Novena hora

A las nueve y media el rostro del agente se materializó puntualmente en la pantalla del portero automático —gris como un ectoplasma—, debido a la cámara. Elio cogió el maletín con los discursos redactados para él por Paolo Calvo, quien fuera fracasado escritor de novelas introspectivas, ambientadas en la alta burguesía, convertido ahora en el «negro» en quien confiar, y respondió: «Ya bajo». Las puertas automáticas del pequeño ascensor se cerraron con un chasquido. Elio se examinó en el espejo. Una nube de pelo entrecano, una larguísima nariz imperceptiblemente desviada hacia la derecha por un viejo puñetazo, los ojos vívidos tras las gafas. Llevaba pantalones de tela y un jersey azul, por el cuello asomaba un poquito de la camisa azul cielo, que llevaba desabrochada. Hoy se iba hasta los límites de su circunscripción, su gira tenía previsto arramblar algunos votos en las periferias: en la última reunión con los estrategas se había decidido abolir la corbata, juzgada como demasiado formal. El honorable tenía que dar la impresión de que era uno de los suyos: a la gente que vive fuera del Raccordo Anulare no le gusta votar a un abogado de los Parioli, un maniquí cuyo traje cuesta el triple de su sueldo mensual. Repasó mentalmente los ejes de la campaña electoral: ALARMA SOCIAL - SEGURIDAD PARA LOS CIUDADANOS - SUEÑOS. Hablar fácil. Frases breves. Sé simple.

Sonríe y protege. Tranquiliza y fustiga. Se gustó en su vertiente de orador, o de regatista preparado para disputar una manga. Con esa melena suya y el jersey náutico tenía un aspecto decididamente juvenil. Se examinó los dientes, que tenía algo amarillentos y, por desgracia, bastante torcidos, no fuera a ser que en los intersticios se le hubiera quedado algún resto del desayuno, luego se sonrió. Sé siempre optimista. Recuerda: los sueños son la única mercancía que nunca caduca.

El jefe de la escolta estaba apoyado en el capó del Lancia y fumaba, absorto en sus pensamientos. No obstante, cuando su «personalidad» apareció por entre las hortensias azules que enmarcaban la cancela de la pequeña villa, Antonio se separó automáticamente del coche, verificó que nadie le hubiera tendido una emboscada entre las palmeras y las magnolias del jardín privado y luego salió a su encuentro, se pegó a sus talones y lo condujo hasta el automóvil. «Buenos días, Buonocore», lo saludó Elio con el calor habitual, mientras el agente conductor le abría la puerta. «Buenos días, honorable», respondió Antonio. «Hoy también hay nubes, esta primavera nos está dando desplantes, ¿eh?», le dijo Elio, intentando crear una atmósfera agradable de cordialidad. Antonio Buonocore masculló un comentario a propósito de la primavera —una estación que lo ponía de los nervios—. Pero ya había cerrado la puerta blindada, y a Elio se le escapó el significado de sus palabras. El jefe de su escolta era un tipo lacónico, y a pesar de que pasaran muchas horas juntos, sus conversaciones solían limitarse al campeonato de fútbol, o a la marcha de la Bolsa y de Wall Street (sólo en el mes de abril, el Nasdaq ha ganado el 37%, proporcionando excepcionales beneficios a los fondos de inversión que ambos tienen en su cartera de títulos, si bien en una medida inconmensurablemente distinta). Pero también a la recta interpretación de la Biblia, en la que Buonocore buscaba respuestas a las preguntas que lo asediaban, pero que él encontraba bastante difícil de leer, hasta el punto de que nunca había llegado más allá de esa parte que se llama Esdras. La mayoría de las veces se limitaba a escuchar, dado que a Elio, en cambio, las palabras le brotaban de los labios como el agua de las fuentes de Roma: sin interrupción, gratis, siempre. Aunque a veces las preguntas bíblicas de Buonocore lo ponían en un compromiso, y por ejemplo no había sabido explicarle por qué Dios quería poner a prueba de esa forma tan dura a Job. Su presencia, a pesar de todo, era para Elio una fuente de serenidad. Hacía que se sintiera extraordinariamente seguro. Tenía la sensación de que mientras el oficial Buonocore velara por él, nada malo podría sucederle.

