Segunda hora

«Se trata de una cuestión de filosofía», sentenció el hombre pecoso y pelirrojo plantado a la sombra delante de la persiana metálica bajada de lo que podía ser un círculo deportivo o un almacén. Un hombre sin edad, con rasgos tan anónimos y sumarios como los de un feto, a quien Elio tenía la impresión de conocer, pero no recordaba de qué. «Uno tiene que estar dispuesto a perderlo todo; únicamente de esa forma se puede ver lo profundo que es el amor que sientes por la Idea. Lo has dicho tú, ¿no? La Idea está por delante de todo lo demás». «Mire, seguiremos hablando en otra ocasión, ahora tengo que marcharme, mi niña me está esperando, le prometí que cantaría con ella en el karaoke», dijo Elio, con disgusto, porque le parecía que no debería estar en ese momento en esa calle, en ese barrio, delante de esa persiana metálica iluminada por la débil luz de una farola —en la que alguien, con pintura negra, había escrito SI LO QUE POSEES TE POSEE A TI, SI LO HAS PERDIDO TODO Y ESTÁS DISPUESTO A TODO, ENTONCES ERES UN BÁRBARO.

«Yo también te estaba esperando», replicó el desconocido, con acritud. «Hace veinte años que te espero». Con cautela, Elio intentó llegar hasta el jefe de la escolta que le abría la portezuela del coche blindado, pero el desconocido lo agarró por un brazo y lo llevó hacia el interior. Elio no tuvo tiempo para sorprenderse de que, ahora, la persiana estuviera levantada. En el amplio local, apiladas unas sobre otras, había una veintena de sillas y un televisor encendido, donde se veían las retransmisiones electorales. «¿Por qué?, ¿acaso nos conocemos?», se sorprendió Elio. El feto no respondió. «Para mí el partido lo es todo. Se lo he dado todo. Por eso no puedo perdonarte nada. No te quito el ojo de encima. Has metido la pata, Elio Fioravanti. Así son las cosas. Quien se equivoca tiene que pagar. Yo pagué. Yo fui a la cárcel por la Idea, me echaron tres años y me aconsejaron que me olvidara de la política. Dejé que me abrieran la cabeza por la Idea, mientras pegaba pasquines, como a un perro. Lo acepto, ¿me comprendes? HE TENIDO UN SUEÑO». «Amigo, no sé de qué me estás hablando», balbució Elio, sorprendido al ver allí, en ese desnudo y miserable local, a su secretario. El desconocido lo agarró por la corbata. Y aunque Elio intentara zafarse de ese intento insólito de estrangulamiento, el otro lo miró a los ojos. Al fondo. Y adentro. Con una mirada ardiente, que podría ser la de un enamorado o la de un juez. Elio tuvo la terrible sensación de que ese bárbaro pecoso, pelirrojo y con mirada de poseso lo conocía íntimamente, y que lo sabía todo. Elio nunca había sido escrutado de esa forma. «Tú no eres verdaderamente uno de los nuestros», dijo el desconocido. «Y ahora voy a decirte algo, Elio Fioravanti, y acuérdate bien de lo que te digo: en Regina Coeli hay una escalera; el que no la sube, romano no es de veras».

Elio balbució confusamente que no había hecho todo lo que había hecho porque quisiera hacerlo. Se había metido en ello, eso era todo. La vida es esta concatenación de acontecimientos banales, casuales e incluso carentes de sentido, cuyas consecuencias son, a veces, así de imprevisibles, así de desproporcionadas. Y en ese momento se dio cuenta de que en la pantalla brillaba una imagen en colores, imperceptiblemente desenfocada: dos rostros temblorosos, encerrados en un marco luminoso, como si se tratara de dos culpables de algún crimen o de dos santos. Ambas caras provistas de dos sonrisas estereotipadas, con unos dientes que parecían el teclado de un piano. Bajo las fotografías —se trataba de fotografías, en efecto— destellaban unos números, ambos de dos cifras, que al principio le costó leer. «¿Regina Coeli? ¿Pero la cárcel de Roma acaso no es Rebibbia?», comentó Fabio Merlo, sin su acostumbrada deferencia. «¿Qué está tratando de insinuar?», musitó Elio, enojado por la malvada pregunta de su secretario, y en ese momento las cifras se estabilizaron: 50,4% y 46,7%. 50,4% bajo el rostro de esa maruja desastrada de Tecla Molinari, nacida hace cuarenta y ocho años en Colleferro, donde se diplomó en contabilidad; con anterioridad, concejal del ayuntamiento; sus aficiones: voluntariado y cocina; último libro leído: el Manual del guerrero de la luz. 46,7% para el abogado Elio Fioravanti, honorable del Parlamento de la República Italiana desde 1994, licenciado en leyes, príncipe del derecho privado, titular de uno de los despachos más famosos de Roma, donde nació hace cincuenta y un años; metido en política para reformar las leyes de la nación; sus aficiones: snorkeling, rugby y filatelia (eso es lo que se decía en la ficha de la Navicella); último libro leído: una biografía de Mussolini de la que no se mencionaba el nombre del autor (de hecho, tan sólo había leído el primer capítulo); en la actual legislatura, miembro de la Comisión de Asuntos Sociales, promotor de una iniciativa parlamentaria para el reconocimiento de la función social desempeñada por los oratorios parroquiales, para la lucha contra la prostitución forzada y la disminución de la esclavitud, para la tutela de los derechos del embrión y el reconocimiento jurídico del feto.

