenemos todo lo necesario.

Mi padre no es muy alto. Tiene el pelo un poco blanco y el resto, oscuro. Se parece al pez espada y es porque tiene la nariz larguísima.

Mi padre tiene un caracter simpático y alegre y siempre nos hacer reir y no tiene defectos bueno uno sí.

Es viejo y algunas veces cuando jugamos en la playa la gente piensa que es mi abuelo. Yo le he dicho que es viejo. Mi padre dice que es una enfermedad que no tiene cura.

Mamá dice que no es verdad porque solo tiene cincuenta y un años como Richar Gir, que no es viejo. Pero el padre de Verónica tiene treinta y ocho y el padre de Kevin cuarenta y ocho o sea todos menos que el mío. Pero yo prefiero a mi padre.

Camilla Fioravanti (Muy bien. ¡Cuidado con la ortografía!

Camilla Fioravanti está dotada de un agudo espíritu de observación. La forma, suficiente; el contenido, bueno).

Mi padre murió, yo tenía cuatro años. Le dispararon mientras llevaba a un diputado.

Mi padre es que era policía de escolta. Mi padre es un héroe y hablaron de él en el telediario. Yo no me acuerdo si me disgustó que se muriera, porque era pequeño.

Medía un metro y ochenta y cinco de alto, llevaba un 46 de zapatos. Llevaba el pelo al cero para no sudar en el gimnasio, y las patillas en punta, como Paolo Di Canio.

Cuando yo sea mayor no quiero ser policía, sino diputado, así algún día alguien se muere en vez de mí y yo vivo para siempre.

Kevin Buonocore (No está mal. ¡Puedes hacerlo mejor todavía!

Kevin Buonocore se expresa con una facilidad sorprendente, para lo poco que se aplica. La forma, más que buena; el contenido, inaceptable).

«¿Kevin?», lo llamó la monja. Él, que estaba pegando una pelotilla debajo del pupitre, se sobresaltó. Apretujó con el dedo la superficie seca del moco, que se exfolió como azúcar a punto de caramelo. Sonó el timbre del recreo y la clase se puso en pie de un salto, lista para huir hasta el patio, pero sor Angelica no se movió. ¿Qué querrá esa tipeja? Era feísima, y apestaba a cabra. A él le impresionaba porque en la mejilla tenía un lunar con un pelo blanco metido dentro y porque, pese a ser una mujer, no estaba casada. Mamá dice que las monjas son vírgenes, es decir, que se casan con Dios, quien de todas maneras no tiene cuerpo y no puede hacer el amor, y por eso las monjas no tienen hijos. Pero van jorobando a los hijos de las otras.

«Kevin, he tenido que ponerte una mala nota por la descripción», dijo dulcemente la monja. «Pues no tenía errores», protestó Kevin. Pero todo era inútil. La tipeja esa le había cogido manía y siempre le ponía unas notas miserables. Hacer los deberes no servía para nada, por qué diablos tendría que seguir perdiendo el tiempo en el colegio. Se levantó: no quería que Camilla Fioravanti, quien lo estaba esperando en la puerta, a saber por qué, viera que estaba intercambiando cuatro palabras con la monja. Cuando la monja intercambiaba cuatro palabras en secreto con alguien, eso significaba que había hecho unas faltas tan garrafales que no se podían decir delante de toda la clase, porque si no se burlaban de él. «Kevin, no son importantes los errores de ortografía», le recriminó severamente sor Angelica. «Los errores del alma son todavía más graves. No se dicen mentiras. El que dice mentiras va al infierno». «Yo n-n-no digo mentiras», protestó Kevin, sacando de su estuche un sobre de cromos. Le había prometido a Anzalone, el líder de quinto C, que se los jugarían durante el recreo.

Camilla Fioravanti se cansó de esperarlo y salió. La clase estaba vacía. El ojo estrábico de Kevin planeó por encima de los abrigos colgados del perchero. Si esa cabra dejara de fastidiarlo, podría explorar los bolsillos y pillar algunas perras para jugárselas en los videojuegos antes de volver a casa. Luego se acordó de la fiesta, y se olvidó de ello. La monja cogió su agenda y escribió una nota en la página del 4 de mayo:

QUERIDA SEÑORA BUONOCORE: LE RUEGO ENCARECIDAMENTE QUE VENGA AL COLEGIO LO ANTES POSIBLE. ME URGE HABLAR CON USTED. CORDIALMENTE, SOR ANGELICA.

