Sexta hora

Una bolsa de plástico bailaba, blanca en la oscuridad: Ago se divirtió acelerando para alcanzarla y aplastarla; la persiguió, casi la había capturado, cuando de pronto una ráfaga de viento la eleva de nuevo, la empuja hacia delante, luego hacia lo alto, después, deshinchándose desciende, desaparece bajo las ruedas de la furgoneta y de nuevo, de pronto, succionada por el torbellino de aire reaparece a la altura del capó y oscila —una pelotita deforme—, escarnecida por la luz de los faros. Una hilera de edificios se le echó encima, temblorosa, las farolas grises empezaron una precipitada fuga, una fila de pinos se inclinó bruscamente, se echó sobre el parabrisas y lo sacudió de golpe, obligándolo a abrir bien los ojos y a parpadear. «¿Dónde estamos?», preguntó Zero. «Mira que eres raro, hermano», se rió Ago. «¡Haces saltar por los aires una multi y en vez de tener la adrenalina a dos mil te adormilas como un angelito!». Al otro lado del cristal polvoriento de la furgoneta, Zero reconoció el paseo junto al río. No habría sabido decir cómo habían llegado hasta allí, ni de dónde venían. Le parecía haber soñado con la bomba, la explosión, las llamas. Pero las esquirlas que brillaban sobre su sudadera estaban allí para atestiguar que había sucedido de verdad.

Bajó el cristal. Se infiltró un repugnante olor a basura, luego un autobús nocturno completamente vacío —a excepción del conductor y de un hombre oscuro que dormía con la cabeza recostada sobre la ventanilla— pasó por su derecha y una calle desierta huyó con sus secretos y una cruz se reveló como rótulo de una farmacia, luego un ciclomotor trucado pasó velozmente junto a ellos. Zero vio cómo rebotaba sobre las raíces varicosas de los plátanos, se hundía en una alcantarilla, resurgía, daba bandazos y al final se perdió de vista. No había nada más, únicamente los puntitos rojos del reloj de encima del retrovisor, que señalaban las 5.47 y las farolas, y el paseo del río, ancho y liso como un billar, y una hipnótica luz amarilla que se reflejaba sobre el capó —un semáforo sacudido por el viento, que se balanceaba en el cielo grávido de nubes—. Meri avistó una patrulla blanca y azul de los municipales, y Ago frenó. Por un instante, Zero se imaginó que el agente enarbolaba el disco. Alguien había anotado la matrícula de la furgoneta, todas las fuerzas del orden de Roma estaban buscando a los pirómanos de Bravetta. Los hacían bajar, los ponían contra la pared, con las piernas separadas. Los insultaban, se burlaban de ellos —quizás les pegaban—. Más tarde los metían en la cárcel. Y mañana todo el mundo sabría lo ocurrido con la bomba, y con él. Extrañamente, ese pensamiento no le daba miedo. Al contrario, casi deseó ser descubierto, detenido, procesado. Haber hecho algo significativo. Ser alguien en la raquítica opacidad del mundo.

En cambio, la patrulla de los municipales se quedó atrás, plantada junto a los semáforos amarillos; ningún control de documentos, nada de descubrir que Zero pertenece a una familia importante, nada de telefonear a los incrédulos padres: ¿Mi hijo? Pero ¿cómo es posible?, tiene que ser una equivocación, mi hijo es un chico normal, muy capaz; nunca ha sido juzgado, ni ha estado en la cárcel, ni en ruedas de identificación, nunca ha protagonizado ningún escándalo. Esta noche se había producido un bautismo, una prueba, y él la había superado. Y ahora la primera claridad del día cortaba la neblina del amanecer, disolviéndola en el duro y riguroso azul del cielo de primavera. Las 5.51. «Déjame bajar», dijo de pronto.