Elio cogió del asiento el mazo de periódicos. Buonocore se apresuraba a comprárselos antes de recogerlo, de manera que él pudiera ponerse al día mientras el conductor se movía con destreza entre el tráfico. Elio nunca se había sentido capaz de decirle que no hacía falta, dado que ya estaba abonado a una agencia especializada: pagaba cinco millones al año para que oscuros lectores seleccionaran para él los artículos de manera que, al entrar en su despacho, se encontraba ya con el fax de las noticias dignas de lectura esperándolo sobre su escritorio. Además, aunque no fuera misión propia de un oficial de la Seguridad Pública hacerle casi de mayordomo, a Elio nunca se le había pasado por la cabeza darle las gracias por ello. Le parecía una consecuencia natural de los papeles que representaban en la sociedad. Por otra parte, Buonocore había aceptado de buen grado tareas incluso más humildes —como escoltar a Maja hasta su psicoanalista y a Camilla al círculo ecuestre situado en la Flaminia, donde tenían a su pony Xanadú— y nunca se había quejado por ello.

Elio cogió el ejemplar todavía intonso del Corriere y lo hojeó para ver si había algún artículo que hablara de él. Pero su nombre no aparecía. Sin saber si considerar ese eclipse mediático suyo un signo positivo —en los últimos meses había aparecido en los periódicos únicamente en relación con el proceso judicial en el que se había visto involucrado— o un indicio de decadencia, contempló la nuca del jefe de su escolta, cómodamente instalado en el asiento delantero. Se desprendía algo extraordinariamente tranquilizador de aquella maciza espalda uniformada, de aquel cuello taurino. Esa solidez viril, generada por la obligación de cumplir con el propio deber, provocaba en Elio satisfacción y agradecimiento, y tenía un agradable efecto calmante. En el paisaje de las calles que se sucedía inaferrable y desordenado tras las ventanillas, en la coreografía tumultuosa del tráfico, la ancha espalda del policía hacía las veces de pivote y de estratégico elemento de cohesión. Buonocore llevaba el pelo cortado casi al cero. Tenía unos hombros anchos y brazos sólidos, con unos bíceps esculpidos en el gimnasio que la tela de su chaqueta no conseguía ocultar. En su juventud había sido campeón de judo del equipo de la policía —por lo menos, eso le habían contado al asignárselo—, cuando tras repetidas amenazas de índole terrorista o tal vez mafiosa, fueron encontrados tres proyectiles en un sobre dirigido a él. El hombre elegido por el azar —en realidad, por el Ministerio del Interior— para velar por su vida, y por la de sus seres más queridos. La escolta —le habían dicho— no es un seguro de vida, sino una forma de disuasión, una especie de cerradura: ni siquiera una puerta blindada funciona contra los ladrones, pero resulta necesaria. Este hombre no te abandonará nunca. Tú eres su misión. Este hombre te seguirá allá donde tú vayas y no se quedará tranquilo hasta que hayas cerrado la puerta de casa a tus espaldas. Buonocore tenía buenas referencias, si bien nadie le había explicado a Elio cómo era posible que un agente tan preparado tanto en lo físico como en lo anímico, con cuarenta años cumplidos, siguiera como oficial de policía. En cualquier caso, gozaba de su total confianza. Trabajaba con un celo casi religioso —y nadie elige pasar al servicio de escolta al azar. Proteger a los demás es una vocación. Como dedicarse a la política. «Honorable», decía Buonocore, «¿adónde tenemos que llevarle?».

Elio no lo recordaba. Consultó su agenda. Se sintió desbordado al descubrir que hoy, viernes 4 de mayo, San Ciríaco de Jerusalén, obispo y mártir, penúltimo viernes de la campaña electoral, tenía planificados doce actos. ¡Doce! La colocación de una corona de flores en el lugar donde un magistrado fuera asesinado por las Brigadas Rojas, la visita a los talleres Várese, el último bastión industrial en una periferia cuyas fábricas en desuso se habían convertido en favelas para inmigrantes ilegales; unas palabras de bienvenida en un congreso de jóvenes empresarios de la Confcomercio, la entrega del premio Lagarto de Oro 2001. Y luego amas de casa, padres, artesanos, taxistas, cazadores, deportistas, incluso administradores de fincas. ALARMA SOCIAL - SEGURIDAD PARA LOS CIUDADANOS - SUEÑOS. El primer encuentro estaba previsto para las diez treinta en el mercado del barrio de Casilino. El honorable Fioravanti va a arañar unos votos al mercado, entre los puestos de frutas, donde puedes sopesarlos como si fueran berenjenas: tocarlos. La gente corriente está cansada de verte bajo las luces de los reflectores, en la caja mediática, quiere comprobar que tienes manos, ojos, orejas, quiere hablar de las cosas que les preocupan, los precios, la inflación, los robos, los ascensores rotos, las cabinas de teléfonos que son necesarias, los travestís que degradan los barrios, los inmigrantes que devalúan el precio de las viviendas. Cosas de este tipo. Pero él ya está hasta las pelotas de la propaganda, de la alarma social, de la gente corriente. Y, además, tiene tiempo por delante. El presidente. Tiene que hablar con el presidente.

