Décima hora

El empleado la avisó de que su móvil estaba sonando en el interior del bolso. ¿Deseaba la señora Fioravanti contestar? Maja levantó la cabeza, resignada a no tener tregua ni siquiera en la peluquería, en uno de los momentos más agradables de la existencia de una mujer cuando el joven aprendiz de peluquero, efébico y agraciado como un bailarín, le masajeaba las sienes, le peinaba el pelo mojado con tal delicadeza que ella sentía como una corriente eléctrica, escandalosa e inequívocamente erótica, recorriéndole el cuerpo, desde hacía demasiado tiempo desacostumbrado a ser manoseado con tantas atenciones.

Pero en el día de la fiesta de Camilla todavía había mil cosas que tenían que ser preparadas. «Oh, sí, claro, voy a contestar», dijo. El empleado le colocó el teléfono sobre la oreja goteante —para que ella ni siquiera tuviera que moverse—. A sus pies, la manicura, con la mano abandonada en su regazo, siguió impertérrita pintándole las uñas. Con la pericia de un artista enfrentado con una miniatura, pinceló el color en el óvalo del pulgar —un toque de madreperla muy chic, transparente, casi invisible—. «La llamo de la inmobiliaria Gabetti», explicó una voz desconocida. «Nos llamó hace poco respecto al apartamento del Aventino. Estoy a su disposición».

Maja levantó la cabeza de golpe. La manicura se cayó de su taburete, y le pintó involuntariamente una raya de esmalte en el dorso de la mano. El pelo mojado goteó sobre el peinador de raso. «No era urgente», musitó, levantándose, «sólo quería un poco de información». Sus ojos buscaron algún recoveco en el que esconderse, pero el salón estaba repleto. Entre sus amigas —y a esas alturas era evidente que la cosa era archiconocida— el peluquero estilista Michele, de nombre artístico Michael, gozaba de una reputación soberana: un mago capaz de hacer parecer una diva al adefesio más deprimente. Había mujeres con el pelo mojado acurrucadas en los sillones, otras tiesas bajo el chorro del secador, otras todavía suavemente echadas en sus asientos, con los mechones embadurnados de tinte y envueltos en papel de aluminio, lo que las hacía parecer extraterrestres. Mujeres a la espera en pequeños sofás, mujeres en el lavacabezas. Por todas partes.

«Se trata de un piso de tres habitaciones, ciento veinte metros cuadrados útiles, rehabilitado con acabados de calidad, y con vistas al jardín —en el que hay plantas de troncos altos: en fin, un auténtico sueño», recitaba la secretaria de la agencia inmobiliaria. «Si quiere verlo, puedo hacerle un hueco entre las visitas de hoy». «Oh, no», protestó Maja, bajando la voz. «Era únicamente para tener un poco de información, una amiga mía tiene que trasladarse a Roma, me pidió que la ayudara a buscar algo en el Aventino». Caracoleó hacia la puerta, goteando; superó a las mujeres sentadas en taburetes, ocupadas en hojear Arnica, Glamour o AD mientras que un ayudante de Michael les secaba, les planchaba, les alisaba o les rizaba el pelo, o la última pedicura les limaba las uñas de los pies. Empujó la puerta de espejo con la espalda y se refugió en la calle. «Mire, el apartamento es un auténtico sueño, y el precio es negociable». «Hoy no puedo», dijo Maja, «no estoy a tiempo de avisar a mi amiga, es imposible».