El 46,7% destellaba justo debajo de la cara del honorable abogado Fioravanti. O, mejor dicho, de sí mismo, aunque no se reconociera de ninguna manera en ese hombre sonriente y optimista y, sin lugar a dudas, rejuvenecido diez años por lo menos —en parte porque esa fotografía había sido hecha, en efecto, diez años atrás; en parte, porque había sido retocada y mejorada por ordenador—. «¿Qué significa eso?», casi le gritó a su secretario, que seguía inmóvil delante, de la pantalla del televisor. «Significa que no lo hemos conseguido, que no ha sido reelegido, honorable». Y luego Fabio Merlo, atildado secretario de lenguaje florido, lo tuteó, algo que nunca se le había permitido, y dejando entrever una malvada alegría, utilizó una expresión que nunca habría utilizado en su presencia: «Te acaban de joder». Elio vaciló, reconoció el local de la sección, reconoció la persiana metálica negra y a sí mismo, le faltó el aire, el golpe fue tan inesperado que creyó morirse de un infarto, pero en ese mismo instante comprendió que sólo era un sueño y se despertó.

Estaba empapado de sudor. Empapada la camiseta que llevaba debajo del pijama, porque desde que había pasado la triste barrera de los cincuenta sufría con las corrientes de aire y en marzo se había visto obligado a guardar cama debido a un lumbago. Empapado el pijama, empapada de babas la almohada. El corazón agonizaba descompasado, a punto de parársele. Tenía en la boca un sabor como a infarto. La escena se había desarrollado con tal realismo que le costó un gran esfuerzo darse cuenta de que la sección del partido había sido cerrada de verdad y de que ahora, en su lugar, se encontraba la embajada de un país oriental y que, por tanto, él no podía haber entrado allí esa noche. Que el feto pelirrojo estaba muerto y enterrado desde hacía casi treinta años y que por eso no había podido amenazarlo con llevarlo a la cárcel; y, sobre todo, que los resultados no habían podido aparecer en la tele dado que las elecciones no se habían celebrado todavía, y que por ello a ese número del 46,7% podría apostar en la primitiva, porque no significaba nada. No lo habían jodido porque todavía no se había votado, hasta el 13 de mayo faltaban aún nueve días y Tecla Molinari todavía podía acabar debajo de un coche, podía perder apoyos, podía retirarse, ser abandonada por las barriadas, por los comerciantes que tenían miedo a la isla peatonal y a la ruina de sus negocios, traicionada por los electores —en resumen, que la parta un rayo—, esa fulana comunista no va a sentarse en mi sitio en Montecitorio.

Elio se volvió de lado, pero no conseguía conciliar de nuevo el sueño. El sudor se le resecaba en la camiseta. Las palabras inquietantes del camarada caído en el campo de batalla una lejana noche de treinta años antes —la escalera romana, la escalera romana— se le enmarañaban en el cerebro como en un papel cazamoscas. Seguía viendo su rostro en el sello luminoso de la tele, su cara bonachona y rejuvenecida y retocada en el ordenador, pero subrayada por los espeluznantes números de la derrota. No había considerado siquiera la idea de perder su escaño, con todo el dinero que se había gastado y ese estratega americano que había planeado la victoriosa campaña para los republicanos y la popularidad transversal interclasista en toda Roma y el apoyo de la Curia —y del presidente. Y no era así. ¿Tal vez el sueño le estaba preanunciando la verdad? ¿Era un sueño premonitorio? ¿Cómo diferenciar entre una pesadilla y una visión?