En su número reservado, el teléfono sonó en vano varias veces, hasta que la conocida voz de Elsa Benelli le informó de que el presidente no estaba en su despacho —un momento, por favor—. Unos minutos más tarde, de todas maneras, fue nuevamente Benelli quien le comunicó que el presidente estaba reunido, ¿quería dejarle algún mensaje? «Avísele de que me urge hablar con él», dijo Elio. «Así lo haré», le aseguró Benelli, y se hizo el silencio de inmediato. La nuca afeitada de Buonocore —este hombre sólido como una roca—. Elio se quedó unos instantes con el móvil en la mano, embobado. No le había gustado el tono de la secretaria del presidente. Esas palabras —pronunciadas mecánicamente. ¿Es que acaso no lo había reconocido? Tuvo la desagradable sospecha de que lo habían tratado como a un peón cualquiera. Un inoportuno, al que se le puede decir impunemente: el jefe está reunido. ¡Reunido! El presidente nunca estaba reunido a las nueve y media de la mañana y, aunque así fuera, nunca sería una reunión tan secreta como para que no pudiera intercambiar unas palabras con su amigo Elio. Qué comportamiento más extraño. Qué extraña la voz de Benelli. Una extraña jornada, que había empezado mal, con ese sueño de malos augurios.

El presidente no había querido hablar con él. Era inútil ocultárselo. Pero ¿por qué? ¿Esta negación imprevista era tal vez una advertencia? ¿Era el síntoma de su desamor? ¿De su ira funesta?, ¿de su venganza?, ¿de su rechazo? Elio había asistido docenas de veces a episodios análogos, había visto ira, venganza y rechazo desencadenarse sobre algún desgraciado que había cometido alguna falta que le había parecido imperdonable al presidente. El presidente era cordial, afable y generoso con los amigos, pero inexorable y despiadado con los enemigos y con todos aquellos a los que ya no juzgaba dignos de ser considerados amigos. A veces decretaba sus sentencias con la caprichosa injusticia de un niño, pero el hecho de que sus desdichados elegidos no fueran merecedores de su cólera no cambiaba en modo alguno su destino. Elio nunca se había imaginado que ira, venganza y rechazo pudieran desencadenarse sobre él. Nunca había cometido ningún acto, nunca pronunciado palabra alguna que pudieran perjudicarlo o ser mal interpretadas. Sopesaba los adjetivos en las entrevistas, nunca había caído en la trampa de la astucia de un periodista. Nunca había admitido nada de nada, ni en los juzgados ni en ninguna parte. Siempre lo había mantenido fuera de todo —salvaguardado y tutelado en todo momento—. Y, a pesar de todo, el presidente se había negado a hablar con él.

«¿Adónde tengo que llevarle, honorable?», preguntó de nuevo Antonio, cuando le pareció que ya había esperado lo bastante. A veces lo asaltaba la sensación humillante de que Fioravanti lo tomaba a él y a los otros agentes de la escolta como empleados suyos. Todavía tenía la esperanza de que algún día comprendiera qué diferencia existe entre un piojoso guardaespaldas mercenario y un oficial varias veces condecorado de la Seguridad Pública. El mejor agente de la comisaría de Appia, muy querido por todo el barrio, destinado a una carrera imparable en la policía. De no haber sido por, por, por esa puta degenerada él ahora no estaría aquí, haciéndole la pelota a un diputado que se caga encima sólo por un panfleto con la estrella de cinco puntas y algunas balas metidas en un sobre. Se volvió hacia él —los ojuelos achinados del honorable refulgían tras las lentes rectangulares, la larguísima nariz afilada cortaba la penumbra del automóvil.

«Necesito un café, Buonocore», dijo Elio. Sé siempre optimista. Habrá sido por casualidad. Habrá estado reunido de verdad. No ceder al desaliento. No a nueve días de las elecciones, no cuando hay que mantenerse firmes. «Batallones del trabajo, / batallones de la fe, / siempre gana quien más cree, / quien resiste el padecer»[1], éste era su lema a los veinte años, cuando divagaba en el ciclostil de su grupito de camorristas. Oh, el idealismo juvenil. Quien sufre largo tiempo acaba por quebrarse. Y desde hacía algunos meses todo le era adverso. Mientras Buonocore señalaba por el radiotransmisor el imprevisto cambio de recorrido al coche de la escolta que los seguía, y el chófer se encaminaba hacia el Bar de las Musas —donde, de vez en cuando, por la mañana, le gustaba remolonear ante un capuchino—, Elio volvió a hojear el Corriere. Con mayor atención, esta vez, examinando hasta las columnas y los recuadros con letra más pequeña. Ningún rastro de él. Picoteó entre las primeras páginas de La Republica con temor, porque ese periódico lo machacaba desde hacía meses, pero también con placer, porque el poder se mide gracias a los enemigos, y ser odiado por un periódico de opinión de la clase dirigente de este país proporciona cierta satisfacción. Significa ser importante, contar. La indiferencia condena. La mediocridad destruye —y Elio consideraba que era cualquier cosa excepto un hombre mediocre. Pero ni siquiera en los temidos, por vitriólicos, artículos de La Repubblica era mencionado alguna vez el nombre de Elio Fioravanti.