«Mi madre no se habla con las monjas, porque ella no quería que viniera aquí, no fue idea suya, ella está en contra de los colegios privados», dijo Kevin, encogiéndose de hombros. «Kevin, ¿por qué te comportas de esta manera? Eso que has escrito es muy grave», le reprochó la monja, intentando agarrarlo por la manga —porque él, aprovechándose de su sermón, se había deslizado por debajo del pupitre y corría hacia la puerta. «¿No te das cuenta?», gritaba, escandalizada, «¡tu padre no está muerto!».

«Peor para él, ¡ojalá s-s-se muriera!», gritó Kevin, y corrió escaleras abajo. En el patio las monjas hablaban con las chicas, sentadas en el pretil del estanque de los peces rojos. Camilla Fioravanti recitaba un extraño poema sobre peces que viven escondidos en las profundidades del mar. El pez tiene un buen sabor / el pez está libre en el mar. / El pez está mudo / nadie sabe que existe / hasta que al morir / sale a flote. / El anarko es un pez. / Navega libre por el subsuelo de la sociedad / evita las redes y mudo permanece / cuando sale a flote / el anarko está muerto. Las demás, esclavas y siervas suyas, asentían, a pesar de que no entendían nada, porque Camilla siempre contaba esas extrañas historias. Cuando Kevin pasó por delante de ella, se calló de golpe y se puso roja como un tomate. Tenía la esperanza de que Kevin se sentara cerca de ella, así le explicaba la poesía de los peces que le había enseñado su hermano Aris —le gustaba tanto porque ella también era muda. Pero Kevin hizo como que no la había visto. Llegó hasta donde estaban los chicos, amontonados en un corrillo, delante de la puerta de los aseos. «¿Tienes a Totti?», lo agredió Anzalone. Llevaba unas gafas de espejo, como si estuviera en una pista de esquí, para que todo el mundo supiera que acababa de ir a esquiar a Suiza, aunque estuvieran en mayo. Su padre los llevaba a los glaciares en helicóptero. Qué guay, un padre con helicóptero. Kevin mostró el cromo del capitán rubio. Era raro. En los sobres, a uno siempre le salían los mediocres de turno, esos tíos peludos y gafes, con esposas feas: pero los campeones, nunca. «¿Cuántos me das a cambio?», se informó. Anzalone lanzó una mirada cómplice a su escudero, que llevaba el pecho escayolado como una tortuga ninja debido a un accidente de coche. Los gemelos Bettini, que hacían todo lo que hacía Anzalone, se rieron. «Vamos dentro a jugárnoslos, porque si no las monjas nos los quitan», dijo Anzalone.

Los aseos de los chicos no tienen puertas. Había cinco pequeñas tazas alineadas la una junto a la otra, separadas únicamente por biombos de colores. Es un hecho inexplicable, porque en ninguna otra parte las tazas están así, desnudas —no ocurre en las casas, ni en las estaciones de servicio, ni en los cines—. Kevin nunca meaba en el colegio, porque le daba vergüenza que lo vieran con los pantalones bajados y las nalgas desnudas. El bedel Guillermo, condenado a vigilar los aseos, se había sentado a fumarse un cigarrillo en paz. «Dame a Totti», ordenó Anzalone. «Antes e-e-enséñame c-c-cuántos me das a cambio», (respondió Kevin, trabucándose. El cromo del capitán rubio era dificilísimo. Y él lo tenía. «¡Qué imbécil eres!», se rió Anzalone, «tú tienes que hacer lo que yo te mande, porque eres un ilota».

Kevin no sabía qué era un ilota, porque todavía no lo había estudiado. Pero sonaba muy mal, como idiota. «¡No es verdad!», gritó, y se dio la vuelta para marcharse, porque se daba cuenta de que Anzalone quería jorobarlo. Los gemelos Bettini cerraron la puerta y lo empujaron contra los lavabos. Anzalone le arrancó el cromo de la mano. Kevin, cogido por sorpresa, se lanzó hacia delante para recuperarlo, pero una zancadilla lo desestabilizó. Se cayó de rodillas —las gafas le resbalaron de la nariz y rebotaron en el suelo—. El escudero ninja de Anzalone le dio de patadas y salieron disparadas hasta debajo de la taza. Kevin apoyó las manos en el suelo y, a tientas, anduvo a ciegas hacia las gafas. Le parecía que estaban lejísimos. El suelo estaba mojado porque siempre es difícil acertar en el agujero con el pipí. Anzalone agitó ante sus narices un cilindro rojo, pero Kevin, sin gafas y con el ojo bueno tapado con el esparadrapo, no veía nada y no lograba adivinar qué era. Los gemelos lo habían agarrado por los pies y le estaban bajando los pantalones. Kevin gritó, pero el escudero de Anzalone le agarró la cabeza y la empujó dentro de la taza. Tiró de la cadena. Lo había visto en una película. Una cascada de agua cayó a cántaros sobre la cabeza de Kevin.

