En el autobús iban apretujados como sardinas en lata. No había forma de sentarse. Valentina se deslizó por entre los tubos de la máquina de validar, encajó la bolsa contra la ventanilla y encendió el walkman. Con voz sepulcral, Brian Warner, de nombre artístico Marilyn Manson, gritó COUNT TO SIX AND DIE, superó la potente pared de sonidos de la guitarra eléctrica y de la batería, y la transportó a otro lugar. A un mundo de irreverencia y libertad en el que no existían periferias desconsoladamente alejadas del centro ni autobuses extremadamente llenos, ni viejos cascarrabias ni viejas babosas armadas con contundentes carritos de la compra. Cuerpos desgastados de los que, como ocurría también con los igualmente desgastados asientos, ventanillas y pasamanos, se desprendía un hedor intenso, un inquietante olor a putrefacción animal. Y tampoco existían ni mamá, con su pelo descolorido y recogido en la nuca y un rizo provocador que le baila junto a la boca roja como una cereza, ni Kevin que pregunta: «Mamá, ¿qué es la glándula pineal?», la primera de las muchas preguntas con las que todo el día afligirá a quien tenga más cerca. Un mundo en el que ni siquiera existía Roma. COUNT TO SIX AND DIE.
Emma se debatía en medio de una bandada de estudiantes de secundaria, afectados por una forma de acné que los afeaba, dando codazos para hacerle un sitio a Kevin: lo sujetaba levantándolo por las solapas del chubasquero porque, al ser un taponcito, no conseguía respirar entre todas aquellas piernas hostiles. «¿Qué es la glándula pineal? ¿Qué son las feromonas?», insistía Kevin, levantando su jeta al aire. «Mamá, ¿has visto alguna vez una mofeta?». Los pasajeros estaban pegados los unos a los otros, sus cuerpos chocaban y se encajaban —nalgas y manos, codos y cabellos, pezones y omóplatos—; contactos cercanos, obscenos intercambios de fluidos, efluvios, alientos. Valentina odiaba el autobús. Antes no era así: iba al colegio a pie. Se paraba para comprar una ración de pizza en una tienda de la calle del Esquilmo y luego llamaba por el telefonillo a su compañera de pupitre Sharon e iban caminando juntas hasta el aula. Ahora se veía obligada a esta melé de rugby, cada mañana. La responsable de todo esto, sin preocuparse por los empujones y el barullo, sin preocuparse por las provocaciones de Marilyn Manson, seguía moviendo los labios —le estaba hablando—. Valentina no podía oírla, debido a Marilyn Manson, aunque, total, ya sabía lo que le estaba diciendo: que si había estudiado la lección, hoy tenía un examen de ciencias, ¿verdad? Mamá creía que a ella le importaba algo —que estuviera contenta con su interés por ella—. Pero siempre le preguntaba las mismas cosas, el colegio, los profesores, los exámenes, cosas que no tenían la menor importancia. El colegio le iba bien, o por lo menos había ido bien hasta hacía cierto tiempo: era todo lo demás lo que no iba bien —pero de eso no se hablaba. «Claro que sí», respondió con desgana, moviendo la cabeza al ritmo de la canción, «qué coñazo, no me rayes más, he estudiado, estoy al loro».
«¡Apaga ese maldito trasto!», gritó Emma, pero las puertas del autobús se abrieron y en la tercera parada de la calle de Torrevecchia se subió un tropel de personas enfurecidas por la larga espera. «Somos la vergüenza de Europa. ¿Adónde va a parar nuestro dinero?», imprecó una palurda, tal vez una empleada del hogar, antes de que el autobús se pusiera en marcha. «Italia da asco», intervino un pensionista inválido, exasperado, «tiene mucha razón ése que ha dicho que Italia es un país pobre habitado por ricos. Tenemos infraestructuras y servicios tercermundistas, pero más bancos, coches y teléfonos que los suecos». Emma pensó que en Roma sólo utilizan los transportes públicos los pensionistas, los extranjeros y los estudiantes —en definitiva, los pobres—, y que ella tenía que remediar esa situación cuanto antes. «Ayer por la mañana tenía que coger el metro en Termini», añadió otro pasajero, «en el andén estábamos apretados como sardinas, daba miedo, cuando pasó el metro estaba tan lleno que no se podía subir y, en un momento dado, el altavoz suelta: Se invita a los señores pasajeros a que utilicen los transportes de superficie debido al intenso tráfico de la línea A, ¿comprendes?, como si los buses de ahí arriba fueran vacíos, que los pagamos con nuestros impuestos, digo yo». «Ya me gustaría a mí pagar impuestos», le dijo Emma, dirigiéndole una sonrisa indulgente, «quien paga, gana». «Hermosa señora», le dijo con un guiño el pasajero, como haciéndole una confesión, «qué ingenua es usted: quien gana, no paga; precisamente éste es el drama de Italia». Emma continuó sonriéndole, divertida. Abandonándose al ritmo ocultamente mágico del autobús y de la gran ciudad que rebullía a su alrededor, inmersa en el placer primordial de la pertenencia, se dejó colmar por una sensación casi mística de comunión con las cosas de Roma, con los miembros de su especie y sus conciudadanos.
A Valentina le molestaba que mamá se pusiera a charlar con desconocidos. El pasajero intentó sortear a Kevin, pisándole los pies, pero una nueva riada de gente lo arrancó de mamá, separándolos. Mamá, en cambio, se vio empujada hacia ella. Estrujada en una chaquetilla de piel, fuera de lugar estando en mayo, y desafortunadamente perfumada de incienso. De incienso, porque por las mañanas, durante las abluciones, que además se desarrollaban en común, porque en casa de la abuela había un único cuarto de baño y los tres salían a la misma hora, mamá encendía un bastoncillo aromático. Para estimular la producción de la serotonina, decía. La molécula que nos hace felices, o algo parecido. «¿A qué hora es el partido?», gritó Emma, para imponerse a Brian Warner, provisto por otro lado de una voz potente y segura, a pesar de las críticas injustas de los curas y de los críticos musicales, que lo acusan de ser un pelele fabricado por las multinacionales del disco. «¡A las cinco y media!», gritó Valentina. Emma se mordió los labios y movió la cabeza. Dejaba que el bastoncillo de incienso se consumiera en el borde del lavabo, mientras se echaba un poco de agua por encima. Lo encendía para borrar de su piel el olor a abuela —que no era bueno—, pero mamá se inventaba esa chorrada de la serotonina, con tal de no decir la verdad. Era una mentirosa sin pudor. De pronto, Marilyn Manson se calló. Mamá había pulsado la tecla de STOP «Te acuerdas de que tienes que ir a recoger a Kevin, ¿no?». Valentina la ignoró y pulsó de nuevo PLAY. Empezaba Valentine’s Day. Su canción predilecta —tal vez fuera por el nombre, que también era el suyo—. No entendía de qué hablaba, aunque el inglés se le daba bien, pero seguro que se trataba de una chica. En el Palacio de Hielo de Marino, en el concierto de febrero, Marilyn Manson la cantó vestido de papa, detrás de un reclinatorio adornado con una cabeza cortada a cada lado. VALENTINE’S DAY. ¿El día de Valentina? Mi día. ¿Por qué no? Mientras que para mamá, Kevin, Kevin, era su único pensamiento. Que la buena hija mayor pasara a recoger a su hermano a la salida de la escuela y lo llevara a casa de la abuela. Que en esas tres horas esa buena hija tuviera que cruzar dos veces Roma de una punta a otra, eso le importaba un rábano. Con tal de que pasara a recoger a la mofeta. «Flies are waiting / in the shadow / of the valley of Death», le cantó en plena cara, asintiendo. Total, ya estaba de acuerdo con Kevin —rebautizado por ella como la mofeta debido a sus malos olores nocturnos, que secretaba exactamente igual que ese pequeño mamífero carnívoro cuando está alarmado.