En el Bar de las Musas, precedió a Buonocore hasta la mesa de la esquina, caldeada por un tenue rayo de sol. Gigantescas gaviotas volaban, entre chillidos, por encima de los árboles. Elio odiaba el ronco reclamo de las gaviotas —desesperado, casi humano—. Siempre tenía la impresión de que querían decirle algo y de que no se trataba de ningún cumplido. Esa proliferación de gaviotas en una ciudad carente de mar le parecía un absurdo inexplicable. Pero tal vez fuera un signo de los tiempos: las gaviotas son parásitos y viven de la basura. Roma las había acogido. Roma acoge a todo el mundo. Y no perdona a nadie. Dando sorbos al segundo café solo y sin azúcar del día, hojeó frenéticamente el mazo. Il Sole 24 Ore, La Stampa, Il Messaggero, Il Giornale, l’Unith —luego también Il Giorno, La Nazione, L’Unione Sarda. ¿Resultado? Una mención. En tercera página, en el Tempo, se reproducían algunas indiscreciones referentes a su posible candidatura para el Ministerio del Interior en caso de victoria de la coalición. Indiscreciones que habían sido filtradas por él mismo a un periodista amigo suyo, pero carentes de fundamento por completo, por lo que no le proporcionaron ninguna satisfacción. Se sintió abandonado. Decadente. Solo.

Buonocore se rascaba distraídamente los testículos, inspeccionando de forma febril con la mirada el jardincito donde, no obstante, a esas horas, sólo se paseaba un pensionista en silla de ruedas, que empujaba con desgana su cuidadora eslava. Maleza, ortigas, jeringuillas, columpios oxidados —la decadencia de todas las cosas—. Elio se dio cuenta de que esta mañana el policía no se había afeitado: la perilla estaba rodeada por una erizada pelusa oscura. Observándolo con atención, a pesar del uniforme reglamentario, tenía un aspecto insólitamente descuidado. Ojeras de oso panda y una tez malsana. Las manos le temblaban. ¿Qué clase de preocupaciones podría tener un sencillo policía? Teniendo en cuenta que la suya era terriblemente complicada y estresante, Elio envidiaba la vida sencilla de los humildes. Envidiaba la vida sencilla de su ángel de la guarda —todo se reducía a casa y trabajo, la encarnación más convincente de la trinidad Dios, Estado y Familia, en cuya representación él mismo se había hecho elegir en el Parlamento. Un trabajo seguro y moralmente noble, al servicio del Estado; una hermosa mujer, dos niños: ¿qué más se puede desear?

Elio conocía al hijo pequeño de Buonocore —al que, como tenía la misma edad de Camilla, había hecho que matriculara en la misma guardería, de manera que el policía lo acompañara cuando entraba de servicio—. Había sido él mismo quien había intercedido ante las quisquillosas monjas del instituto para que aceptaran al hijo de su jefe de escolta. En las fiestas del colegio, le había echado el ojo a la esposa —una rubia ágil y hermosa, con unos ojos negros que brillaban como la obsidiana y una sonrisa contagiosa—. Se parecía vagamente a Lorena. Pero era más experimentada, más misteriosa. Le había hablado una sola vez, en el aseo de señoras —casi a escondidas, porque era consciente de estar cometiendo una acción deplorable—. No se acordaba de cómo —tras una conversación fulminante— había conseguido darle su tarjeta, y añadir a lápiz su número privado de móvil. Llámeme, si necesita usted algo, lo que sea, le había dicho. La rubia esposa de Buonocore le había sonreído maliciosamente —y él supo que lo había entendido.