«Tenemos ya a dos clientes interesados en hacer una oferta», prosiguió la desconocida, sin preocuparse por su aparente desinterés. «En el Aventino no hay nada en venta. Si su amiga está buscando una casa por ahí, le aconsejo que vaya hoy mismo». Maja se preguntó qué oscuro impulso la había llevado a pedir información sobre esa casa. Nunca lo había hecho. Lo habitual era que se limitara a hojear esa maldita revista de anuncios, casi como si fuera un juego. Tal vez el hecho de encontrarse sin nada que hacer, en la casa vacía a las nueve de la mañana —ella, que solía tener que pensar en cien mil cosas al mismo tiempo—. Si hubiera ido a trabajar. Si Navidad hubiera estado ahí ni siquiera se le habría pasado por la cabeza —era una chica tan católica, tan serena, tan a la antigua—. Lo que había ocurrido es que, de pronto, se había sentido altamente insatisfecha. El encuentro con Emma Buonocore la había trastornado. Descubrir que una madre de familia de buenas a primeras deja plantado a su marido, coge a los niños y se larga. Esos dos, que parecían tan unidos. Formaban una buena familia. También Elio y yo parecemos muy unidos. Formamos una buena familia. Ya está bien de rumiar estas estupideces. De todas maneras, no era agradable imaginarse que un agente inmobiliario supiera que Maja Fioravanti estaba buscando casa. «De todas maneras, gracias», concluyó, desanimada de repente, sin fuerzas en la acera de la calle de Mercalli —aplastada por el sentimiento de culpa. Tras la puerta de espejo, el salón de Michael era completamente invisible. El espejo sólo la reflejaba a ella. Maja sabía, no obstante, que las mujeres que estaban en la sala de espera podían verla. «Mire, hagamos una cosa», insistió la astuta secretaria. «Yo coloco en la lista de las citas el nombre de su amiga. A las dos. Si no viene, no hay problema. Nuestro agente tiene que ir allí de todas maneras».

A las dos —se lo pensó Maja—. ¿Cuánto tiempo emplearía? A las cuatro los niños empezarán a desfilar hacia el Palacio Lancillotti y ella tendrá que estar presente. Además, al fin y al cabo, ¿por qué no? Así, aunque sólo sea por explayarse un poco. Si no lo hace, su cerebro continuará dándole vueltas al asunto —y los pensamientos asumen hoy una consistencia sólida, tienden a hacerse contundentes—. «Si le resulta posible, mi amiga vendrá a las dos», concedió. «¿Qué nombre tengo que anotar?». «Riva», dijo Maja. Había sido durante más de un cuarto de siglo la señorita Riva, antes de convertirse en la señora Fioravanti. Atravesó la sala como una sonámbula y volvió a sentarse en el sillón del lavacabezas. Apoyó la nuca en la cubeta de plástico. La manicura ni siquiera se había movido. Cerró los ojos y el joven ayudante de peluquería volvió a masajearle las sienes con sus finas manos. No consiguió encontrar de nuevo el placer acostumbrado. El peinador húmedo le transmitía una sensación de frío. Tan unidos, tan unidos —seguía repitiéndose.

El seráfico ayudante la llevó hasta otro sillón giratorio. El mago Michael le quitó el turbante. Su pelo oscuro, tan y tan fino, recayó sobre sus orejas. En el espejo, Maja miró con estupor e inquietud su reflejo. Nadie podía imaginar que esa mujer joven, agraciada, diminuta y frágil como un pajarito, en realidad era un prodigio de falsedad sin prejuicios. Maja contempló angustiada las tijeras plateadas que brillaban entre las manos de Michael. «De manera que nada de reflejos», decía, con su voz amanerada, «es usted una auténtica conservadora, señora Fioravanti, tiene miedo a las novedades. Estaría muy bien con alguna mecha color berenjena, le daría luz a la cara. Como quiera. Tenemos castaño natural. Pero ¿por qué no me deja probar por lo menos un corte algo más trendy, con mechas de distintas medidas?, ¿ha visto la última película de Juliette Binoche? Si quiere, puede quedarse en su línea clásica, pero no es fashion y, francamente, la hace parecer bastante más vieja». «Usted mismo», murmuró Maja. El mago sonrió, porque la cliente, por fin, obraba en su poder, e hizo chascar las tijeras. Maja añadió, con una sonrisa soñadora: «Michael, haga que parezca más joven».