Maja seguro que habría sido capaz. Maja, tan cerebral y mística, por la mañana, con una diligencia admirable, anotaba los sueños nocturnos en una libreta secreta que guardaba en el cajón de la ropa interior: en la tapa estaba escrito Libro de los sueños. Una vez, a traición, él lo había leído. Los sueños de Maja —rara vez eróticos y, en cualquier caso, de una sorprendente banalidad— lo habían aburrido. Pero Maja sostenía que tenía el don de interpretar los sueños —de joven, antes de liarse con él— y Elio lo creía, ¿por qué no? Las mujeres están en contacto con el más allá, tienen algo que ver con el futuro y con la muerte. Estaba empapado de sudor, angustiado y asustado. No podía perder las elecciones. Una perspectiva aterradora. Me convertiría en el chivo expiatorio. Me descuartizarían, me harían pedazos. Roma no perdona a los perdedores. Te idolatran, te rinden homenajes, te reverencian, se arrastran a tus pies —y, después de la caída, te olvidan, te borran, te rechazan. El teléfono no vuelve a sonar. Tu nombre ya no vuelve a ser pronunciado. Te evitan, como si fueran a contagiarse. La soledad que te ofrece Roma cuando has perdido es grandiosa, igual que el poder de quien se apresura a coronarte. Y, a partir de ese momento, ya no habrá más cenas, ni fiestas, ni electores, ni amigos, ni tampoco Maja, tal vez. Estarás solo. Ni siquiera podía pensarlo.

Apartó hacia un lado la manta y se quedó sentado en la cama. Los muebles de su habitación —de un nogal oscuro, casi negro— le transmitieron una sensación de amenaza. El armario macizo parecía a punto de caérsele encima y de aplastarlo. Las cortinas de tisú verde no dejaban pasar ni un rayo de luz. El reloj del televisor marcaba las 2.07. Si la despertara a esa hora, Maja no se lo perdonaría nunca. Pero era imposible volver a dormirse, dado el riesgo de encontrarse de nuevo delante de esa jeta de Tecla Molinari, oh, imposible.

Descalzo, se dirigió a tientas hacia la puerta. En la habitación de la niña estaba encendida la luz, porque Camilla tenía miedo a la oscuridad. Él también le tuvo miedo, de repente. En la oscuridad lo esperaban el 13 de mayo, el fantasma venido del pasado, Tecla Molinari, Montecitorio o la derrota. Y la derrota traía consigo la aterradora indiferencia del poder, la ignominia, la deshonra, tal vez incluso la escalera romana —la cárcel—. Bueno, tal vez fuera porque durante la noche las cosas se ven más graves de lo que son en realidad, pero le parecía que no tenía escapatoria, que estaba atrapado, liquidado. No resistió la tentación de contemplar el rostro de su pequeña. Sorteó la casita de muñecas, el teatro de guiñol y el cuerpo de la canguro. Dormía echada como en un sarcófago, con una expresión de descontento en la cara. Fea, era una mujer irremediablemente fea, porque Maja seleccionaba el personal en función de sus atractivos físicos: un miedo subliminal a la competencia. Astucias femeninas, precauciones tan patéticas como inútiles, porque el abogado Fioravanti amaba a su joven esposa, tiempo atrás tan agraciada que le pareciera la reencarnación de la princesa de Vacaciones en Roma, y nunca le habría prestado atención a una canguro nacida y contratada únicamente para ocuparse de su niña.

Camilla dormía acurrucada en posición fetal, con un dedo en la boca y un ratón de trapo bajo el brazo. Un ratón, no un gatito, un perro o un osito —un ratón, papi, todo el mundo piensa en salvar a los gatitos y a los cachorritos, pero ¿quién piensa en los ratones?, también los ratones tienen hambre y, además, también tienen ratoncitos, ¿por qué todo el mundo le tiene manía a los ratones? Los ratones son feos, cariño mío, y además transmiten enfermedades. ¿Y qué pasa? También los leprosos son feos y transmiten enfermedades, pero la Madre Teresa los quería. ¿Quién te mete en la cabeza todas estas tonterías, Camilla?