Ahora, al mirar a su ángel de la guarda, se avergonzaba de la tarjeta y de la proposición. Sentía respeto por él. Se sintió aliviado por el pensamiento de que, aun cuando fuera deprimente, la mujer todavía no lo había llamado. Buonocore se colocaba bien el auricular en el pabellón de la oreja, se mordisqueaba las pieles de las uñas, observando con mirada torva a un pájaro que picoteaba una miga en la mesa de al lado. Hacía algún tiempo que le había dado a entender que tenía problemas con su mujer. Pero por aquel entonces Elio tenía demasiadas preocupaciones como para profundizar en las de su jefe de escolta. Además, era fundamental guardar las distancias apropiadas. Ahora, no obstante, le gustaría preguntarle si había solucionado ya esos problemas, si podía hacer algo por él; era un buen hombre, y sin duda alguna el mejor entre todos los que —arribistas y canallas— tenía a su alrededor. «Tómese un café conmigo», le dijo, invitándolo a que se sentara. De repente, sentía la urgencia de no pensar en la voz metálica de Elsa Benelli —el presidente está reunido—, en la ausencia de menciones en los periódicos, en la misteriosa indiferencia que como una telaraña envolvía el nombre del honorable Fioravanti. No pensar en que el presidente quería dejarlo caer.

Buonocore intercambió una rápida mirada con los tres agentes del coche de apoyo, y se sentó frente a él, sin abandonar, de todas maneras, la actitud vigilante y alerta que lo hacía tan valioso a sus ojos. Elio veía a este policía día sí, día no, desde hacía años. Buonocore había viajado con él a Bruselas, a París, a Ansedonia. Lo había acompañado al Parlamento, a los tribunales, a la playa e incluso al hospital, mientras el andrólogo le metía un tubito por el pene y le deshacían un tapón uretral. Pensándolo bien, era la persona que mejor lo conocía —que conocía sus desplazamientos, sus citas, sus compromisos, sus secretos, sus mentiras—. Y nunca se había aprovechado de ello. Siempre silencioso, siempre correcto, de una discreción ejemplar. Un auténtico ángel de la guarda. Él, en cambio, nada sabía de Buonocore. Nada de su vida privada. Nada de sus pasiones —de sus problemas—. «Menuda cara tienes esta mañana. ¿Qué, anoche hiciste el crápula o qué?», le espetó, cordialmente. Antonio le contestó que cuando llegaba el viernes se ponía de los nervios. Porque después del viernes viene el sábado, y el fin de semana la verdad es que lo mata, total, ahora ya no tiene nada que hacer. El domingo es el peor día, como el 15 de agosto y Navidad. Por suerte, este domingo trabaja con el honorable. Luego se metió furtivamente una pastilla en la boca y se terminó el café de un trago. «El domingo un padre de familia tiene que pasarlo con la familia, el Ministerio tendría que ponerle ese turno a algún soltero», comentó Elio. «A estas alturas, yo me alegro cuando me tocan los días festivos, porque ya no tengo a mis hijos conmigo. Me hacen tanta falta como el aire bajo el agua. Me siento inútil —acabado, sin ellos», dijo Buonocore, tétrico. Pero Elio no captó la alusión, porque había sido momentáneamente distraído por una chica joven de tez rosácea como la pulpa de una ciruela que, sentada en un maxiscooter metalizado, buscaba aparcamiento cerca del bar.

«¿Qué tal está su guapa esposa?», preguntó luego, aunque sólo fuera para que la conversación no decayera. «Oh, ella está bien», respondió Antonio, fingiendo ignorar lo absurda que era aquella pregunta después de una afirmación tan grave y dolorosa para él. «¿Qué tal los niños? ¿Y Kevin? ¿Cómo tiene el ojo? ¿Sigue teniendo ese problema?». «Sí ¿pero va mejorando?». La cara absorta de Antonio —oscura, bronceada gracias a una crema formidable— no dejaba mostrar ninguna emoción. Nunca hubiera podido imaginarse Elio que su ángel de la guarda no hablaba con su hijo desde hacía casi dos años, y que no tenía la más mínima idea de que tuviera un problema en un ojo. De haber sido por él, Kevin podía haberse quedado ciego.

