Amigos que estáis escuchando Radio Globo, son las siete y media de la mañana. ¿Dónde estáis, bribones? ¿Todavía estáis en la cama? ¡Qué vergüenza! ¡Levantaos, es primavera! La temperatura máxima hoy llegará a los veintitrés grados; la mínima, a los trece. El cielo está cubierto, pero no llueve; por eso mismo, venga ya, arriba, hay que tirarse de cabeza, la vida es bella. Atención, es el momento de las canciones más votadas de los oyentes de Radio Globo. Radio Globo, your radio, wait for me, I’ll be back.
Sasha escondió su rostro bajo la almohada, y no abrió los ojos. La voz del dj lo había arrancado brutalmente de un sueño dulcísimo, que por desgracia no podía recordar, y que al desvanecerse le había dejado una sensación de agotado bienestar y una aguda nostalgia. Pero ¿de qué?, ¿o de quién? «Háblame / como el viento entre los árboles; / háblame / como el cielo lo hace con su tierra», entonó una voz femenina en la radio. Le parecía haber escuchado antes esa canción, tal vez fuera la que ganó en el Festival de San Remo. «Dime si harás algo / si me estás oyendo, / si cuidarás de todo lo que te di». El sueño no volvió. Por desgracia, ya no había remedio: ya se había despertado. Apartó la sábana y se incorporó para sentarse. Se puso las zapatillas de tela. La visión de la cama lo apenó un instante, porque era una cama virtuosa, con las sábanas bien colocadas, las almohadas mullidas. Parecía que ahí no hubiera dormido nadie. De todas maneras, se esforzó en pensar positivamente. Su pesimismo influía de forma negativa en los acontecimientos de la vida. Un día ésta será nuestra cama. Y no me parecerá tan vacía. «Estamos en la misma lágrima / como el sol y una estrella».
Sasha buscó a su compañero de piso, Godot, pero ese gato lunático se había escondido. Su caseta estaba fría. Llenó el cuenco con leche. Lo buscó, miando y maullando bajo el sofá, entre los muebles de la cocina, en el armario. A veces el gato se comportaba como un marido ofendido. Y eso no era bonito. Qué difícil es vivir en pareja. Una experiencia que nunca había compartido con otro ser humano. Y no porque así lo hubiera decidido. «Luz que cae desde los ojos…, escúchame, escúchame».
Se encerró en la cabina de la ducha, metió la cara bajo el chorro de la alcachofa. Se embadurnó con gel de baño, extendió desde las puntas hasta las raíces la loción revitalizante contra la caída del cabello. En la radio escuchó Hot shot de Shaggy, el anuncio publicitario de un concesionario de automóviles en la Tuscolana, en el que a partir de mañana todo el mundo podría encontrar el nuevo Honda Stream de siete asientos, Why does my heart feel so bad de Moby, la invitación a visitar los supermercados Eurospin, Play de Jennifer López, Mad about you de los Ho-overphonic. Se peinó, con suavidad, para no quebrarse el pelo —últimamente parecía de una extremada fragilidad—. Luego contó cuántos cabellos se le habían quedado en el peine. ¡Cincuenta y cuatro! ¡Tantos! La barrera fisiológica para un crecimiento normal es de ochenta cabellos caídos al día. Él la superaba con creces. La mañana le recordaba con crueldad que ya no tenía veinte años. Se cortó con tijeras los pelos de la nariz. Escuchó a Lünapop cantar: «Ya no puedo volver atrás, no conozco el camino / ya no quiero volver atrás y estar sin ti», y las noticias. El Papa está en Grecia para una visita histórica. En Pavía ha sido detenido un hombre por haber enterrado a su mujer en el jardín de su casa: la amaba, ésa es su justificación, y no quería separarse de ella. En abril en los Estados Unidos se han destruido 223 000 puestos de trabajo, los parados son ya un 4,5%, hay que remontarse a 1991 para encontrar un récord negativo similar, el aumento del paro está relacionado con la ralentización de la economía al otro lado del Atlántico. Rupert Murdoch estará hoy en Roma para un encuentro con Silvio Berlusconi. Sasha destapó el tubo de la espuma de afeitar. Sonrió afligido al hombre que lo miraba trastornado en el espejo de encima del lavabo. «Venga, anímate», dijo, «hoy sólo tienes tres horas y mañana ya es sábado». Le contestó el dj. Radio Globo, your radio. Amigos, hoy es 4 de mayo, viernes, el día de Venus. Se enjabonó las mejillas. ¿Qué querrá Rupert Murdoch?
