Emma se metió en la cama. Dio un tirón a la manta, que en el curso de los movimientos nocturnos se había ido hacia el lado de su madre y durante unos instantes —mirando los números fosforescentes del despertador— esperó que Olimpia le preguntara qué había pasado. Necesitaba desahogarse con alguien. Aunque Olimpia no fuera la persona más indicada. Nunca se ponía de su parte. Por muy increíble que pudiera parecer, siempre había defendido a Antonio. Lo justificaba. Le endosaba a ella, a su hija, la culpa de todo. Y durante mucho tiempo, por dentro, le había dado la razón. Era ella la causa de su fracaso; ella, el error. Se metió entre las sábanas con cuidado porque, con la menopausia, su madre había empezado a sufrir un sueño ligero y dificultoso —lo que la volvía extremadamente irritable. Emma permaneció inmóvil, con los párpados cerrados. Intentó imitar a los ascetas hindúes, a los bonzos budistas, a los adeptos de cualquier secta espiritual que fueran capaces de ausentarse de su propio cuerpo, de las angustias del mundo físico y material, con la fuerza del pensamiento. Meditar. Levitar. Trascender. Olvidarse de Antonio, allí fuera, esta noche, como ayer, como anteayer. De la dentadura de su madre en el vaso sobre la mesita de noche, de los niños durmiendo en el comedor, de esta casa que olía a humo, a cocina y a polvo. Ausentarse. Salir volando, durante algunas horas. Pero Emma no era una asceta hindú, no hacía el vacío en su interior, su mente era una centrifugadora enloquecida en cuyo centro rebotaba el pensamiento de Antonio, insensatamente apostado abajo, en la calle. La sentencia había hecho que perdiera la cabeza. Esta situación no podía durar. Tenía que cambiar de casa, pero ¿adónde podría ir? No ganaba lo bastante como para pagar un alquiler. Estaba atrapada en esa casa demasiado estrecha, en esa habitación demasiado estrecha. En una vida demasiado estrecha. En algún lugar debía de haber una vía de escape. Pero ella no conseguía atisbarla.
Olimpia roncaba, produciendo una compleja sinfonía de estertores, silbidos, inspiraciones. La boca, a la que le faltaban bastantes dientes, con las encías rojas como el interior de un estómago, estaba completamente abierta, para atrapar ese aire que parecía faltarle. Y también dormían los niños, en el sofá cama del comedor. Sin embargo, ni siquiera prestando atención, Emma no podía intuir su respiración. A veces, de noche, se despertaba sobresaltada e iba a comprobar que de verdad estuvieran ahí. Devorada por un miedo atroz a que Antonio, quién sabe cómo, hubiera conseguido entrar y se los hubiese llevado. Olimpia soltó un hipido entrecortado, su pierna derecha se contrajo como la patita del sapo que Valentina había diseccionado pocos días atrás sobre la madera de la cocina para un horripilante experimento sobre la estructura del cerebro. Un experimento que, a pesar de todo, ella no había prohibido. Porque una madre tiene que apoyar a su hija, otorgarle un mínimo de confianza. En cambio, Olimpia siempre le echaba en cara que ella no servía para nada, que nunca encontraría un trabajo de verdad, con sus impuestos y su pensión; siempre repetía: vosotros ya no os vais a largar de aquí. Veía las cosas de una manera pragmática, cruda, pero Emma no podía aceptar que tuviera razón. Nos marcharemos, ya lo verás, respondía. Tendremos una casa que será sólo nuestra. Tendrá vistas al mar y un jardín. Les compraré un perro, el ordenador, la playstation y un ciclomotor —todo lo que quieran—. Pero Olimpia no se lo creía. ¿Quién se va a quedar contigo, a la edad que tienes y con dos críos? Tienes cuarenta años. Los de tu edad a estas alturas están ya todos casados, en ningún caso quieren atarse otra piedra al cuello. No vas a encontrar a otro hombre con el buen sueldo de Antonio, con ese abogado que todas las navidades le envía un paquete con su panetone, su panforte y su champán. A alguno que se quiera divertir contigo en la cama lo pillarás, pero dentro de unos años acuérdate de lo que te digo: te vas a encontrar sola como tu madre. ¿Y qué?, respondía Emma, irritada ante esa mentalidad mezquina y venal. Mejor sola que mal acompañada.
