Por la puerta acristalada del bloque apareció una mujer envuelta en un impermeable. Como Antonio estaba aparcado justo delante de la entrada para poder controlar las ventanas del apartamento del primer piso, la mujer se vio obligada a deslizarse por el estrecho espacio entre dos coches y se le plantó delante mismo. Cuando lo vio dentro del coche, demudado y despierto en el asiento del conductor, tuvo un sobresalto de puro terror. Antonio se rió con ganas, contento de haberla asustado. Una mujer vieja —tal vez una comadre, tal vez una confidente de la horrible Olimpia, su enemiga declarada, merecedora de ser quemada, empalada, desollada y fustigada, porque si no la hubiera ayudado, Emma nunca se habría marchado y nada de todo esto habría sucedido—. La mujer del impermeable se fue a toda prisa hacia el autobús y por un instante Antonio la envidió. Se mordió hasta hacerse sangrar los nudillos, para de esa manera impedirse bajar, seguirla, preguntarle si la había visto, si había hablado con ella. La envidiaba porque era obvio que la había visto, obvio que había hablado con ella. Emma vivía allí desde hacía ochocientos sesenta y tres días. Esa insulsa mujer —encargada de la limpieza de alguna empresa dedicada a sacarle brillo a los despachos de los edificios del centro— tenía el privilegio de verla, de pararse a intercambiar con ella unas palabras en el rellano. Oía su voz a través de las paredes, podía bromear con los chiquillos y pegarles la bronca cuando se divertían jugando con el telefonillo —mientras que él, aquí, no estaba admitido, tenía que quedarse en la calle como un vagabundo, como un perro sarnoso.
No consiguió dominar su impulso de bajarse del coche. El ruido de la portezuela que golpeaba en el silencio de la noche le hizo sobresaltarse. No quería despertarla. Emma está tan cansada. Duerme poco, trabaja demasiado, come mal, algo para picar de pie en algún bar, se mata a trabajar limpiándoles el culo a viejos chochos llagados y pestilentes, se malgasta diciendo tonterías por teléfono, se malogra cuando podría meterse en la cama después de haberle preparado a él el desayuno, podría quedarse en casa todo el día, pintándose las uñas y viendo la televisión, podría no preocuparse por nada, porque ya me preocupo yo. Yo me ocupo de ella, y de ellos. Y en vez de eso…
Entre todas las cosas que había perdido, aquélla cuya ausencia más le dolía era la voz de Emma. Densa, cálida, con un matiz ronco, más palpable que su cuerpo. Desde que sabía que tenía una posibilidad entre quinientas de oír su voz —eran quinientos, en efecto, los trabajadores de la atención telefónica— llamaba continuamente para notificar una avería, para quejarse o para que le dieran información sobre las nuevas ofertas y promociones de la compañía telefónica. Y colgaba hasta que la fortuna lo premiaba, y era ella la que respondía de verdad, con una voz suave y persuasiva que desencadenaba en sus glándulas una tempestad de hormonas y, por un instante, lo hacía feliz. «Buenos días, le atiende Emma, ¿en qué puedo ayudarle?». Oh, Dios, gracias te doy. Había hecho que le explicara cien veces las ventajas del abono a la línea de alta velocidad —pero ella hacía como si no lo reconociera, sólo una vez había estallado, exclamando con voz dura y cortante: estoy trabajando, no me fastidies esto también, déjame en paz.
La mujer del impermeable estaba apoyada en el poste de la parada del autobús y de vez en cuando echaba un vistazo alarmado en su dirección. Ese poste amarillo era la única mancha de color en un mundo neblinoso, gris, de una tristeza y una desolación agobiantes. Antonio se apoyó sobre el capó del Fiat Tipo y desenvolvió un caramelo. Quería darle la impresión de que esperaba a alguien, o algo, aunque en realidad no esperara nada. Todo había terminado. Tocó de forma instintiva la pistola en la funda que llevaba colgada bajo la axila, y lo atravesó el deseo fulminante, abrasador e irresistible, de quitar el seguro y pegarse un tiro en el cerebro.
Pero tenía que hablar con ella por lo menos una vez más. Todo podía arreglarse todavía, y morir precisamente en vísperas de la reconciliación era estúpido, como morir el último día de guerra. A algún desgraciado eso puede pasarle, pero a él no iba a sucederle. Sonrió, porque Dios no permitiría que terminara de esa forma. Emma volverá conmigo, esta penosa soledad terminará y yo la apartaré de todo esto, volveremos a vivir juntos, nos amaremos como nos amamos —el futuro será como el pasado—, todo volverá a estar en orden nuevamente, criaremos a nuestros hijos, tendremos otro niño, yo la haré feliz, nadie la amará como yo la amo. Porque yo la conozco, yo la acepto, la comprendo y la perdono.