El profesor Ferrante empezó los exámenes a las diez y media, una hora más tarde de lo previsto. Los alumnos matriculados —más de doscientos— estaban sentados de cualquier manera en los bancos del pasillo. Algunos fumaban, otros consultaban desesperadamente los apuntes, porque uno de los examinados, al salir, había asegurado que el profesor ayudante —el que hacía de secretario del titular desde tiempo inmemorial, y al que ya le salían canas en la frustrante espera de una plaza— no hacía preguntas sobre los textos, sino sólo a partir de los apuntes del seminario que impartía y al que nadie asistía. Una chica mascaba un chicle mientras contemplaba la pared de un color gris rata, como si buscara obtener de la misma las nociones que no había tenido tiempo de aprender. Zero estaba asomado a la ventana y miraba la temible Minerva, provista de escudo, que se aburría en el estanque de la universidad, reflejándose en un velo de agua pútrida. Siguió el ir y venir arrebatado de los aprobados y de los suspendidos, relajado como si estuviera contemplando el espectáculo desde el planeta Marte. Derecho Penal era su décima asignatura en tres años: una media aceptable, aunque no fuera exactamente honrosa. Pero a esas alturas había superado ya la fase del deber y del desquite —había llegado a la indiferencia—. Esa mañana superó el último confín, y empezó a preguntarse por qué demonios estaba ahí, y si ese muchacho extravagante que se paseaba por el pasillo de la Facultad de Derecho no sería por casualidad su doble. Él se había quedado en la mansarda que daba al cilindro enigmático del Gasómetro, ensamblando detonadores y pedazos de metal para volar los símbolos del enemigo. Salió una chica llorando —explicó confusamente a los estudiantes que la rodearon de inmediato que el joven ayudante era un canalla, un lameculos, un pedazo de…

El ayudante en cuestión —un gafitas barrigudo cuyo cuerpo denunciaba triunfalmente el rápido deterioro de su autoestima— se asomó al umbral del aula y dijo los nombres de los siguientes que iban a examinarse. Uno de ellos era el suyo. Con desgana, Zero se separó de la ventana y pensó que dentro de poco estaría fuera. Un pequeño esfuerzo de memoria y se ganaba la libertad absoluta para todo el verano. Tenía programado ir a Barcelona y ponerse en contacto con los anarquistas del grupo Barricada. Camaradas puros y duros de verdad. Su lema era: Quiero un país al que el dinero no venga muchas veces —quiero vivir una vida inmaculada.

Barcelona lo atraía. España había pasado del fascismo a la libertad con una impresionante naturalidad. En Italia sesenta años no habían sido suficientes. Allí, en cambio, había más energía, dinamismo, esperanza —las cosas cambiaban—, las ideas brotaban, los artistas creaban. Roma era una ciudad decrépita e inmóvil, una maravillosa marisma. El pasado les impedía tener un futuro. Los habitantes daban vueltas en círculos, como condenados. Nadie se salía del círculo dantesco que le había sido asignado. El ayudante lanzó una mirada llena de desprecio hacia esa chusma estudiantil de la que había formado parte pocos años atrás y vio avanzar a un chico delgado, con el pelo largo, teñido de violeta y peinado con trenzas punzantes, en cuyos extremos tintineaban docenas de pequeñas perlas. Llevaba un aro en la nariz y tenía una bolita de acero clavada en la lengua. A pesar de esas señas tribales, aferraba en la mano derecha un maletín de piel, profesional. Se apartó para dejarlo entrar. El muchacho olía a perro.

Zero ocupó un lugar bajo la larga cátedra que estaba elevada, encima de la que señoreaba el muy influyente profesor Ferrante, arrogante lumbrera de Derecho Penal, conocido por sus clases atestadas y por sus comentarios al código —tan abstrusos como si los hubiera escrito en arameo—. Ferrante hablaba con otra docente y durante unos minutos ni siquiera se dio cuenta de que el examinando esperaba pacientemente su turno, encogido en el asiento, en actitud de sometida diligencia. Cuando se dio cuenta de ello, lo ignoró. Tenía cosas mejores que hacer. Zero interceptó retazos de la conversación. No tenía nada que ver con el Derecho Penal. El profesor Ferrante y la mujer se rieron. Parecían conocerse íntimamente.

Zero se preguntó de nuevo qué estaba haciendo en esa aula. No deseaba en modo alguno llegar a ser ni juez ni notario. Ni siquiera abogado, aunque hubiera una multitud de desgraciados a los que defender y muchos anarkos a quienes librar de las cárceles de los patronos. No deseaba llegar a ser nada. Pero sí ser algo —dar algún sentido a su vida. Porque no tenía ninguno.