Hace unos meses, habían sellado un pacto secreto. Valentina le pasaba algún billete de mil liras para que se los gastara en las máquinas de videojuegos y Kevin no le contaba a su madre que algunos días Vale hacía que volviera él solo. Hoy era uno de esos días. Lo subiría al metro en la estación de Flaminio y Kevin se bajaría en la última parada —Battistini, tienes que coger el metro en dirección a Battistini, no a Anagnina, ¿te acordarás?—, luego se subiría al 916; total, la parada quedaba cerca de la salida del metro, y se bajaría bajo su bloque —total, hasta casa de la abuela había menos de cien metros, y luego tenía que ir todo recto hasta que la calle se terminaba—; en resumen, que a casa de la abuela volvería él solito. No es tan complicado, un niño a los siete años de edad hace ya tiempo que sabe leer. Y, además, mamá dice que los niños sin padre crecen más deprisa. También el profe dice que Valentina Buonocore es una chiquilla muy madura para su edad. Y de hecho algunas veces ella se siente más vieja que su madre. Cuando mamá es impulsiva e ingenua, ella es sabia y prudente; cuando mamá es expansiva, ella es reservada; cuando mamá es turbulenta y vivaz, ella es silenciosa, seria y reflexiva. A veces Valentina tiene la impresión de que es la madre de su propia madre. En cualquier caso, hoy Kevin va a volver solo. Total, mamá no se va a enterar, ya lo ha hecho y Kevin ha guardado el secreto. La mofeta es lunática, pero leal y, entre una cosa y otra, ella está contenta de no haber sido hija única. «Flies are waiting / in the shadow / of the valley of Death», cantó, en un volumen demasiado alto, de modo que todos los pasajeros se volvieron. «Some of us, are really born to die».
Emma intentó abrir la ventanilla, pero estaba bloqueada. Sólo logró entrever una larga columna dé vehículos y camiones paralizados a lo largo de la Boccea. El autobús avanzaba con una lentitud descorazonadora. En veinte minutos, habían superado apenas dos semáforos. Todo este tiempo desperdiciado. La vida que se escapa de esta manera —una colección inconexa de momentos que no significan nada—. Pero en cuanto reuniera dinero, llevaría a arreglar la moto, y esta tortura habría terminado. En moto, tardaba media hora en llevar a Kevin a la escuela. Al cachorro le gustaba la moto. Encaramado en el sillín, la agarraba con una fuerza desmesurada, como si quisiera fundirse con ella, frotando boca, nariz y casco sobre su espalda. «¿Por qué tienes que ir a trabajar?», empezó. «¿Por qué tengo que ir a la escuela? ¿Por qué Navidad es una sola vez al año?». «Así que no vienes al partido», constató Valentina con un tono de reproche. «No puedo, Valentina», suspiró Emma, «hoy tengo que ir a casa del general. Lo siento». «Bueno», comentó Valentina, encogiéndose de hombros, «no importa, juego mejor cuando tú no vienes». Un mundo sin autobuses, sin Roma, sin mamá —un mundo de música—. SWEET DREAMS ARE MADE OF THIS.
Emma sonrió, intentando ocultar su ofensa. Unos años atrás, Valentina no le habría dicho una frase parecida. Unos años atrás, Valentina ni siquiera habría ido al partido sin ella. Pero ahora tenía ya catorce años. Era casi tan alta como ella y se consideraba mayor. A esas alturas, lo que ella hiciera Valentina lo interpretaba como un error, un desaire o algo peor. Se peleaban por cualquier tontería. Valentina sabía que era muy impertinente. Emma tenía miedo de haberla perdido, pero no sabía cómo recuperarla. Todas las calles que llevaban hasta su hija parecían cortadas. La estrepitosa música que brotaba de los auriculares de su walkman la mantenía a distancia.
El autobús frenó bruscamente, y Emma cayó encima de Valentina. Incienso. Litros y más litros de Roberto Cavalli. Y los labios perfilados con el carmín de color cereza. Y las uñas pintadas con un rosa violáceo, moteado con puntitos transparentes. Y la falda ceñida y las botas. Se ha puesto guapa. En mi opinión, ni por asomo va a casa del general esta tarde. Se ve con su amante. ¿Quién será, esta vez? Papá tenía razón. Y ella se nos llevó de allí. Qué puta.
«Mañana voy a llevaros a Castelfusano», dijo Emma, sacándole el auricular. «Las previsiones dan asco, no podremos tomar el sol y tampoco vamos a bañarnos, pero no va a llover, comeremos en las dunas y luego echaremos una carrera por la playa». «¡Jo, cómo me mola!», gritó Valentina. «No, yo mañana voy con el equipo al partido del ROMA VOLLEY». «Ven a Ostia con nosotros», insistió Emma. «Te prometo que te traeré a casa a tiempo». «¡No prometas, coño!», estalló Valentina, «que luego no lo cumples nunca». La última vez que le había hecho caso, se había perdido el partido. Había sido el sábado de Pascua. El profe de lengua había organizado una visita voluntaria a las excavaciones de Ostia Antica. De Tercero B tenían que venir cinco, entre ellos, las chinas y la marroquí, a las que el profe intentaba de todas las maneras posibles implicar en las actividades de la escuela, porque tenía la manía de que había que ayudar a integrarse a los alumnos extranjeros, quienes en cambio no piensan para nada en integrarse y nunca hablan con nadie. De hecho, al final sólo se había presentado su compañera de pupitre, Sharon. Y entonces mamá, que la había acompañado hasta el punto de reunión con la mofeta pegada al culo, había dicho que el profesor era tan culto y que lo sabía todo sobre la antigua Roma, y que a ella aprender algo nuevo le serviría para poner en funcionamiento el lóbulo intelectual del cerebro que se le había oxidado. Por ello, si el profe no tenía nada en contra, ella se les uniría de buena gana.
