La llama vibró en la olorosa oscuridad de la noche de mayo, dibujando una tenue estela de luz. Cuando el escaparate se rompió con un estruendo, una polvareda de cristales salió disparada hacia todas partes y le cayó por encima como granizo, a pesar de que había lanzado desde lejos y de que ya estaba corriendo. La rudimentaria bomba de mano cayó al suelo, rodó bajo las mesas vacías, rebotó contra el cubo de la basura y fue a dar contra el mostrador. Zero se detuvo —jadeante— únicamente cuando consideró que estaba fuera del alcance de la explosión. Por lo menos, según sus cálculos. Se escondió detrás de la esquina protegido por el muro de un edificio. Contó hasta veinte. Estalla, rogó. ¡Estalla de una vez!
No pasó nada. Había fallado. Un fracaso total. El perro le lamió confiadamente la mano. El barrio dormía, el silencio lo ensordeció más que el estruendo de la explosión que no había oído. Por desgracia no era el único testigo de su fracaso. Los otros lo esperaban en la furgoneta. Blanca, decrépita, el guardabarros destartalado que colgaba hasta rozar el asfalto, estaba en el lado opuesto de la calle con el motor en marcha, las luces apagadas y la puerta de atrás abierta. Zero acababa de dar un paso hacia la furgoneta sacudiéndose de la sudadera los añicos de vidrio que la hacían brillar, cuando un estruendo hizo temblar el asfalto bajo sus pies y una llamarada roja iluminó la plaza como si fuera de día.
La persiana metálica desquiciada y arrancada se abatió sobre la acera y salieron volando, en torbellino, cascotes, vasos de cartón, cañitas flexibles, bandejas de plástico, cartas de plástico, envases de plástico para comidas de plástico —allí dentro todo era de plástico, hasta la carne, hasta la tarta de manzana, hasta las croquetas de pollo—. Luego se extendió el incendio. Zero corrió hasta la extenuación hacia la furgoneta, perseguido por el perro que ladraba, festivamente. Las alarmas antirrobo saltaron todas al unísono, tan estridentes y atronadoras como inútiles. Una mano lo ayudó a trepar a la furgoneta y Zero se izó sobre la plataforma mientras Ago metía la marcha. Agarró la portezuela para cerrarla, pero no lo logró porque su amigo había partido a toda velocidad. El perro le lamió la mano, que sabía a pólvora, y Meri sujetó a Mabuse por el morrillo y exclamó admirada: «¡Hey, hombre, lo has logrado, has conseguido que estallara!». Y Zero respondió irónico, sin darse demasiada importancia, que había sido fácil, que hasta un idiota podría hacerlo, que bastaba con clicar y luego seguir las instrucciones. En realidad, le parecía un milagro, casi no se lo creía —y lo había hecho solo, él solo. Él, que en la vida había cambiado ni una bombilla y que ni siquiera sabía coserse un botón.
Durante cientos de metros, mientras se alejaban de Bravetta a toda velocidad, la puerta trasera permaneció abierta, pero a Zero aquello no le molestaba porque, aunque alguien pudiera fijarse en ellos, y anotar el número de su matrícula o identificar al chico de largo pelo violeta arrodillado en la plataforma, pudo disfrutar hasta el final del espectáculo del malvado McDonald’s en llamas. En Roma, habían brotado a docenas fast-foods de ésos. Al principio, suscitando indignación y algunas protestas. Luego, sólo el entusiasmo y la resignación típicos de los países colonizados. Habían abierto uno en cada barrio y la gente iba allí, sin darse cuenta, sin tener ni conciencia ni moral. El mundo está lleno de gente que nunca ha tenido ninguna enfermedad que sea más peligrosa que la gripe, ninguna idea más grande que la casa en que se encierra y que, al mismo tiempo, está como pegada de través, igual que la etiqueta del precio en un vestido. Pues bien, a partir de esta noche había uno menos y él se sintió vivo. Kill las multi. Muchos lo escriben y todavía más son los que lo defienden, pero Zero lo había hecho de verdad. Tal vez, después de todo, no fuera un individuo tan inútil tan malogrado. El rótulo amarillo de neón pareció encenderse cuando el local ardió, la M despuntó sobre una parrilla de llamas, hasta que el plástico se licuó y la M se dobló, se dobló y al final cayó, dejando tras de sí, en la fachada del edificio, un agujero renegrido, como un cráter. Sólo entonces Zero agarró la puerta trasera y la cerró, y en el interior de la furgoneta todo se volvió oscuro.