El gato salió disparado del tambor de la lavadora con el pelo de punta y la cola rígida como un alambre. El timbre lo había asustado. Estaba sonando. ¿A estas horas? Con las mejillas blancas de espuma y la cuchilla de afeitar en la mano, con silenciosos pasos se deslizó hacia la puerta. Por la mirilla vio a un mensajero de más de sesenta años, con una chaqueta reflectante, color rojo fuego, y la tez oscura, tal vez somalí, en cualquier caso, africano. Aunque no esperara ningún paquete, Sasha abrió, sobre todo por piedad hacia ese hombre que tenía la edad de su padre y se veía obligado a corretear con un ciclomotor como un adolescente en su primer trabajo. «¿La señora Solari?», dijo el extranjero, mirándolo con recelo. «Quizá me busca a mí», precisó Sasha. La mirada turbada del otro le recordó que estaba desnudo y enjabonado. «Tengo que entregarle esto». Una cesta gigantesca de tulipanes azules, tan voluminosa que ni siquiera pasaba por la puerta.
Tulipanes azules. Sasha se apartó y el extranjero —mirando a su alrededor indeciso— arrastró dificultosamente la cesta hasta el centro de la habitación. Sasha le dijo que lo dejara como pudiera al lado del sofá. Consciente de no poder ocultar su alelada felicidad. El viejo mensajero, escandalizado por la indecencia de los habitantes de este país perverso, reculó deprisa hacia la puerta, que seguía abierta, y desapareció. «Tulipanes azules», le arrulló al gato, «¡guay!». Olvidándose por completo de la espuma y de la barba, en éxtasis, abrió la ventana de par en par, rascándole el hocico al gato, que ronroneó de placer. La pequeña terraza del estudio era una perfumada eclosión de dalias y lilas en flor. En el interior, orquídeas felices y gladiolos rojos se asomaban por entre los estantes de la librería —había frondas y flores por todas partes, como en un invernadero. Y su amante no se había olvidado del aniversario. Quién lo habría dicho. La felicidad más intensa parece estar destinada a durar un solo instante y, en cambio, no es así.
Canturreando el estribillo de la cancioncita de los Lünapop, que se le había quedado en la cabeza —«ya no quiero volver atrás y estar sin ti»—, a gatas sobre el parquet, Sasha hurgó en el celofán que envolvía la cesta buscando la tarjeta. Porque tenía que haber una tarjeta. Cuánto se escribían, ellos dos. Se escribían las palabras de las que se avergonzarían en caso de decirlas. Debe de ser éste el secreto de la literatura. La tarjeta estaba ahí. Sintió un repentino sentimiento de gratitud hacia su padre, quien, con el finiquito —en vez de comprarse una barca o pagarse docenas de cruceros en barcos tan altos como edificios y poblados como ciudades—, le había regalado cuarenta metros cuadrados en Borgo Pio. Él no habría podido permitírselo. Ganaba un millón setecientas mil liras brutas al mes, y se lo gastaba todo. Antiguas vigas de madera cruzaban el techo. En los oscuros casetones se intuían todavía los signos de antiguos frisos. La librería —geometría de cuadrados protegidos por una vitrina brillante— estaba en perfecto orden: todos los volúmenes agrupados por colecciones, los colores combinados con gusto. En las estanterías que corrían a lo largo de las paredes, los CD estaban colocados por orden alfabético. Así, entre esos CD Sasha siempre sabía dónde estaban Thelonius Monk y Miles Davis, Dinah Washington, Bill Evans y los Tuxedomoon. Dónde estaba nuestra canción, Desire. En la silla del elefante hindú que hacía las veces de mesita, yacía un libro con la tapa negra. En el centro había una mujer desnuda tendida apaciblemente. El punto de libro estaba colocado en las últimas páginas. Locura. La novela, de la que había leído buenas críticas, la había comprado por su hermosa tapa. Sasha estaba obsesionado por el buen gusto. Nada, en su casa, o en él mismo, tenía que parecer ordinario o vulgar. Por la ventana abierta le sonreía un desfile de tejas rojas y, muy cerca, la cebolla deslumbrante de la cúpula de San Pedro. Qué bella es esta casa —mi casa. Pero ¿por qué no es la nuestra? Alejó ese pensamiento con disgusto. Hay que alegrarse, hoy es día de fiesta. Abrió la tarjeta. Su amante había escrito, con su letra diminuta y controlada: Mil días como éste.
La frase era de una banalidad casi ofensiva. Sasha se tocó, distraído, la mejilla. El dedo se le quedó blanco de espuma. Llegaba tarde a clase. Los tulipanes exhalaban un olor empalagoso. Tal vez no fueran frescos. El amante estrangulará al florista como le haya colado unas flores moribundas. Estos tulipanes tienen que llegar vivos al lunes. Porque la tarjeta —genérica y escuálidamente impersonal— contenía, no obstante, una noticia excitante, que colmaba sus sobrias esperanzas. Un fin de semana juntos prometido desde hacía meses, y varias veces aplazado y postergado. Pero la vida es ahora. He hecho una reserva en las Colinas de Maremma de Montemerano. Y dos noches en el Gran Hotel de las Termas de Saturnia. A tu nombre, xdóname. Ya está pagado, todo listo. Me han liado con una entrevista en Sorano, luego te lo explico. Pero como mucho tardaré una hora. Llámame sólo en el caso de que no puedas. Pasaré a buscarte por casa en cuanto acabe de grabar —será hacia las ocho.