Dejó su tarjeta electrónica de calificaciones sobre la cátedra. Ferrante le prestó la misma molesta atención que le habría prestado a una mosca. Entró otro estudiante, de quien se apoderó el ayudante canalla, el cual quería mostrarse espabilado para que lo consideraran útil, de manera que el profesor, al acabar el doctorado, le concediera una beca. El ayudante temía ser juzgado como superfluo por la universidad, y abandonado a su destino en ese mundo grande y feroz. El estudiante fue examinado deprisa, y también respondió deprisa. El ayudante no escuchaba sus respuestas, el estudiante no se escuchaba a sí mismo. Hablaba. Vomitaba grumos mal digeridos de jurisprudencia. Muy pronto se convertiría en auditor, y luego en juez. Todos, tarde o temprano, acaban encontrando su sitio en ese gran mundo; únicamente Zero, a los veintitrés años cumplidos, no lo tenía —en ese mundo no había sitio para él.

«Empecemos», dijo el profesor Ferrante cuando, por fin, su colega se despidió, dejando tras de sí una estela de pachulí, madreselva y nardo. «Hablemos de los delitos contra la propiedad. Artículo 624». «Hurto», afirmó Zero, átono. El profesor le preguntó qué se entiende por apropiación. «Se presentan problemáticas las relaciones entre sustracción y apropiación», respondió mecánicamente Zero, sin escucharse. «Para algunos, se trata de dos momentos coincidentes; pero para otros se trata de dos momentos que representan dos conceptos que deben ser diferenciados. El hecho típico se verifica de manera integral únicamente cuando el agente consigue la plena disponibilidad del bien, de manera que éste llegue a encontrarse fuera de cualquier clase de control directo por parte de quien ha sido robado». Vomitó las nociones tragadas durante las semanas anteriores. Una fábrica. Una cadena de montaje. Machacados, triturados, introducidos en la maquinaria infernal, embalados y enviados a cualquier lugar del mundo, sin ser nada más que anónimos, nadie —cero. De todas maneras, Zero logró empujar hasta un rincón de la conciencia esos pensamientos molestos, permaneció concentrado, se supeditó a ese rito vacío y absurdo, un sacrificio incruento a esos dioses en los cuales ni él ni el profesor creían.

De pronto —mientras explicaba, de forma mecánica, la diferencia entre momento consumativo y momento tentativo, por ejemplo, de hurto en los supermercados— en la inmensa aula vacía se escuchó un sonido leve, como un trino insistente parecido a una música lejana. Procedía de su maletín. Por desgracia, había olvidado apagar su móvil. Por un instante se bloqueó, helado, luego se decidió a ignorar ese desagradable incidente, fingió que el teléfono no era suyo y siguió con sus disquisiciones sobre las relaciones entre hurto y apropiación indebida. Las conocía bien. El hurto había sido el primer delito que había cometido, a los quince años. Había robado un sello antiguo —un rarísimo ejemplar de un país colonial de África— de la colección de su padre. No sabía que valiera tanto, lo había descubierto únicamente más tarde —cuando ya hacía tiempo que lo había tirado por el váter. Lo que importaba era la incautación y la destrucción de un bien ajeno.

Pero el teléfono siguió sonando. Cuatro timbres, cinco, seis, diez. La persona que llamaba —sin duda alguna Meri, o Poldo, o Ago, angustiados por la crisis del Barco Ebrio, a punto de ser desalojado, en caso de que no ocurriera un milagro, algo en lo que ninguno de ellos creía— no cejaba. Tras la cátedra, el profesor se movió, escandalizado. El otro examinando se calló. En el silencio, la música lejana y sofocada se fue haciendo más nítida: el dispositivo estaba tocando las notas —ya plenamente reconocibles— de Bella Ciao.

Zero también se calló. Las notas iban desgranando «Esta mañana me he levantado. O bella ciao, bella ciao, bella ciao ciao ciao»[3]. «¿Dónde se cree que está usted, en el monte?», rugió el profesor. «Y me he encontrado al invasor». Zero no respondió. ¿Qué podía decir? Tal vez esta aula paupérrima y ruinosa, no restaurada nunca desde los tiempos de Piacentini, era el monte de los miembros de la Resistencia. La gente como el profesor los llamaba bandidos. Oh, partisano, llévame contigo. «Ésta es la universidad más grande de Italia», silabeó airado el profesor Ferrante. «¿Sabe quién ha dado clases aquí, en la Sapienza? Lo dudo, ustedes, los jóvenes, son unos analfabetos. Por aquí han pasado los estadistas más importantes de este país. Aldo Moro, Vittorio Bachelet. Tendría que darle vergüenza».