Debían de ser las monjas, había sido un error enviarla a esa escuela, las monjas torturan a las niñas, enseñan a despreciar los placeres de la vida, con la esperanza de convencerlas para que cometan el mismo error que ellas cometieron. No, papá, lo he pensado yo sólita. Qué sensible es esta niña mía. Qué ángel. Velándola, mientras se chupaba el dedo serena y compasiva con esos pequeños seres desafortunados como eran esos ratones pobres, feos y faltos de amor, Elio cobró ánimos de nuevo. Era increíble la fuerza que le transmitía esa inocente criatura. Decididamente, había sido una pesadilla, un sueño mentiroso. Se agachó hacia la camita, adelantando los labios para besar el pelo de Camilla, tan y tan fino, y de un maravilloso castaño caoba —pero la señorita Sidonie apareció como un fantasma de entre las sábanas.

«No la despierte, abogado, acaba de dormirse», masculló, quejosa. «Nos ha vuelto locas toda la tarde, a mí y a la señora también —por favor se lo pido, no la despierte». Elio la maldijo, porque un hombre tiene todo el derecho de besar a su pequeñita. Ballena grasienta, frígida y sin hijos, ¿qué sabrás tú del amor de un padre? No obstante, dado que por Camilla haría lo que fuera, Elio se sacrificó y renunció al beso. Turbado y enternecido todavía, con el sudor helándosele en el pijama, se salió de la habitación de Camilla y durante unos instantes se detuvo en el pasillo. Oyó en la lejanía el retoque del reloj de péndulo en el salón del piso de abajo, y el crujir de la madera en la mansión inmóvil. Maja se habría dormido hacía poco tiempo. Maja montaría en cólera si se la despertase ahora. Pero no quería despertarla.

Entró en su habitación de puntillas. Respiró un prometedor aroma a madera, a sueño y a secreciones vaginales. La exprincesa de Vacaciones en Roma dormía con la mejilla apoyada en la almohada, el brazo desnudo tendido sobre la manta. Dormían separados desde el nacimiento de Camilla, porque era inútil que se despertaran los dos cuando tenía que darle la leche cada cuatro horas: por otro lado, aunque fuera artificial y tuviera que ser succionada de una tetina de plástico, dado que el estrés había vuelto estériles los alabastrinos senos de su madre, él no se sentía atraído por una tarea tan animal y había preferido que fuera ella la que siguiera haciéndolo —limitándose a contemplar a sus dos mujeres, dichoso y conmovido, desde lejos.

Y más tarde, cuando el asunto de la leche se terminó, empezaron los llantos, los cuentos interminables, el asma, las nanas y los resfriados, y habían considerado que resultaba práctico mantener las habitaciones separadas —además, la casa era grande y había incluso demasiadas habitaciones para ellos tres solos.

Elio se sentó en la cama: Maja no se movió. Tenía un sueño pesado —dormía siete, ocho, a veces hasta nueve horas cada noche.

Él no sabía cómo podía hacerlo. A él cuatro horas le bastaban. Le parecía que estaba malgastando el tiempo, cuando dormía, que se estaba perdiendo algo —tal vez alguna oportunidad—. El sudor, que para entonces se le había ya solidificado en la espalda, le comunicó una sensación de frío. Levantó la manta y se metió cuidadosamente en la cama.

El colchón era duro —en vez de un somier, Maja había querido que colocaran una tabla—; él siempre había pensado que ella intentaba castigarse por el bienestar que le había tocado en suerte. Tan duro era que le pareció que se había echado en un ataúd.

También la cama estaba fría. Se dejó deslizar hacia ella —su cuerpo emanaba una tibieza irresistible—. Quería oír cómo le decían que sólo había sido una pesadilla; que Molinari, la maruja, no tenía ninguna posibilidad de arruinarle la vida, y el sueño duro e indiferente de Maja le pareció ofensivo, como una nota de desamor. He tenido una horrible pesadilla, y tú no te preocupas por ello. Le habría gustado ver su expresión, tal vez burlona, pero había demasiada oscuridad en la habitación y a duras penas podía entrever el perfil de su nuca sobre la blancura de la almohada. Su respiración era lenta y regular. Se pegó a su cuerpo. Rozó la nudosa soga de su columna vertebral. El contacto con sus nalgas lo espoleó. Pasó la yema de uno de sus dedos por el camisón, descubrió la hendidura y la siguió —con suave tacto—. Maja no se despertó. Con la uña cogió el borde del camisón y lo llevó lentamente hacia arriba. Descubrió, estupefacto, que su esposa, su respetable esposa, dormía sin bragas. Ya ves tú. Apoyó una yema, luego dos, luego toda la mano sobre el borde algodonoso de sus rizos. Siguió la impecable depilación e intentó adivinar qué forma tenía —no la veía desde hacía meses, tal vez no la había visto nunca o no le había prestado atención—. Le pareció rectangular. Sin duda alguna era mérito de los últimos avances de la tecnología —un tratamiento láser que había eliminado el vello superfluo, dejando la piel suave como la mejilla de un niño—. Ningún rastro de las púas ni de las espinas con las que, tan a menudo, en mujeres únicamente armadas de tijeras o cuchilla de afeitar, se había pinchado. Palpó la depilación varias veces —hasta que se le puso dura, pero ella no se despertó.