La benévola familiaridad del honorable había cogido a Antonio por sorpresa. Desde hacía años, lo seguía como una sombra. Era su sombra. Y Fioravanti nunca se había mostrado agradecido por su celo. Ni siquiera parecía darse cuenta de que, en caso de que le pegaran un tiro, sería Antonio quien se llevaría la bala destinada a él, que saltaría sobre la bomba misma que, por él, moriría. Se había limitado a cubrirlo de regalos en las fiestas de guardar. Regalos para Emma, para los niños. Pero Antonio, esos regalos anónimos, acompañados de una tarjeta de visita tachada con un garabato, sin una palabra de su puño y letra siquiera, no los valoraba: porque pensaba que siempre que alguien te regala algo es que quiere comprarte, y su amistad había que ir ganándosela día a día, y con dinero nunca podría comprarse. Al principio había vivido como una humillación que no se merecía su traslado al servicio de escolta —él, que había nacido para la vida dura de las patrullas y las calles, transformado en el criado de un poderoso, siempre a tiro, con ese aparato infernal metido en el pabellón auditivo, y el chaleco antibalas que en verano te mata de calor, como una coraza—. Al principio detestaba a la «personalidad» a la que había sido asignado, ese abogado frívolo y mundano que siempre estaba dispuesto a contar chistes, a canturrear «Vencer, vencer, vencer»[2], y siempre de buen humor. Pero luego, con el tiempo, el abogado astuto y enredado en mil trapicheos, rodeado de mujeres de costumbres discutibles, turbios canallas y sedicentes banqueros; con el tiempo, ese hombre tan distinto de él, inmoral, mentiroso, superficial, tan descaradamente feliz, había llegado hasta a parecerle simpático y, es más, le habría gustado ser como él. Y habría deseado gustarle de verdad, no que le considerara simplemente como ese cuerpo que detendrá su bala, y el brazo que empuña la metralleta que lo salvará. Y comoquiera que todos estimamos a quien nos ignora y nos desprecia, Antonio incluso había llegado a desear la bomba y el atentado, para ganarse con su heroísmo, en el campo de batalla, el aprecio, el reconocimiento —o, por lo menos, la consideración, por parte de Fioravanti, de que él también era un ser humano—. Y hoy que, por fin, en el Bar de las Musas, el honorable Fioravanti se daba cuenta —aunque fuera superficialmente— de la realidad de su existencia, la cosa no le proporcionaba ninguna satisfacción. Ya nada tenía ninguna importancia para él. El mundo se le estaba escabullendo, se le escapaba, se desintegraba, y Antonio no era capaz de retenerlo.

Luego tuvo una iluminación, la esperanza de que el honorable, con todas sus relaciones y los jueces corruptos o corruptibles a los que frecuentaba, podría ayudarlo y empezó una letanía respecto a las posibilidades que hoy en día tiene un padre separado de obtener la custodia de sus hijos, prácticamente ninguna, en este país retrógrado asido a la figura de la madre. Mientras que, por el contrario, las mujeres ya no son como las de antes. Esta sociedad nuestra se está autofiniquitando, no tiene futuro, porque todos persiguen una felicidad egoísta, inmediata, estéril; y es necesario poner un tope, incluso legal, a este deterioro. Pero el honorable no era capaz de escuchar a los demás, porque se ocupaba únicamente de sí mismo, y miraba sin recato el reloj, y ya era hora de marcharse: antes de desgastarse los zapatos entre los puestos del mercado —dijo exactamente eso—, todavía tenía que hacer algo.

Quiso que lo dejaran delante de Sant’Agostino. Antonio casi tuvo que perseguirlo mientras subía con pasos rápidos por la empinada escalinata blanca. Había una refugiada postrada en el suelo, atravesada en la entrada, obstruyéndola con los pies y con un fardo pringoso en el que dormitaba una criatura raquítica y legañosa —tal vez su hijo, tal vez no—. SOI UNA POBRE DE SARAJEVO TENGO CINCO IJOS ESTOI SIN TRABAJO ALLUDENME. Elio le puso en el regazo un billete de diez mil, que la refugiada hizo desaparecer entre las enaguas, dedicándole una sonrisa. La primera sonrisa que el mundo hostil le había deparado hoy al honorable. «Que Dios te bendiga», le dijo. Y que me bendiga a mí también. Vio de soslayo que alguien había pintado con pintura de color negro la fachada de travertino. Una esvástica acompañaba el lema: HE TENIDO UN SUEÑO. El soñador había firmado incluso: HORDA DE BÁRBAROS. Le gustaría comprender a los jóvenes de hoy en día. Porque él, de joven, también sentía poco respeto hacia los símbolos del poder, pero nunca se le habría ocurrido profanar una iglesia. Empujó el portón. Sant’Agostino estaba desierta. Las monumentales iglesias de Roma, siempre desiertas —excepto para bodas y funerales—, le recordaban las tumbas etruscas y los templos griegos, un testimonio magnífico e inerte de civilizaciones ya desaparecidas. Y esta decadencia, este desamor, la soledad de los frescos y de los altares, de los pórfidos y de los coros, lo entristecía, pero no sabía cómo ponerle remedio.

