Roma se duerme lentamente, hundiéndose en el sopor de la noche. En la lejanía, se oye el eco de una sirena. Los últimos autobuses, vacíos e iluminados, cruzan con rapidez el asfalto húmedo, y en el quiosco un hombre arrebujado en un chaquetón coloca una pila de periódicos. Delante del Viminale, algunos trabajadores de la compañía del gas, anaranjados con sus chalecos fosforescentes, arreglan una tubería. Han encendido un farol que rasga el agua de la condensación, fantasmagórico y cegador. De vez en cuando silba la llama oxhídrica, dejando escapar haces de chispas. La patrulla de la policía, con la sirena que ulula, asciende por la calle de Cavour, flanquea la basílica así como a los mendigos que duermen en los bancos, gira a la derecha y enfila la calle de Carlo Alberto…
La luz de la sirena proyecta una sombra azulada sobre dos negros, o magrebíes, o indios, que apresuran el paso y son indultados gracias a la protección de una furgoneta. La calle es ancha, los números de los edificios no se leen con la penumbra amarillenta de las farolas. Los agentes superan coches aparcados en doble fila delante de los contenedores y a un pinche que arrastra por la calle dos bolsas negras con la basura de un restaurante. Desembocan en la plaza Vittorio sin haber localizado el número 17. Flanquean los portales, del jardín llega el eco de algún altercado y un retumbar de cacharros. Vuelven a coger la calle de Carlo Alberto en sentido contrario. Los edificios son altos, se ciernen; las calles, rectas como una anomalía. Al final de la calle, la cúspide piramidal del campanario de Santa Maria Maggiore parece ser un huésped de otra época. Tiendas chinas de ropa y de bisutería de cuatro cuartos, una peluquería nigeriana especializada en peinados afro, locutorios para llamar a Pakistán y a Filipinas a bajo coste, el anticuado local de un barbero, que ha sobrevivido a los cambios del barrio, hoteles de dos y tres estrellas para turistas sin pretensiones. Los agentes pasan y vuelven a pasar varias veces por delante de los mismos edificios, de las mismas tiendas, de los mismos rótulos, antes de darse cuenta de que el edificio que buscan es el mismo que alberga el Hotel Jubileum —el rótulo de neón difunde sobre la acera que tiene debajo un espectral halo de luz.
El agente señala el número 17, con la satisfacción de haber sido él quien lo ha localizado. ¿Quién podría vivir en el número 17? Alguien que no tema a la mala suerte. Alguien que sea feliz. En lo alto de una empinada escalera, la puerta de cristal, enmarcada por una estructura de aluminio, está cerrada. El oficial se baja y el otro, que acaba de llegar a la capital desde un rincón de provincias, lo sigue, dócil, obediente, deseando quedar bien. No les han explicado lo que ha ocurrido en el 17, tan sólo que un vecino ha llamado la atención sobre unos gritos —trifulcas, porrazos sospechosos. Y ellos han acudido de inmediato.
En la recepción del hotel no hay nadie —tras el mostrador sólo está el casillero con las llaves—, vacío: los clientes no disfrutan de las ocasiones nocturnas de Roma y ya se han retirado a sus habitaciones. En el portero electrónico de la comunidad, algún nombre extranjero, polaco quizás, y en la etiqueta escrita con rotulador, un nombre borroso, casi ilegible, que no obstante les parece reconocer: BUONOCORE. El oficial espera que no sea ese Buonocore. Era de los mejores, uno de los nuestros. Aunque, por otro lado, es un nombre muy corriente. Dado que la puerta acristalada está cerrada, pulsa uno tras otro todos los timbres del portero automático. Oye los estridentes timbrazos resonando en la calma de los apartamentos. El edificio está siendo restaurado, la parte inferior de la fachada está tapada por un andamio cubierto por un toldo, sobre el que un futbolista famoso detiene un penalti desviando la pelota hacia el travesaño y volando por el cielo en un gesto de enorme plasticidad. Como es un seguidor del Roma, ese gesto de enorme plasticidad le parece una afrenta deliberada y se alegra de no vivir aquí y de no tener que verlo cada día. El gigantesco portero de tela oculta las ventanas, las persianas y la luz que se filtra por los postigos. Aunque tal vez no se filtre la luz porque todos están durmiendo, tranquilamente, es evidente que el tío ese alarmado padece insomnio y les machaca la moral a los vecinos y a las fuerzas del orden. Qué fastidio, esta llamada a medianoche, justo cuando estaba a punto de marcharme. No contesta nadie. Llama de nuevo, largo rato. La noche está vacía, neblinosa; la realidad es una calle innaturalmente muerta, jalonada por árboles que tienen frío, atravesada por fantasmas rápidos y mudos, un silencio que la oscuridad transforma en algo ilimitado. «Si no abre, ¿qué hacemos?», pregunta el agente, preocupado. El oficial no responde. «¿Sois vosotros?», masculla por fin una voz somnolienta. «¿Nos ha llamado usted? Abra, policía».