Su sueño dichoso y profundo lo excitaba y, al mismo tiempo, lo irritaba. Le pareció injusto y cruel estar en vela él solo, mientras que Maja soñaba a saber qué. En nada sexual, en todo caso, porque estaba seca. Cuando se subió y penetró y se metió dentro de ella, se predispuso a obrar con lentitud —dándole tiempo de ponerse a su mismo ritmo—, pero ella, a pesar de que ya estaba despierta, ni le secundó ni se arqueó para acogerlo mejor, se limitó a abrir sus ojos y a preguntarle, sorprendida y sin disimular cierto malhumor: «Pero, Elio, ¿cómo se te ocurre?, ¿qué horas son éstas?», y esa voz somnolienta y decorosa tuvo un efecto letal sobre sus buenos propósitos y, para reencontrar una sombra del deseo que ya se había disipado, susurró algo sobre el hecho de que, de repente, la había deseado. Pero en realidad no era así, aunque había tenido ganas, ya se le habían pasado y ahora, para no retirarse ignominiosamente, seguía entregándose a la costumbre, a la mecánica hipnótica del movimiento, haciendo esfuerzos para abstraerse de una situación que le parecía ridícula y sin poesía, y para no pensar en Tecla Molinari, sino más bien en ese pubis depilado de Maja que nunca había visto o, en todo caso, en el que nunca se había fijado; pero la cara de su rival seguía insinuándose en la oscuridad, superponiéndose a la de Maja y, de golpe, tuvo la impresión de que no estaba montando a su joven y amada esposa, sino a esa horrible maruja comunista, y para cerciorarse braceó en busca de las esbeltas caderas de Maja, pero no encontró sus esbeltas caderas sino dos nalgas voluminosas, ni los leves senos iguales que los de una chiquilla —porque una chiquilla seguía pareciendo, de lo menuda que era, un pajarillo de cuarenta y ocho kilos— sustituidos por dos manzanas turgentes con dos pezones erectos como clavos; ni su vientre plano, maravillosamente cóncavo, en lugar del cual había algo protuberante, abombado como un cofre. Y ya no reconocía su carne: estaba follándose a Tecla Molinari, una maruja celulítica, esponjosa y llena de agujeros como una galleta de Saboya. Sí, se había engordado decididamente, con una barriga dura, abombada e hinchada, y estaba seca; casi rasposa, y fue horroroso, siguió por inercia, porque no quería rendirse, ése no era su estilo, pero tampoco era capaz de terminar. Para avivar su erección, se frotó el escroto, se manipuló los testículos, que rebotaban fláccidos y deshinchados sobre el pubis de ella, y al final se corrió con un grito de alivio, separándose de inmediato —pero sus cuerpos, al separarse, emitieron un ruido desagradable, algo parecido a una pedorrera.

Maja no dijo nada, su respiración no se había alterado ni un ápice, no había sentido nada, eso era obvio, hacía tiempo que no sentía nada —parece que algo está royéndola por dentro—, en la cama está triste y cuando él se corre lo mira como si lo odiara, debe de ser la entrada en la treintena lo que la turba, para una mujer es un momento delicado; para los hombres significa, como mucho, una redefinición de sus prestaciones. En otra época había sido tan excitante con ella, la primera vez en un picadero en la calle de Cortina d’Ampezzo. Todavía estaba casado y Maja sólo había estado con algún que otro jovencito expeditivo. Oh, Elio, le decía, al volverse sorprendida y agradecida en la cama del picadero, ha sido fantástico, no sabía que fuera así. Maja, por dentro resbaladiza y suave como una babucha de seda. Y ahora, seca, casi rasposa. Elio se incorporó para sentarse, apoyó los pies en la alfombra, se atusó la mata rizada de húmedo vello gris que le cubría el pecho como si fuera espuma, se removió el pelo y buscó desesperadamente algo que decir. Y aunque le pareciera feo explicarle que se había metido en su cama por la cosa esa de la pesadilla, al final le explicó lo de la profecía del muerto y lo del 46,7% que le adjudicaban tras el recuento de votos, mientras que la maruja comunista obtenía el 50,4%. Después de hacerlo, le pidió que le explicara la diferencia que había entre una visión y un sueño falaz.