A pesar de todo, Olimpia nunca había sido una gran defensora de Antonio. Cuando, seis meses después de haber empezado a salir con él, Emma se lo había presentado a sus padres, no había sido ningún éxito. Su padre esperaba algo mejor para ella. Un médico, un abogado pero, por encima de todo, soñaba con un profesor. Basándose en su experiencia personal, suponía que los licenciados tratan mejor a las mujeres. Tito Tempesta se había quedado en tercero de básica. En cambio, este Antonio, el quinto de seis hijos, gente del sur, era un mediocre perito industrial que se había hecho policía al acabar el servicio militar. Pero Emma encontraba a Antonio bastante irresistible con su uniforme azul de policía. Tampoco a Olimpia le había gustado Antonio. Pero por razones muy distintas a las de su marido. ¿Sabes cómo era tu padre a los veinte años?, le había comentado. Guapo, susceptible y pendenciero. Clavadito a tu Antonio. Cómo es tu padre a sus cincuenta años, eso ya lo sabes. Así que piensa bien en lo que vas a hacer. Emma hizo lo que le dio la gana. Y ahora Olimpia decía que puesto que se había escogido a su guapo Antonio, ahora tenía que quedárselo. ¿Qué has ganado con dejarlo? Vivimos como acampados, peor que los gitanos. Emma se acurrucó contra la pared para no toparse con los frágiles huesos de su madre. Por otra parte, Olimpia no sabía nada, porque había algunas cosas que a ella le daba vergüenza explicárselas —vergüenza de Antonio y vergüenza de sí misma—. Hasta el punto de que durante muchos años se las había negado incluso a ella misma, prefería pensar que las había soñado, en una pesadilla recurrente de la que al final se había liberado. El despertador marcaba las 5-09. Ahora ya no tenía sueño.
Cogió un libro de la mesita de noche y cruzó la habitación de puntillas. Cuando abrió la puerta del baño, las bisagras chirriaron. Acercó su cara a los listones de la persiana. Abajo, en el aparcamiento, bajo la chisporroteante farola, Antonio estaba sentado en el Tipo. Permanecía en el asiento del conductor, con las manos sobre el volante y la mirada perdida en el vacío. La abogada le había explicado que, en ausencia de otros delitos, no se puede denunciar a alguien sólo por estar en la calle. Si allana tu domicilio puedes denunciarlo, pero la calle es un espacio público, sería difícil demostrar que existe una molestia, no conviene arriesgarse a interponer una querella. Su cabeza rapada, su espalda pronunciada, su perfil autoritario, sus fuertes manos. Antonio, tan locamente amado —habría hecho, hice, lo que fuera por ti—. Por un momento, se vio atormentada por la tentación de bajar a hablar con él. Después de todo, él decía que no quería nada más que eso. Pero no, sería un error. No quería dar muestras de estar cediendo. Bueno, si Antonio quiere vivir en el coche, peor para él. Si quiere espiar, que espíe lo que quiera; lo que pueda haber aquí dentro para ver, eso sólo lo sabe Dios.