Kevin tosió, se ahogó, ingirió un trago que sabía a caca. El agua había acabado metiéndose también en el ojo abierto. Ya no veía nada, ni comprendía nada tampoco. Sentía frío en el culo. Le habían bajado los pantalones y ahora le estaban bajando los calzoncillos. Intentó liberarse, pero el escudero tiró nuevamente de la cadena. Esta vez había menos agua —el depósito no estaba lleno todavía—, pero de nuevo cayó una cascada sobre la boca y la nariz. Fuera también los calzoncillos. Ahora Anzalone le azotaba las nalgas vergonzosamente desnudas, y le quemaba con la llama de un encendedor. Kevin se revolvió pero el escudero lo sujetaba metiéndole la cabeza en la taza. Se ahogaba. Le faltaba el aire. Abrió la boca, respiró agua, tosió, escupió, levantó la cabeza por un instante y fue empujado hasta la superficie del agua —con la nariz rozó la cerámica manchada de marrón, alguien que se había cagado fallando el tiro—. El agua le chorreaba por la nariz, por las orejas, por el ojo abierto y también por el esparadrapo. «Ahora le meto un petardo por el culo a este ilota y ya veréis como se tira un pedo», decía Anzalone. Los otros, excitados, graznaban como cotorras.

Camilla renunció a explicar a sus amigas las ventajas de ser un pez —eran demasiado bobas para esas historias de mayores y las dejó plantadas—. Kevin Buonocore había desaparecido con los tíos de Quinto C y ni siquiera le había dedicado una mirada. Qué cosa más triste es el amor. Camilla, en cambio, siempre lo miraba. Y en esas ocasiones sentía las manos frías, la garganta le palpitaba y la cabeza le daba vueltas. Cuando habían ido de excursión al Vaticano para ver al Papa, en el autocar la monja maestra le había ordenado a Kevin que se sentara cerca de ella —no porque pensaba que iba a hacerle un favor, todo lo contrario—, nadie quería sentarse cerca de Buonocore, sino porque ella era una niña buena y amable. Eso es lo que todos decían. Kevin se había despatarrado en el asiento de al lado, tan cerca que sus muslos se tocaban. Camilla estaba tan emocionada que a punto estuvo de tener un ataque de asma y había tenido que inhalar todo el espray. Durante todo el trayecto hasta San Pedro no lo había mirado ni una sola vez —pero para no revelar su secreto.

En la basílica, las monjas los habían llevado en fila india hasta los sitios asignados a su colegio, y de nuevo Kevin se había sentado a su lado. Nunca paraba quieto. Se reía y recitaba poesías sucias. Mientras el obispo hablaba y saludaba a los niños llegados de todas las escuelas católicas de Roma desde detrás del altar, canturreaba: Federico Barbarroja / se cagó en una fosal como estaba sin papel / se limpió con un mantel, comía caramelos, los escupía al aire y los atrapaba en pleno vuelo con la lengua y se divertía viendo cómo ella sufría a causa de su mala educación. En un momento dado, le había dicho: ¿Qué te apuestas a que trepo hasta la cabeza de la estatua de San Pedro? No puedes trepar porque ahora va a venir el Santo Padre. Pues voy a hacerlo de todas formas, había contestado Kevin. Se le había metido en la cabeza que tenía que demostrarle a Camilla lo valiente que era. Así tal vez dejaría de desairarlo y de considerarlo un desgraciado porque vivía en un barrio de desgraciados y, además, un desgraciado feo, por lo del esparadrapo encima del ojo. Y entonces, mientras el papa Juan Pablo II aparecía blanco, y tembloroso, y lejano, bajo el gran altar, entre las columnas retorcidas como velitas, Kevin se había encaramado de verdad sobre el cráneo de San Pedro y le rascaba la cabeza, como si tuviera piojos. La monja se había enojado, y un guardia suizo vestido como para carnaval lo había hecho bajar. Kevin se había ganado una torta.