El profe —un joven de buena familia, barbilampiño y con gafas redondas, que no parecía un profe, sino más bien un estudiante empollón— no tenía nada en contra o, por lo menos, no lo había dicho. Conducía un Peugeot que olía a menta, muy despacio, sin superar nunca el límite de velocidad, y mamá se mostraba contenta, como si estuvieran caminando por la luna en vez de ir a ver un montón de piedras: en un momento dado, incluso se había puesto a cantar. Cuando cantaba, desenfundaba una voz límpida y refinada que no se parecía ni por asomo a la suya. Desde hacía un tiempo los jueves iba a cantar al piano bar de un amigo suyo, por detrás de la plaza Navona. Gratis, o casi —pero mamá sostenía que ella sin música ya no quería vivir—. Mamá aseguraba que había sido cantante profesional, antes de que naciera, pero papá —cuando ella no podía oírlo— lo desmentía, explicaba que aquello era una fantasía suya, un deseo que nunca había hecho realidad. Era sólo una corista, de las que mueven el culo en el escenario, ligeras de ropa. En los tres o cuatro discos que había grabado sólo se oía su voz que suspiraba ah, oh, ah. Ésa era toda su brillante carrera. En fin, que tu madre era agradable a la vista, pero no valía nada, concluía papá. No fue porque nacieras tú por lo que dejó de cantar. A Valentina no podía importarle mucho que mamá hubiera sido o no cantante. Lo que era seguro era que mamá pensaba que lo había dejado por su culpa. Las renuncias que se hacen por los hijos, chorradas de ese tipo. Tampoco había querido ir nunca a escucharla al piano bar, porque la verdad es que habría preferido que su madre no fuera y se quedara en casa con ellos los jueves también.
Aquel sábado, entre las ruinas de Ostia Antica, el profe había hablado sobre cada una de las piedras y, en un momento dado, cuando todavía no estaban ni a mitad de la visita, mamá había dicho: Y ahora que ya nos hemos culturizado, ¿por qué no nos damos un paseo como ignorantes por Castelfusano? Valentina hubiera querido morirse de vergüenza. El profe se había quedado tan descolocado que ni tiempo había tenido de inventarse una excusa. Habían dejado el coche en las dunas y se habían ido a dar una vuelta por la playa y el profe se había puesto a construir un volcán para Kevin, y luego le había fabricado una pista para que corrieran las algas espinosas que tenían forma de patata, y había jugado con él y le había dejado ganar. La disponibilidad del profe respecto a las fantasías cretinas de su hermano la había trastornado. Era un hombre tan dulce. Todas sus compañeras de clase estaban enamoradas de él y tenían la esperanza de que la profesora titular no volviera de su baja por maternidad para reincorporarse a su plaza. Pero igualmente en junio ella haría los exámenes y, en cualquier caso, ya no lo tendría de profe. Lástima, porque un docente como ése ya no volvería a verlo nunca más. De todas maneras, el profe le había dicho que podía seguir escribiéndole y telefoneándole incluso cuando terminaran las clases. Pero los mayores lanzan sus mentiras con increíble soltura.
Luego se habían apiñado sobre la arena para tomar el aire. En un momento dado, mamá y el profe se habían puesto a hablar sobre la precariedad laboral, y a desentrañar los aspectos positivos de no saber si el próximo mes trabajarás o no. Mamá no veía ninguno, pero el profe, en cambio, sí, porque no conocer nuestro propio futuro en su opinión tiene algo que ver con la libertad, y mamá había señalado que él decía esas cosas porque era joven. El profe se había puesto colorado, porque era joven de verdad, y mamá se había puesto a hacer tonterías, y para divertirlo le había contado lo precarios que eran los trabajos que había conseguido en estos últimos años. Había trabajado en un bar, pero luego el propietario la había echado para contratar a una rumana a la que le pagaba menos. Había hecho de secretaria de un dentista, pero había durado poco digamos que por razones fiscales. Por las noches cuidaba de una vieja paralítica, pero más tarde ésta se había muerto, lo que de todas formas no le había disgustado porque era una cabrona que miraba a todo el mundo por encima del hombro, que la trataba fatal y la llamaba «mi criada». Luego se había dedicado a limpiar, cobrando en dinero negro, en el mismo edificio en el que lo había hecho su madre durante treinta años, pero esa gente le decía que su madre sí que sabía hacerlo, mientras que en su caso estaba claro que ése no era su oficio. Y ahora se ocupaba de un general de ochenta y cuatro años, él también en pésimas condiciones de salud, por desgracia, hasta el punto de que ella ya estaba preparada psicológicamente para acompañarlo al cementerio. En fin, que ya no tenía esperanzas de ser contratada por nadie, y esto era lo contrario de la libertad: era la cárcel. Valentina se avergonzaba de decirles a sus compañeras de clase que su madre les daba de comer y les cambiaba los pañales a viejos incontinentes y chochos, que hacía la limpieza en un edificio y que también cantaba los jueves en un piano bar, porque la expresión piano bar enseguida hace pensar en las strippers, en las mujeres que se van con cualquiera por dinero. Nunca se lo había dicho a nadie, y ahora mamá se lo soltaba tranquilamente al profe de lengua, y a ella le habría gustado que se la tragara la tierra.
Aquel sábado mamá había prometido estar de regreso en Roma a las siete de la tarde, y en vez de eso, a las siete de la tarde seguían en el porche de un establecimiento que estaba en la playa. Mamá había bebido demasiados daiquiris y se había puesto a divagar sobre la reencarnación, y le preguntaba al profe si él creía en la hipnosis regresiva, porque a ella, si no fuera porque costaba tanto dinero, le habría gustado someterse a una sesión de hipnosis para descubrir qué había sido en sus otras vidas. Esto tal vez explicara su karma actual, que parecía el castigo a un pasado maravilloso y que, a pesar de todo, ella no lograba recordar. El profe le sonreía bastante escéptico y decía que en su opinión el asunto no tenía ningún fundamento ni filosófico ni científico y que, de hecho, suelen practicarla charlatanes que se aprovechan de las inquietudes espirituales de la gente, y mamá decía que, aun así, ella quería encontrar respuestas acerca del sentido de la vida, y lamentaba no haberse topado nunca con nadie que tuviera la valentía de dárselas. Habían regresado a Roma tardísimo, y Valentina se había perdido el partido, y ésa había sido la última vez que se había fiado de su madre.
Semáforo en rojo. Emma encastrada entre la máquina de validar y sus piernas. «Si tú no vienes», la apremiaba, acariciándole las rodillas, «nosotros tampoco iremos a Castelfusano. Quiero que estemos un poco juntas, Valentina, ¿me comprendes?». «¡Qué coñazo!», respondió ella, obstinada, «yo mañana me voy con el equipo». Y para hacerle entender que la conversación había terminado, sacó el móvil y tecleó para ver sus mensajes pero nadie le había escrito.
Entonces escribió un sms a su amiga Miria. Mientras tecleaba —KDAMOS XA COMR?— notaba la mirada amargada de mamá traspasándole la nuca como una flecha envenenada. La puerta del autobús se abrió. Una explanada de asfalto envuelta en la última niebla matutina, casas trémulas como espejismos entre el humo de los tubos de escape de los coches. Las fachadas de las casas cubiertas de eccemas, de balcones y macetas. El camión de la basura que se zampa ruidosamente contenedores verdes, y los mantiene, por un momento, como un bocado, por encima de su boca abierta de par en par —y luego devora su contenido, y lo digiere en su vientre glotón. Semáforos verdes y carteles amarillos, autobuses maniobrando, autobuses inmóviles junto a las marquesinas. Taquillas automáticas que nunca funcionan. CIRCONVALLAZIONE CORNELIA. Final de línea.