Intentó desatascar el pasador, para cerrar todas las rendijas, pero no lo consiguió. La ponía nerviosa la idea de que Antonio creyera que tenía el poder de robarle el sueño. Aunque, por lo demás, era la verdad. Y, quieras que no, no podía hacer nada al respecto. Encendió el fluorescente de encima del espejo. Colocó la almohada en la bañera y se metió en ella. El esmalte estaba helado. Pero esa bañera con asiento del mísero cuarto de baño era el único rincón de la casa en el que podía estar unas horas en paz. Abrió la novela, pero Kevin debía de haber movido el punto de libro, porque le pareció que ya había leído esa página. Intentó retomar de nuevo el hilo de la historia, pero no lograba recordar qué le había pasado a Kitty como-se-llamara, nunca tenía tiempo para leer, los nombres de los personajes no le decían nada, sus vivencias le resultaban oscuras. Tal vez fuera su creciente incomprensión respecto a la literatura. Tal vez sólo fuera el cansancio, o la ansiedad, o el pensar en los niños en el sofá cama del comedor, o Antonio, abajo en la calle. Le seguían sonando en los oídos las palabras de Olimpia. Filisteísmo. E hipocresía. Y, a pesar de ello, no lograba librarse de ellas: Un padre que pierde a sus hijos, carne de su carne, es algo verdaderamente horroroso, olvídate del divorcio, que no son más que gastos, acabad de una vez, él te perdona, tú también lo perdonas, no se hable más del tema, vuélvete con él y que él vuelva contigo; éste es tu deber como madre, la familia está por encima de todo lo demás.
Se había marchado de casa un 23 de diciembre, después de que Antonio hubiera salido para entrar de servicio. Lo acompañó hasta la puerta, como de costumbre, lo besó, se asomó al balcón y esperó a que desapareciera al final de la calle. El Panda de su madre estaba aparcado detrás de la plaza Vittorio. Olimpia era cómplice: le había pedido a Antonio que dejara que los niños se quedaran a dormir en casa de ella, esa noche, con la excusa de que después tenían que salir hacia Santa Caterina y ella quería darles a sus niños los regalitos de Navidad. Antonio no tenía ganas de discutir con Emma sobre las vacaciones de Navidad —ella se quejaba de que las pasaban siempre con los padres y los doscientos hermanos y primos de él, nunca en Roma, con los Tempesta— y dio su consentimiento. Emma cerró la puerta sin echar la llave, como si tuviera que volver enseguida. Cargó en el Panda las maletas, los libros del colegio de Kevin y Valentina, los discos, los juguetes, la guitarra y el pijama del delito.
Ahora prefería no pensar en ello, pero la gota que colmó el vaso fue un pijama. El 22 de diciembre estaban desayunando en la galería, como todas las mañanas desde que adquirieran el apartamento de la calle de Carlo Alberto con una hipoteca a treinta años, endeudándose hasta el cuello. Emma extendía la mermelada en las galletas de Kevin, Valentina azucaraba su Orzoro. Este café tiene gusto a goma, dijo de pronto Antonio. A Emma no se lo parecía. Kevin mordisqueaba su galleta, se le cayó un trozo coronado con un grumo gelatinoso de arándanos, que fue a pegársele en la bata de la guardería privada. Pero ¿es que no puedes tener cuidado?, le recriminó Emma, acabo de lavarlo, ¿acaso eres focomélico? ¿Qué quiere decir focomélico?, preguntó Kevin. El filtro está roto, dijo Antonio, esa cafetera es vieja, ¿por qué no la has cambiado? ¿Qué quiere decir focomélico?, preguntó Kevin. Te lo he dicho ya diez veces, se emperró Antonio, pero tú como si nada, le hablo al viento. Nunca me lo has dicho, dijo Emma. Sí que te lo ha dicho, dijo Valentina, vaciando la taza, yo también estaba, lo oí. ¿Por qué no has comprado otra?, dijo Antonio. Me he olvidado, ¿vale?, minimizó ella, intentando eliminar la mancha de arándanos de la bata amarillo claro de Kevin. Pero era inútil: justo a la altura de la ingle se había formado una desagradable mancha violácea. Emma no quería que las monjas pensaran que la madre de Kevin descuidaba la higiene personal de su hijo. Eh, te estoy hablando, mírame cuando te hable, ¿en qué estás pensando? Date prisa, dijo Emma, sin levantar la mirada de la bata manchada, vas a llegar tarde. Si la abuela Olimpia me regala otra vez unas zapatillas con cabeza de perro te juro que las tiro por la ventana, dijo Valentina. Oye, no sé qué te va a regalar la abuela, pero en cualquier caso tú vas a hacer como que te gusta. ¿Me has entendido?, ordenó Emma, más amenazante de lo que deseaba. Valentina sólo tenía once años. Mamá, no quiero ir a la guardería, lloriqueó Kevin, entre la indiferencia general. Ya sabes que yo quiero un telescopio, insistió Valentina. Quiero el telescopio como regalo de Navidad. No hables de los regalos delante de Kevin, le exigió Emma. Papá Noel no existe, le dijo Valentina a su hermanito, que de todas maneras estaba lamiendo la mermelada de la servilleta y no captó la noticia. Tú pasas de nosotros, pasas de mí, moralizó Antonio. Ya no te reconozco. ¿Qué haces durante todo el día? La casa está desordenada, es un caos, da asco, mira: hay polvo hasta en las galletas. ¿Que qué hago?, estalló ella, con la cara colorada, ¿tienes el valor de preguntarme qué es lo que hago?