El honorable se persignó e hizo una genuflexión contemplando el altar —y también los policías, que lo seguían, lo imitaron—. Antonio no había entrado nunca en Sant’Agostino. La altura del techo lo impresionó. Igual que el cielo azul, punteado de estrellas, que brillaba en la nave derecha. Había oscuros lienzos colgados en la capillas laterales, y amplios y oscuros bancos a lo largo de la nave principal. Había columnas, mármoles valiosos y estatuas por todas partes. Lo intimidaron y le recordaron que no había vuelto a ver al cura de la comunión de Valentina, a quien al principio de todo este caos tanto había visitado para hablar del sentido de la vida con alguien que estuviera en contacto con Dios, y que a lo mejor podría decirle el secreto para volver a poner las cosas en su sitio. Esa iglesia —la parroquia de la suegra— era muy distinta, de todas maneras. De cemento armado, construida en los años ochenta, completamente desprovista de decoración: las hileras de bancos hechas con asientos que habían sido pegados unos a otros, robados en un cine de la periferia que llevaba ya un tiempo cerrado. No había ni altares ni cuadros: las paredes estaban desnudas. Sólo en el ábside había un fresco pintado por un moderno artista desconocido: en el cielo azul flotaba una mujer vestida de blanco, que parecía volar. En esa iglesia, cuyo nombre Antonio ni siquiera recordaba, y que le gustaba, había mucha luz, mientras que Sant’Agostino era oscura, e infundía una especie de temor. El agente Romeo controlaba la entrada, y él había perdido de vista al honorable. Si hubieran estado en la calle, eso habría sido una imperdonable ligereza. Lo buscó, internándose en la nave. Sus estridentes zapatos de charol crujieron en el suelo de mármol. Superó cardenales, crucifijos y tumbas de familias patricias. Ignoró a santos y a profetas, Isaías y San Guillermo, Santa Catalina y San Jerónimo, San Esteban y Santo Tomás, Santa Mónica, la Virgen de las Rosas y hasta Dios Padre. Rodeó el altar barroco. Ni rastro del hombre al que jamás debería haber perdido de vista. En un mueble pequeño de hierro forjado brillaban dos velas. Luego, en la densa penumbra, lo descubrió. El honorable se había arrodillado en una incómoda balaustrada de mármol, frente a la primera capilla de la nave izquierda. Contemplaba absorto una tela oscura, que ocupaba por completo el altar.

Antonio apartó la mirada. Lo incomodaba espiar la intimidad de ese hombre que no tenía intimidad y que no podía ocultarle nada. Y no hay nada más íntimo que una plegaria. Dado que en la iglesia no había nadie, y que nadie atentaba contra la vida del abogado, se encaminó hacia el pequeño quiosco de las postales, iluminado por un foco. Rodeó el soporte, pero sin prestar atención a las imágenes que se vendían. No le atraían las cosas viejas. Le despertaban un sentimiento de tristeza. Fioravanti contemplaba algo blanco, vívido, en la oscuridad. Luego metió una moneda en la ranura de una caja y el cuadro se iluminó de repente. Entonces hundió la cabeza entre sus manos y empezó a susurrar. Antonio se preguntó qué era lo que podría pedirle a Dios un hombre como el honorable Fioravanti, quien lo había obtenido todo en esta vida. Dinero, salud, éxito, dos esposas, varias amantes, la última de las cuales tan bien dotada que era capaz de levantársela a un muerto; dos hijos, fama, poder, y también una casa estupenda —una villa completa, estilo liberty, en la calle de Mangili, tres pisos que daban a una zona verde, con un jardín privado, naranjos y magnolias—. Antonio sí que tendría que rezar. Él sí que tenía peticiones de sobra. Pero Dios no lo escucharía porque a esas alturas su corazón estaba lleno de odio, mientras que Dios es amor y perdón.

Le entró la curiosidad de descubrir delante de qué imagen sagrada el muy mundano honorable Fioravanti se había postrado, y se acercó unos pasos —las suelas chirriaron lamentablemente—. A la desnuda luz de la lamparilla, el pelo rizado y entrecano del abogado difundía una luz plateada, como si estuviera mojado por unas gotas de lluvia. En la esquina derecha de la tela, como si saliera de su casa, y grande como si fuera de verdad, había una mujer morena con un chiquillo en brazos. Estaba descalza. Delante de ella, había un hombre de mediana edad arrodillado —casi en la misma postura en que se había arrodillado el honorable. Probablemente, esa mujer era María, y el crío desnudo, Jesús. Pero no había nada sagrado en esa imagen. Todo lo contrario, era muy familiar. Algo que reconoció con lacerante nostalgia. Era una mujer, con un niño. La mujer era morena, orgullosa y sencilla, como, como, como… El niño tenía tres años, tal vez cuatro. Podía ser Kevin, o por lo menos el Kevin del que Antonio guardaba memoria, antes de que ella se lo llevara. Antes de que destruyera su vida, transformando al agente especial en un lacayo; a sus dos niños, en dos extraños. Le entró un deseo terrible de ver a ambos. A Emma, y también a Kevin. Cómo había sido posible perderlos. Si por lo menos hubiera habido un auténtico motivo. Entonces tal vez habría sido posible olvidar. Pero así no, así cada día el dolor se renueva. Y el tiempo, en vez de cicatrizar la herida, hacía que se gangrenara.