A Zero no le dio vergüenza. Le daba vergüenza ser lo que era, le daba vergüenza su padre, ese mundo al que lo habían arrojado para que naufragara, su vida, incluso los sentimientos que abrigaba hacia la persona equivocada —pero aquello no—. «Esta mañana me he levantado y me he encontrado al invasor». Hurgó en su maletín y apagó el teléfono. Miró fijamente al profesor, con una mirada celeste y tranquila. «¿Prosigo?», preguntó, educadamente. De todas maneras, el profesor ni siquiera lo estaba escuchando. Anotaba algo en su agenda electrónica, tenía cosas mejores que hacer que evaluar la preparación de uno de sus mil estudiantes. Todo aquello era una ficción, una farsa —pero ese teléfono la desenmascaraba, los desenmascaraba, no podía admitirlo. Tenía que castigarlo—. Zero se dio cuenta de que iban a suspenderlo. Le supo mal, porque prefería marcharse a Barcelona contento consigo mismo, por lo menos moderadamente o, en todo caso, no sintiéndose culpable por haber echado por la borda un semestre, pero fue una desazón superficial, que duró menos que el rubor que le sonrojaba las mejillas.

El profesor lo estudió largo rato, torciendo la boca, como si hubiera visto un escarabajo. «¿Piensa usted presentarse ante un tribunal de la República Italiana con un aro en la nariz, como un salvaje?», le preguntó. «¿Y por qué no?», respondió Zero, consciente de que, a esas alturas, el examen estaba ya perdido, «al fin y al cabo, un tribunal es una jungla en la que rige la ley del más fuerte». «¿Lleva usted peluca?», se mofó Ferrante, contemplando sus largas trenzas. Quizá con envidia: era casi calvo. Colas filamentosas le rozaban el cuello de la americana. Pelo escaso, ralo, patético. «No», respondió Zero, «el pelo es mío». El pelo: lo único que había heredado de su padre, el único signo de su sangre común. Rizado, crespo, duro como el alambre. Se lo había teñido de violeta para no llevarlo igual que él. «¿Piensa usted que un juez o un jurado popular pueden tomarse en serio a un representante de la ley con el pelo violeta?», insistió Ferrante, a punto ya de perder la paciencia. «¿Es éste el respeto que usted siente por la Ley?».

«La Ley somos nosotros», respondió Zero, tranquilo. «Todo cambia». Pensaba que, tal vez, algún día su pelo violeta llegaría a convertirse en un signo de respetabilidad, como la corbata, la barriga o el Rolex. Hace cien años, si le hubieran dicho a un profesor de Derecho Penal que tendría que examinar a estudiantes de sexo femenino, libres de poder entrar en el aula sin sombrero, como las mujerzuelas de la calle, no se lo hubiera creído. Ferrante cogió la tarjeta electrónica, con la intención de catear sin piedad a ese contestatario sabelotodo y sucio como un pordiosero, cuando su mirada recayó en su nombre. Era bastante común, de todos modos. Examinó al muchacho demacrado que se sentaba por debajo de él, resignado a su destino. Rasgos delicados. Ojos celestes, que en la luz gris del aula despedían reflejos de pizarra. Nariz aguileña —no, no se le parecía en nada. Pero… Una eventualidad muy improbable. Desagradable, incluso. Mejor estar seguro, antes. Su rostro perdió la expresión colérica e indignada, se dulcificó. Preguntó: «¿Es familiar suyo?».

Zero titubeó. Se sonrojó. Apretó los puños, se rascó la cabeza. Se le pasó por delante San Francisco, desnudo en la anteiglesia, renegando del obsceno mercader responsable de sus días. Contempló la tarjeta —ese escuálido, irrisorio trozo de plástico entre las manos del profesor, llamativo testigo de su nulidad—. «Sí», respondió, «soy su hijo».