Antonio le dijo que no gritara delante de los niños. Emma gritó que no estaba gritando. Qué coñazo, dijo Valentina, y se fue a buscar su mochila. Mamá, no quiero ir a la guardería, gimoteó Kevin. ¿Quieres saber qué hago?, seguía gritando Emma, desanudando la bata sucia de Kevin y tirándosela a Antonio a la cara. ¡Todo, lo hago todo! ¿Quién te prepara la comida? ¿Quién va a hacer la compra? ¿Quién lava los platos? ¿Quién te hace la cama? ¿Quién acompaña a tu hija al colegio? ¿Quién la ayuda a hacer los deberes? ¿Quién la lleva al polideportivo? ¿Quién les compra los regalos de Navidad? Ése es tu trabajo, tú lo elegiste, ¿acaso tengo que darte las gracias?, dijo Antonio, alterándose, parece que me hayas hecho un favor. Tú querías ser madre, ¿no?, pues entonces hazlo, cojones, tampoco es tan difícil.
Papá, probó de nuevo Valentina, asomándose a la galería con el abrigo abrochado, el sombrero en la cabeza y los guantes, aunque ya me hayáis comprado el microscopio, por mí ya está bien. Miraré las bacterias, en vez de las estrellas. Di que tampoco eso se te da bien, dijo Antonio, ignorando a su hija. Di que no sabes hacer nada. Papá, insistía Valentina, sacudiéndole por el hombro, vámonos ya, bajo con vosotros. Yo trabajo todo el día, yo no sé qué son el sábado o el domingo, yo pongo en peligro mi vida a cada segundo, siguió Antonio sin hacerle caso, ¿y por quién crees que lo hago? ¿Quién te paga las vacaciones, quién le ha comprado el microscopio a Vale, quién le ha comprado el Ferrari de plástico a tu hijo? ¿Y no merezco nada a cambio? Cuando vuelvo a casa, es como entrar en una nevera. Siempre estás disgustada. Yo estoy en tensión todo el día, ¿no puedes entender que necesito tranquilidad? Valentina cerró ruidosamente la puerta de casa. Emma pensó que una chiquilla de once años no debería ir al colegio ella sola, en un barrio como éste.
Estoy cansada, Antonio, dijo Emma. Bueno, total, mañana por la tarde nos vamos, suspiró él. Así podrás estar diez días dejando que te sirva mi madre. ¿Eso te lo ha dicho ella?, gritó Emma. Deja en paz a mi madre, dijo Antonio. ¿Te lo ha dicho ella?, gritó Emma. Mamá, yo no quiero ir a la guardería, gimoteó Kevin. Mi madre es demasiado señora como para quejarse de que su nuera no mueve ni un dedo, que se está repantigada en el salón, como una reina concediendo audiencia a los cuñados, mientras todas las demás echan una mano en la cocina, dijo Antonio. ¿Es eso lo que piensas?, dijo Emma, sumida de repente en una gélida calma. ¿Sabes qué te digo? Que te vayas tú a Santa Caterina, yo no voy. ¿Ah, sí?, gritó Antonio. Pero ¿qué coño tienes en la cabeza? ¿Adónde te crees que vas?