Faltaban casi doce horas. A Sasha le habría gustado que ya fuera por la tarde. Se levantó de nuevo. Estaba contento y, a pesar de todo, un pensamiento desagradable lo agobiaba. Aunque hubiera sido precisamente él quien le había dicho a su amante lo mucho que le gustaría ir a las Colinas de Maremma, un mesón ideal para una cena romántica. Le había hablado del mismo una amiga. El chef tenía poco más de treinta años y había conseguido ya dos estrellas en la biblia Michelín. Practicaba una cocina creativa y de fusión, pero con productos tradicionales de la tierra, biológicos, naturalmente. Un antiguo molino reformado con mucho celo, hermosos muebles, arte pobre, antiguas artesas, antiguos utensilios agrícolas, luz de velas, servicio impecable, pero nada pretencioso —servían un entrante con todos los embutidos de la zona, tocino de Colonnata, productos frescos, comprados directamente a los productores. El entrante es un plato enorme, con el que ya casi has cenado; y en cambio luego viene lo mejor: un primero, un segundo, acompañamiento, postre, todo ello regado con vinos de las mejores bodegas de los alrededores; al final, te ofrecen una grappa que destilan ellos mismos—. En resumen, un ambiente íntimo, pero selecto, frecuentado con discreción; habían sido vistos Massimo d’Alema y Tony Blair con Cherie, la semana pasada estaba Roberto Benigni. Sasha quería ir allí desde hacía meses. Pero ahora se le ocurría pensar que si su amante había hecho una reserva en ese mesón de la Toscana era porque consideraba conveniente interponer entre su matrimonio y él por lo menos cien kilómetros. Ni una vez —ni una— habían ido a cenar a Roma. Habían explorado todas las ciudades satélite —Zagarolo, Palestrina, Frascati, Tarquinia—, todos los restaurantes destacados en las guías de la provincia, y también más lejos. Aquí, en Roma, conozco a todo el mundo, todo el mundo me conoce, explicaba su amante. Pero esta prudencia demencial hoy le pareció mezquina.
Habría sido mejor no ir a ninguna parte. Podrían encerrarse tres días en casa. Llevaban semanas sin hacer el amor. Pero había esa maldita entrevista. Su amante nunca se olvidaba de ser quien era. Vivía como si siempre estuviera delante de las cámaras de televisión. Bueno, dice que como mucho tardará una hora. Daré un paseo por las callejuelas. Sorano es un pueblo romántico. La última vez que estuvimos allí se caía a trozos: había un barrio entero, completamente abandonado, que se desmoronaba por un barranco. Él, en cambio, estaba decidido a abandonarlo todo por su amante. Hasta a sus estudiantes. Y ya sabía que mañana por la tarde no los acompañaría a la Galería de Arte Moderno —como les había prometido— y no los pondría delante de Klimt, Morandi o Degas. De todas maneras, para los chicos que van al colegio, visitar un museo con su profesor puede revelarse como un acontecimiento catastrófico, incluso capaz de quitarles para siempre el deseo de volver a poner el pie en alguno. Aunque el profesor no quisiera explicarles nada ni, mucho menos, cebarlos con nociones, sino simplemente ponerlos delante de una obra de arte, y desencadenar su estupor, su impaciencia, su curiosidad. Su interés espontáneo e instintivo por el arte y por cualquier otra forma de expresión del intelecto humano ha sido ya extirpado por ocho años de escuela y las brasas que les queden él no va a atizarlas mañana. A esos chiquillos suyos, Sasha los llamaba los huérfanos porque, a pesar de que todos tuvieran por lo menos un padre o una madre, cuando no tres o cuatro, a tenor de la recomposición de las familias, nadie se ocupaba de veras de ellos, al margen de la escuela, lugar donde eran aparcados y definitivamente destruidos. Ayer había descubierto con una desolación indescriptible que ningún alumno de tercero B había pisado una librería en su vida.
«Me marcho, michino», dijo Sasha, tendiendo una mano hacia el gato. Godot, consciente ya del inminente abandono, le bufó, irritado, y lo esquivó con un brinco. Caprichoso felino. Tienes que ser paciente con nosotros. Tenemos tan poco tiempo para estar juntos. Mientras se vestía, miró con ternura la pared que había tras la cama. Entre el cartel de la exposición de Vermeer en La Haya del 96 y la reproducción del Discóbolo de Mapplethorpe, había una fotografía enmarcada. Disparo automático en una bahía de Marettimo. Sasha y su amante, bronceados, encaramados a la proa de un pequeño velero, ebrios de sal y de sol. Sonrientes. Non voglio più tornare indietro e stare senza di te. Nada de Galería de Arte Moderno. Nada de chiquillos. Que los lleven sus padres, que asuman alguna responsabilidad, nadie los obligó a traerlos al mundo. Hoy a la una me voy de vacaciones. Yo también tengo derecho a un poco de felicidad. No volverá a existir un aniversario como éste. Nada vuelve. Que se vaya al infierno la escuela, con todos sus alumnos.