El profesor Ferrante tamborileó con los dedos sobre la cátedra. Así que este gamberro partisano era el hijo de Fioravanti. Probablemente esos dos no mantendrían buenas relaciones, dado que Elio nunca había mencionado la existencia de este tal Aris, estudiante de tercer año de Derecho en la misma universidad a la que, antes de dedicarse a las asesorías y a los lucrativos negocios de su bufete, Elio había ido con asiduidad, pero sin demasiados honores. Además, Fioravanti, ya desde que fuera un mero ayudante mundano y brillante, mencionaba tan sólo a quien le resultara útil mencionar —eran extraordinarias las alusiones a personajes influyentes, que dejaba caer como si tal cosa en las conversaciones más banales, como si aludiera a íntimos conocidos—. Siempre había sido un calculador. Un perejil que estuviera en todas las salsas potencialmente sabrosas. Dejaba que creyeran que jugaba a tenis con el consejero, que navegaba en velero con tal ministro. Y, poco a poco, habían acabado por creérselo. A esas alturas era ya una institución —aunque nadie había comprendido en qué se basaba su poder—. Y con el presidente jugaba a tenis de veras: formaban pareja en los dobles, con los pantaloncitos blancos y los músculos fofos, fotografiados en el campo de tenis de la villa del presidente en Capri, habían acabado en el papel cuché de las revistas mensuales destinadas a esos hombres que aspiraban a poder definirse como exitosos —como esos actores, industriales, políticos que se colaban, casi a hurtadillas, entre las atractivas páginas de anuncios de perfumes, zapatos, coches y relojes. ¿Qué es lo que le haría ganarse la consideración de Fioravanti? ¿Que suspendiera a su hijo o que lo aprobara?

Un padre siempre es un padre, Fioravanti preferirá tener un hijo licenciado antes que un vagabundo. La coriácea conciencia del profesor no sufriría por ello. Todos saldrían ganando. Y quién sabe, tal vez algún día Fioravanti, en agradecimiento, lo invitara a una de sus recepciones, esas a las que toda Roma iba dándose codazos por asistir, dado que quien está ausente es objeto de cotilleos y considerado un paria insignificante. El estudiante Aris Fioravanti, por otra parte, parecía preparado. Ya había aprobado nueve asignaturas, y tenía además una nota media bastante alta. Había que aprobarlo, por tanto, y pedirle que saludara a su padre de su parte —de manera que este mozo sepa por qué no lo ha expulsado con deshonor, a pesar de ese teléfono vulgarmente encendido durante un examen—. Qué triste estos jóvenes anticuadamente comunistas. Fosilizados en símbolos difuntos. En un mundo que ha sido barrido por la globalización. Siguen con Bella ciao. Estos jóvenes petulantes que se creen partisanos para poder luchar contra los nazis y el invasor. Se sintió malvadamente contento al considerar que Elio Fioravanti —«Ascensor», como era conocido en la facultad entre sus envidiosos colegas— se veía perturbado por un hijo con el pelo violeta y un aro en la nariz, que pertenecía a una tribu de salvajes contestatarios. El hijo de Ferrante, en cambio, trabajaba en Milán, era director de marketing de una multinacional. El estudiante Aris miraba sin demasiado interés su tarjeta electrónica. El profesor le hizo tres preguntas más —levemente malvadas, dado que hacían referencia al artículo 270 (asociaciones subversivas) y al 272 (propaganda y apología subversiva o antipatriótica)—. Escuchó con benigna predisposición sus respuestas, le endilgó un honesto 6 de compromiso y lo despachó. Cuando le encargó que saludara al amigo Elio —remarcando la palabra amigo con un tono vagamente mafioso— Zero asintió, tristemente.

Salió del aula sin darse la vuelta. Se avergonzaba de haberse agarrado al apellido de su padre. Ese hombre era su peor enemigo. Tenía que haber renegado de él y dejar que lo catearan. Habría salido de ahí derrotado, pero con la cabeza bien alta. Habría podido sentirse orgulloso de sí mismo. Bella ciao. Pero no, eres un cobarde. Tu vida de compromisos. De abstenciones y viles silencios. De cheques mensuales y revueltas efímeras. Nada de Total Devastation. Nada de ¡Da el bombazo! Sintió que para expiar todo aquello sólo le quedaba una posibilidad: apurar el amargo cáliz hasta el final. Ir hasta su padre para sacarle el dinero con el que salvar el Barco Ebrio, el único lugar de Roma al que se sentía pertenecer. El abogado Fioravanti, amigo de curas y de moderados, pero en su juventud exaltado miembro de la «Legione», nunca lo sabrá, pero será precisamente él quien libre del desalojo y de las palas de las excavadoras un centro social en el que viven anarkos, punkis y gandules a los que mandaría a la cárcel de inmediato o enviaría al campo para que lo trabajaran —«brazos sustraídos a la agricultura» es una de sus bromas preferidas, cuando habla de los jóvenes alternativos—. Irá ahora mismo, sometido, derrotado, para apurar hasta el final las heces de la humillación. Tú no eres Zero. Eres Aris Fioravanti. Soy su hijo, sí, soy su hijo, soy su hijo. No respondió a los estudiantes que se apiñaron a su alrededor inquiriendo de él ansiosamente qué preguntas le había hecho Ferrante. Se alejó deprisa, como del lugar de un crimen.