Bajaron. Una riada de gente confluía sobre la acera y embocaba el túnel del metro. Se sumergieron ellos también. Al pasar por delante de las cestas que ofrecían el Metro, el periódico gratuito, los pasajeros agarraban un ejemplar. Emma no lo cogió. Mamá no leía nunca los periódicos. Decía que lo que ha ocurrido, ha ocurrido; y lo que no ha ocurrido, no ha ocurrido. De todas maneras, sólo hay malas noticias y gente asesinada. En los cálidos túneles, bajo tierra, ya era verano. Mamá se quitó la chaquetilla y se la colgó del hombro. Se había puesto el jersey de color amaranto, con un escote descarado. Mamá estaba a punto de cumplir los cuarenta años y, en opinión de Valentina, los aparentaba todos pero cuando la conoció, el profe le había dicho que parecía la hermana mayor de Valentina. Estúpidamente contenta y, no obstante, desconfiada por naturaleza, mamá le había preguntado si se lo decía a todas las mujeres a las que conocía, por pura galantería. Y el profe, estupefacto, había contestado que sí, en efecto. Mamá habría sido capaz de enamorarse del profe. Valentina no quería acabar siendo así, y de hecho los tíos no le molaban. En consecuencia, ella tampoco les molaba a los tíos o viceversa: resulta difícil decir cómo empieza una repulsa recíproca, y por qué. El hecho es que nunca había besado a ningún chico, y tampoco deseaba hacerlo. Los tíos son todos unos kpulls. Prefería a Brian Warner, de nombre artístico Marilyn Manson —del que nadie podría decir si era un tío, una tía o un demonio.
El metro llegó con una ráfaga de viento. En los laterales, y hasta en las ventanillas, alguien había grafiteado con pintura de colores un pueblo de hombres desgarbados, tristes, melancólicos. En la puerta del último vagón, un hombrecillo que era todo él una mata de pelo tenía en la mano un mando a distancia, dispuesto a pulsar la única tecla. ¡DA EL BOMBAZO!, decía el hombrecillo a cualquiera que lo mirase. ¡Da el bombazo!, dijo a Emma, Kevin y Valentina. Pero luego las puertas se abrieron y el hombrecillo desapareció. Saltaron al interior del vagón escurriéndose por entre los viajeros para alcanzar los sitios que quedaban al fondo. Madre e hija se sentaron la una frente a la otra. Emma cogió a Kevin en brazos, y se lo sentó sobre las rodillas. Le colocó bien las gafas que se le resbalaban por la nariz. Él la contempló, extasiado, con su único ojo —el otro estaba tapado con un vistoso esparadrapo que había sido blanco y que ahora estaba sucio y había adquirido un color grisáceo—. Emma ciñó su cintura con los brazos y le mordisqueó juguetonamente la oreja. Kevin se revolvió, riéndose. Le encantaba que ella le buscara las cosquillas.
«De uno a diez, ¿cuánto me quieres?», susurró Emma, soplándole en el cuello. «Si m-m-me haces la carne rebozada y las patatas fritas, un siete», respondió Kevin. «¿Y mañana?». «S-s-si no sales, nueve raspando». «¿Y pasado mañana?». «Si me compras las naik, un diez y matrícula». «Te estás convirtiendo en un tiburón de los negocios, renacuajo». «¿Qué es un tiburón de los negocios?». «Alguien que no me gusta». «Mamá, pues n-n-no quiero p-p-patatas fritas». «Mejor, así tampoco me las como yo», se rió Emma. «Pero ¿no estabas tomando las pastillas adelgazantes de la tía Debora?», se inmiscuyó Valentina. «Me parece que no funcionan», comentó Emma. «Claro que funcionan», dijo Valentina, «a lo mejor es que te está cambiando el metabolismo. En la tele han dicho que, cuando envejecen, las mujeres asimilan más las grasas». A Emma le habría gustado señalarle a su hija que no resulta nada amable ni tampoco apropiado decirle a una mujer de cuarenta años que está envejeciendo, pero no se lo dijo, porque Kevin reclamaba su atención, susurrándole al oído su firme y convencido propósito de no volver a comer. Luego explicó: «Si no v-v-vuelvo a comer, no me haré mayor». «Oh, no te hagas ilusiones, a lo mejor crecerás menos, pero de todas maneras vas a crecer», lo desmintió Emma, taciturna. «¿Y es posible no cr-cr-crecer?». «No, no es posible. La naturaleza tiene sus leyes». «Yo no quiero hacerme n-n-nunca mayor». «Pero ¿por qué?», dijo ella sin comprender. Kevin se lo pensó, luego añadió, preocupado: «Porque no quiero que te mueras».
«¿Qué quieres decir?», preguntó Emma, y luego se maldijo por haber soltado aquella frase, por la noche. «No lo pienses más, cachorrillo. Eso no pasará. Me haré viejísima, como la bruja, y tú me llevarás en brazos, como yo te llevo ahora a ti». No del todo tranquilo, Kevin se envolvió en la estola de plumas de ella y se puso a dibujar con el dedo sobre el cristal polvoriento, con una mueca de beatitud en los labios. Valentina cerró los ojos porque había algo, en esa tierna intimidad de mamá y Kevin, que la hería. Balanceó la cabeza —por un instante, sonrió—. Emma fue traspasada por una lacerante emoción. Su hija estaba cambiando. Cambiaban el color de su pelo, la expresión de su rostro, sus formas. Tal vez se le parecía. Tal vez sería mejor que ella. BALDO DEGLIUBALDI. VALLE AURELIA. Y así cada día, desde que la moto era un montón de chatarra en el mecánico. Eran los únicos momentos en que tenía a ambos a su lado —momentos preciosos y, pese a todo, inútiles—, enmudecidos por el estruendo del tren, aturdidos por el calor insalubre de los vagones, estrujados entre extraños, sin poder hablarse, sin escucharse, cercanos pero, en realidad, alejados, ausentes. En otra parte. Me estoy perdiendo sus momentos más bonitos. Y no volverán. Valentina, tan crecida y cambiada. Valentina, tan seria y sabia y hostil —de repente le pareció casi una adulta—, que escucha su canción y la juzga y la condena. Y, no obstante, no sabe nada acerca de mí.
«Lo he visto», dijo de pronto Valentina. «¿A quién?», preguntó Emma, asomándose por detrás del hombro de Kevin —¿qué estaba escribiendo en la ventanilla? K, E, V, su nombre. ¿Por qué los niños escriben sobre el polvo, la nieve o la arena? ¿Para quién? Valentina se quitó los auriculares y se echó hacia adelante. «Papá», dijo. «Ha venido hasta casa. ¿De qué habéis hablado?». «De nada», respondió Emma. No hemos hablado de nada. Ya no tenemos nada que decirnos.
Kevin acabó de escribir su nombre en el cristal y se abandonó complacido entre los brazos de Emma. Oh, qué maravillosos trayectos en el autobús y en el metro, y luego en otro autobús —interminables desplazamientos, interminable Roma, hermosa y lejana tras las ventanillas o por encima de su cabeza—, hundido entre las piernas de mamá, apretado y zarandeado sobre su pecho y contra ella, siempre agazapado y abrazado y salvado. Ojalá pudiera ser todo el día así —este ser transportado, este ir y venir, protegido y resguardado—, tan cerca, muy, muy unidos, nosotros dos. Un gitano dio inicio a su colecta pulsando furiosamente las teclas del acordeón. Tocó una cucaracha ruidosa, que los pasajeros acogieron con malhumor. «Es una verdadera invasión», ladró el hombre que se sujetaba a la barra horizontal, encajado entre asientos, cuyas rodillas rozaban peligrosamente la nuca de Emma, «pordioseros, tullidos, mendigos, Roma parece Calcuta; antes no era así, tendrían que echarlos a todos otra vez al mar y hundirlos a cañonazos». «¿Por qué no vuelves con él?», se atrevió Valentina, y por un instante tuvo la esperanza de que todo pudiera arreglarse, «¿por qué no le das otra oportunidad?». Emma reconoció las palabras de Antonio y se quedó callada, aturdida.