¿Por qué lo has hecho?, le preguntó Camilla, mirando la huella roja de los cinco dedos que se le iba encendiendo en la mejilla. Cretina, lo he hecho por ti, le respondió, desdeñoso. Y Camilla se sintió tan desmesuradamente feliz por sus palabras que se encontró mal: una hilera de estrellitas empezaron a brillar como una aureola a su alrededor y cayó al suelo redonda. Las monjas la llevaron afuera en brazos y ella, a la que tanta ilusión le hacía, no pudo besar las manos del Santo Padre. Pero cuando volvió en sí, Kevin estaba colándose entre los hábitos de las monjas y la contemplaba como si fuera una muerta que hubiera resucitado, con gran afecto. Camilla no le explicó a nadie que se había desmayado debido a la emoción: Kevin Buonocore había trepado hasta la cabeza de San Pedro por ella. Era un secreto. Ahora, de todas maneras, habían pasado ya muchos meses y en su amistad no había habido ningún progreso, todo lo contrario. ¿Y para qué sirven los secretos, si nadie los descubre?

Camilla se deslizó silenciosamente por el pasillo. Tal vez Kevin se hubiera quedado en clase durante el recreo. A menudo lo hacía. Decía que así adelantaba los deberes, pero ella sabía que era para evitar a los compañeros que se metían con él, le hacían bromas crueles —como aquella vez que colgaron sus calzoncillos de la pizarra— y se burlaban de él porque tenía los ojos torcidos y vestía como una garrapata. Comoquiera que también Aris vestía como una garrapata, a Camilla le resultaban simpáticas las garrapatas —esos animalillos a los que todo el mundo odia— y también las personas, es decir, los rojos. También le resultaban simpáticos los desgraciados, es decir, los pobres, que no tienen la culpa de ser así, dado que Aris dice que es el azar el que nos hace hijos de un honorable o de un parado, y además todo eso algún día puede cambiar y los pobres hacerse ricos y viceversa. De la puerta verde de los aseos de los chicos llegaban golpes, gemidos ahogados y risas. De pronto se oyó como un estallido —algo parecido a un pedo ruidoso— y los gemelos Bettini salieron disparados gritando. Anzalone casi la atropelló y su escudero, tropezando con ella, la empujó contra la pared. La puerta verde se había quedado abierta y allá en el fondo, junto a la taza y entre los biombos verdes, se asomaba un culito blanco.

Camilla retrocedió. Nunca le había visto el culito blanco a ningún chico. A decir verdad, tampoco había visto el suyo. El culito desapareció en unos calzoncillos azules atravesados por delfines que saltaban en el agua del mar. El niño que estaba acuclillado se subió los calzoncillos y avanzó por el suelo como un perro —tendía la mano y a tientas buscaba sus gafas—. Era Kevin Buonocore. Camilla cerró la puerta por miedo a que la viera. Si ella lo hubiera sorprendido en un momento como aquél, Kevin no se lo habría perdonado nunca —las humillaciones no se comparten—. El timbre estaba sonando ya y Camilla se fue corriendo hacia su aula.

«Todas las sociedades humanas funcionan como un cuerpo. Ahora vamos a intentar comprender qué tienen en común el cuerpo y la familia. Niños, ¿alguno de vosotros puede ponerme un ejemplo?», preguntó sor Angelica para animar a la clase. La pizarra estaba dividida en dos partes. En la parte de la izquierda estaba escrito: EL CUERPO. En la parte de la derecha: LA FAMILIA. «¡El cuerpo está compuesto por miembros con funciones distintas y en la familia también hay miembros con caracteres, tareas, sexos y cualidades distintas!», gritó Cristian, el primero de la clase, y que hablaba igual que un libro impreso porqué imitaba a su padre, constitucionalista. «Todas las partes del cuerpo son necesarias, pero el corazón es más importante que un pie», lo interrumpió Andrea. «Y también en la familia cada uno es necesario porque enriquece a la familia», aprobó sor Angelica, anotando los dos puntos en común en las respectivas mitades de la pizarra. Camilla no lograba interesarse por la identidad entre cuerpo y familia a pesar de que papá, siempre que iba a la televisión, hablara precisamente de la familia. Lo invitaban a programas donde se sentaba en un pequeño sofá, entre mujeres maquilladísimas de las que mamá, huraña, decía que eran amantes de algún funcionario y, cada vez que lo enfocaban, ella se emocionaba. Papá comentaba historias que habían ocurrido, y a menudo eran muy feas, por ejemplo, sobre alguien que había matado a una persona; o intervenía en contra de las proposiciones de ley que algún otro honorable —del bando contrario, aclaraba mamá— quería que se aprobaran. Papá diferenciaba entre la familia natural y las demás. La familia natural es la que se basa en el matrimonio, al que el Estado y la sociedad tienen que ayudar y sostener. Las demás —es decir, las no naturales— disgregan la sociedad y por eso la sociedad no debe ni aprobarlas ni ayudarlas. A partir de ese momento el asunto se hacía difícil y Camilla ya no comprendía qué diferencia existía entre la primera y las segundas. Se dio la vuelta para mirar el pupitre de Kevin, el último al final de la fila de la derecha, el de los burros que nunca están atentos. Se había quedado vacío.