Recuperó el teléfono del maletín. Quería llamar a Meri y decirle que sacrificaría esa sombra de orgullo y de dignidad que todavía le quedaba y que salvaría el Barco Ebrio, cuando se dio cuenta de que no había sido la española quien lo había llamado mientras representaba su infame papel en aquella farsa. En la pantalla aparecía el número de Maja. Corrió hacia el estanque de Minerva, y se detuvo sólo cuando le pareció estar lo bastante lejos de la nefasta influencia de la Facultad de Derecho. «¿Aris?», balbució su voz triste, educada, perfecta. Apura el cáliz hasta las heces —arrodíllate porque Ella también le pertenece, inclínate porque él lo posee todo y lo puede todo y tú, nada—. Te ha dejado las migajas de su dinero, los despojos de su herencia genética, los restos de los sentimientos que le ha robado a su esposa. «Hola, Maja», dijo. «¿Me buscabas?».

«¿Dónde estás?», suspiró Maja. Zero percibió una prometedora alegría en su voz. «He sacado un seis en Derecho Penal», dijo —inmediatamente arrepentido de vanagloriarse—. Pero sabía que Ella se alegraría. A veces, es más, tenía la impresión de que seguía puliéndose las asignaturas únicamente para no defraudarla porque Maja le aconsejaba que no cometiera el error idealista de abandonar la universidad por las prisas de vivir y comprometerse con el mundo, tenía que pensar en su futuro. A lo mejor quería marcharse a África, con alguna ONG, o hacerse enfermero, o fotógrafo de guerra, o a saber qué, pero una licenciatura siempre le sería útil. Maja, no obstante, no se deshizo en felicitaciones, ni se mostró contenta de que hubiera superado el agudo escollo del Derecho Penal. «¿Era hoy cuando ibas a venir a comer con Camilla?», le preguntó, con desconcertante superficialidad. ¿Cómo podía olvidarse de ello? Sí, precisamente hoy. Aunque los amigos lo estuvieran esperando en el Barco Ebrio para celebrar la explosión —su gran porvenir como pequeño químico, alquimista y subcomandante—. Pero sobre todo para discutir la estrategia de oposición ante la orden de desalojo. Se apresuró a confirmarlo. Cuando Maja te convoca para una comida, tú acudes como un perro. Y no te avergüenzas de ello. Al contrario, te gustaría ser su perro para ir detrás de ella todo el día, a todas horas, para mirarla mientras ella te ignora. Para acurrucarte a su sombra. «Hoy vendrá un amiguito de Camilla para comer con ella y me ha surgido un contratiempo», dijo Maja. «Hay que posponerlo».

«¿Posponerlo?», le hizo de eco Zero, decepcionado. ¿Cuántos días hacía que no la veía? ¿Siete, nueve? Once. Once días de agonía. Por otra parte, ¿por qué iba a tener que verlo? Maja tenía su propia vida. Un marido. Una hija, un trabajo, relaciones sociales, placeres, deberes. ¿Qué representaba él en esa vida? Un paréntesis. Conversaciones interminables sobre la economía, la injusticia social, la influencia de los medios de comunicación de masa en la psique del hombre occidental; la perversa y científica desviación de la libido desde la sexualidad hacia la adquisición de bienes superfluos. Paseos interminables —a la Rosaleda municipal, a la Villa Borghese, a los bancos del paseo del río. Nada más. Y, a pesar de todo, en esos paseos infructuosos se concentraban las escasas horas en que él sentía haber vivido de verdad. «Tengo que ir a un sitio», le estaba diciendo Maja, vaga. Él protestó: «¿Y no podemos ir juntos?».