Ago aparcó pasado el puente inglés. Meri le preguntó por qué no iba a dormir al Barco Ebrio, todavía estaban los músicos de Berlín, esta noche había un montón de hermanos de paso, acampados en el albergue, es decir, en esa habitación en la parte de atrás, en donde antes se encontraba la imprenta y, antes aún, cuando la fábrica funcionaba, la maquinaria para fabricar jabón. Pero Zero respondió que no quería ir a dormir —le había venido la inspiración—. Los amigos no le insistieron para que cambiara de idea. Era necesario respetar los estros de un artista. Zero necesitaba hacer que esa noche fuera memorable. Y grafitear su nombre en alguna parte. Eso a Ella no se lo había dicho nunca. Era algo suyo, su único secreto, y no tenía ningún valor. Por lo demás, no quería poseer nada que tuviera ningún valor. Si hubiera sido capaz, habría hecho como San Francisco —el único italiano por el que sentía respeto: se habría quedado desnudo en una plaza, le habría tirado a la cara a su padre, el mercader, sus riquezas, y se habría ido a vivir de bellotas y de raíces a una gruta, hablando únicamente con los árboles y los perros. Ser pobre como la naturaleza, simple como el cielo: mi libertad sin límites, como la de un pájaro, un perro callejero. A su manera, estaba persiguiendo esa pobreza y esa libertad. Cuando le parecía que estaba progresando demasiado lentamente hacia su meta, se repetía: Esperad, estoy a punto de llegar. Los árboles y los pájaros eran algo de lo que carecía, pero perros ya había recogido a cinco. Cogió en brazos al perro paralítico, agarró a Shylock por el morrillo, empujó al perezoso Mabuse y saltó al exterior de la furgoneta. Agitó la mano y gritó que iría al Barco después de comer. «Acuérdate de que tienes que acompañar al árabe a las obras», le gritó Meri entonces, «y a ver si se te ocurre algo, si no reúnes el dinero y no pagamos, nos van a echar a la calle».

El alba planeaba entre los plátanos del paseo del río y Zero tenía que darse prisa, porque la noche se estaba retirando, levantándose como una alfombra. El disco todavía difuso del sol ya flotaba por detrás de la sinagoga, centelleando sobre las hojas de un verde oscuro, sobre los resquicios seculares de las cortezas de los plátanos, diseminando chispas de luz sobre las aguas del Tíber. En los muelles empezaban a dibujarse las primeras sombras. Bandadas de golondrinas revoloteaban bajas sobre los tejados de los edificios y sobre las antenas de televisión, tomándolas, tal vez, por árboles sin hojas. Estaban histéricas, y locamente excitadas por la inminente llegada del día. Zero cruzó el puente y alcanzó la isla Tiburtina. La iglesia iluminada por los proyectores parecía el bastidor de una escenografía. En la pequeña placeta, bajo el obelisco, una camioneta de la policía vigilaba el Hospital Israelí. El policía que estaba al volante lo examinó como si sospechara de él. Zero le devolvió la mirada y lo desafió, pasando por delante de él. Sabía que el policía lo consideraba un posible enemigo debido a su pelo largo, teñido de violeta y recogido en gruesas trenzas de rasta, al anillo de plata que brillaba en la aleta derecha de su nariz, a la sudadera descolorida con capucha de fantasma, a los pantalones demasiado anchos caídos hasta casi las rodillas y a los perros sin collar y sin bozal.

Zero descendió rápidamente la escalera y oyó resonar sus pasos en un silencio irreal. El Tíber había tenido una crecida y una masa de agua oscura rebullía aún contra los muelles. En el brazo que discurría a la derecha de la isla, el río fluía velozmente, sin ni un encrespamiento, hasta que un escalón hacía que se desplomara en una especie de cascada, entre rápidos, ollas y remolinos. Caminando por el limo, Zero llegó hasta la punta de la isla y se detuvo para mirar el agua que se agolpaba bajo los arcos del Ponte Rotto. El perro que todavía carecía de nombre porque hacía poco tiempo que había sido recogido no se apartaba de su lado, temiendo ser abandonado también por él, y se echó a sus pies. Además, estaba paralítico, y no habría podido arrastrarse muy lejos. Era un bastardo manchado, peludo —un cruce desafortunado de terranova y de chow-chow—. Cuando le había dicho que había recogido a otro perro, Ella se había preocupado. ¿Dónde vas a meterlo?, le había preguntado. A Ella no le gustaban los perros. A Ella no le gustaban las cosas bastardas y sucias y abandonadas. A Ella le gustaban las cosas hermosas.

A las seis, no había nadie en la isla Tiburtina. De toda Roma, que Zero exploraba a menudo de noche, cuando estaba vacía y acogedora, sólo y únicamente escoltado por sus perros, la isla era el lugar que prefería. Su forma le recordaba una nave, que hubiera encallado en medio del Tíber a saber cuándo. La proa intentaba oponerse orgullosamente al flujo de las aguas, y a Zero siempre le había parecido que esa nave iba, como él, contracorriente. En los días de sol, pasaba horas acuclillado en la popa de esa especie de nave, mirando cómo el agua fluía con ruido sobre las piedras y luego proseguía hasta la desembocadura. Si algún día, por lo que fuera, tenía que rendirse, le gustaría dejarse caer en los rápidos, precisamente allí, y entonces su cuerpo navegaría entre los murallones y los cañaverales, hasta desaparecer en el mar.