Maja calló largo rato, vencida por un malestar extremadamente inoportuno, que en vano se esforzó por reprimir, y luego gimoteó que Camilla había tenido otro ataque de asma, anoche, y que esta vez ella se había asustado de verdad; entretanto él, ¿dónde estaba?, ¿dónde estaba cuando su conejito se encontraba tan malita y se ahogaba? Él nunca estaba allí, esa maldita política había devorado sus existencias como un cáncer, extendiéndose por todos sus días, irrefrenable como una metástasis. Las elecciones, las elecciones, yo estaba en contra de que te presentaras, también la vez anterior, ha arruinado nuestras vidas, no tendrías que haberte comprometido. Pero Elio insistía, porque no se merecía sus reproches y si se había presentado sus razones tendría, y estas razones eran el fututo de Camilla y el de Maja —era una cuestión de vida o muerte, aunque ella no lo supiera ni debiera saberlo—. Entonces ella suspiró con nostalgia que el don de interpretar los sueños lo había perdido, como el resto de sus cualidades espirituales, atrofiadas desde que lo conocía a él, como un órgano que ya no sirve. Pero, de todas maneras, una visión en nada se diferencia de un sueño, por lo que únicamente quien sueña puede darse cuenta de si el sueño se lo envía Dios, o el Espíritu Santo, o nuestro inconsciente, confuso y turbado. Por otro lado, era inútil decirle todo esto porque él, Elio, aunque viera con frecuencia a todos esos curas, jesuítas, obispos, cardenales almibarados y siniestros que a ella le provocaban malestar, en el fondo no creía en Dios porque era un materialista y ése era un aspecto suyo que nunca le había gustado —y eso mismo se veía también en las pequeñas cosas—. La verdad es que después de hacer el amor en todos esos años nunca le había dicho ni una palabra afectuosa ni le había dedicado una caricia; enseguida se separaba, como si el contacto de los cuerpos le molestara después de haberlos usado, incluso ahora que había sido tan brutal y mecánico —y ni tiempo le había dado para despertarse— su primer pensamiento había sido salir corriendo a sacudirse el aparato y lavárselo y descontaminarlo en el lavabo de su cuarto de baño.

«Pero no, eso no es verdad, mi alma», protestó Elio, a pesar de que, en efecto, se había ido al baño corriendo para lavarse el aparato, porque le ardía como si se lo hubiera frotado contra un matojo de ortigas y ahora se veía de nuevo, culpable, frotándose las manos en la toalla de ella. Manejó con turbación el cuerpo del delito que ella, pese a todo, tanto había apreciado en otro tiempo, y lo colocó de nuevo bajo el pijama, húmedo todavía y a medias erecto. También Maja se levantó y dijo que no se sentía bien, tenía ganas de vomitar, y le rogó que se marchara porque le daba vergüenza hacerlo delante de él, aunque no hubiera secretos entre ellos y estuvieran casados desde hacía tanto tiempo. Tragaba y temblaba y torcía la boca con una mueca de disgusto tan convincente que Elio pensó que no estaba mintiendo. Pero no se movió, ni siquiera cuando Maja se arrodilló junto a la taza y se agarró con las manos a la tapa, porque todavía quería saber si había tenido una visión premonitoria o únicamente una pesadilla, y qué era lo que tenía que esperar en un futuro, dado que se trataba de una cuestión de vida o muerte, aunque Maja no lo supiera, ni debía saberlo. Se limitó a apartar educadamente la mirada cuando ella con una regurgitación apagada echó la cena en el váter, y a tirar de la cadena con premura. Maja se limpió la boca con la toalla en la que él acababa de depositar los restos de su semen, pero no se lo dijo porque sería inoportuno, y mientras la sujetaba de vuelta hacia la cama, ella susurró con un hilo de voz que, dado que él no creía en el espíritu sino tan sólo en la carne, probablemente el sueño se lo había enviado él mismo y no significaba nada.