Carlotta había levantado la mano. Le estaba diciendo a la monja que las partes del cuerpo sólo son útiles cuando permanecen en su lugar. Si te rompes una pierna, no caminas. «Muy bien», dijo sor Angelica, escribiendo en la mitad derecha de la pizarra: LA FAMILIA, punto 3: cada uno cumple con sus obligaciones. Todos deben permanecer en su sitio. A Camilla ya no le importaba nada la familia. Los peces puede que sean mudos, pero ella tiene lengua. ¿De qué sirve un secreto si ni siquiera la persona interesada lo comparte? Ella era su esposa para siempre y Kevin no lo sabía. ¿Qué sentido tenía aquello? Los mayores lo acosaban desde los tiempos de la guardería, y Camilla nunca lo había defendido, por miedo a que también la tomaran con ella. Asistía. En su interior, estaba con él, y sufría con él, pero Kevin no lo sabía. Era algo triste.

Punto 4. CUERPO: Punto 4. FAMILIA: funciona únicamente si no hay colaboración en total colaboración no hay familia Sor Angelica sentenció: «Muy bien, niños, habéis demostrado que todas las sociedades humanas funcionan como un cuerpo. También la Iglesia es un cuerpo. El cuerpo de Cristo». «Hermana», susurró Camilla, levantando la mano, «tengo que ir al lavabo». «¿Y por qué no has ido durante el recreo?», se alteró la maestra. Luego, apaciguada porque la pequeña, la gentil Fioravanti, parecía a punto de romper a sollozar, la envió fuera.

Camilla cruzó el pasillo palpando las paredes con la mano por miedo a que se le cayeran encima. Minúsculas partículas luminosas danzaban en los rayos del sol. Reinaba un gran silencio. Por las puertas cerradas de las aulas se filtraban las voces acolchadas de los alumnos que repetían las tablas. El bedel Guglielmo, aburrido como una ostra, se devanaba los sesos con crucigramas blancos. Camilla empujó la puerta verde del aseo de los chicos. Había peste acumulada de meses. Azufre y pólvora, Kevin Buonocore, completamente vestido, con las gafas colocadas en la nariz, estaba sentado en la taza. Tenía el ojo cerrado y las manos cruzadas sobre las piernas. Parecía muerto. Por un instante atroz, Camilla pensó que lo habían torturado hasta matarlo. Si se muere, ¿qué voy a hacer yo?, nunca se ha visto a una viuda de siete años, oh, no te mueras, Kevin, la próxima vez yo te ayudaré, yo se lo digo a mi papá, nunca más te pasará nada, te lo ruego, no te mueras.

De puntillas, se le acercó —Kevin tenía la cara arañada y el pelo empapado—. Aunque llevara unas grandes y horrorosas gafas de plástico y un esparadrapo sobre el ojo, aunque fuera gordo y comiera demasiado, a ella Kevin siempre le había parecido guapísimo. Era guapísimo incluso estando muerto. Pero era algo tristísimo. Kevin emitió un suspiro profundo. Entonces Camilla se dio cuenta de que estaba vivo.

Dominada por la vergüenza, huyó hasta el lavabo de al lado —protegiéndose tras el biombo verde—. «¿Kevin?», lo llamó en voz baja, como si estuviera muerto. Kevin abrió el ojo. Se limpió el cristal: en las gafas seguían formándose gotas, como de lluvia. No se movió. Nunca más saldría del aseo. No hasta que sonara el timbre. No hasta que el colegio estuviera ya vacío. No habría sobrevivido a la humillación de verlos de nuevo. ¿Mamá había dicho que en septiembre lo cambiaría de colegio? Le pediría cambiar de colegio a partir de mañana mismo. Mamá lo comprendía todo —¿por qué razón tenía que pasar todo el día lejos de la única persona que lo comprendía y que siempre lo defendía?—. De qué manera injusta y cruel funcionan las cosas. En cualquier caso, yo a este colegio no voy a volver nunca más. «¿Kevin?, Kevin, ¿te encuentras mal? ¿Kevin?». Reconoció la voz mínima de Camilla Fioravanti. ¿Qué quería? ¿Había venido para burlarse de nuevo? Si dice la palabra culo la estrangulo, juro que la estrangulo. Por el contrario, esa niña tímida y extraña dijo algo raro, tan raro e inesperado que él no supo qué responder.