El día del nacimiento de Kevin, lo había dicho y todavía lo seguía diciendo, fue el más hermoso de mi vida. Un varoncito de tres kilos, amoratado, en brazos de Emma. Y ella se lo había entregado, sonriendo, agradecida. Él había cogido en sus brazos a ese ser tan completamente nuevo que ni siquiera tenía nombre, que estaba durmiendo y, tal vez, soñando. Se había preguntado con ternura con qué sueña un recién nacido: tal vez con la vida antes de la vida, como él soñaba con la que vendría tras la muerte. Mi hijo. Mi hijo, que se llamará Kevin y que algún día se parecerá a mí. Y le enseñaré a nadar, y a jugar a pelota, a ser justo y a defenderse. Kevin no lo sabía, pero había sido fabricado para salvarlos. Porque su matrimonio se había acabado, y habían intentado darle nueva vida con él y mediante él. Pero no habían ido así las cosas. Kevin se había transformado en algo distinto: con sus pretensiones, sus exigencias, era diferente de cómo lo había soñado, era un extraño, no había cambiado a Emma, no había tomado partido por él y en contra de ella, era únicamente otro enemigo contra el que luchar, lo había decepcionado y también aquel hilo se había roto. Y ahora ya no conocía ni su cara, ni su voz. Nunca los tendría de nuevo con él. Los había perdido. Y no había nada que pudiera hacer para que ella diera marcha atrás. La luz se apagó y la mujer morena que tenía a Kevin en brazos se sumió de nuevo en las sombras. Y ahora ya no había más que oscuridad. Y una única cosa por hacer.

La tela era una pizarra, tan sólo la carne diáfana del niño y el rostro cansado de su madre clareaban sobre la negrura. Elio levantó la cabeza. Distinguió a su jefe de escolta, inoportuno —clavado junto a la balaustrada—. Se levantó deprisa, arrepentido de haberse dejado sorprender en un momento de debilidad. Se sacudió los pantalones, se quitó la caspa que moteaba su jersey, se dio la vuelta y se encaminó hacia la salida. «¡Honorable!», lo llamó Antonio, poniéndose a su lado. Su voz se volvió eco en el silencio rarefacto de la iglesia. «Tengo que pedirle un favor. Tengo que dejar el servicio a las dos». Era una petición completamente inaudita. «Bueno…», dudó Elio, preguntándose dónde demonios iba a estar a las dos, «no es a mí a quien tiene que pedirle permiso, sino al ministerio —para que puedan enviar un sustituto». «Lo sé», insistió Antonio deprisa, porque no tenía tiempo para más explicaciones, porque de repente lo tenía todo muy claro, «lo sé, es que se lo estoy pidiendo como un favor personal».

Elio se dio la vuelta por última vez hacia la Virgen de los Peregrinos —la Virgen más convincente que había visto en toda su carrera de pecador, y la única que veneraba—. El pecador Caravaggio había sabido hacer de una simple romana, de una modelo cualquiera, también ella una pecadora, la madre del Redentor —y esto el pueblo siempre se lo ha agradecido, y siempre la ha venerado—. Porque si esa mujer, a la que podríamos amar, si ese niño, que podría ser nuestro hijo, son el instrumento de la salvación de Dios, también nosotros podremos ser salvados. Mudo, le rogó una vez más que lo protegiera, que le hiciera ganar las elecciones, que no lo dejara caer del corazón del presidente —no porque eso tuviera una gran importancia para la marcha de las cosas humanas, sino porque la tenía únicamente para Maja y para Camilla, y porque sus mujeres eran inocentes del mal cometido, y no se merecían pagar en su lugar.

«Se trata de mi familia», dijo Antonio. «Es muy importante». Elio intentó recordar qué era lo que tenía que hacer por la tarde. Le parecía que tenía que dar una batida por los barrios de la Casilina. Territorio hostil. Eran altamente probables encerronas y protestas por parte de grupúsculos verdes y rojos. No, los agentes del coche de apoyo no eran suficientes. No podía prescindir de su ángel de la guarda. «Otra vez será, Buonocore, hoy le necesito de verdad». Antonio acusó el rechazo —neto y decidido— pero no se rindió. «Es el último favor que le pido». «¡El último favor!», se rió Elio, poniéndole con familiaridad una mano sobre su hombro. «Es el primero, me parece». Antonio abrió el portón y mientras era envestido por la blanca luz del día le volvió a repetir, serio, sin mirarlo, que se trataba del último, de verdad.