Pero era un pensamiento estúpido, partiendo de la idea de que no quería suicidarse. Lo había pensado a los dieciocho años —porque el mundo le parecía un lugar inhóspito, una prisión, una mazmorra sin salida—. Pero luego no lo había hecho. Ahora le parecía un proyecto adolescente, veleidoso y ridículo. A pesar de todo, desde aquel día sólo habían pasado cinco primaveras, y él no había cambiado en nada, y el mundo tampoco —alguna cosa significativa había pasado, había caído el muro de Berlín y la Unión Soviética, pero la maldad extendía su sombra por doquier, con una monstruosa, inexorable eficacia—. Las lastras que pavimentaban la isla eran perfectamente blancas, parecían telas en espera de ser pintadas. Pero había demasiada luz y desde las casas podrían verlo. En la isla vivían unos pocos afortunados, pero de todas formas los había.

Zero pasó por debajo del hospital y se encaminó hacia la parte opuesta de la isla, donde la punta se estrechaba —igual que la proa de una nave—. Alguien había construido una chabola con mantas y cartones, acampando bajo el arco del puente. En el fuego recién apagado todavía humeaban las brasas y en el aire flotaba un olor a cenizas. Probablemente, inmigrantes sin casa. Inadaptados, ilegales. Muchos les tenían miedo, pero Zero había decidido noblemente reconocer como a sus hermanos a esos fantasmas desarraigados y solos. Una vez le habían robado y él no los había denunciado, no se dejaba arrebatar tan fácilmente sus convicciones. Por el Ponte Garibaldi, allá arriba, pasó un coche —los faros deslumbraban por detrás de la barandilla—. En la orilla izquierda del Tíber se estaban llevando a cabo trabajos —tal vez estuvieran dragando de una vez el estrecho brazo del río, obstruido y empantanado desde hacía años—. Una valla de chapa corría a lo largo de todo el muelle. Era de chapa ondulada, y la dificultad de la empresa lo excitó. Es fácil hacer pintadas en las superficies lisas, en las paredes, en los pilares. Todo el mundo es capaz de hacerlo, hasta los aficionados. Y Zero ya lo había hecho. Hasta en la pared de la villa. Una estúpida bravata, algo inútil, porque Ella no sabía que precisamente él era el autor.

Sacó de la sudadera las bombas de pintura. Esta noche sólo había traído tres colores. En fin, crearía un mundo negro, rojo y azul. Grafiteó. Oyó ladrar a los perros, los oyó gruñir —tal vez habían encontrado una rata, tal vez el ilegal que dormía en la tienda los había echado a pedradas—. Empleó lo que quedaba del amanecer en representar la explosión en el tapiado de las obras. Empezó por la bomba, una pequeña bomba de mano artesanal, construida a partir de ir ensamblando piezas inocuas, siguiendo las instrucciones de un manual descargado de Internet. La bomba era negra. El local fue rojo como las llamas, amenazantes lenguas de fuego que devoraban el emblema. También el perro fue azul, aullaba a una luna negra, con la lengua colgando. Por último se dibujó a sí mismo. Un muchacho canijo, todo él pelo, de espaldas. Se pintó de azul. Luego escribió el mensaje: TOTAL DEVASTATION. ¡DA EL BOMBAZO! Por último, firmó. Firmó como siempre ese único signo que había ido diseminando por vagones de metro y edificios, portales, persianas y trenes que ahora irían vagando por toda Italia, arriba y abajo, con sus figuras colgadas de los lados como carteles que, a pesar de todo, no vendían nada y no significaban nada distinto a lo que parecían. Ese único signo que lo resumía, y lo explicaba, y lo anulaba, y que era él mismo, exactamente: un nadie, un número carente de valor, un Zero. Ese nombre de pintura negra ahora brillaba en la luz de la mañana. El primer tranvía de alta velocidad —verde pastel, como el dibujo de un niño— chirrió sobre el Ponte Garibaldi. Taxis somnolientos corrían del otro lado de las barandillas. Las grandes cristaleras del Hospital Israelí reflejaban ya el sol. La gran, la tan amada Roma se despertaba de nuevo a la desnuda realidad de primera hora de la mañana, toda ella de calles, plazas, iglesias, del modo en que se les aparece a los pasajeros del primer autobús, ebrios de sueño; y a los noctámbulos, ebrios de música, que salen de las discotecas —la ciudad después de la batalla surgiendo de la marea de la noche. El cielo era gris, opresivo, nublado. Las previsiones se estaban cumpliendo. Iba a ser un mal día.