Emma cogió la tacita de Antonio, llena de café todavía, y la tiró junto con la cafetera al cubo de la basura. Antonio la agarró por la chaqueta del pijama y dado que ella no se volvió, la manga se desgarró y se le quedó en la mano. Lárgate, vete de aquí, dijo Emma. El pijama estaba para tirar, era un trapo, se justificó Antonio, levantándose. Cogió a Kevin de la mano, pero Kevin escondió la cara entre las piernas de su madre. Mamá, yo no quiero ir a la guardería, gimoteó Kevin. ¿Cuántos años hace que tienes este pijama? Lo veo todos los días, siempre este pijama de los cojones. ¿Por qué no te cuidas?, ¿te has mirado al espejo? Te están saliendo canas. Ya no te importa si me gustas o no, y de hecho ya no me gustas. ¿No era esto lo que tú querías?, le dijo ella. ¿No estás contento? Mamá, yo no quiero ir a la guardería, gimoteó Kevin. Tú vas a ir a la guardería, dijo ella, exasperada, y le estampó una bofetada en la mejilla. No te atrevas a volver a pegarle a mi hijo, masculló Antonio, cogiendo en brazos a Kevin, sacudido por un sollozo lleno de angustia. Ese sonido penetrante, la cara amoratada y desesperada del niño eran un reproche intolerable, la demostración de lo que no debía hacerse al educar a los hijos. Emma echó los brazos en torno al cuello de Antonio, que los estrechó con fuerza a los dos contra su tórax. No me pondré más el pijama, Antonio, le dijo.
No quería decir lo que he dicho, susurró Antonio, besándola en una zona altamente erógena detrás del lóbulo de la oreja, no es verdad, sigues siendo la más guapa y me gustarás incluso cuando estés toda canosa, perdóname. Ella notaba el bien conocido escalofrío recorriéndole la columna vertebral y, pese a todo, estaba mirando las migas del desayuno desparramadas sobre la mesa. No es a mí a quien tienes que pedirle perdón, dijo, sino a la mujer del pijama. Kevin seguía sollozando y Antonio captó únicamente la palabra «pijama». Y mientras lo acompañaba hasta la puerta Emma se dio cuenta de que el vaso ya se había colmado. Y por mucho que hiciera o que dijera Antonio, ya no podría ser perdonado por esa mujer porque esa mujer había muerto en la galería de la calle de Carlo Antonio. Y la mujer que lavaba las tazas en el fregadero, y que barría los restos de comida que se habían pegado al suelo de la casa que ahora estaba desierta, era otra, y no tenía ni el derecho ni el deseo de perdonarlo.
Nunca le había pedido ayuda a nadie. Apáñatelas tú solita —éste era el dogma de Olimpia—. No te quejes y aprende a flotar, porque la vida es una cloaca y nadie te va a ayudar si no te ayudas tú. ¿Mamá? Voy a ir a tu casa unos días con los niños, le dijo, por teléfono, como si fuera una cosa sin importancia. En realidad, no le pidió su opinión. ¿Pasaréis la Navidad conmigo?, gritó Olimpia, contenta de arrebatarle los nietos a la abuela rival. Navidad y a lo mejor algunos días más, dijo Emma. A la mañana siguiente, cargó el Panda y condujo hasta casa de Olimpia. Aquello ocurrió hacía algo más de dos años y cuatro meses.