A las cuatro y cuarenta y cuatro, tras los listones de la persiana cerrada vislumbró una luz. Había alguien en el cuarto de baño. ¿Ella? ¿Emma, bajo la ducha? Deseó ser la cortina de la ducha, un velo de plástico húmedo que se adhería a su piel, se enroscaba por sus piernas, rozaba sus glúteos —ser el jabón que resbalaba por el surco de sus pechos, corría por su ombligo, goteaba sobre los labios mayores. Ser el albornoz, para ponerse sobre ella— ser la cama, para acogerla. Ser una media de nailon, un zapato, unas bragas de algodón. Ser el autobús que te transporta, el sol que te toca, el colchón sobre el que duermes. Cómo puedes vivir día tras día y no sentir mi ausencia. Estoy aquí. Estoy aquí.
Quienquiera que hubiese entrado en el cuarto de baño, no se estaba duchando. Alguien tiró de la cadena y los tubos se tragaron la carga, con un eructo. Tal vez la vieja incontinente —obligada a mear cuatro veces cada noche—. Yo te maldigo, y maldigo el fruto de tu vientre. Se regodeó con el pensamiento malévolo de que también Emma —dentro de veinte años, o incluso menos— acabaría siendo como su madre. Una vieja ácida e infectada de rencor como una herida purulenta, hasta el punto de que su marido prefirió palmarla bajo las ruedas de un autobús en vez de seguir soportándola. Emma, pronto informe y deforme como la bruja Olimpia, tetas blandas y caídas, barriga prominente, pelo escaso, venas verdes en relieve por las piernas, como gusanos; vejiga débil, bolsas bajo los ojos, la piel marchita como una manzana vieja. Pero entre una cosa y otra no era un pensamiento reconfortante, porque para esa misma época él sería un desecho endeble y apergaminado, por lo que era fantástico que ese momento se encontrara lejos todavía y que Emma fuera un jugoso bocado de carne, pulido por la naturaleza y por el amor. La había visto hacía pocas horas —el jueves regresa tarde, la muy puta— cruzando casi a la carrera el portal (¿asustada?, pero ¿de quién?), y luego reaparecer tras la puerta ventana del comedor, delgada, jadeante, con el pelo recogido de cualquier manera, con una pinza de plástico, no muy elegante —pero era Emma, al fin y al cabo. Se había encendido la luz del dormitorio.
En esos muchos años, Antonio había entrado allí tan sólo en tres ocasiones: era un cubo recargado de muebles de escaso gusto, igual que la dueña de la casa. Un cuarto de baño con un mueble repleto de frasquitos de perfume rancio —comprado de tercera mano en Porta Pórtese—, porque queda de señora respetable: Olimpia Tempesta tenía la manía de parecer respetable, porque no lo era. Muestras de perfume rancio —también las usaba Valentina: la última vez, su niña olía a vieja, un perfume decadente a violeta y a maquillaje caducado. ¿Por qué utilizas estas cochinadas de tu abuela, ratita? Papá te comprará el mejor perfume que exista. La había llevado a la Rinascente, le había rociado en la muñeca todos los perfumes con nombres altisonantes de los estilistas de alta moda que había en esos grandes almacenes. Al final, Valentina había optado por Issimiake, o como diablos se llamara esa japonesa, el perfume más caro en exposición. Valentina, demasiado delgada y demasiado alta, pero que algún día sería tan hermosa y flexible como su madre. Valentina, estrella mía que duermes tranquila, perfumada con perfume japonés, pero triste porque estás lejos de este papá que te adora.