CIPRO-MUSEI VATICANI. Le quedaban todavía dos paradas para explicarle a su hija por qué no podía reconciliarse con Antonio. Dos paradas cinco minutos. Muy pocos. Mañana es sábado. Tendré todo el día para hablar con ella. Lo haré mañana. Permaneció callada, con las manos abandonadas sobre las delgadas rodillas de su hija mirando atentamente el anuncio del Teléfono Rosa que se balanceaba en un cartelito por detrás de la cabeza de Valentina. EL HILO QUE UNE A LAS MUJERES CONTRA LA VIOLENCIA, decía el eslogan. En el cartelito, el auricular del teléfono rosa estaba levantado. ESTAMOS AQUÍ PARA ESCUCHARTE - VEN. ¡Escucharte! Nunca había conocido a nadie que quisiera escuchar. Todo el mundo pasa de todo el mundo. Bla, bla, bla.
OTTAVIANO-SAN PIETRO. Subió una manada de turistas japoneses. El vagón regurgitaba. Los turistas matan. No ven a los romanos a los que aplastan, empujan, golpean; no establecen una relación entre ellos y Roma, excepto para hallar el perfil de alguna virgen en una dependienta. Sus piernas, cámaras fotográficas, paraguas y culos le ocultaron la desilusión de Valentina. El gitano del acordeón le colocó debajo de la nariz un vaso de cartón. Unas pocas monedas brillaban en el fondo. Emma ni siquiera lo vio y el gitano pasó de largo, disgustado. Ha llegado el momento de explicárselo todo. Ya es lo bastante mayor. Tal vez consiga perdonarme. Tal vez. Ojalá fuera ya mañana. LEPANTO.
Emma hizo que Kevin se bajara de sus rodillas, se levantó, recogió la mochilita del niño, se agachó para darle un beso pero Valentina en ese momento la odiaba porque ahora tenía la certeza de que nunca regresaría a la calle de Carlo Alberto y nunca volvería a ver a su padre, por eso giró la cabeza de golpe, y Emma impactó sobre la hirsuta zona de su pelo. Por un instante se demoró allí, zarandeada por las sacudidas del metro, que volvía a emerger a la superficie y cruzaba el Tiber corriendo entre los cristales sucios del Ponte Nenni. A punto estuvo de decir algo, pero no lo dijo y empezó a abrirse paso hacia la salida. No es éste el momento no quiero que sea un momento robado, entre extraños, con prisas. Mañana es sábado. No los llevaré a Ostia, no iremos a la playa nos quedaremos en casa. Hablaré con ella mañana. FLAMINIO.
Se bajó. Las puertas se cerraron. Por un instante, Valentina vio a Emma y a Kevin caminando por la acera, cogidos de la mano, hacia la salida en el final del túnel —ella, alta, distraída y absorta; él, pequeño, y confiado, y ciego como un murciélago—. Ella caminaba descuidadamente pasada la línea amarilla. Era peligroso. El tren, al partir, podía golpearla. A veces, Valentina tenía la sensación de que debía protegerla. De que en realidad Emma corría un grave peligro, y de que ella no lo sabía. En esos momentos, el miedo a que pudiera pasarle algo horrible le quitaba el aliento y quería retenerla, pegarse a ella y no dejarla marchar nunca más. Golpeó el cristal —para advertirla de que tuviera cuidado—, pero ella ya estaba lejos. Luego el tren se puso en marcha y enseguida tomó velocidad. La corriente de pasajeros que se encaminaban hacia las escaleras mecánicas se los tragó y la perdió de vista.
Maja caminaba a pasitos para respetar el andar de Camilla, cogiendo con la mano su grácil muñeca, oyéndola cotorrear sobre cosas a las que no conseguía dar importancia. No a estas horas, porque a las ocho y cuarto de la mañana, dado que tenía la tensión baja, apenas conseguía concentrarse. Elio habría preferido que confiara esa tarea a los policías de su escolta, porque estaba obsesionado con la idea de que alguien quería causarles daño a ellas —raptarlas o matarlas—, pero Maja no creía que los enemigos de Elio supieran o se preocuparan de su existencia y la de Camilla. Era a él a quien tendrían ojeriza. Las pocas veces que podía hacerlo, acompañaba ella misma a la niña —le gustaba que la vieran a la puerta de la escuela primaria—, como una buena madre. El pensamiento de que no era una buena madre la perseguía. Siempre se sentía culpable. Cuando estaba con Camilla, porque desatendía a su carrera. Cuando trabajaba, porque desatendía a Camilla. La escuela se encontraba a poco más de diez minutos a pie. Caminaban por las calles solitarias de los Parioli, tranquilas antes de la apertura de las oficinas y de la llegada de los funcionarios de las embajadas. La calle de Mangili estaba tan desierta que de los bajos de un coche aparcado apareció una rata —tan grande como un gato— que se subió a la acera con toda tranquilidad y las miró con sus vividas pupilas negras. Indignada por la desfachatez del roedor, Maja se llevó de allí a Camilla —esa asquerosa rata de alcantarilla, ¿cómo se atrevía a estropear su paseo? Pero la niña gritó alegremente. Cómo le gustaban las pobres y feas ratas. Cómo le gustaría llevársela a casa y amaestrarla, como a un hámster. «¿Nos la llevamos, mami?». «No, tesoro», gritó Maja, golpeando la acera con el tacón, para poner en fuga a ese monstruo, «todo lo que tú quieras, pero ratas, eso sí que no». Indignada por la negligencia de los barrenderos romanos. Habrá que quejarse. ¡Una rata de cloaca en la calle de Mangili! Este barrio está degenerando.
Salieron a la calle de Buozzi. Había poco tráfico: Roma se despierta tarde. Camilla, que normalmente era tan tranquila, hoy estaba insólitamente charlatana. La contagiosa alegría de la niña disipaba el regusto estomagante de una noche amarga y de hirvientes, tétricos pensamientos. Superaron el quiosco —en su garita, la vendedora de periódicos hojeaba ávidamente la revista ¿Quién?