«Mamá», lloriqueaba Kevin, «mira qué ha pasado. Me lo he he-he-hecho encima. Se ha m-m-mojado todo». Emma dejó la novela de la que, de todas maneras, no había leído ni una línea y miró a su hijo, que asomaba la cabeza por el umbral del cuarto de baño. Un esparadrapo cubriéndole el ojo, la camiseta enrollada por encima del ombligo y debajo nada más —desnudo. La pilila pegada a los muslos mojados. «No lo he he-hecho queriendo», se justificó, tendiéndole los pantalones del pijama. Se esforzaba por mostrar la máxima dignidad. Con desgana, reprimiendo un gesto de fastidio, Emma salió de la bañera. «No importa, no pasa nada», le dijo. «¿Por qué estás en la bañera?», preguntó con recelo Kevin, «¿t-t-te encuentras mal? ¿Te estás m-m-muriendo?». «Pero ¡qué cosas se te ocurren, renacuajo!», se rió Emma, sin comprender. Metió los pantalones mojados en la cesta rebosante de ropa sucia. Mañana, fuera como fuese, tenía que encontrar tiempo para poner una lavadora. «J-j-júrame que no te estás muriendo», insistió Kevin. «No me muero», lo contentó ella, expeditiva. Pero Kevin no parecía convencido. La examinaba, como si su piel pudiera confirmarle que le decía la verdad.
«¿Está ahí?», murmuró. «¿Quién?», exclamó ella, herida. El niño todavía pensaba en aquello. Siempre lo pensaba. Yo ya puedo llevármelo a otra casa, a otra ciudad, pero nunca podrá hacer que lo olvide. «Oh, no, cachorrito mío», le sonrió, tranquilizadora, «no hay nadie». Kevin la aferró por las piernas y frotó la nariz contra el borde del body. «Voy a cambiarte las sábanas», dijo cambiando de tema. «Ven». Lo cogió de la mano y se lo llevó con ella hacia el comedor. Entre los listones desarticulados de la persiana ya se intuía la azul reverberación del amanecer. Nunca conseguiría encontrar las sábanas limpias sin despertar a Valentina. En fin, Kevin tendría que dormir sin ellas. No sería la primera vez. Ocurría una noche sí y dos noches no. Apelotonó las sábanas mojadas en el suelo y echó al niño sobre el colchón. Kevin se dejó convencer sólo tras pactar que ella se tendería a su lado. Emma hundió la boca entre su pelo. Kevin olía a tráfico y a galletas. «Hakuna matata, / vive y deja vivir», le canturreó al oído. «Hakuna matata, / vive y sé feliz. / Ningún problema / debe hacerte sufrir. / Lo más fácil es / saber decir / hakuna matata». La filosofía de la vida de los animales de la sabana de El rey león, la película preferida de Kevin, nunca le había parecido demasiado sensata. Hakuna matata. Ningún problema, Kevin.
«¿Te quedarás conmigo?», la interrumpió de pronto Kevin. «Sí, cariño, dormiré contigo». Acurrucados en la cama nido, muy, muy juntitos para no caerse al suelo. Mis manos alrededor de su espalda, sus puños contra mis costillas, sus rodillas contra mi estómago, su peso bajo mi corazón. Lo vuelvo a tener dentro de mí, donde no podrá sucederle nada. «Estoy aquí, todo está bien, hakuna matata —duerme». La humedad del colchón le provocó escalofríos. Tal vez debería hablar de este problema de enuresis nocturna con un pediatra, pero el único que conocía cobraba cien mil liras por una visita de un cuarto de hora, y ella ahora no las tenía. «¿Y no te marcharás c-c-cuando me d-d-duerma?», balbuceó Kevin. «No, cariño, no me marcharé de aquí». «¡Vale ya, joder!», estalló Valentina, con voz nasal, como si estuviera resfriada o hubiera llorado, «yo también existo, y quiero dormir».
«J-j-júrame que no te vas a morir», insistía Kevin. «Ssshh». «J-j-júrame que no te vas a morir». «¡Ojalá!», bromeó Emma, «pero no puede ser. Todo el mundo se muere, por desgracia, como el abuelo, como el tío Remo…, pero te juro que no me voy a morir hasta que tú no seas mayor, ¿te vale así?». Kevin no respondió. Reflexionaba, perplejo, tocándole el rostro con los dedos —las líneas de la boca, la nariz, los párpados, las cejas. Emma se preguntó de qué familia hablaba Olimpia. Toda mi familia, ahora, está aquí.