Tenía que extirpar de inmediato ese pensamiento tan profundamente lacerante de Valentina. No la veía desde hacía más de un año —desde el juicio, prácticamente— y eso había sido un error, pero el dolor había apagado su razón, él quería ver a los niños todos los días, y no los que determinara un juez de mierda, y no quería conformarse con ser el comparsa festivo de sus fines de semana. Él tenía derecho a ser parte de esa semana, de sus vidas —no, no tenía que pensar en ello—. El cuarto de baño. Muestras gratuitas de perfume y postales del Padre Pio remetidas en el marco del espejo. Y la fotografía de Tito Tempesta, barrendero municipal y estalinista empedernido —sonriente, porque ya estaba muerto y se había librado de esa esposa que siempre estaba ladrando y siempre estaba rabiosa—. Luego la cama, de latón, con la Virgen y el Niño Jesús en una nubecilla rosada, encima de las almohadas. Emma, que desde que se marchó duerme con su madre bajo la protección de María y del Niño Jesús. Y un armario de aglomerado, lleno de ropa que apesta a vejez, y los vestidos de Emma que siguen en las maletas, porque en ese agujero de casa no hay sitio para ella. La luz todavía estaba encendida tras los listones —un delgado hilo de esperanza. Asómate, asómate a la ventana, amor mío.
Una tras otra, algunas almas apagadas iban apareciendo desde portales en los que temblaban baratas lámparas fluorescentes y se arrastraban hacia la parada donde ahora, en la oscuridad neblinosa de este último retazo de la noche, se había arremolinado una pequeña multitud a la espera del autobús. Otros encendían motores, sacaban cafeteras del aparcamiento, llegaban furgonetas, minibuses. Emma en la cama, con su pijama de rayas, echada junto a su madre. ¿En qué piensa? ¿Estará pensando en mí? ¿Está despierta? Se ha levantado y ahora ya no puede conciliar el sueño, siente el vacío en su interior, el sentimiento de culpa la consume, y comprende que se está equivocando en todo, que no debe destruir nuestra familia —¿hay alguien que haya sido tan feliz como nosotros?—. Todavía está a tiempo de volver atrás, todavía puede detener el mecanismo, no pedir el divorcio, salvarse, salvarnos, salvarme. Ahora tienen que hablar el uno con el otro. Tiene que explicarle las últimas novedades significativas. A partir de ahora todo será distinto. Lo juro por la cabeza de Valentina, la criatura que más quiero en este mundo. De Valentina y de Kevin, porque un padre debe esforzarse en ser imparcial, y no tener preferencias, aunque Valentina y él se hayan entendido siempre por telepatía, mientras que Kevin ya no le habla y no recuerda cuándo fue la ultima vez que oyó su voz. Será bueno con Emma, soportará todas sus mentiras. Y aunque me mientas, te creeré. Me fiaré de ti, sí. De ahora en adelante todo será perfecto. Lo único que te pido es otra oportunidad. Asómate a la ventana, amor mío.
Y ella se asomó. La habitación, a su espalda, se había sumido en la oscuridad, de manera que Antonio tan sólo entrevió una sombra blanca —una masa de pelo claro y la brasa de la punta de un cigarrillo que desprendía un hilo de humo en la noche—. Emma no llevaba el prosaico pijama de rayas de la época de su matrimonio, sino un provocador body brillante, tal vez de raso. Permaneció asomada a la ventana, acodada en el alféizar. Sopló una bocanada de humo y sacudió la ceniza en el vacío. Había apoyado la cabeza en el marco de la ventana y miraba, sin verla, la oscuridad que tenía ante sí. El corazón de Antonio disparó una ráfaga de latidos que lo dejó alelado. Acércate. Poco a poco, sin gritar. Acuérdate de que ella te tiene miedo. Llamarla, con dulzura, pedirle que se vista, que baje, que puedan hablar. ¿A esta hora? ¿Por qué no? Una mujer y un marido, con hijos pequeños, cuentan tan sólo con las horas de la noche. Los ojos de Emma vagaron por los coches, abajo, en la calle, pasaron por los contenedores rebosantes, que desde hacía días esperaban la visita de los basureros. Luego se detuvieron en el Fiat Tipo aparcado justo debajo de su ventana. Ese Tipo que tan bien conocía, al que se había subido mil veces, el que había estampado contra un tranvía en un día de lluvia, con el que durante años había acompañado a Valentina al polideportivo en el que incluso había tenido sus mejores orgasmos, cuando Antonio y ella querían hacerlo pegando gritos, sin tener que contenerse debido a los niños. Su expresión soñadora y distraída se endureció. Tiró el cigarrillo al vacío. Y aunque Antonio se apresurara a cruzar el aparcamiento y a lanzarse bajo la ventana, no tuvo tiempo de decirle que había venido para hablar, sólo para aclarar una cosa, por qué ella no deseaba hablar con él y ni siquiera le dirigía la palabra. Tiró de la correa y dejó caer ruidosamente la persiana.