Diligentes, quietas ante el paso de cebra, se reflejaron en las ventanillas de un coche que pasaba: niña con coletas y abrigo azul; mujer joven con sobretodo gris y pañuelo de seda tornasolada. Impecables, ya desde primera hora de la mañana. Incluso después de una noche como aquélla. A pocos pasos del quiosco, se amontonaba una pila de Solocasa —la revista gratuita de anuncios inmobiliarios—. Maja agarró distraídamente un ejemplar. Desde hacía unas semanas, cada viernes hojeaba esa revista —no tenía que vender ninguna casa, ni comprársela, pero la idea en sí de que existieran casas que no fueran suyas pero que potencialmente podían serlo le transmitía una placentera sensación de libertad—. «Las velitas», estaba diciendo Camilla, «¿te has acordado de que las quiero rojas?». Maja evitó contestar. Nadie se paraba en el paso de cebra y se había cansado de esperar. Sujetando con fuerza la muñeca de Camilla, la llevó hacia delante, para ponerse a salvo en la acera de enfrente. Dos maxiscooter galácticos casi las rozaron, esquivándolas como a bolos. Camilla respiró el humo pestilente de los tubos de escape, tosió, y Maja les deseó a esos maleducados que resbalaran en una mancha de aceite y se partieran el cuello. En esta sociedad de bárbaros, nadie tiene en cuenta a los niños. Son una molestia y una anomalía. Si pudieran, un día de éstos acabarían por cazarlos, y exterminarlos, como a insectos nocivos.
Se empezaba a ver ya el edificio azul cielo del colegio, precedido por un vasto patio con árboles. Camilla apresuró el paso —porque le gustaba mucho ir al colegio— y Maja se sintió desbordante de orgullo al contemplar la gracia de su hija —tan exquisita con su abriguito de lana azul, deliciosa con sus coletas color castaño peinadas con la raya en medio, que le dividía la cabeza en dos lunas perfectamente iguales, inocentes; agraciada princesa saltarina entre las deposiciones caninas y los prepotentes conductores de scooters. Frente a la cancela se iba concentrando ya el núcleo de padres, colegiales y somnolientas asistentas de tez oscura, y Maja se acordó de que tenía que colgarse de los labios esa fatua y mundana sonrisa, imprescindible para protegerse de la indiscreción ajena y para parecer benévola, feliz. Tuvo tiempo para repetirse, de forma mecánica, como una letanía: soy feliz, soy feliz. Luego la vio.
Estaba cruzando la calle unos veinte metros más adelante —no lo hacía por el paso de cebra, un ejemplo extremadamente poco educativo para el niño—. Si no cambiaba de dirección, iba a encontrarse con ella ahí enfrente. Oh, no, no tenía ningunas ganas de toparse con esa mujer. Se detuvo bruscamente. «¿Has cogido la merienda?», preguntó, para fingir que buscaba algo en la mochilita de la niña. Camilla, educada como siempre, se detuvo para esperarla. Una cría que era un ángel, llena de delicadeza para con todo el mundo, pero sobre todo para con su mamá. Felicidad auténtica, imprevista, demasiado breve. Resonó el eco de un brutal y prolongado toque de claxon, y un insulto lanzado por el conductor de una furgoneta —«¡A ver si miras por dónde vas, gilipollas!».
La mujer no se dignó responder a ese maleducado. Caminaba con distinción, oscilando sobre sus largas piernas, con el pelo despeinado al viento, la estola de plumas anaranjadas que revoloteaba detrás de ella como una bandera. El conductor se arrepintió del insulto y se volvió para ver mejor —por un instante Maja percibió su mirada abrasada colgándose de las nalgas de la mujer, envueltas por la falda elástica que se asomaba por debajo de la chaquetilla de piel—. Y madre e hijo ya habían cruzado.
El niño gordito, cuyo único ojo estaba contemplando amorosamente a su madre, aferraba su brazo, como si temiera perderla. Por suerte, no se habían fijado en ellas. «Tendrás tus velitas rojas, Camilla», se apresuró a prometerle aunque ya hubiera encargado velitas rosas a la empresa de catering y este imprevisto era la enésima contrariedad desde el día en que Navidad la había dejado para regresar a Venezuela, y Sidonie Verrière rechazaba cualquier tarea que considerase indigna de su diploma de puericultura. Maja se dio cuenta con disgusto de que Camilla se había olvidado ya de las velitas: tenía la mirada clavada en el niño con gafas de plástico y el ojo derecho tapado con un esparadrapo, que aparecía y desaparecía por detrás de las ventanillas de los coches aparcados. Maja reconoció su agitación en el estremecimiento de su mano, en el impulso apenas contenido de salir tras él. No se movió ni hizo ademán de ir hacia ellos, pero la agitación de Camilla la apuñaló en el corazón. En fin, qué le vamos a hacer, ya se encontrará con él en clase, pero yo no quiero toparme con esa mujer. Pero Camilla —increíble, era la primera vez— ya la había desobedecido. «¡Kevin!», estaba gritando, «¡espérame, Kevin!».
Kevin se dio la vuelta, sorprendido. Con su ojo localizó a Camilla y se encendió. Oh, sí, literalmente se encendió. Los niños son transparentes, no saben fingir. Esto es para ellos motivo de grandes sufrimientos. Aquel niño tuerto con un nombre tan cacofónico radiante al ver a mi Camilla. Se había parado para esperarla, y junto a él, su madre. Estaba obligada a saludarla, a esas alturas ya era algo inevitable. La rubia con botas y la chaqueta de piel de perro estaba a pocos pasos. Aunque maquillada, carmín de color escarlata en los labios y una pizca de colorete en las mejillas, estaba pálida, con aspecto de no haber pegado ojo esta noche. Su cansancio desprendía algo erótico, parecía aludir a cópulas y orgasmos múltiples. Había algo indefinible que colmaba hasta tal punto a esa mujer que la hacía expresarse incluso al margen de su voluntad —en la sonrisa, en el destello de su mirada.
«Buenos días, Camilla; buenos días, señora Fioravanti», dijo Emma. Maja le devolvió una mueca amable, pero gélida. Las monjas se apresuraban hacia las aulas, y todos los padres estaban alineados en el patio. Qué fastidio, dejarse ver en compañía de ésa. Podían pensar que se frecuentaban. Camilla arrancó resueltamente al tuerto del brazo de su madre. Percibió cómo los dos niños confabulaban en voz baja. La rubia con botas y chaquetilla de piel de perro caminaba a su lado —y seguía sonriéndole, amigablemente. Maja se dio cuenta de que estaba buscando algo que decirle, y para desalentar un eventual intento de conversación se obstinó en mirar fijamente la rugosa indiferencia de la acera.