Buscan el ascensor, pero no lo hay. Los dos agentes suben resoplando por empinados escalones, entre paredes blancas adornadas de zapatazos. Entrevén pasillos tétricos que desaparecen en la oscuridad: dan a los mismos decenas de puertas desajustadas, estropeadas, llenas de pintadas. La convocatoria de la reunión de vecinos languidece ignorada en cada piso. En el orden del día, el problema del escape que hay en el terrado comunitario y que afecta al ático. El edificio es el más alto de la calle. No paran de subir. En el sexto piso, por una puerta entreabierta se asoman el morro de un cachorro que gimotea y la cara como de yeso del tipo que llamó al 113, un enano en camiseta y zapatillas, cuya mueca deja atisbar cierta avidez de sangre, notoriedad, entrevistas. Esos vecinos que no dejan de meterse donde no les llaman y que, a pesar de todo, resultan inútiles en las circunstancias difíciles. «Es ahí, en el 27», barbota el vecino, intimidado por los uniformes y con miedo a hacer un mal papel, «me pareció oír gritos de socorro, pero desde hace un rato ya no se oye nada, discúlpenme si me he equivocado». El agente respira con dificultad, jadeante. El otro se limpia los zapatos en una alfombrilla con forma de gato. Al lado de la puerta hay una quencia con las hojas polvorientas. La tierra de la maceta está seca, cuarteada en terrones duros como el cemento: la planta se está muriendo de sed. El oficial toca el timbre de la puerta 27. Mira de soslayo la chapa de latón: las letras BUONOCORE están desapareciendo, corroídas por la lepra. «¿Qué hacemos? Este tío no responde», murmura el agente.
Del apartamento n.° 27 llegan unas voces —algo así como un rumor indiferenciado—. ¿Quién está ahí? Antes vivían todos aquí, ha dicho el vecino; los críos hacían un ruido infernal, iban con los patines por el terrado, quejarse era inútil con Buonocore, un prepotente que se creía Dios; luego, la madre se los llevó de allí y ya no los habían vuelto a ver. Pero éstas no son voces de niños. Una letanía monótona —salmodiante—. Un hombre, sin duda alguna. Tal vez Buonocore esté borracho, o colocado, y por eso no es capaz de contestar al teléfono o de abrir esta maldita puerta. Tal vez estaba jugueteando con la pistola reglamentaria y se le ha disparado. Pero ¿cinco tiros? El vecino sostiene que por lo menos ha oído cinco.
«¿Está seguro de que eran disparos?». «Bueno, no pondría la mano en el fuego», se contradice el vecino, «se oía algo amortiguado, como si delante le hubiera puesto, yo qué sé, una almohada». Luego, con un arranque de orgullo, añade: «Pero, en fin, yo cazo becadas, sé cómo suenan las detonaciones. Y ésa gritaba socorro, socorro, ayúdenme. Eso no lo he soñado». «Y, luego, ¿ha salido alguien?». «No, nadie. Habría oído la puerta al cerrarse. Aquí es que se oye todo, las paredes son de cartón. Esos dos siempre se estaban peleando, se tiraban los platos a la cabeza, las botellas, los ceniceros; una vez llegué a llamar a los carabineros, pero las cosas ahora estaban tranquilas, ella se había largado».
«Vuelve al coche y solicita instrucciones», ordena el oficial. Le tocan al novato los seis pisos adicionales y la visión del portero enemigo que está volando y se burla de Roma. Se sienta en un peldaño y se enciende un cigarrillo. La ceniza brilla en la oscuridad. Espera. No sabe qué ha ocurrido al otro lado de esa puerta. Si su presencia será útil, necesaria, superflua o incluso perjudicial. Mira constantemente el reloj. Los minutos se estancan en la esfera. El tiempo es un mecanismo que se ha encallado. No sucede nada. Ni un solo paso, ni voces —ningún ruido. En el silencio que se extiende, percibe el latido sordo de su corazón. Y tiene la impresión de sentir cómo la vida, en esa casa, se queda en suspenso, indiferente, oscura.