La fastidiaba, ésa. Era vulgar, muy vulgar. Con las uñas pintadas. Con el tinte descolorido —el pelo que crecía moreno claramente visible en sus raíces—. Con la estola de plumas de avestruz —que no está de moda desde hace décadas—. Anaranjada, por si fuera poco —vamos, en la práctica, un puñetazo para la vista—. Con la chaquetilla de piel desabrochada y un jersey demasiado ceñido —se percibe el borde del sujetador, y todo lo demás— y tan corto que deja el ombligo al descubierto. Por suerte las ocasiones para coincidir eran escasas. Qué gran misterio son los hombres. Nadie habría adivinado nunca que esa verdulera tan llamativa era la esposa de un policía serio como Antonio Buonocore. A Elio, sin embargo, le gustaba. Una vez, al saber que los Buonocore celebraban su aniversario de boda, la envió a comprarle un par de pendientes, con la excusa de que sólo las mujeres saben lo que les gusta a las mujeres. Le gustaba porque Elio se iba a la cama con mujeres vulgares —y Maja lo sabía, aunque no debería saberlo—. Probablemente se había ido a la cama también con la mujer del agente Buonocore. «No has contestado a la invitación, ¿no le dejas ir?», preguntó Camilla a la rubia. Emma abrió los ojos, sorprendida. «Que no le dejo ir ¿adónde?». «Al Palacio Lancillotti, en la calle de Coronan. A la fiesta». «¿Qué fiesta?», preguntó Emma. «Mi fiesta», explicó Camilla, con una sonrisa celestial, de hada buena, «envié las invitaciones hace dos semanas, estaba escrito rsvp, que significa répondez sil vous plait, pero tú, señora, no has confirmado». «Kevin no ha recibido ninguna invitación», respondió Emma. Lo dijo como con despreocupación, porque tenía prisa para ir al trabajo, para no presentarse con retraso justo cuando se estaba acercando la fecha en que expiraba el contrato, pero la verdad es que era una tragedia. Kevin tendría que accionar el digidispositivo y digienvolverse para sacar sus poderes, convertirse en un campeón y desencadenar un ataque letal. Pero todavía era un monstruo digital en el nivel de recluta. De manera que estaba condenado a la derrota. Camilla Fioravanti, que nunca le había dirigido la palabra en clase más que para hacerle reproches, nunca lo habría invitado a su fiesta, y ahora se divertía humillándolo a él y a mamá delante de la señora Fioravanti —impecable como las de las series americanas, con el pelo inmóvil y el pañuelo tornasolado, perfumada y rica y respetada hasta el punto de que la monja maestra siempre le pedía a Camilla que saludara a su mamá de su parte, mientras que a él nunca le había pedido que saludara a la suya. Musitó la cantinela -Digimon, Digital monsters, Digimon are the champions. Estuvo a punto de soltarle una bofetada a esa pequeña víbora de Fioravanti, pero se limitó a ponerse rojo como un pimiento. El ojo cerrado por el esparadrapo le quemaba. El ojo abierto, torcido, buscó desesperadamente a Emma. Era horrible ser humillado en su presencia. Para mamá quería ser perfecto, el mejor, o por lo menos parecerlo. Ella no debía sospechar nada.
«Pero es que yo te invité, te lo juro», susurró Camilla, desorientada porque la invitación no había sido entregada. Kevin Buonocore no vendría a su fiesta, había sido traicionada. Pero ¿por quién? ¿Quién podía haberle hecho esto? Confundida, Emma acarició el pelo a Kevin, tieso en su cabeza como las púas del puerco espín gracias a un formidable gel. Miró duramente a la elegante mujer joven que no había invitado a Kevin a la fiesta de cumpleaños de su hija. No quería avergonzar a Kevin, pero tampoco escuchas falsas excusas y fingir que se creía que era una cuestión de extravío postal. Odió a la joven mujer del sobretodo gris bajo las frondas florecidas de las adelfas, una Audrey Hepburn cruel, a la que le traía sin cuidado herir el orgullo de su hijo y pisotear los tímidos sentimientos inexpresados de la hija.
Maja evitó la mirada de Kevin. Qué situación más violenta. Era, la verdad, muy engorrosa. Naturalmente, Camilla había invitado a su fiesta a Kevin Buonocore, era una niña con una alma exquisitamente amable. Lloraba por la muerte de las hormigas a las que sin querer aplastaba mientras iba caminando, enterraba a las mariposas nocturnas fulminadas en las lámparas, rezaba por la supervivencia de las focas antárticas, se conmovía ante los críos dormidos en los brazos de pérfidas pordioseras postradas en el suelo, delante de la iglesia, los domingos por las mañanas. Camilla no había excluido a nadie. Su lista de invitados incluía a sesenta y un niños —los compañeros de clase, más todas sus compañeras de gimnasia rítmica, equitación y pintura—. A los que había que añadir los hijos de los amigos de Elio, los primitos y otros niños con variado parentesco. Hasta un total de ciento veintitrés niños. Aunque los salones del Palacio Lancillotti estuvieran destinados a recepciones multitudinarias —allí se había agasajado incluso al rey Juan Carlos y a Lady Di—, una horda como aquélla de menores de edad era algo que había que evitar fuera como fuese. No por nada, ésa no era la fiesta de Camilla —o sólo lo era en parte—, sino la fiesta de Elio. Camilla cumplía siete años, pero también cumpliría años el próximo año, mientras que Elio tenía que aprovechar la ocasión ahora mismo. La fiesta se celebraba en el momento justo para consolidar las preferencias del electorado, estrechar relaciones útiles o convencer a los indecisos en consecuencia, más que los niños lo que importaba eran sus padres. Por eso, de la lista de Camilla habían sido tachados los niños cuyos padres carecían de relaciones. Los Buonocore —un policía y un ama de casa, ambos de familia modestísima, dos pobres, en el fondo—, ¿de qué relaciones podían alardear? Eliminados. Era muy sencillo. De todas formas, ahora que Camilla la estaba mirando, temblorosa, aturdida, y también Kevin la miraba con su único ojo, torcido y demasiado grande tras el cristal de las gafas, y también la falsa rubia Emma la miraba con sus ojos negros, brillantes y francos, su cálculo, su gesto, el hecho mismo de haber proyectado una fiesta como ésa, le resultó enojoso. Le costó reprimir una arcada.
Sonó el timbre, pero mientras que sus compañeros se apresuraban a ir corriendo a las aulas, los dos niños callaban, quietos en el patio del colegio —ambos humillados y ofendidos—. Pasaron otras madres, otros padres. Saludaban a Maja con sonrisas exageradas, y Maja respondía a todos con una sonrisa artificial, de suprema cortesía. A todos les decía: «Espero veros esta tarde, os espero». Representaba su papel. Emma habría querido ser como ella —responder con indiferencia a la indiferencia, y con desafecto al desprecio—, pero no era capaz de eso. Todo la hería. Cualquier clase de alusión a su falta de adecuación y cualquier clase de silencio. «Naturalmente, también espero a Kevin», le concedió al final Maja, con una sonrisa convencional. No podía obrar de otra manera. Emma intentó calmarse colocándose bien su melena —desgreñada y en desorden debido al viento del túnel del metro, y desesperadamente necesitada de una peluquería: no ponía el pie en una desde hacía más de dos años. Se apresuró a declinar la invitación-limosna de la esposa del honorable. «Gracias, pero la hermana de Kevin viene a recogerlo a la una, y no tengo a nadie que pueda volver a acompañarlo hasta el centro esta tarde. Vivimos bastante lejos de aquí». «¿Ya no viven ustedes en la calle de Cario Alberto?», curioseó Maja. «No, nos hemos trasladado a un chalé en Torrevecchia», abrevió Emma. «Cerca de Primavalle», añadió, porque seguro que la señora Fioravanti nunca había oído hablar de ese barrio.
«Oh, qué lástima», suspiró Maja, aliviada. Era tan hábil que su contrición parecía auténtica. Emma no se dejó engañar. «Es mejor así. Prefiero que Kevin no les coja demasiado afecto a sus compañeros. El año que viene lo cambiaremos de colegio, éste es demasiado incómodo para nosotros. Y, además, yo estoy en contra de la privada, no fue idea mía, yo no quería traerlo aquí, fue mi marido el que insistió, y también el suyo. Total, los niños tardan poco tiempo en hacer nuevos amigos». Maja percibió dolorosamente el disgusto de Camilla. Camilla era todavía parte de ella —dentro de ella—. En cada una de sus fibras, venas, músculos. Desde el día en que supo de su existencia, vivían al unísono. Se arrepintió de haber tirado a la papelera la invitación de Kevin Buonocore. Se arrepintió de haber sido tan descortés con su madre —y además, ¿por qué lo era?, no podía haberse ido a la cama con Elio, la había visto sólo en las fiestas de la guardería y nunca había hablado con ella, siempre vigilada por su hijo tuerto, que no la soltaba ni un instante. Era horrible haber hecho sufrir a Camilla, tan delicada, tan sensible. Si lo hubiera sabido, si lo hubiera sabido.
«Llego tarde, tengo que marcharme», dijo Emma a Kevin, que la miraba, rebotado por la clamorosa noticia del cambio de colegio —noticia esperada durante meses como una liberación—, pero que, curiosamente, dado que Camilla Fioravanti lo había invitado a su fiesta de cumpleaños, no le proporcionó ningún placer. Al contrario, sintió dolor, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. «Nos veremos esta noche, cachorro. Si para cenar te hago carne rebozada y patatas fritas, de uno a diez, ¿cuánto me das?…». «D-d-diez y matrícula de honor», tartajeó Kevin. Emma se agachó para abrazarlo y lo besó en los labios. A Maja le pareció un beso demasiado prolongado, decididamente erótico. Pero la rubia no había terminado, le levantó las gafas y le estampó un beso también sobre el esparadrapo sucio. Kevin se agarró a la chaquetilla con todas sus fuerzas. Intentaba retenerla. Lo hacía cada mañana. Odiaba el colegio porque lo llevaba lejos de ella. La veía tan poco, mamá trabajaba en cien lugares distintos, y a veces regresaba a casa cuando esa tocahuevos de la abuela Olimpia ya lo había mandado a la cama —y entonces, en el sueño, pero sólo vagamente, percibía que mamá se había echado en su incómoda cama nido y se quedaba allí, con la boca hundida en su pelo, sin poder dormirse porque siempre estaba a punto de caerse al suelo.
«Hakuna matata, Kevin. Tengo que marcharme ya», repitió Emma, liberándose con tristeza de aquel abrazo. Camilla se dio cuenta de que la madre de Kevin se marchaba y que Kevin Buonocore iba a cambiar de colegio —ofendido, atormentado y desinformado— y que no quedaba tiempo y todo estaba perdido. Cogió con fuerza su bolso. Un bolso de terciopelo, un poco gastado, sin duda más gastado que los que mamá regalaba a los pobres de la Cruz Verde —pero la madre de Kevin era diferente a mamá, era una madre completamente rubia, coloreada con violeta, anaranjado y rojo, y perfumada con incienso como la estatua de la Virgen. «Señora», dijo llena de esperanza, sacudiéndola por el bolso, «Kevin puede comer con nosotros y venir a la fiesta conmigo; total, luego también viene mi papá y así puede acompañarlo la escolta». Hablaba con una vocecita grácil, pero firme. Firme hasta un extremo inaudito.
Kevin suspiró, estupefacto. Desde los tiempos de la guardería, en que iba a su misma clase, Camilla Fioravanti nunca le había dirigido la palabra. Es más, era su más tenaz perseguidora. Tal vez por eso deseaba tanto que estuviera en su fiesta. ¿Qué sería de una fiesta sin pelele? ¿Cómo iban a divertirse? Por tanto, quería que estuviera para atormentarlo. Pero él se había acostumbrado a ser atormentado y quería ir a esa fiesta. Iban todos. «Qué amable eres, pequeña», dijo Emma, acariciándole la mejilla a Camilla. Qué niña más suave. Un milagro, dada la desdeñosa superioridad señorial de su madre. «Pero, verás, es que ya no vivimos con el papá de Kevin, por eso no puede llevarlo de vuelta a casa, es del todo imposible».
De manera que no. Camilla, con el labio tembloroso, a punto de echarse a llorar con la mirada clavada en el esparadrapo que desfiguraba el rostro rollizo de Kevin y lo hacía parecer desorientado y ciego. Maja intuyó de forma confusa que era precisamente ese esparadrapo la razón del apasionado y secreto interés que Camilla albergaba por aquel niño poco agraciado, y torpe, y carente de relaciones sociales. Camilla, destrozada. Su desilusión, la primera de su vida, para la que estaba completamente desprevenida, va a estropear la fiesta de cumpleaños. Es importante que la fiesta salga bien. Es importante que el hijo de Buonocore venga a esa maldita fiesta. «Déjelo venir, no se preocupe, lo acompañará de regreso nuestra canguro», dijo Maja a Emma, con una familiaridad excesiva. Y, pese a todo, quería guardar las distancias. Porque carecía de relaciones sociales. Porque ya no vivía con su marido (¿cómo era posible que Elio no se lo hubiera dicho?), demostrando que sigue siendo posible poner fin a un matrimonio. Porque sobre su rostro abatido se veían las señales de una noche de amor. Porque era una mujer carnal y provocativa. Con esas botas, con esa chaquetilla de piel de perro. Sintética, comprada quizá en algún supermercado. Peor aún: ¡auténtica! Y también por esas tetas prominentes bajo el jersey ceñido, pues bueno, también por eso. Y las nalgas firmes. Y los ojos negros, brillantes; y la boca sensual. Y, en fin, porque los hombres se dan la vuelta para mirarla, deseosos y cachondos, y a saber a cuántos se habrá llevado a la cama. Por mi parte, yo sólo a cuatro, y con los tres primeros fue tal desastre que no cuentan y más tarde conocí a Elio y pensé que era el hombre de mi vida y después llegó Camilla pero el deseo se ha apagado somos como padre e hija, a estas alturas yo ejerciendo mis labores de representación en las fotografías es todo una puesta en escena no sé cómo ha podido suceder sólo tengo treinta años y todo ha terminado.
«No queremos ocasionarles tantas molestias», dijo Emma, insegura, porque no quería privar a Kevin de esa fiesta que tanto deseaba. Ya le había privado de muchas cosas. «No es ninguna molestia. ¿Has visto, monina, cómo todo se arregla?», le dijo Maja a su hija, «venga, daos prisa, que ya está todo el mundo en clase». Le entregó la mochilita a Camilla y la empujó hacia la entrada, donde el bedel estaba cerrando el portal, contemplándola hasta que su abriguito azul y sus coletas color castaño desaparecieron detrás de la cristalera. Las dos mujeres permanecieron la una junto a la otra, indecisas en aquel patio que ya se encontraba vacío y silencioso, y se miraron, y Maja quería preguntarle qué había pasado y cuándo había abandonado a Buonocore y cómo puede una mujer con dos niños pequeños volver a empezar su vida por sí sola. Pero como no encontró el valor para preguntárselo, Emma se envolvió en su estola de plumas de avestruz, se abrochó la chaquetilla de piel y ocultó sus formas rotundas, y dirigió a la joven y elegante Audrey Hepburn de los Parioli una sonrisa carente de agradecimiento. Luego se alejó contoneándose, elástica sobre sus largas piernas, pálida y abatida y deseable, y de hecho deseada, seguida por la mirada obscena del bedel, dejando tras de sí una estela de perfume empalagoso y de deseo insatisfecho.